Audiencias 1984 8

8 En efecto, todo el universo de intereses y habilidades del hombre espera ser animado por la luz de Cristo. La luz de su presencia favorece el desarrollo de la competencia humana, pues valoriza en el sujeto humano toda potencialidad y estimula la dinámica de sus capacidades. Además, en la profundización y comunicación de la visión cristiana de la realidad que permite la cultura, se demuestra mejor la "conveniencia" suprema del designio de Dios sobre el mundo.

Hermanos muy queridos: En este Año Santo de la Redención estamos invitados a participar en la misión de la Iglesia, que puede y debe entrar en relación crítica y constructiva con toda forma de cultura. En efecto, el cristiano está llamado a contribuir al progreso cultural y a la solidaridad entre los hombres, anunciando desde dentro de las más variadas situaciones humanas "una fe que necesita penetrar en la inteligencia del hombre... No yuxtaponiéndose a cuanto la inteligencia puede conocer con su luz natural, sino impregnando 'desde dentro' este mismo conocimiento" (Discurso sobre la pastoral universitaria, n. 2; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de abril de 1982. pág. 2).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora y bendigo a cada persona de lengua española aquí presente, en especial a los seminaristas de Plasencia a los que expreso toda mi estima, a las enfermeras del Hospital Militar de Bogotá y a los estudiantes venidos de Buenos Aires. A todos deseo que la fe anime siempre vuestra vida, particularmente en este Año Santo de la Redención



Miércoles 15 de febrero de 1984



1. " Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla" (Gn 1,28). La Palabra de Dios creador asigna al hombre una tarea insustituible para el desarrollo de las potencialidades ínsitas en el universo. Está llamado a participar en la obra del Creador, a la que la Biblia define significativamente con la palabra "trabajo". Según sus propias capacidades, él prosigue, desarrolla y completa todo lo que Dios ha comenzado.

Pero el significado del trabajo humano no se agota en esta tarea. Es insustituible también para la edificación de una sociedad más justa, donde reine la verdad y el amor, y se manifieste, por lo tanto, visiblemente la promesa del reino contenida en la redención de Cristo. "Por ello —dije en Guadalajara, durante el viaje apostólico a México—, el trabajo no ha de ser una mera necesidad; ha de ser visto como una verdadera vocación, un llamamiento de Dios a construir un mundo nuevo en el que habite la justicia y la fraternidad, anticipo del reino de Dios, en el que no habrá ya ni carencias ni limitaciones. El trabajo ha de ser el medio para que toda la creación esté sometida a la dignidad del ser humano e hijo de Dios" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de febrero, 1979, pág. 14).

2. Reflexionando más a fondo, bajo la guía del Concilio Vaticano II, "sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret" (Gaudium et spes GS 67). Efectivamente, el trabajo, redimido por Cristo, se convierte para el hombre en expresión de la propia vocación, la de un ser llamado a conformarse con Cristo, a vivir en profunda, íntima unión con el Hijo de Dios. En la perspectiva abierta por la redención, el trabajo viene a ser una de las modalidades fundamentales, a través de las cuales el hombre se abre a sí mismo y, en Cristo, a Dios Padre.

El Concilio Ecuménico Vaticano II nos ha enseñado además que uno de los principales frutos de esta unión con Cristo es la participación en su realeza, esto es, en su destino de Señor del cosmos y de la historia (cf. Lumen gentium LG 36). Cristo vivió su realeza, sobre todo, en el servicio a los hermanos, inspirado por el amor (cf. Mt 20,28 Mc 10,45). Al participar en esta realeza, el hombre adquiere una renovada libertad de ponerse generosamente al servicio del prójimo en la fatiga cotidiana del trabajo, sentido y vivido como una demostración y un testimonio de amor.

El amor, latente en un trabajo a veces pesado y fatigoso, no revela inmediatamente y siempre su presencia; pero, poco a poco, si el que trabaja tiene fe y constancia, el amor empieza a manifestarse en la solidaridad que se crea entre hombre y hombre. El trabajo, realizado con amor y por amor, es una gran ocasión de crecimiento para el hombre, al que asegura, como decía mi venerado predecesor Pío XII, "un campo de justa libertad no sólo económica, sino también política, cultural y religiosa" (Pío XII, Mensaje del 1 de septiembre de 1944).

9 Además, el trabajo implica un "servicio real", porque, al soportar su fatiga "en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar" (Encíclica Laborem exercens LE 27).

En el trabajo, concebido de este modo, se realiza, en continuidad con la misión de Cristo, la capacidad del hombre para transformar el mundo, haciéndolo homogéneo con su dignidad sublime de redimido. La redención del trabajo pone al hombre en condición de ejercitar su "munus regale", esto es, de responder al mandato del Creador de someter y dominar la tierra (cf. Gn 1,28). Por esto, la Gaudium et spes puede afirmar que el trabajo "procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia y la somete a su voluntad" (GS 67).

3. El trabajo tiene un gran valor creativo incluso porque lleva al individuo a comprometerse con toda la comunidad familiar, social y política.

En efecto, todo hombre recibe incesantemente ayuda de los que están cerca y de los que están lejos. Se enriquece con los bienes materiales, morales, culturales y religiosos, creados por generaciones enteras, de las que quizá nunca ha oído hablar. Vive del trabajo, del esfuerzo, del fervor, de la devoción, del sacrificio que otros han realizado. Ninguno de los bienes, fruto de este enorme trabajo, le es extraño. Sería egoísta, pues, aceptar pasivamente toda esta riqueza sin comprometerse a corresponder a ella, prestando con el propio trabajo una aportación activa a la solución de la dramática situación social en que vivimos hoy.

De esta consideración elemental toma luz la dimensión de participación inherente al trabajo humano. Ella abre de par en par al hombre el camino de la autorrealización, ofreciéndole la posibilidad incomparable de comunicarse él mismo con el otro, dentro de relaciones estables y solidarias, atentas a las necesidades reales, sobre todo, a la relación suprema de encontrar un significado para la propia existencia. Esta dimensión, abierta por la redención de Cristo, se revela así como un óptimo antídoto para la situación de alienación en que frecuentemente se halla el trabajo humano.

El Año Santo de la Redención es una invitación para cada uno de nosotros a encontrar en Cristo Redentor el significado más profundo del trabajo y, con él, la alegría que brota de la conciencia de dar una aportación personal a la edificación de un mundo renovado

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo a cada persona y grupo de lengua española, en especial a los miembros del colegio de Mary Ward de Madrid, a los estudiantes de la Pontificia Universidad Católica de Chile y al grupo de amigos de Don Orione, de Santiago de Chile. A todos os bendigo de corazón.



Miércoles 22 de febrero de 1984



1. Queridísimos hermanos y hermanas:

10 Hoy, la fiesta de la Cátedra de San Pedro Apóstol, en el Año de la Redención, adquiere un significado totalmente particular. Nos recuerda la misión que la Iglesia tiene en el perdón de los pecados.

El pasaje del Evangelio de Mateo (16, 13-19) que hemos escuchado contiene la que con frecuencia se llama "promesa" del ministerio de Pedro y de sus Sucesores en favor del Pueblo de Dios: "Y yo te digo —afirma Jesús—: que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos".

Sabemos que Cristo dio cumplimiento a esta "promesa" después de su resurrección, cuando mandó a Pedro: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas" (
Jn 21,15-17). Sabemos también que el Señor Jesús confió de modo singular, "juntamente con Pedro y bajo la guía de Pedro (Ad gentes, AGD 38), el "poder" de "atar" y "desatar", también a los Apóstoles y a sus sucesores, los obispos (cf. Mt 18,18), y este poder está vinculado en cierta medida y por participación, también a los sacerdotes.

Este "oficio" comprende campos muy amplios de aplicación, como la función de tutelar y de anunciar con un carisma cierto de verdad" (Dei Verbum DV 8), la Palabra de Dios; la función de santificar sobre todo por medio de la celebración de los sacramentos; la función de regir a la comunidad cristiana por el camino de la fidelidad a Cristo en los diversos tiempos y en los diversos ambientes.

2. Ahora, me apremia poner de relieve la tarea de la remisión de los pecados. Frecuentemente, según la experiencia de los fieles, constituye una dificultad importante precisamente el tener que presentarse al ministro del perdón. "¿Por qué —se objeta— manifestar a un hombre como yo mi situación más íntima e incluso mis culpas más secretas?" "¿Por qué —se objeta también— no dirigirme directamente a Dios o a Cristo, y tener, en cambio, que pasar por la mediación de un hombre para obtener el perdón de mis pecados?".

Estas y parecidas preguntas pueden tener una cierta aceptación por el "esfuerzo" que siempre exige un poco el sacramento de la penitencia. Pero, en el fondo, ponen de relieve una no comprensión o una no acogida del "misterio" de la Iglesia.

Es cierto: el hombre que absuelve es un hermano que también se confiesa, porque, a pesar del afán por su santificación personal, está sujeto a los límites de la fragilidad humana. Sin embargo, el hombre que absuelve no ofrece el perdón de las culpas en nombre de dotes humanas peculiares de inteligencia, o de penetración sicológica; o de dulzura y afabilidad; no ofrece el perdón de las culpas tampoco en nombre de la propia santidad. Él, como es de desear, está invitado a hacerse cada vez más acogedor y capaz de transmitir la esperanza que se deriva de una pertenencia total a Cristo (cf. Gál Ga 2,20 1P 3,15). Pero cuando alza la mano que bendice y pronuncia las palabras de la absolución, actúa "in persona Christi": no sólo como "representante", sino también y, sobre todo, como "instrumento" humano en el que está presente, de modo arcano y real, y actúa el Señor Jesús, el "Dios-con-nosotros", muerto y resucitado y que vive para nuestra salvación.

3. Bien considerado, a pesar de la molestia que puede provocar la mediación eclesial, es un método humanísimo, a fin de que el Dios que nos libera de nuestras culpas no se diluya en una abstracción lejana, que al fin se convertiría en una difuminada, irritante y desesperante imagen de nosotros mismos. Gracias a la mediación del ministro de la Iglesia este Dios se hace "próximo" a nosotros en la concreción de un corazón también perdonado.

Con esta perspectiva es como hay que preguntarse si la instrumentalidad de la Iglesia, en vez de ser contestada, no debería, más bien, ser deseada, puesto que responde a las esperanzas más profundas que se ocultan en el espíritu humano, cuando se acerca a Dios y se deja salvar por Él. El ministro del sacramento de la penitencia aparece así —dentro de la totalidad de la Iglesia— como una expresión singular de la "lógica" de la Encarnación, mediante la cual el Verbo hecho carne nos alcanza y nos libera de nuestros pecados.

"Cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos", dice Cristo a Pedro. Las "llaves del reino de los cielos" no fueron confiadas a Pedro y a la Iglesia para que se aprovechen de ellas a su propio arbitrio o para manipular las conciencias, sino a fin de que las conciencias sean liberadas en la Verdad plena del hombre, que es Cristo, "paz y misericordia" (cf. Gál Ga 6,16) para todos.

Saludos

11 Mi saludo y bendición a cada persona y grupo de lengua española, en particular a las alumnas de las escuelas católicas de Panamá.



Miércoles 29 de febrero de 1984



1. "Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios" (2Co 5,20). En la oración común del miércoles pasado reflexionamos sobre el significado y el valor, incluso humano, del perdón, en cuanto ofrecido por la Iglesia por medio del ministro del sacramento de la penitencia.

Hoy, y en las próximas semanas, quisiera continuar considerando los gestos, a los que estamos llamados cuando nos acercamos al sacramento del perdón. Se trata de acciones muy sencillas, de palabras muy corrientes, pero que ocultan toda la riqueza de la presencia de Dios y nos exigen la disponibilidad a dejarnos formar según la pedagogía de Cristo, continuada y aplicada por la sabiduría materna de la Iglesia.

2. Cuando nosotros, creyentes, salimos de nuestras casas y de la vida cotidiana para dirigirnos a recibir la misericordia del Señor, que nos libera de nuestras culpas en el sacramento de la reconciliación, ¿cuáles son las convicciones y los sentimientos que debemos alimentar en el espíritu?

En primer lugar, debemos estar seguros de que la nuestra es ya una "respuesta". A una mirada superficial le puede parecer extraña esta observación. Se nos puede preguntar: ¿No somos nosotros —únicamente nosotros— los que asumimos la iniciativa de pedir el perdón de los pecados? ¿No somos nosotros —únicamente nosotros— los que nos damos cuenta del peso de nuestras culpas y de los desvíos de nuestra vida, los que nos percatamos de la ofensa hecha al amor de Dios, y, por lo tanto, los que nos decidimos a la opción de abrirnos a la misericordia?

Ciertamente, también se exige nuestra libertad. Dios no impone su perdón al que rehúsa aceptarlo. Y, sin embargo, esta libertad tiene raíces más profundas y metas más altas de todo lo que nuestra conciencia llega a comprender. Dios, que en Cristo es la viviente y suprema misericordia, está "antes" que nosotros y antes que nuestra invocación para ser reconciliados. Nos espera. Nosotros no nos apartaríamos de nuestro pecado, si Dios no nos hubiera ofrecido ya su perdón. "A la verdad, Dios estaba —afirma San Pablo— reconciliando al mundo consigo en Cristo" (2Co 5,18). Más aún: No nos decidiríamos a abrirnos al perdón, si Dios, mediante el Espíritu que Cristo nos ha dado, no hubiera ya realizado en nosotros pecadores un impulso de cambio de existencia, como es, precisamente, el deseo y la voluntad de conversión. "Os lo pedimos —añade San Pablo—: dejaos reconciliar con Dios" (2Co 5,20). En apariencia, somos nosotros quienes damos los primeros pasos; en realidad, en el comienzo de nuestra reforma de vida está el Señor que nos ilumina y nos solicita. Le seguimos a Él, nos adaptamos a su iniciativa. La gratitud debe llenarnos el corazón antes aún de ser liberados de nuestras culpas mediante la absolución de la Iglesia.

3. Una segunda certeza debe animarnos cuando nos dirigimos al sacramento de la penitencia. Estamos invitados a acoger un perdón que no se limita a "olvidar" el pasado, como si extendiera sobre él un velo efímero, sino que nos lleva a un cambio radical de la mente, del corazón y de la conducta, de manera que nos convertimos, gracias a Cristo, en "justicia de Dios" (2Co 5,21).

Efectivamente, Dios es un dulcísimo, pero también un exigentísimo amigo. Cuando se le encuentra, ya no es posible continuar viviendo como si no se le hubiese encontrado. Pide que se le siga no por los caminos que nosotros habíamos determinado recorrer, sino por los que Él ha señalado para nosotros. Se le da algo de la existencia, y poco a poco nos damos cuenta de que la está pidiendo toda.

Una religión exclusivamente consoladora es una fábula, que sólo comparte quien aún no ha experimentado la comunión con Dios. Esta comunión ofrece también las gratificaciones más profundas, pero las ofrece dentro de un esfuerzo inagotable de conversión

4. En particular —y es un tercer aspecto del camino hacia el sacramento de la reconciliación— el Señor Jesús nos pide que estemos dispuestos a perdonar, por parte nuestra, a los hermanos, si queremos recibir su perdón. La costumbre de ciertas tradiciones cristianas de intercambiarse los fieles más cercanos el signo de la paz antes de dirigirse al sacramento de la misericordia de Dios, traduce con un gesto el imperativo evangélico: "Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas" (Mt 6,14-15).

12 Esta observación adquiere toda su importancia, si se piensa que el pecado, aún el más secreto y personal, es siempre una herida hecha a la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 11), y si se piensa que la concesión del perdón de Dios, aún cuando sea, de modo peculiar e indelegable, acto del ministro del sacramento de la penitencia —el sacerdote—, siempre tiene lugar en el contexto de una comunidad que ayuda y sostiene y vuelve a acoger al pecador con la oración, con la unión al sufrimiento de Cristo y con el espíritu de fraternidad que deriva de la muerte y resurrección del Señor Jesús (cf. Lumen gentium LG 11).

Escuchemos, pues, queridísimos hermanos y hermanas, la invitación del Apóstol Pablo, como si Dios mismo nos exhortase por medio de él: "¡Dejémonos reconciliar con Dios!".

Saludos

Mi palabra final es para saludar cordialmente y alentar en su camino al grupo aquí presente del Pontificio Colegio Mexicano de Roma. También a las Carmelitas Misioneras Teresianas que están siguiendo un curso de renovación espiritual, así como a los peregrinos del Colegio el Pinar, de San Cugat de Vallés. A todos invito a esa renovación en la santidad a la que nos llama el Año Santo, mientras os bendigo de corazón.



Marzo de 1984

Miércoles 7 de marzo de 1984



1. "Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros" (Col 3,5).

La exhortación del Apóstol Pablo resuena con actualidad especial este día, en el que, con el austero rito de la imposición de la ceniza, se abre el período de Cuaresma: un tiempo que está singularmente marcado por la penitencia; un tiempo en el que la Iglesia pide diligentemente a los fieles que se acerquen más frecuentemente y con más fervor al sacramento de la penitencia.

Toda la vida cristiana es vida de mortificación. La Iglesia, con sus normas de sabiduría maternal, establece "unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia" (Código de Derecho Canónico CIC 1249).

Luego, durante la Cuaresma, además de la "abstinencia de carne o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal" del lugar (can. CIC 1251) cada viernes, la Iglesia impone para nuestro provecho espiritual "la abstinencia y el ayuno el Miércoles de Ceniza (es decir, hoy) y el Viernes Santo" (ib.). Y se trata de preceptos que deberían considerarse como el mínimum indispensable: todo un estilo de penitencia debería acompañar el desarrollo de la existencia de fe y concretarse en gestos precisos, fruto de generosidad.

2. Continuando la reflexión que venimos desarrollando los pasados miércoles, quisiera llamar la atención sobre esa penitencia particular que está vinculada al sacramento del perdón y que comúnmente se llama "satisfacción". Esta práctica ha de ser descubierta de nuevo en su sentido más profundo. Acaso se hace incluso más significativa y más densa de cuanto lo haya sido con frecuencia en el uso corriente.

13 Invitado por la interpelación de Dios, el pecador se ha acercado al sacramento de la misericordia y ha recibido el perdón de los propios pecados. Pero antes de la absolución ha aceptado la indicación de prácticas penitenciales que deberá realizar en su vida con la gracia del Señor.

No se está ante una especie de "precio" mediante el cual se "pagaría" el inestimable don que Dios nos hace con la liberación de las culpas. La "satisfacción" es, más bien, la expresión de una existencia renovada, la cual, con una nueva ayuda de Dios, se dirige a su realización concreta. Por esto, no debería limitarse, en sus manifestaciones determinadas, al solo campo de la oración, sino actuar en los diversos sectores en los que el pecado ha devastado al hombre. San Pablo nos habla de "fornicaciones, impurezas, pasiones, codicias y de esa avaricia que es una idolatría. Eso es lo que atrae el castigo de Dios sobre los desobedientes" (
Col 3,5-6).

3. Más aún: la "satisfacción" precisamente en su vinculación con el sacramento de la penitencia y en su derivación de él, no sólo adquiere una eficacia singular, sino que revela la riqueza de significados que tiene la mortificación en la perspectiva de fe. Nunca se repetirá bastante que el cristianismo no es un "dolorismo", fin en sí mismo. En cambio, el cristianismo es una alegría y una "paz" (cf. Col Col 3,15) que incluyen y exigen el sacrificio.

Efectivamente, el pecado original, aún cuando borrado por el bautismo, deja normalmente en lo íntimo del hombre un desorden que se supera, una propensión al pecado que se frena con el esfuerzo humano, además de con la gracia del Señor (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 10; Denz.-Schön, n. DS 1535). El mismo sacramento de la reconciliación, aún ofreciendo el perdón de las culpas, no elimina completamente la dificultad que el creyente encuentra en la realización de la ley grabada en el corazón del hombre y perfeccionada por la Revelación: esta ley, aún cuando está interiorizada por el don del Espíritu Santo, deja, de ordinario, la posibilidad de pecado y más aún, cierta inclinación a él (cf. Conc. Trid. Decretum de iustificatione, cap. 11; Denz.–Schön, DS 1536 DS 1568-1573). Por consiguiente, la vida humana y cristiana se manifiesta siempre como una "lucha" contra el mal (cf. Conc. Vat. II, Gaudium et spes, núms. GS 13 GS 15). Se requiere, pues, un serio esfuerzo ascético para que el fiel se haga cada vez más capaz de amar a Dios y al prójimo, en sintonía coherente con la propia condición de renacido en Cristo.

Añádase a esto que el dolor —el que se sufre con resignación y el que se busca libremente con miras a una plena adaptación a la propuesta evangélica— hay que vivirlo en unión con Cristo para participar en su pasión, muerte y resurrección. De este modo, el creyente puede repetir con San Pablo: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Un saludo a todos los peregrinos de lengua española; en particular a los procedentes de Madrid, a los venidos de Suiza para ganar la gracia del Jubileo del Año Santo y a las Religiosas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús. Con mi palabra de aliento a ser fieles a la propia vocación en la Iglesia, mientras os bendigo de corazón.



Miércoles 14 de marzo de 1984



1. "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1Jn 1,9)

Queridísimos hermanos y hermanas: A la luz de las palabras del Apóstol Juan, queremos continuar en esta meditación el descubrimiento de los significados que hay bajo los gestos que estamos llamados a realizar, según la dinámica del sacramento y la pedagogía de la Iglesia, cuando nos acercamos a la confesión. Hoy nuestra atención se fija en ese momento que la ascética cristiana suele llamar examen de conciencia para el reconocimiento de nuestros pecados.

14 Ya es empresa ardua admitir que el pecado en sí es decisión que contrasta con la norma ética que el hombre lleva grabada en el propio ser; es difícil reconocer en la opción que se hace contra Dios, verdadero "Fin" en Cristo, la causa de una disociación intolerable de nuestra intimidad entre la tendencia necesaria hacia el Absoluto y nuestra voluntad de "bloquearnos" en bienes finitos. El hombre se resiste a admitir que la opción mala rompa la armonía que debe reinar entre él y los hermanos, y entre él y la realidad del cosmos.

La dificultad aumenta desmesuradamente cuando hay que reconocer no el pecado en su abstracción teórica y general, sino en su densidad de acto realizado por una persona concreta o en las condiciones en que se halla esta determinada persona. Entonces se pasa de la comprensión de una doctrina a la admisión de una experiencia que nos afecta directamente y que no se puede delegar, porque es fruto de nuestra responsabilidad: estamos llamados no a decir: "Existe el pecado", sino a confesar: "Yo he pecado", "Yo estoy en pecado". A esta dificultad alude San Juan cuando en su primera Carta, nos advierte: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros" (
1Jn 1,8).

2. Quizá tengamos que insistir: reconocer las propias culpas no significa sólo recordar los sucesos en su escueta realidad, dejando que vuelvan a salir al corazón como recuerdo de simples comportamientos, de gestos casi desprendidos de la libertad, y hasta, de algún modo, "alejados" de la conciencia. Reconocer las propias culpas implica, más bien, poner en claro la intencionalidad que está detrás y dentro de cada uno de los hechos que hemos consumado.

Esto requiere la valentía de admitir la propia libertad puesta en juego en el mal. Esto nos impone la confrontación con las exigencias morales, que Dios ha grabado en nuestra intimidad como imperativos que llevan a la perfección, al crearnos "a su imagen y semejanza" (cf. Gn 1,26) y al "predestinarnos a ser conformes con la imagen de su Hijo" (cf .Rm 8,29). Esto nos impone, en particular, "entrar en nosotros mismos" (cf. Lc 15,17) para dejar hablar a la evidencia: nuestras opciones malas no pasan a nuestro lado; no existen antes de nosotros; no se cruzan en nuestro camino como si fueran sucesos que no nos envuelven. Nuestras opciones perversas, en cuanto perversas, nacen en nosotros, únicamente de nosotros.

Dios nos presta su "concurso" para que podamos actuar; pero la connotación negativa de nuestra actuación depende sólo de nosotros. Somos nosotros los que decidimos nuestro destino por Dios o contra Dios, mediante la libertad que Él nos ha confiado como don y como tarea. Más aún: cuando, con dificultad, logramos reconocer nuestros pecados, nos damos cuenta también, con mayor dificultad todavía, de que no podemos liberarnos de ellos nosotros solos, con nuestras solas fuerzas. Paradoja de esta aventura de la culpa humana: sabemos realizar actos que no podemos reparar. Nos rebelamos contra un Dios a quien luego no podemos obligar a que nos ofrezca su perdón.

3. El "examen de conciencia" se nos revela así no tanto como esfuerzo de introspección psicológica, o como gesto intimista que se circunscribe al perímetro de nuestra conciencia, abandonada a sí misma. Es sobre todo confrontación: confrontación con la ley moral que Dios nos dio en el momento creador, que Cristo asumió y perfeccionó con su precepto del amor (cf. 1Jn 1Jn 3,23), y que la Iglesia no cesa de profundizar y actualizar con su enseñanza; confrontación con el mismo Señor Jesús que, siendo Hijo de Dios, ha querido asumir nuestra condición humana (cf. Flp Ph 2,7) para cargar con nuestros pecados (cf. Is 53,12) y vencerlos con su muerte y su resurrección.

Sólo a la luz de Dios que se revela en Cristo y que vive en la Iglesia, sabemos percibir con claridad nuestras culpas. Sólo ante el Señor Jesús que ofrece su vida "por nosotros y por nuestra salvación", logramos confesar nuestros pecados. Lo conseguimos también porque sabemos que ya están perdonados, si nos abrimos a su misericordia. Podemos dejar que nuestro corazón "nos arguya", porque estamos seguros de que "Dios es mejor que nuestro corazón" (1Jn 3,20). Y "todo lo conoce" (ib.). Y nos ofrece su benevolencia y su gracia para cada una de las culpas.

Entonces surge dentro de nosotros también el propósito de la enmienda. Pascal observaría: "Si conocieses tus pecados, te desanimarías... A medida que los expías, los conocerás, y se te dirá: Tus pecados te han sido perdonados" (Pensées, 553: éditions León Brunschvicg).



Miércoles 21 de marzo de 1984



1. "Si confesamos nuestros pecados fiel y justo es Él para perdonarnos. (1Jn 1,9). Escuchemos una vez más la consoladora afirmación de San Juan.

Los miércoles pasados hemos ido descubriendo de nuevo el significado profundo de los gestos que el penitente realiza cuando se acerca al sacramento de la reconciliación, y especialmente el significado del encuentro con la mediación eclesial, sobre todo en la persona del ministro, el significado de disponerse a recibir el perdón de Dios y el significado del "examen de conciencia" y de la "satisfacción".

15 Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un acto exigido por el sacramento que, con no poca frecuencia, crea más de una dificultad a los fieles que no prestan atención a la dinámica del sacramento mismo y a las verdaderas exigencias del corazón humano: quiero decir la acusación de los pecados. E insisto en la acusación personal —como insistiré en la absolución personal de las culpas—, ya que, para la doctrina católica, la confesión individual sigue siendo el único modo ordinario de la Penitencia sacramental.

Es conocida la enseñanza de la Iglesia a este respecto. La absolución exige, sobre todo cuando se trata de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados y también si se da un arrepentimiento sincero.

¿Por qué ese requiere tal acto?

2. Se podría contestar con motivaciones de orden psicológico y antropológico, las cuales mostrarían ya —por encima de toda superficialidad de análisis— cierta "exigencia" de "comunicarse" por parte del pecador: de "hablar" a alguien que escuche con atención y confianza, para que el pecador mismo se aclare y, en cierto modo, se sienta aliviado y liberado del peso de las propias culpas.

Pero la perspectiva humana no capta la raíz de la conversión, y sobre todo no da una vida nueva como la da el sacramento.

He aquí, pues, que la acusación de los pecados adquiere su sentido más verdadero y su más auténtico valor en el sacramento de la penitencia, donde el hombre está llamado a descubrirse plenamente como hombre que ha traicionado a Dios y tiene necesidad de misericordia.

Hay que afirmar categóricamente que la acusación de los pecados no es sólo un momento de pretendida autoliberación psicológica o de necesidad humana de manifestarse en la propia condición de culpa. La acusación de los pecados es principalmente gesto que, de algún modo, entra a formar parte del contexto litúrgico y sacramental de la Penitencia, y comparte sus características, dignidad y eficacia.

El creyente pecador, en el seno de la comunidad cristiana, se presenta al ministro de la Reconciliación que de modo totalmente particular actúa "en nombre" y "en la persona" del Señor Jesús, y manifiesta las propias culpas para recibir su perdón, y ser así admitido de nuevo en la fraternidad de gracia.

La connotación "judicial", propia de esta relación, no debe entenderse según las categorías del ejercicio de la justicia humana. El sacerdote confesor debe expresar, en el seno de la Iglesia, la "justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen" (
Rm 3,22): una justicia que no es condenación más que para los que no se dejan salvar; sino que es perdón y misericordia.

3. A la luz de este concepto fundamental se comprende cómo la acusación de las culpas es como si el pecador se aclarase a sí mismo ante Dios que lo perdona.

Efectivamente, el pecador se reconoce extraño y hostil a Dios por una opción fundamental que ha hecho contra el mismo Dios. Pero esta opción no se pone como un acto de libertad que esté fuera de la historia; se concreta, más bien, en comportamientos precisos que son, de por sí, cada una de las culpas. A partir de lo que ha hecho, el pecador llega realmente a captar quién es: se conoce como por inducción.

16 Y tal enumeración de culpas no se realiza de modo solipsista y desesperado: se realiza, en cambio, a manera de diálogo religioso, en el que se manifiestan los motivos por los que Dios en Cristo no debería acogernos —y a esto equivale la manifestación de los pecados cometidos—, pero con la certeza de que Él nos acoge y nos renueva por benevolencia suya y por su capacidad de re-crearnos. De este modo, el pecador no sólo se conoce como por inducción, sino que se conoce a manera de reverbero: cuando se ve como Dios mismo lo ve en el Señor Jesús; cuando se acepta porque Dios mismo en el Señor Jesús lo acepta y lo hace "criatura nueva" (Ga 6,15). El "juicio" divino se revela por lo que es: la gratuidad del perdón.

De esta manera se difunde en el penitente la luz de Dios de la que habla San Juan en su primera Carta "Si dijéramos que vivimos en comunión en Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad... Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1Jn 1,6 1Jn 1,9).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Sean mis primeras palabras de cordial saludo para todas las personas y grupos de lengua española aquí presentes. En particular para los miembros de la peregrinación diocesano de Zaragoza —que acompaña el Señor Arzobispo, Monseñor Elías Yanes—, para los procedentes de las diócesis de Tarazona y de Ávila. También para el grupo del Centro católico de la parroquia de Santa María de Sants (Barcelona), que celebra el centenario de fundación de dicho Centro; e igualmente para el grupo del colegio de la Inmaculada de Barcelona, y de Ford España. Con una mención especial para los estudiantes peruanos, venidos desde más lejos y cuya presencia aprecio vivamente




Audiencias 1984 8