Audiencias 1984 16

Miércoles 28 de marzo de 1984



1. "A quién perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn 20,23). Jesús resucitado transmite a los Apóstoles el poder de perdonar en su nombre.

En el esfuerzo de captar el significado de los gestos que estamos llamados a realizar cuando nos acercamos al sacramento de la penitencia, el miércoles pasado consideramos el sentido y el valor de la acusación de las culpas como momento en que el pecador se aclara a sí mismo delante del Dios de Jesucristo que perdona. La absolución —el momento que queremos examinar hoy—, es, precisamente, la "respuesta" de Dios al hombre que reconoce y confiesa el propio pecado, manifiesta su dolor y se dispone al cambio de vida, que se deriva de la misericordia recibida.

Efectivamente, por parte del sacerdote, que actúa en el seno de la Iglesia, la absolución expresa el “juicio” de Dios sobre la actuación mala del hombre. Y el penitente, que está ante Dios acusándose como culpable, reconoce al Creador como propio Señor y acoge su "juicio" como el de un Padre que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11).

2. Este "juicio" se manifiesta en la muerte y resurrección de Cristo: aunque no conoció el pecado, "Dios lo hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios" (cf. 2Cor 2Co 5,21). El Señor Jesús se ha convertido así en "nuestra reconciliación (cf. Rom Rm 5,11) y en nuestra "paz" (cf. Ep 2,14). La Iglesia, pues, por medio del sacerdote de manera singular, no actúa como si fuese una realidad autónoma: estructuralmente depende del Señor Jesús que la ha fundado, la habita y actúa en ella, de tal modo que hace presente en los diversos tiempos y en los diversos ambientes el misterio de la redención. La palabra evangélica esclarece este "ser enviada" de la Iglesia a través de sus Apóstoles por parte de Cristo para la remisión de los pecados. "Como me envió mi Padre —afirma el Señor Jesús resucitado—, así os envío yo". Y después de decir esto, soplando sobre ello añadió: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos". (Jn 20,21-22). Así, pues, detrás —o dentro— de la realidad humana del sacerdote, se oculta y actúa el mismo Señor que "tiene el poder de perdonar los pecados" (cf. Lc Lc 5,24) y que con esta finalidad "mereció" (cf. Jn 7,39) y "envió" (cf. Jn 20,22) "su Espíritu" (cf. Rm 8,9) después del Sacrificio del Calvario y de la victoria de la Pascua.

3. Nunca se insistirá bastante en subrayar la gratuidad de esta intervención de Dios para rescatarnos de nuestra miseria y de nuestra desesperación. Ciertamente, la absolución no es un "derecho", que el pecador puede alegar ante Dios: es radicalmente don, por el cual hay que manifestar la gratitud con las palabras y con la vida.

17 Y del mismo modo: nunca se insistirá bastante en subrayar el carácter concreto y personal del perdón ofrecido por la Iglesia a cada uno de los pecadores. No basta una referencia cualquiera del hombre a un "Dios" lejano y abstracto. Se trata de una exigencia humana, en sintonía con el designio histórico, realizado por Dios en Cristo y que perdura en la Iglesia, el poderse encontrar con un hombre concreto como nosotros que, sostenido por las oraciones y las buenas obras de los hermanos, y actuando "in persona Christi", nos asegura la misericordia que se nos concede. Por lo que se refiere al carácter personal del perdón, siguiendo la tradición incesante de la Iglesia, ya desde mi primera Encíclica (Redemptor hominis RH 20) y luego muy frecuentemente he insistido no sólo sobre el deber de la absolución personal, sino también sobre el derecho que tiene cada uno de los pecadores a ser acogido y llegar a él en su originalidad insustituible e irrepetible. Nada hay tan personal e indelegable como la responsabilidad de la culpa. Y nada hay tan personal e indelegable como el arrepentimiento y la espera y la invocación de la misericordia de Dios. Por lo demás, cada uno de los sacramentos no se dirige a una generalidad de personas, sino a una persona en singular: "Yo te bautizo", se dice para el bautismo; "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo", se afirma en la confirmación, etc. En la misma lógica está el "Yo te absuelvo de tus pecados".

Por tanto, será necesario estar constantemente en guardia para que a un cierto "ritualismo individualista" no suceda un todavía más deletéreo "ritualismo de anonimato". La dimensión comunitaria del pecado y del perdón no coincide ni se provoca necesariamente sólo por ritos comunitarios. Se puede tener el espíritu abierto a la catolicidad y al universo confesándose individualmente, y se puede estar en actitud individualista cuando se está como perdido en una masa indeterminada.

Que los fieles de hoy puedan volver a descubrir el valor del sacramento del perdón, para poder revivir en él la gozosa experiencia de la "paz", que Cristo resucitado donó a su Iglesia el día de Pascua (cf. Jn 20,19-20).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Un saludo especial a los miembros de la peregrinación de la diócesis de Lérida, a las Religiosas de la Sagrada Familia de Bordeaux y a las Carmelitas Misioneras aquí presentes. También a las jóvenes de Mallorca y Tarragona, así como al grupo de la Asociación de Viudas de España y al de las Aulas de la Tercera Edad, de La Coruña. A todos y cada uno os aliento en vuestro camino hacia Cristo y os doy mi cordial bendición



Abril de 1984

Miércoles 4 de abril de 1984



1. "Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu" (Ga 5,25).

Queridísimos hermanos y hermanas: En los momentos de oración de los pasados miércoles nos hemos esforzado por reflexionar sobre el significado cristiano y humano de las varias etapas en las que se estructura el sacramento de la penitencia. Hoy queremos fijar la atención en los frutos, en los resultados, en los efectos del perdón recibido.

Cuando el sacramento de la reconciliación nos encuentra en pecado grave y lo recibimos con las disposiciones necesarias, entonces nos libera de las culpas y nos devuelve la vida de gracia. Ciertamente la absolución que se nos ofrece en nombre de Dios en Cristo, a través de la mediación de la Iglesia, no hace ciertamente que los pecados cometidos no hayan sido cometidos en su realidad histórica. Pero por medio de ella, la potencia de la misericordia divina nos conduce de nuevo a la dignidad de hijos de Dios, que habíamos recibido en el bautismo.

18 El catecismo nos ha enseñado a hablar de "gracia habitual", esto es, de una vida nueva y divina que se nos da: ésta hace presente en nosotros el "Espíritu de Cristo" (Rm 8,9), que nos "conforma" con el Señor Jesús (cf. Rm 8,29), a fin de que en la fraternidad eclesial encontrada de nuevo (cf. 1Cor 1Co 2,11) podamos "repetir" en nosotros (cf Ep 2,3-6) el misterio de la muerte y de la resurrección del Redentor, recuperando y revalorizando así de modo nuevo el elemento auténticamente humano de la existencia.

2. No se trata, pues, de "algo" que se nos aplica como desde el exterior. En el creyente pecador y perdonado vuelve a "habitar" el Espíritu Santo (cf. Rm 8,11 1Co 2,12 1Co 3,16 1Co 16,19 2Co 3,3 2Co 5,5 Ga 3,2-5 Ga 4,6) como nos prometió el Señor Jesús (cf. Jn 14,15-17); más aún, vuelve a "poner su morada" Cristo mismo con el Padre (cf. Jn 14,23 Ap 3,20).

Y una presencia semejante no se da sin consecuencias felices sobre el ser y el actuar del fiel, liberado de la culpa mortal. Este queda de nuevo transformado íntimamente, cambiado ontológicamente, de manera que se convierte otra vez en "criatura nueva" (Ga 6,15), "partícipe de la naturaleza divina" (cf. 2Pe 2P 1,34), singularmente "marcada" y modelada a imagen y semejanza del Hijo de Dios (cf . 1Cor 1Co 12,13 2Co 1,21-22 Ep 1,13 Ep 4,30).

Aún más: el fiel, liberado de la culpa mortal, vuelve a adquirir un nuevo principio de acción que es el mismo Espíritu, de manera que se hace capaz de un conocimiento y una voluntad nueva según Dios (cf. 1Jn 3,1-2, 4, 7-8): vive para el Padre como Cristo (cf. Jn 6,58), ora (cf. Rom Rm 8,26-27), ama a los hermanos (cf. 1Cor 1Co 12,4-11 Jn 13,34), espera la "herencia" futura (cf. Rm 8,17 Ga 4,7 Tt 3,7), "dejándose guiar por el Espíritu", como nos asegura San Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 5, 18). Y esta renovación no se yuxtapone, sino que absorbe, sana y transfigura el elemento humano, de modo que hay que “estar alegres en el Señor” (cf. Flp Ph 4-8, "probarlo todo y quedarse con lo que es bueno (cf. 1Tes 1Th 5,21).

3. Pero el sacramento de la penitencia no se limita a devolver la gracia del bautismo. Ofrece aspectos nuevos de conformación con Cristo, que son propios de la conversión, en cuanto ésta es ratificada y completada por la absolución sacramental después del pecado.

Una sólida tradición espiritual expresa este don propio del sacramento de la reconciliación con los términos "espíritu de compunción".

¿Qué significa y qué implica éste? El "espíritu de compunción", en su fondo, es una particular unión con Cristo vencedor del pecado, de las pasiones y de las tentaciones. Incluye, pues, un lúcido y singular conocimiento de la culpa, pero no como motivo de angustia, sino como motivo de gozosa gratitud, desde el momento en que se la descubre como perdonada, hasta llegar a percibir como un instintivo disgusto hacia el mal. Incluye también una percepción particular de la fragilidad humana, que permanece todavía en parte incluso después del sacramento recibido, y que puede llevar nuevamente a "satisfacer los deseos de la carne" (Ga 5,16): "fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras cosas como éstas" (Ga 5,19-20), mientras que la gracia recibida de nuevo debe llevar al "fruto del Espíritu" que es "caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" (Ga 5,22).

El “espíritu de compunción”, además, comporta el don de una peculiar claridad en descubrir el compromiso de la vida cristiana en todos sus sectores morales y en su aplicación a la persona concreta, y, a la vez, comporta el don de una nueva capacidad de realización de tales responsabilidades. Todo esto porque el perdón de Dios, recibido en el sacramento de la penitencia, nos asemeja de modo originalísimo a Jesucristo, que murió y resucitó para quitar "el pecado del mundo" (Jn 1,29) y para ser "redención" (cf. Mt 20,28 Ep 1,7 Col 1,14) de los pecados de cada uno de nosotros.

Este "espíritu de compunción", pues, no es en modo alguno tristeza o miedo, sino la explosión de un gozo derivado de la potencia y de la misericordia de Dios, que en el Señor Jesús borra las culpas, y a quien estamos llamados a corresponder con delicadeza de conciencia y fervor de caridad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

19 Y ahora un saludo cordial a cada persona de lengua española aquí presente. En particular a las Religiosas Dominicas de la Anunciata, a las que aliento a renovarse y enriquecerse en su vida interior. También una palabra de ánimo en su vida cristiana para los peregrinos de Málaga, Barcelona, Madrid, así como para los varios grupos venidos de Argentina, o de los otros países de América Latina. A todos os bendigo con afecto.



Miércoles 11 de abril de 1984



1. "Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra Cabeza, Cristo" (Ep 4,15).

Queridísimos: El sacramento de la penitencia, en el designio de Dios, constituye un medio singularmente eficaz en ese esfuerzo de crecimiento espiritual de que nos ha hablado el Apóstol Pablo. Es un medio indispensable por disposición divina -al menos en el deseo sincero de recibirlo- para el fiel que, habiendo caído en pecado grave, quiera retornar a la vida de Dios. Pero la Iglesia, a lo largo de los siglos, interpretando la voluntad de Cristo, ha exhortado siempre a los creyentes a acercarse con frecuencia a este sacramento (cf. Catechismo Romano del Concilio di Trento, Ciudad del Vaticano, 1946, págs. 239; 242), incluso para que sean perdonados los pecados sólo veniales.

Esta evolución respecto al pasado, como dijo mi predecesor Pío XII, no tuvo lugar sin la asistencia del Espíritu Santo (cf. Encíclica Mystici Corporis, 1943: AAS 35, 1943, pág. 235). El Concilio Vaticano II, después, asegura que "el sacramento de la penitencia contribuye de manera extraordinaria a fomentar la vida cristiana" (Christus Dominus CD 30); y, hablando de los sacerdotes, afirma: "Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo, Salvador y Pastor, por medio de la fructuosa recepción de los sacramentos, especialmente por el frecuente acto sacramental de la penitencia, como quiera que preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias" (Presbyterorum ordinis PO 18). Y, en los "Praenotanda" al nuevo "Rito de la Penitencia", se dice: "Además, el uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio sicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús (cf. 2Co 4,10)" (Ritual de la Penitencia, Praenotanda, n. 7). Del mismo modo, para mi predecesor Pablo VI, "la confesión frecuente sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría" (Exhortación Apostólica Gaudete in Domino, 1975).

2. Ciertamente, la remisión del pecado venial puede hacerse también a través de otros medios, sacramentales o no. El pecado venial, efectivamente, es un acto de adhesión desordenada a los bienes creados, realizado no con plena conciencia o no en materia grave, de tal manera que persiste en la persona la amistad con Dios, aún cuando en diverso grado queda de algún modo comprometida. Sin embargo, no se debe olvidar que las culpas veniales pueden causar heridas peligrosas al pecador.

A la luz de estas advertencias se comprende lo sumamente oportuno que es el que tales pecados sean perdonados también mediante el sacramento de la penitencia. Efectivamente, la confesión de estas culpas con miras al perdón sacramental, ayuda singularmente a tomar conciencia de la propia condición de pecadores ante Dios, para enmendarse; invita a descubrir nuevamente, de manera personalísima, la función mediadora de la Iglesia, que actúa como instrumento de Cristo presente para nuestra redención; ofrece la "gracia sacramental", esto es, una original conformación con el Señor Jesús como vencedor del pecado en todas sus manifestaciones, juntamente con una ayuda para que el penitente se dé cuenta y tenga la fuerza de poner en práctica plenamente las líneas éticas de desarrollo que Dios ha grabado en su corazón.

De este modo el penitente se orienta "al estado de hombre perfecto, a la medida de la talla que corresponde a la plenitud de Cristo" (Ep 4,13); además, "viviendo según la verdad", se estimula a "crecer en todo en caridad, llegándose a Aquel, que es nuestra Cabeza, Cristo" (Ep 4,15).

3. A estas motivaciones de orden teológico, quisiera añadir otra de orden pastoral.

Ciertamente, la "dirección espiritual" (o el "consejo espiritual", o el "diálogo espiritual", como a veces se prefiere decir), puede llevarse también fuera del contexto del sacramento de la penitencia e incluso por quien no tiene el orden sagrado. Pero no se puede negar que esta función -insuficiente, si se realiza sólo dentro de un grupo, sin una relación personal- de hecho está vinculada frecuente y felizmente al sacramento de la reconciliación y es ejercida por un "maestro" de vida (cf. Ep 4,11), por un "spiritualis senior" (Regla de San Benito, c. 4, 50-51), por un "médico" (cf. S. Th., Supplementum, q. 18), por un "guía en las cosas de Dios" (ib., q. 36, a. 1) que es el sacerdote, el cual ha sido hecho idóneo para funciones especiales "en la Iglesia" por "un don singular de gracia" (ib., q. 35, a. 1).

De este modo el penitente supera el peligro de la arbitrariedad y es ayudado a conocer y a decidir la propia vocación a la luz de Dios.

Saludos

20 Amadísimos hermanos y hermanas:

Y ahora un saludo cordial a todas las personas y grupos de lengua española, venidos de México o de otros países de América Latina y sobre todo de España. Saludo en primer lugar a los peregrinos de la diócesis de Segovia, tierra de san Juan de la Cruz, cuya tumba tuve la dicha de visitar durante mi viaje a España. Va también mi saludo a los miembros del Apostolado de la Oración, a quienes aliento a seguir orando por las intenciones de la Iglesia.

Pero quiero dedicar un particular recuerdo a los jóvenes y profesores de las diversas instituciones escolásticas españolas aquí presentes. Gracias por vuestra visita, queridos jóvenes, y vivid con renovada fe vuestra vida cristiana. Que la próxima Semana Santa os acerque más a Cristo Redentor. A todos os bendigo de corazón.



Miércoles 18 de abril de 1984



1. "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1Co 11,28).
Queridísimos hermanos y hermanas, estamos en la víspera del Jueves Santo: esto es, del día en que Cristo instituyó, con el sacerdocio ministerial, el sacramento de la Eucaristía, que es como el centro y el corazón de la Iglesia y "repite" el sacrificio de la Cruz, a fin de que el Redentor sea ofrecido con nosotros al Padre, se convierta en nuestro alimento espiritual y permanezca con nosotros de modo singular hasta el fin de los siglos.

La Semana Santa, que es por excelencia, en el seno y en la cumbre de la Cuaresma, tiempo de penitencia, nos invita a una reflexión acerca de la relación entre el sacramento de la Reconciliación y el sacramento de la Eucaristía.

Por una parte, se puede y se debe afirmar que el sacramento de la Eucaristía perdona los pecados. La celebración de la Misa se sitúa como momento clave de la sagrada liturgia que es "la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium SC 10). En este gesto sacramental el Señor Jesús representa su Sacrificio de obediencia y donación al Padre en favor nuestro y en unión con nosotros: "para la remisión de los pecados" (cf. Mt 26,28).

2. El Concilio de Trento en este sentido habla de la Eucaristía como de "antídoto por medio del cual somos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales" (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 2, Denz.-Schön. DS 1638; cf. DS 1740). Más aún, el mismo Concilio de Trento habla de la Eucaristía como del sacramento que otorga la remisión de los pecados graves, pero a través de la gracia y el don de la penitencia (cf. Decreto De SS. Missae sacrificio, cap. 2, Denz.-Schön. DS 1743), la cual está orientada e incluye, al menos en la intención —"in voto"—, la confesión sacramental. La Eucaristía, como Sacrificio, no sustituye y no se pone en paralelismo con el sacramento de la Penitencia: más bien se establece como el origen del que derivan y el fin al que tienden todos los otros sacramentos, y en particular la Reconciliación; "perdona los delitos y los pecados incluso graves" (ib.) ante todo porque incita a la confesión sacramental y la exige.

Y he aquí el otro aspecto de la doctrina católica. La Eucaristía que, como he dicho en mi primera Encíclica (Redemptor hominis RH 20), es "el centro de la vida del Pueblo de Dios", exige que se respete "la plena dimensión del misterio divino, el pleno sentido de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente, es recibido, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura".

Por esto, el Concilio de Trento —salvo en casos particularísimos en los que, por lo demás, como se ha dicho, la contrición debe incluir el "votum" del sacramento de la Penitencia— exige que quien tiene sobre su conciencia un pecado grave, no se acerque a la comunión eucarística antes de haber recibido, de hecho, el sacramento de la Reconciliación (Decreto De SS. Eucharistia, cap. 7, Denz.-Schön. núms. DS 1647 DS 1661).

21 3. Empalmando con las palabras de San Pablo: "Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz" (1Co 11,28), afirmaba yo también en la misma Encíclica: "Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era 'arrepentíos y creed en el Evangelio' (metanoeite) (Mc 1,15), el sacramento de la pasión, de la cruz y resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el 'arrepentíos'. Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual (1P 2,5), en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo" (Redemptor hominis RH 20).

Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: "El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación" (1Co 11,29). "Discernir el Cuerpo del Señor" significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en el caso de pecado grave, exige la previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida", que Jesús ha prometido a todos los que están en comunión con Él (cf. Jn 15,11 etc.).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Y ahora una palabra de saludo a cada persona de lengua española que asiste a esta audiencia, en particular a las venidas de México, de Venezuela, de Argentina, a los deportistas de Colombia y a loa otros connacionales aquí presentes, así como a las Religiosas Misioneras del Catecismo y Siervas de Jesús. Sobre todo saludo a los jóvenes de los varios colegios y escuelas de España, exhortándoles a vivir con profundo sentido de fe los misterios de la Semana Santa.

Y, finalmente, una palabra de aprecio a los colaboradores de los Hermanos de San Juan de Dios, animándolos a renovar su espíritu de entre generosa al hermano necesitado. A todos mi cordial bendición



Miércoles 25 de abril de 1984



Queridísimos hermanos y hermanas:

1. En esta audiencia en la que todo nos invita a revivir con alegría la irradiación espiritual de la Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre una frase de los Hechos de los Apóstoles: "A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos" (Ac 2,32).

Esta vigorosa proclamación de Pedro en el alba de la predicación apostólica adquiere, efectivamente, un significado particular en el clima del Aleluya pascual, con el que la Iglesia mide durante 50 días los ritmos de las fiestas.

¡Cristo, realmente muerto, ha resucitado verdaderamente! En el curso de 20 siglos, la Iglesia ha continuado presentando ante el mundo este impresionante testimonio: lo ha hecho en todo contexto cultural y social, bajo todos los cielos, con la voz de sus Pastores, con el sacrificio de sus mártires, con la entrega de la falange innumerable de sus santos.

22 Este anuncio lo ha repetido también este año, en el culmen del Jubileo extraordinario de la Redención, que ha suscitado en nuestros corazones sentimientos y propósitos saludables.

2. El testimonio del Resucitado es un compromiso que vincula concretamente a todos los miembros del Pueblo de Dios. El Concilio lo ha hecho objeto de una explícita llamada a los fieles laicos, recapitulando la misión que les es propia en virtud de su incorporación a Cristo, mediante el bautismo, con estas comprometedoras palabras: "Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús" (Lumen gentium
LG 38).

Dar testimonio significa esencialmente atestiguar un hecho sobre la base de una certeza que, de algún modo, es fruto de experiencia personal. Las piadosas mujeres fueron los primeros testigos del retorno del Señor a la vida (cf. por ejemplo Mt 28,5-8). Ellas entonces no vieron a Jesús, pero adquirieron la certeza de su resurrección a base del descubrimiento del sepulcro vacío y de la explicación que les dio el Ángel, sobre el asombroso acontecimiento. Esta fue la experiencia inicial que tuvieron del misterio, fortalecida después por las apariciones del Resucitado.

Cada uno de los cristianos, bebiendo en la tradición histórica y, sobre todo, en las certezas de la fe, experimenta que Cristo es el Resucitado y, por lo mismo, el perennemente Viviente. Es una experiencia profunda y completa, que no puede quedar encerrada en el ámbito exclusivamente personal, sino que exige necesariamente difundirse: como la luz que se irradia; como la levadura que hace fermentar la masa del pan.

El auténtico cristiano es constitucionalmente un "Evangelio vivo". No es, pues, el perezoso discípulo de una doctrina lejana en el tiempo y extraña a la realidad que vive; no es el mediocre repetidor de fórmulas carentes de garra sino el convencido y tenaz defensor de la contemporaneidad de Cristo y de la incesante novedad del Evangelio, siempre dispuesto, ante cualquiera y en todo momento, a dar razón de la esperanza que alimenta en el corazón (cf. 1Pe 1P 3,15).

3. El testimonio, como subrayaba mi predecesor Pablo VI, "es un elemento esencial, generalmente el primero, de la evangelización" (Evangelii nuntiandi EN 21). En nuestra época es particularmente urgente, dada la desorientación de los espíritus y el eclipse de los valores, que van configurando una crisis, que aparece cada vez más claramente como crisis total de civilización.

El hombre contemporáneo, embriagado por las conquistas materiales y, sin embargo, preocupado por las consecuencias destructoras que amenazan derivarse de esas conquistas, tiene necesidad de certezas absolutas, de horizontes capaces de resistir a la corrosión del tiempo. Insatisfecho o defraudado por el vagabundeo entre los meandros de sistemas ideológicos que lo alejan de sus aspiraciones más profundas, busca la verdad, busca la luz. Frecuentemente, quizá sin tener plena conciencia de ello, busca a Cristo.

Con la amargura de quien ha caminado en vano por los senderos de diferentes fórmulas culturales, el hombre de nuestro tiempo, según una aguda observación de Pablo VI, ''escucha a los que dan testimonio más gustosamente que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque dan testimonio" (AAS 66, 1974, pág. 568; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 6 de octubre de 1974, pág. 3).

4. En estas jornadas pascuales que han marcado el Jubileo extraordinario de la Redención, adquiere un valor de gran actualidad la advertencia de San Pablo: "Alejad la vieja levadura para ser nueva masa" (1Co 5,7).

Cuanto más se ponen de relieve los caracteres contrastantes del tiempo presente, tanto más nos damos cuenta de que ésta es la hora de los cristianos auténticos, fuertes en la fe, audaces en la esperanza, generosos en la caridad, ardientes, por esto, en "dar testimonio de Cristo", como dice también el nuevo Código de Derecho Canónico (can. CIC 225, par. 2), a propósito de los deberes de los laicos.

Ésta es la hora en que muchos de nuestros hermanos en la fe pagan a muy caro precio su testimonio. Son los mártires de los tiempos modernos, oprimidos por sistemas totalitarios en el ejercicio de la más elemental libertad de profesar abiertamente la fe religiosa. Con su cúmulo de sacrificios y de privaciones, con su intrepidez, constituyen una advertencia y un ejemplo. Quisiera que, lo mismo que ellos, cada uno de vosotros, presentes en este encuentro de la semana de Pascua, hiciese propia, con renovado fervor, la proclamación de Pedro: Cristo ha resucitado y yo soy testigo de ello.

23 Éste es el deseo que de corazón quiero presentar a todos con mi afectuosa bendición apostólica.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Ante todo saludo cordialmente a todas las personas y grupos de lengua española que asisten a esta audiencia del miércoles. Mi saludo va en primer lugar al grupo procedente de Medellín (Colombia) que ha realizado su peregrinación a Tierra Santa y Roma; también a los peregrinos de Costa Rica, de Monterrey (México) y de Guatemala, así como a los venidos de varias ciudades de España, particularmente a los jóvenes y estudiantes de diversos centros.



Mayo de 1984

Martes 1 de mayo de 1984



Queridísimos fieles:

1. Hoy, 1 de mayo, el tema de nuestro encuentro tiene que ser la fiesta del trabajo. Deseo homenajear hoy a todos los trabajadores.

Desde el siglo pasado, esta jornada del 1 de mayo tiene siempre un significado profundo de unidad y comunión entre todos los trabajadores, para subrayar su papel en la estructura de la sociedad y para defender sus derechos. En 1955 Pío XII, de venerada memoria, quiso dar al 1 de mayo también una impronta religiosa, dedicándolo a San José Obrero, y desde entonces la fiesta civil del trabajo se ha convertido en una fiesta también cristiana.

Siento gran alegría al poder expresar con vosotros hoy los sentimientos de la más viva y cordial participación en esta fiesta, recordando el afecto que la Iglesia ha tenido siempre por los trabajadores y la solicitud con que ha tratado y trata de promover sus derechos. Es sabido cómo, especialmente desde el comienzo de la era industrial, la Iglesia, siguiendo el desarrollo de la situación y el progreso de los nuevos descubrimientos y de las nuevas exigencias, ha presentado un "corpus" de enseñanzas en el campo social, que ciertamente han tenido y tienen aún su influjo iluminador, comenzando por la Encíclica Rerum novarum de León XIII (1891).

El que honestamente trata de conocer y seguir la enseñanza de la Iglesia, ve cómo en realidad ella ha amado siempre a los trabajadores y ha señalado y sostenido la dignidad de la persona humana como fundamento e ideal de toda solución a los problemas que se refieren al trabajo, su retribución, su protección, su perfeccionamiento y su humanización. A través de los varios documentos del Magisterio de la Iglesia aparecen los aspectos fundamentales del trabajo, entendido como medio para ganar con qué vivir, como dominio sobre la naturaleza con las actividades científicas y técnicas, como expresión creativa del hombre, como servicio para el bien común y como compromiso para la construcción del futuro de la historia.

24 Según he dicho en la Encíclica Laborem exercens, "el trabajo es un bien del hombre, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido se hace más hombre" (LE 9).

La fiesta del 1 de mayo es muy oportuna para afirmar el valor del trabajo y de la "civilización" fundada sobre el trabajo, contra las ideologías que, por el contrario, sostienen la "civilización del placer", o de la indiferencia y de la fuga. Todo trabajo es digno de estima, incluso el trabajo manual, el trabajo ignorado y oculto, humilde y fatigoso, porque todo trabajo, si se interpreta de modo preciso, es un acto de alianza can Dios para el perfeccionamiento del mundo; es un esfuerzo para la liberación de la esclavitud de las fuerzas de la naturaleza; es un gesto de comunión y de fraternidad con los hombres; es una forma de elevación, donde se aplican las capacidades intelectivas y volitivas. ¡Jesús mismo, el Verbo divino que se encarnó por nuestra salvación, quiso ante todo y durante muchos años ser un humilde y solícito trabajador!

2. A pesar de la verdad fundamental del valor perenne del trabajo, sabemos que son muchos los problemas en la sociedad de hoy. Ya lo notaba el Concilio Vaticano II, cuando se expresaba así: "La humanidad se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa" (Gaudium et spes GS 4).

El problema primero y el más grave es ciertamente el del desempleo, causado por muchos factores, como la introducción, a gran escala, de la informática, que por medio de los "robots" y de los "computers" elimina mucha mano de obra; la saturación de algunos productos; la inflación que paraliza el consumo y, por lo tanto, la producción; la necesidad de la reconversión de máquinas y de técnicas; la competitividad.

Otro problema es el peligro de que el hombre se convierta en esclavo de las máquinas inventadas y construidas por él mismo. Efectivamente, hay que dominar y guiar la tecnología; de otro modo ésta se pondría contra el hombre.

Finalmente, podemos citar también la grave cuestión de la alienación profesional, a causa de la cual se pierde el significado auténtico del trabajo, se lo entiende exclusivamente como mercancía, con una fría lógica de ganancia para poder adquirir bienestar, consumir y así seguir produciendo, cediendo a la tentación de la indiferencia, del absentismo, del egoísmo individual, del envilecimiento, de la frustración y haciendo prevalecer las características del llamado "hombre de una dimensión", víctima de la técnica, de la publicidad y de la producción.

Se trata de problemas muy complejos sobre los que falta tiempo para detenernos. Pero hoy, 1 de mayo, queremos aludir a la necesidad de la "solidaridad" humana y cristiana, a nivel nacional y universal, a fin de resolver estas dificultades de manera exhaustiva y convincente. Pablo VI decía en la Populorum progressio: "Cada uno de los hombres es miembro de la sociedad, pertenece a la humanidad entera. No solamente este o aquel hombre, sino que todos los hombres están llamados a este desarrollo pleno... La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber" (PP 17). Hablando en Ginebra a la Conferencia Internacional del Trabajo, yo mismo dije que "la solución positiva del problema del empleo supone una fortísima solidaridad del conjunto de la población y del conjunto de los pueblos: que cada cual esté dispuesto a aceptar los sacrificios necesarios, que cada cual colabore a realizar programas y acuerdos que se orienten a hacer de la política económica y social una expresión tangible de la solidaridad" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 27 de julio 1982, pág. 19).

3. Hoy, fiesta del trabajo, memoria litúrgica de San José Obrero, invoco cordialmente su celeste protección sobre todos los que pasan su vida trabajando, y sobre todos los que, por desgracia, se encuentran sin trabajo, y exhorto a todos a orar cada día al Padre putativo de Jesús, humilde y sencillo trabajador, a fin de que, a ejemplo suyo y con su ayuda, cada cristiano dé en la vida su aportación de diligente esfuerzo y de gozosa comunión.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Y ahora un saludo a cada persona de lengua española presente en esta audiencia. En particular a los peregrinos procedentes de Chile y de España. Con una especial palabra de aliento para las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús. Que Cristo resucitado acompañe siempre vuestro camino, queridas religiosas, sea vuestro guía, confidente, centro de vuestras ilusiones y vida. Con mi cordial bendición a todos.



25

Miércoles 16 de mayo de 1984


Audiencias 1984 16