Discursos 1985 7

7 Es mi ferviente deseo que por medio de ella pueda hacerse pública, estable y profunda la presencia del pensamiento cristiano en los esfuerzos de promoción de la cultura superior. La Iglesia, en efecto, consciente de su misión salvífica en el mundo, auspicia la creación de centros de instrucción, incluida la superior, y quiere que sean florecientes y eficaces, para que a través de ellos el auténtico mensaje de Cristo no esté ausente del importantísimo campo de la cultura humana.

Confío, por ello, en que sabréis prestar a vuestra Universidad Católica —así como a la escuela católica en general que tiene tan importante cometido— el debido apoyo y aliento, para que cumpla adecuadamente su función, al servicio del pensamiento cristiano y de la causa de promoción integral del pueblo uruguayo.

4. No cabe duda de que para ejercer con mayor eficacia y adaptación a la realidad estas urgentes y delicadas tareas, necesitáis potenciar la dimensión colegial de vuestro labor como Conferencia Episcopal.

Es verdad que ésta no puede tomar el puesto que corresponde a cada Obispo, pastor inmediato y propio de la diócesis en nombre de Cristo (Cfr. Lumen gentium
LG 20 Lumen gentium LG 23). Sin embargo, es evidente que la mutua colaboración de los hermanos dentro de la misma Conferencia es un eficaz medio para lograr un mayor bien de los fieles a escala nacional (Cfr. Codex Iuris Canonici CIC 447). Porque la problemática frecuentemente ampliada a nivel nacional, requiere estudios y orientaciones al mismo nivel, con la sincera colaboración de todos, con planteamientos que sean diáfanos y unitarios. Sólo así se guía oportunamente a los fieles, evitando confusiones y divisiones. Esto habrá de alentaros a estudiar conjuntamente con caridad, franqueza y humildad los problemas más graves, de tal modo que con la sincera colaboración de todos se logre una línea substancialmente común que facilite a cada uno el ejercicio de su propia función pastoral.

Es lógico que en vuestros documentos habréis de ocuparos ante todo de los temas referentes a la vida religiosa de vuestro pueblo, vista en su realidad concreta existencial, para proyectar sobre ella la luz del Evangelio, con todas sus exigencias y dimensiones, con visión no de técnicos sino de pastores.

En esa tarea, vivid profundamente la unión entre vosotros mismos, así como con el Sucesor de Pedro y con toda la Iglesia. Esa unidad entre vosotros se convertirá en el más poderoso motivo para promover la unidad entre vuestros sacerdotes, agentes pastorales y miembros todos de vuestras Iglesias particulares.

5. Quisiera ahora indicaros tres caminos para potenciar la unidad operativa y dinámica en vuestro ministerio pastoral.

Como Obispos sois la voz de Cristo en vuestro País. Sois maestros de la verdad. En una Iglesia servidora de la verdad, sois los primeros evangelizadores y ninguna otra tarea podrá eximiros de esta misión sagrada. Tendréis, pues, que velar para que vuestras comunidades avancen continuamente en el conocimiento y puesta en práctica de la Palabra de Dios, alentando y guiando incluso a los que enseñan en la Iglesia. Por ello, al promover la colaboración de los teólogos que ejercitan su misión específica dentro de la Iglesia, no podréis dejar de prestar el servicio del discernimiento de la verdad, dentro de la fidelidad debida al Magisterio de la Iglesia. Y, cuando fuera necesario, evitando magisterios paralelos de personas o grupos (Cfr. Puebla, 687).

Como Obispos tenéis también una precisa responsabilidad en campo litúrgico en cuanto pontífices y santificadores. Por ello habréis de procurar la promoción de la liturgia y la fructuosa celebración de la Eucaristía (Cfr. Lumen gentium LG 22). Habréis de cuidar en ello el respeto a las normas de la Iglesia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, que nunca podrá dejarse a la mera iniciativa particular de personas o grupos que ignoran las orientaciones dadas por la Iglesia. A este propósito habréis de pensar si no ha llegado el momento de fijar normas definitivas y unitarias sobre la elección de textos y libros litúrgicos, de acuerdo con las indicaciones de la Santa Sede.

Como Obispos sois los servidores de la unidad. Con la sagrada potestad que os ha sido confiada en la ordenación episcopal, tenéis que suscitar la confianza y participación responsable de todos, creando en la diócesis un clima de comunión eclesial orgánica, sin renunciar a hacer uso de la función de gobierno —que es responsabilidad vuestra— en los asuntos que exigen una rectificación en la conducta o en la disciplina eclesiástica de personas o comunidades. Particularmente delicado puede ser el servicio del gobierno eclesial en momentos de efervescencia política, para que cada uno colabore debidamente en la construcción de la ciudad terrena, pero sin olvidar que “los pastores, puesto que deben preocuparse de la unidad, se despojarán de toda ideología político-partidista que pueda condicionar sus criterios y actitudes” (Puebla, 526). Sólo así podrán ser promotores de paz social, de reconciliación y convivencia democrática, dentro del debido interés por guiar moralmente la comunidad fiel hacia objetivos de mayor justicia social y de defensa y promoción de los derechos de cada uno, empezando por los más pobres.

6. En los últimos años habéis experimentado un significativo aumento de vocaciones en el Seminario Mayor. Me alegro de ello y os aliento a redoblar vuestros esfuerzos en ese campo, empezando por la promoción de las vocaciones a nivel de seminario menor. Al mismo tiempo, con el énfasis particular que merece este importante sector, os encarezco que cuidéis mucho la buena formación de los candidatos al sacerdocio. Los esfuerzos puestos en ello son trascendentales para la Iglesia.

8 Y para que las vocaciones encuentren el ambiente natural en el que puedan germinar y desarrollarse, cuidad con gran diligencia la importantísima pastoral de la familia. Insistid y orientad a vuestros sacerdotes, a fin de que pongan esa tarea apostólica entre sus prioridades absolutas. Con ello multiplicarán la eficacia de su apostolado, si logran hacer de cada familia una verdadera iglesia doméstica y un centro impulsor de evangelización de otras familias (Cfr. Familiaris consortio FC 52-55).

Sé que os preocupa con frecuencia la disgregación familiar y la falta de claros criterios morales en ese campo. Por ello, trazad adecuados planes de acción, coordinados a nivel diocesano y nacional; abrid a los laicos la grandeza humana y cristiana de su misión; recordadles su deber de ser fieles al Magisterio de la Iglesia en el terreno de la paternidad responsable y de la procreación, siguiendo las normas contenidas en la encíclica “Humanae vitae”. Interesad en ello a vuestros sacerdotes, para que colaboren debidamente en esa tarea.

Con gran sentido pastoral, ayudad a los esposos cristianos en sus dificultades y problemas, a fin de que se sientan alentados siempre hacia el amor misericordioso de Jesús (Humanae vitae HV 25) y hacia la integridad de la vida cristiana. Así podrán ser centros impulsores de vivencia plena del ideal cristiano y de contribución sólida al bien de la sociedad. Esta necesita tanto en Uruguay familias unidas, sanas moralmente, abiertas a los demás, creadoras de moralidad a todos los niveles, educadoras en la fe, respetuosas de los derechos de cada persona, empezando por el respeto a la vida de cada criatura, desde el momento mismo de su concepción. No dejéis, pues, de inculcar a este propósito la enseñanza constante de la Iglesia sobre la sacralidad de toda vida humana de la vida en todas las fases de su existencia.

7. Queridos Hermanos: Al concluir nuestro encuentro, os ofrezco estas reflexiones como vuestro hermano en la Sede de Pedro, como manifestación de profunda gratitud por lo que sois y lo que intentáis ser con la ayuda del Señor: un signo de esperanza en Cristo Jesús, fuerte y fecundo como el signo de la cruz, para poder ser ante el pueblo signo de Cristo resucitado. Porque es El, el crucificado-resucitado, quien comunica hoy mediante nuestro ministerio la gracia de la salvación a cada hombre.

Que la Virgen de los Treinta y Tres, Patrona del Uruguay, a quien veneráis con tanta devoción, os asista con la fuerza de la Pascua de su Hijo. Y que el Espíritu de Jesús os santifique en la fidelidad a vuestro sacrificado y celoso ministerio.

Con mi recuerdo en la plegaria por vosotros y vuestras comunidades de fe cristiana, imparto a todos con afecto la Bendición Apostólica.






A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA



Martes 15 de enero de 1985


: Queridos hermanos en el episcopado,
queridos amigos:

1. Mi alegría es grande al acogeros esta mañana en Roma, con ocasión de la tercera reunió anual del Consejo Internacional del Consejo Pontificio para la Cultura.

Os agradezco sinceramente vuestra presencia activa en el Consejo y el haber aceptado consagrar vuestro tiempo y vuestras energías a esta estrecha colaboración con la Sede apostólica. Con particular afecto, saludo al Cardenal Gabriel-Marie Garrone, Presidente de vuestra Comisión de Presidencia, así como al Cardenal Eugenio de Araújo Sales. Me dirijo igualmente con agradecimiento a la Dirección Ejecutiva del Consejo Pontificio para la Cultura representada por su Presidente Mons. Paul Poupard y su Secretario, P. Hervé Carrier, quienes, con sus celosos colaboradores y colaboradoras, se dedican a realizar un trabajo abundante y de calidad.

2. El Consejo Pontificio para la Cultura, asume, según mi manera de ver, un significado simbólico y lleno de esperanza. En efecto, veo en vosotros testigos calificados de la cultura católica en el mundo, con el cometido de reflexionar tanto sobre las evoluciones y las esperanzas de las distintas culturas en las regiones, como de los sectores de actividad que os son propios. Por la misión que os he confiado, estáis llamados a ayudar, con competencia, a la Sede apostólica para conocer mejor las aspiraciones profundas y distintas de las culturas contemporáneas y a discernir mejor cómo puede la Iglesia universal darles la respuesta. Pues, en el mundo, las orientaciones, las mentalidades, los modos de pensar y de concebir el sentido de la vida, se modifican, se influencian mutuamente, se enfrentan sin duda, con mayor vigor que nunca en el pasado. Eso deja huellas en todos los que se entregan con lealtad a la promoción del hombre. Es bueno que con vuestro trabajo de estudio, de consulta y de animación —emprendido en conexión con otros Dicasterios romanos, con las Universidades, los Institutos religiosos, las Organizaciones internacionales católicas y varios grandes organismos internacionales vinculados con la promoción de las culturas— favorezcáis una toma de conciencia clara de las posturas que presenta la actividad cultural en el sentido lato del término.

9 3. Más allá de esta acogida respetuosa y desinteresada de las realidades culturales para un mejor conocimiento, el cristiano no puede hacer abstracción del problema de la evangelización. El Consejo Pontificio para la Cultura participa en la misión de la Sede de Pedro para la evangelización de las culturas y vosotros estáis asociados a la responsabilidad de las Iglesias particulares en las tareas apostólicas que requiere el encuentro del Evangelio con las culturas de nuestra época. Con este fin, se pide un trabajo ingente a todos los cristianos y el desafío debe poner en movimiento sus energías en el corazón de cada pueblo y de cada comunidad humana.

A vosotros, que habéis aceptado ayudar a la Santa Sede en su misión universal al lado de las culturas de nuestras días, confío el cometido especial de estudiar y de profundizar lo que significa para la Iglesia la evangelización de las culturas hoy. Ciertamente, la preocupación por evangelizar las culturas no es nueva para la Iglesia, pero presenta problemas que tienen carácter de novedad en un mundo marcado por el pluralismo, por el choque de las ideologías y por profundos cambios de las mentalidades. Debéis ayudar a la Iglesia a responder a esas cuestiones fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el mensaje de la Iglesia a las culturas nuevas, a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo la Iglesia de Cristo puede hacerse entender por el espíritu moderno, que se ufana de sus realizaciones y a la vez se preocupa por el futuro de la familia humana? ¿Quién es Jesucristo para los hombres y las mujeres de hoy?

Sí, la Iglesia en su totalidad debe plantearse esas cuestiones, con el espíritu de lo que decía mi predecesor Pablo VI al concluir el Sínodo sobre la evangelización: «... lo que importa es evangelizar.... la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que estos términos tienen en la Gaudium et Spes, tomando como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» (Evangelii Nuntiandi
EN 20). Y todavía agregaba: «El Reino que anuncia el Evangelio, es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del Reino no puede menos que tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas» (Ibid.).

Hay por consiguiente, una tarea compleja pero esencial: ayudar a los cristianos a discernir en los rasgos de su cultura lo que pueda contribuir a la justa expresión del mensaje evangélico y a la edificación del Reino de Dios y a denunciar lo que le es contrario. Y, de este modo, el anuncio del Evangelio a los contemporáneos que no se adhieren a él, tendrá más posibilidades de llevarse a cabo en un diálogo auténtico.

No podemos dejar de evangelizar: son tantas las regiones, tantos los ambientes culturales que permanecen insensibles a la buena noticia de Jesucristo. Pienso en las culturas de extensas regiones del mundo todavía al margen de la fe cristiana. Pero pienso también en los amplios sectores culturales en países de tradición cristiana que, hoy, parecen indiferentes —cuando no refractarios— al Evangelio. Hablo, ciertamente de las apariencias, porque no hay que prejuzgar del misterio de las creencias personales y de la acción secreta de la gracia. La Iglesia respeta a todas las culturas y no impone a ninguna su fe en Jesucristo, pero invita a todas las personas de buena voluntad a promover una verdadera civilización del amor fundada en los valores evangélicos de la fraternidad, de la justicia y de la dignidad para todos.

4. Todo esto exige un nuevo acercamiento de las culturas, de las actitudes, de los comportamientos, para dialogar en profundidad con los ambientes culturales y para hacer fecundo su encuentro con el mensaje de Cristo. Este trabajo exige también, por parte de los cristianos responsables, una fe iluminada por la reflexión que, sin cesar, sea confrontada con las fuentes del mensaje de la Iglesia y un discernimiento espiritual que se prosigue sin pausa en la oración.

El Consejo Pontificio para la Cultura, por su parte, está llamado a profundizar los problemas importantes que los desafíos de nuestra tiempo suscitan para la misión evangelizadora de la Iglesia. Por el estudio, por los encuentros, los grupos de reflexión, las consultas, el intercambio de informaciones y de experiencias, por la colaboración de los numerosos corresponsales que, han aceptado trabajar con vosotros en distintas partes del mundo, os exhorto vivamente a iluminar estas nuevas dimensiones a la luz de la reflexión teológica, de la experiencia y del aporte de las ciencias humanas.

Estad seguros de que, apoyaré con agrado, apoyaré los trabajos y las iniciativas que os permitan sensibilizar en estos problemas a las distintas instancias de la Iglesia. Y, como garantía del apoyo que deseo dar a vuestra tarea tan útil para la Iglesia, os imparto, así como a todos vuestros colaboradores y colaboradoras, y a vuestras familias, mi especial bendición apostólica.





MENSAJE TELEVISIVO DE JUAN PABLO II


AL EPISCOPADO DEL PERÚ


Jueves 24 de enero de 1985



Señor Cardenal, amados Hermanos en el episcopado, queridos hermanos y hermanas:

Al acercarse ya el día en que, Dios mediante, tendré la dicha de pisar por vez primera tierra peruana, deseo enviar a todos vosotros, a través de la televisión, mi más cordial y afectuoso saludo de paz y bien.

10 Ya desde ahora quiero agradecer públicamente a las Autoridades y Episcopado del Perú la amable invitación que me hicieran para visitar vuestro querido País, a donde espero llegar el próximo día 1 de febrero, para compartir con todos vosotros unas jornadas que, pido a Dios, sean de provecho para consolidar vuestra fe y para renovar vuestro decidido compromiso de vida cristiana.

Me es particularmente grato acercarme a los lugares bendecidos por Dios con la presencia de Santos y Santas que son honor de toda la Iglesia y motivo de orgullo para el pueblo peruano. Un pueblo de raigambre e historia tan rica, a quien el Sucesor de Pedro quiere llegar en un viaje de objetivos netamente apostólicos, como alentador de la fe, de la dignidad de cada hijo de Dios y de la reconciliación de los espíritus.

Durante las cuatro jornadas que viviré entre vosotros, y que deseo ardientemente sean una gozosa manifestación de nuestra fe, amor y esperanza en Cristo, tendré oportunidad de recorrer una parte importante de la extensa geografía del antiguo Imperio inca. En Lima-Callao, Arequipa, Cuzco, Ayacucho, Piura, Trujillo e Iquitos anhelo encontrarme con los queridos hijos del Perú que el Papa deseaba visitar desde hace tiempo. Aunque por desgracia no podré ir a otros lugares a los que insistentemente me han invitado las Autoridades eclesiásticas y civiles y los fieles, quiero deciros que agradezco todas esas invitaciones y que emprendo este viaje pensando en todos y con intención de dirigirme a todas las personas, sin distinción de origen étnico, cultura, profesión, condiciones económicas o sociales.

He sabido del entusiasmo y seriedad con que os estáis preparando espiritualmente a esta visita apostólica. Deseo desde ahora mostraros mi profundo aprecio por el generoso esfuerzo que tantos sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, bajo la guía de sus Obispos, están realizando.

Me uno a vosotros en la plegaria al Altísimo, para que esta visita constituya un impulso en el camino de la nueva evangelización de vuestro País y de América Latina, que eran los objetivos que marqué para el Continente, en mi reciente viaje a la República Dominicana, al iniciar la preparación del V Centenario de la Evangelización de América.

Pido también con insistencia que la paz del Señor y su gracia se afiancen en los corazones, en las familias, en la sociedad peruana y que se instaure, como fruto de la conversión de los corazones y de la obra de la justicia, la concordia, la armonía, la fraternidad entre todos los hijos del Perú.

Que la Virgen Santísima, a quien vosotros veneráis tan hondamente como Madre y Protectora, os haga encontrar reconciliados junto a la cruz de su Hijo. En espera de saludaros en persona, os bendigo a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.





VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD-TOBAGO


A LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA, A LOS PADRES


DE SACERDOTES Y PERSONAS CONSAGRADAS


Y A LOS RECLUSOS


Cuenca (Ecuador)

Jueves 31 de enero de 1985



En mi visita a esta hermosa e inmensa catedral de Cuenca, construida por el amor de todo un pueblo, saludo con afecto a la parte de la comunidad diocesana aquí reunida.

Sois las religiosas que dejaron todo, para esconderse con Cristo en el silencio del claustro. Sois los padres de sacerdotes y religiosos que habéis entregado a Dios, en un silencio oblativo, el fruto de vuestro amor. Sois, por lo meno intencionalmente, los hermanos encarcelados que habéis venido a ver el Papa, dejando el silencio doloroso de vuestra reclusión. A todos os acojo con amor de hermanos e hijos del Padre común, sintiéndoos muy cercanos a mi corazón (Cf.. Philem.12).

11 A vosotras, religiosas de clausura, os agradezco, en nombre del Señor, la ofrenda de vuestras propias vidas en una entrega total que, como Santa Teresa de Lisieux, quiere ser «el amor en el corazón de la Iglesia».

Vuestro silencio contemplativo se os convierte en experiencia de la presencia y de la Palabra divina; vuestra soledad se os hace soledad llena de Dios. Jesús continúa en vosotras su oración silenciosa, a veces incluso con una sensación de «silencio» y «ausencia» divina, que se os convertirá en presencia más honda. En el corazón de Dios se entra por este proceso de silencio interior, a veces tan doloroso, que comporta una sintonía con los sentimientos del corazón de Cristo y con la voluntad del Padre.

Dios continúa pronunciando su Palabra en el silencio sonoro del amor de su Espíritu derramado en vuestros corazones (Cf. . Rom
Rm 5,5). Vuestro silencio contemplativo se hace, como en María, fidelidad esponsal y fecundidad materna para el mundo (Cf. . Luc Lc 2,19 et 51). Vuestra vida es preciosa para la Iglesia, también hoy. Sed, pues, fieles y seguid adelante en vuestra entrega.

A vosotros, padres y madres de sacerdotes y personas consagradas, os quiero manifestar un afecto y agradecimiento especial, usando vuestra misma expresión tan popular y cristiana: «Que Dios os pague». Sí, que Dios os pague por vuestro silencio oblativo que es amor fecundo, prolongado —por medio de vuestros hijos e hijas— en una vida espiritual y apostólica que es manifestación especial de la fecundidad de la Iglesia. «Que Dios os pague». Yo no tengo con qué pagaros, sí no es con la alegría y afecto de vuestros propios hijos, con su bendición sacerdotal, con su entrega a la vida consagrada.

Imagino que todos vosotros sentís la presencia de Dios, de una manera especial cuando pensáis que vuestro amor se ha convertido en un sacerdote que predica, que celebra la Eucaristía, que perdona, que sirve a la comunidad. Pienso cómo sentiréis la grandeza de vuestra misión de padres, cuando meditéis que vuestro amor se ha convertido en la vida de una persona consagrada que sirve sin cansancio, que mantiene encendida la lámpara de la esperanza activa por la venida de Jesús. Vuestra devoción a María, Madre de Cristo Buen Pastor, os hará descubrir y vivir con gozo esta vuestra vocación de una nueva fecundidad eclesial.

A vosotros, queridos reclusos no presentes, pero sí intencionalmente presentes, reunidos en este templo, que como templo cristiano es signo e instrumento de una auténtica liberación total, os invito a escuchar la voz de Dios que habla como Padre en vuestra conciencia. El no está lejano de vosotros y ve vuestro deseo de recuperación, de reinserción en la sociedad cómo personas renovadas. El Señor, a través de todos los errores humanos, prepara vuestra auténtica libertad, que es ante todo la libertad de la justificación interior, del cambio en el corazón. El dolor que estáis pasando os asocia también ala redención de Cristo, en bien de todos los que en el mundo se equivocan. Tomad, pues, vuestra cruz con nobleza, con propósito de dignidad nueva, con valentía, con esperanza en María, la Virgen de la Merced, la Madre de misericordia.

A todas las religiosas de clausura del Ecuador, a los padres de sacerdotes y personas consagradas y a los encarcelados imparto mi cordial bendición.





VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,

ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD-TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS INDÍGENAS EN LA CIUDAD DE LATACUNGA


Jueves 31 de enero de 1985



¡Alabado sea Jesucristo!
Amados hijos e hijas:

¡Pai Apunchic Jesucristo yupaichashca cachun!
12 Cuyashca churicuna, ushushicuna:

En esta antigua ciudad de Latacunga, me siento feliz de encontrarme entre vosotros como un padre en medio de sus hijos más queridos pero poco conocidos. Saludo con grandísimo afecto de padre a todos los coyapas, colorados, otavalos, panzaleos, natabuelas, cotacachis, caranquis, imbayas, carabuelas, tetetes, yumbos-alamas, shuaras, cofanes, chagchis, achuaras, salasacas, cañaris, saraguros, chibuleos, huaoranis o cucas y a todos los otros grupos menores. Veo aquí a tantos que han venido - muchos incluso a pie - desde las inmensas selvas orientales y de los grandes ríos de la costa, junto a los habitantes de esta hermosa sierra ecuatoriana. Vosotros me ofrecéis un espectáculo alentador con la policromía de vuestros vestidos, y sobre todo con vuestro amor ardiente a Jesús, cuyo humilde mensajero soy. Recibid en primer lugar mí más vivo agradecimiento por vuestra venida a este encuentro.

I. LOS VALORES INDIGENAS


1. Hace 450 años la fe en Jesucristo llegó a vuestros pueblos.

Ya antes, sin que vosotros lo sospecharais, Dios había estado presente, iluminando vuestro camino. El Apóstol San Juan nos lo dice: El Verbo, el Hijo de Dios, «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que llega a este mundo» (Io. 1, 9).

Fue El quien alumbró el corazón de vuestros pueblos, para que fuerais descubriendo las huellas de Dios Creador en todas sus criaturas: en el sol y en la luna, en la buena y grande madre tierra, en la nieve y el volcán, en las lagunas y en los ríos que bajan desde vuestras altas cordilleras.

¡Qué emoción la de vuestros padres, c?iándo, a la luz del Evangelio, descubrieron que ellos mismos vallan mucho más que todas las maravillas de la creación, porque ellos habían sido creados a imagen y semejanza de Dios, como retratos resplandecientes suyos! ¡Qué alegría la de vuestros padres, cuando supieron que el Gran Dios que había creado todo para el servicio de los hombres, ese mismo Dios había querido volverse cercano a nosotros en su Hijo Jesucristo, haciéndose hombre, para que nosotros llegáramos a ser hijos adoptivos de El! ¡Qué alegría para ellos conocer que todos los hombres somos hermanos, porque la vida de Jesús - Hijo de Dios - podemos tenerla también todos nosotros! Desde entonces, el espíritu de unidad y solidaridad, tan propio de vuestros pueblos, recibió más hondura y más fuerza.

Este espíritu de unión solidaria se manifiesta aún en muchas formas: en la alegría y el entusiasmo de vuestras mingas, en vuestras bellas fiestas, en la generosidad con que recibís a los forasteros, en el amor con que acompañáis a vuestros vecinos en sus penas. Así cumplís aquello que Dios nos pide en su Palabra diciendo: «Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran» (Rm 12,15). Esta unidad se muestra con gran riqueza en vuestras familias, unidas por la sangre o por el parentesco espiritual, y también en vuestras organizaciones, como las «comunas».

2. Desde antes de la evangelización había en vuestros pueblos semillas de Cristo: Estáis convencidos de estar unidos más allá de la muerte. Vuestros pueblos identifican el mal con la muerte y el bien con la vida; y Jesús es la Vida. Vuestros pueblos tienen un vivo sentido de justicia; y Jesús proclama bienaventurados a los sedientos de justicia (Cfr. Matth Mt 5,6). Vuestros pueblos dan gran valor a la palabra; y Jesús es la Palabra del Padre. Vuestros pueblos son abiertos ala interrelación; diría que vivís para relacionares; y Cristo es el camino para la relación entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Todo esto son semillas de Cristo, que la evangelización encontró y debió luego purificar, profundizar y completar.

Desde el principio, sin daros cuenta, habíais adivinado también en vuestro corazón el gran deseo de Dios de que los hombres de todas las razas y culturas nos fuéramos uniendo en una sola comunidad de amor, en una inmensa familia, cuya cabeza es Jesús, cuyo Padre es el Padre de Jesucristo, cuya alma es el Espíritu Santo, Espíritu de Jesús y del Padre. Esa familia es la Iglesia, que tiene por Madre a la Virgen María.

3. Vuestros Obispos señalaron en Puebla (Cfr. Puebla, 409) que América Latina y, en ella, Ecuador tiene su origen en el mestizaje racial y cultural de España y de vuestros pueblos. Tal mestizaje es testimonio de grandeza espiritual, cuando es fuente de respeto mutuo entre los descendientes de ambas comunidades.

Los valores profundos de vuestras gentes no son realidades meramente folklóricas; son realidades vigentes (Cfr. ibid. 398), que habéis mantenido, no sin graves dificultades, a lo largo de siglos.

13 Esas realidades tan positivas, signo de robustez interior, hablan con más elocuencia que la de los vestigios de vuestras culturas encontrados en lugares como la Tolita, Manta, Pachusala, Angamarca e Ingapirca.

II. PROBLEMAS


1. Conozco las dificultades y sufrimientos que en vuestra historia pasada y presente habéis encontrado, y que a veces os ha hecho dudar de vosotros mismos y de vuestra identidad.

Sé también que numerosos misioneros, entre ellos Fray Bartolomé de las Casas, el Padre Vieira, el obispo Pedro de la Peña y otros, así como los miembros de diversos Concilios, lucharon en defensa de los derechos del indígena. Ellos hicieron oír su grito de denuncia ante las autoridades europeas; con tal energía que hombres de gran talento y corazón, como los Padres Vitoria y Suárez, se hicieron eco de estos reclamos, proclamando que los derechos humanos de vuestros pueblos estaban antes que cualquier otro derecho establecido por leyes humanas. Desde entonces el «derecho de gentes» es la medida de las cambiantes leyes positivas y el que urge la rectitud y eficacia de las mismas.

Vuestra comunidad se ha esforzado durante siglos por conservar sus valores y cultura. No se trata de oponerse a una justa integración y convivencia a nivel más amplío, que permita a vuestras colectividades el desarrollo de la propia cultura y la haga capaz de asimilar de modo propio los hallazgos científicos y técnicos. Pero es perfectamente legítimo buscar la preservación del propio espíritu en sus varías expresiones culturales. Así lo han interpretado vuestros Obispos en su documento sobre «Opciones pastorales».

2. Un grave problema del momento es que vuestra sociedad va perdiendo valores preciosos que podían enriquecer a otras culturas: se va debilitando el sentido religioso y se olvida a Dios; el sentido de la comunidad y de la familia, sobre todo porque os veis obligados a emigrar por falta de tierras y por la injusta relación entre agricultura, industria y comercio.

Hay otros peligros que os amenazan de muerte. Sólo mencionaré el del alcoholismo, que va destruyendo el vigor de vuestro pueblo. No se me oculta la complejidad del problema. Por eso, al invitares a una conducta moral que evite ese doloroso fenómeno, hago ala vez un llamamiento a cuantos pueden colaborar en ello, para que se combatan todas las causas que agravan o propician fenómenos de este género. Una lucha eficaz no podrá prescindir de combatir la desnutrición, el analfabetismo, la falta de vestido, de vivienda digna, de trabajo, la carencia de sanas distracciones; en una palabra, la marginación y lo que impide un horizonte de esperanza para la persona humana y el camino hacía su dignidad como tal.

III ANHELOS


Quiero ahora hacerme eco y portavoz de vuestros más profundos anhelos.

1. Ante todo, vosotros queréis con razón ser respetados como personas y como ciudadanos. La Iglesia hace suya esta aspiración, ya que vuestra dignidad no es menor que la de cualquier otra persona o raza. En efecto, todo hombre es nobilísimo, porque es imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen Gn 1,26-27). Y Jesús quiso identificarse tanto con el hombre, especialmente con los pobres y marginados, que declaró que todo l? que se hace o se deja de hacer a cualquiera de estos hermanos, a El se hace o se deja de hacer. Por ello nadie puede preciarse de ser verdadero cristiano, sí menosprecia a los demás a causa de su raza o cultura. San Pablo escribía: «Todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo» (1Co 12,13). Una realidad que debe concretarse en la vida personal y social.

Los más conscientes, de vosotros anheláis que sea respetada vuestra cultura, vuestras tradiciones y costumbres, y que sea tomada en cuenta la forma de gobierno de vuestras comunidades. Es una legítima aspiración que se inscribe en el marco de la variedad expresiva del espíritu humano. Ello puede enriquecer no poco la convivencia humana, dentro del conjunto de las exigencias y equilibrio de una sociedad.

2. A este propósito, deseo alentar a los sacerdotes y religiosos a evangelizar, teniendo bien en cuenta vuestra cultura indígena; y a acoger con alegría los elementos autóctonos de los que ellos mismos participan. En esa línea hago mío el pedido que vuestros Obispos hicieron en Puebla: «Que las Iglesias particulares se esmeren en adaptarse, realizando el esfuerzo de un trasvasamiento del mensaje evangélico al lenguaje antropológico y a los símbolos de la cultura en que se inserta» (Puebla, 404).

Pero aunque la Iglesia respeta y estima las culturas de cada pueblo, y por tanto las de vuestros grupos étnicos; aunque trata de valorizar todo lo positivo que hay en ellas, no puede renunciar a su deber de esforzarse por elevar las costumbres, predicando la moral del Decálogo, la más alta expresión ética de la humanidad, revelada por Dios mismo y completada con la ley del amor enseñada por Cristo. Considera a la vez un deber tratar de desterrar las prácticas o costumbres que sean contrarías a la moral y verdad del Evangelio. Ella, en efecto, ha de ser fiel a Dios a y a su misión. «Por lo cual, no puede verse como un atropello la evangelización que invita a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre» (Ibid., 406).


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