Discursos 1985 69


DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE COLOMBIA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 8 de marzo de 1985



Queridos Hermanos en el episcopado:

70 1. Es para mí motivo de gran gozo encontrarme esta mañana con vosotros, Pastores de las circunscripciones misionales de Colombia, que habéis querido testimoniar vuestra comunión en la fe y en la caridad con la Cátedra de Pedro realizando esta visita “ad limina Apostolorum”.

Al daros mi más cordial y fraterna bienvenida, agradezco las amables palabras que en nombre de todos me ha dirigido el Señor Obispo de Pasto en su calidad de Presidente de la Comisión Episcopal para las Misiones.

2. Los diálogos que durante estos días he mantenido con cada uno de vosotros por separado, me han permitido conocer más de cerca vuestras comunidades y percibir el infatigable trabajo apostólico que realizáis con dedicación y celo admirables en circunstancias no siempre fáciles.

En efecto, la enorme extensión de los territorios encomendados a vuestro cuidado pastoral, que constituyen más del 60% de la superficie total de Colombia; las dificultades climatológicas y de comunicación; la variedad de culturas e incluso de lenguas; la problemática social y económica que, no por antigua y ya conocida es menos urgente y necesitada de soluciones desde el Evangelio, constituyen otros tantos capítulos indicativos de la complejidad de vuestro ministerio y de la urgencia de que toda la Iglesia en Colombia, junto con la Iglesia universal, se sienta solidaria con esta actividad prioritaria que es el anuncio de la Buena Nueva.

Un paso adelante en la labor de la Iglesia en vuestro país, en lo que se refiere al apostolado con las poblaciones indígenas, ha sido la creación, hace dos años, de la Comisión Episcopal especial que se ocupa de estas actividades, y cuyos frutos son alentadores. Este encuentro comunitario me brinda la oportunidad de manifestaros mi gozo y mi gratitud por toda vuestra abnegada tarea en la construcción del Reino. A la vez os pido que seáis portadores de un saludo cordial a vuestros colaboradores sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en el apostolado. Siguiendo a San Pablo hay que decir que ellos son dignos de toda consideración “sobre todo los que se ocupan en la predicación y en la enseñanza” (
1Tm 5,7).

3. En los territorios confiados a vuestro celo realizáis vosotros la misión importante de hacer presente a la Iglesia, “sacramento universal de salvación”, obedeciendo a las exigencias íntimas de su catolicidad, como enseña el Concilio Vaticano Segundo (Ad Gentes AGD 1). Cumplís así, en estrecha conexión con esta Sede Apostólica, la grata obligación que os compete, como sucesores de los apóstoles, de perpetuar la obra del anuncio del Evangelio para que “la palabra de Dios sea difundida y glorificada” (2 Thess. 3, 1), y se anuncie e instaure el Reino de Dios en toda la tierra.

De esta manera confirmáis con vuestro ministerio la verdad de que la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia.

En efecto, en virtud del señorío de Cristo (Cfr. Matth Mt 28,18) y por el mandato de El recibido (Cfr. ibid. 28, 19), ella tiene el deber de propagar la fe y la salvación en Cristo. Por eso, fiel a este mandato y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente a todos los hombres y pueblos, para conducirlos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia.

4. He sabido cómo al lado de la colaboración generosa de muchas personas y del interés del gobierno, hay en algunas de vuestras misiones dificultades y obstáculos que se oponen a vuestra tarea de evangelizadores.

Algunas veces esos problemas nacen de la propagación de ideologías adversas a la fe, que promueven el materialismo ateo y desconocen la labor generosa y desinteresada que la Iglesia ha llevado a cabo durante siglos en las áreas misionales; otras, de personas y grupos que desde falsas posiciones antropológicas pretenden negar al Evangelio su derecho de penetrar en todas las culturas para así elevarlas. Olvidan éstos que “la actividad misionera tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y con sus aspiraciones. Porque manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran” (Ad Gentes AGD 8).

No se puede ciertamente confundir evangelización con “inculturación”. Ambas realidades son distintas e independientes; pero al mismo tiempo no faltan elementos que las relacionan estrechamente, ya que el Evangelio es vivido por personas vinculadas a una cultura determinada y, por tanto, la Buena Nueva ha de impregnar las culturas de los hombres a quienes se anuncia el mensaje de salvación. Como señalé en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”: “Está en conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos todo aquello que está en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo” (IOANNIS PAULI PP. II Familiaris Consortio FC 10).

71 5. Con el Concilio Vaticano II debemos recordar que la reflexión teológico-pastoral llevará a los responsables de la comunidad eclesial a descubrir “de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con las costumbres manifestadas por la divina revelación. Con esto modo de proceder se excluirá toda especie de sincretismo y de falso particularismo, se acomodará la vida cristiana a la índole y carácter de cualquier cultura, y serán asumidas en la unidad católica las tradiciones particulares, con las cualidades propias de cada raza, ilustradas con la luz del Evangelio” (Ad Gentes AGD 22).

Ello requiere no poco esfuerzo y atención. Porque, además, en el esfuerzo de evangelización y promoción humana que realiza la Iglesia en vuestros territorios de misión, no han faltado tampoco dificultades provenientes de personas o grupos que anteponen sus intereses particulares a los derechos de la comunidad. Se han creado peligrosas tensiones sobre la propiedad y distribución de terrenos; y la presencia de narcotraficantes en regiones indígenas perturba la vida de esas comunidades, a las que quieren arrastrar al inmoral comercio de la droga.

6. Ante las incomprensiones de que habéis sido víctimas en algunas ocasiones, y que hieren también mi corazón, quiero repetiros con nuestros hermanos Obispos reunidos en Puebla de los Ángeles durante la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: “No reivindicamos ningún privilegio para la Iglesia: respetamos los derechos de todos y la sinceridad de todas las convicciones en pleno respeto a la autonomía de las realidades terrestres. Sin embargo, exigimos para la Iglesia el derecho de dar testimonio de su mensaje y de usar su palabra profética de anuncio y denuncia en sentido evangélico, en la corrección de las imágenes falsas de la sociedad incompatibles con la visión cristiana” (Puebla, 1212-1213).

Para lograr tales objetivos, son numerosos los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que en los centros educativos y asistenciales de vuestros territorios misionales dan testimonio del Evangelio con abnegado servicio a los hermanos más necesitados. Entre ellos, no han faltado quienes han llegado incluso a derramar su sangre. La Iglesia sufre cuando es derramada la sangre de cualquier ser humano; y particularmente si la víctima es uno de sus hijos o un ministro suyo que no busca sino servir y tutelar los derechos de los más débiles.

Por parte mía quiero apoyaros y estimularos en la tarea de elevar y transformar las culturas y las personas con la levadura del Evangelio; a pesar de las dificultades, de las incomprensiones y de las falsas interpretaciones de los valores culturales. ¿Cómo no recordar, a este propósito, aquel pasaje de San Ireneo: “Esta predicación que ella ha recibido y esta fe que hemos expuesto, la Iglesia, aunque dispersa por todo el mundo, la guarda escrupulosamente, como si viviese en su solo lugar. Ni las Iglesias que han sido fundadas en Germania, o en Iberia, o entre los Celtas, ni las del Oriente, de Egipto o de Libia, ni las que están en medio del mundo (en Jerusalén) se diferencian entre sí en cuanto a la fe o a la tradición” (S. IRENEI Adversus haeres: ).

7. Como un don inapreciable en vuestra labor ha de considerarse el Seminario Internacional “San Luis Beltrán” que congrega seminaristas de los varios institutos y de las distintas jurisdicciones. El es una prueba de la maduración y vitalidad de vuestras comunidades y un fruto de vuestros desvelos y esfuerzos.

Para una obra tan elevada, como es el anuncio del Evangelio, el futuro misionero ha de prepararse con una especial formación espiritual y moral. ¡Con qué sabiduría el Concilio dice que él debe ser capaz de iniciativas, constante para continuar hasta el fin, perseverante en las dificultades, paciente y fuerte en sobrellevar la soledad, el cansancio y el trabajo infructuoso! (Cfr. Ad Gentes AGD 25)

En este campo, una particular atención habéis de prestar a la formación catequética de los futuros misioneros para que sean, a su vez, formadores de catequistas que colaboren en su esfuerzo evangelizador. En efecto, “la catequesis no puede disociarse del conjunto de actividades pastorales y misionales de la Iglesia” (IOANNIS PAULI PP. II Cathechesi Tradendae, 18), sino que constituye un elemento esencial en el proceso total de evangelización.

8. Finalmente, deseo expresaros mi complacencia, porque vuestro trabajo misionero os lleva a servir a los más pobres y humildes de entre vuestros hermanos, en las zonas más deprimidas, en medio de la amada población indígena.

Queridos Hermanos:

La vuestra y la de vuestros colaboradores es verdaderamente la opción preferencial no excluyente por los pobres, a quienes dedicáis lo mejor de vuestra vida y ministerio. Tenéis el privilegio de vivir más cerca de los que no tiene voz, de los preferidos por Jesús, para anunciarles la salvación, “ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y del Maligno” (PAULI VI Evangelii Nuntiandi EN 9). En ese espíritu, seguid adelante en vuestro empeño. Descubrid cada vez más la presencia de Jesús en vuestros hijos más humildes y servidlos con el amor y alegría de quien sirve al Señor.

72 9. A la protección de María, la Madre del Señor, quiero confiar vuestra labor apostólica. Ella no fue un instrumento pasivo, sino que “cooperó activamente en la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” (Lumen Gentium LG 56). Ella os aliente y sostenga siempre. Y que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, inspire vuestros esfuerzos pastorales, para que las almas a vosotros confiadas lleguen, bajo la acción de la gracia, a la plenitud de la vida cristiana.

A vosotros y a vuestras comunidades, en prenda de fidelidad a Cristo, doy con afecto mi Bendición Apostólica.








A LA FEDERACIÓN DE ACTIVIDADES EDUCATIVAS


EN LA REGIÓN DEL LACIO


Sábado 9 de marzo de 1985



Queridísimos:

1. Me alegra reunirme con ustedes, responsables de la presidencia regional de la Federación de Institutos de Actividades educativas reunidos aquí con los padres, profesores y alumnos de las escuelas italianas del Lacio, con el personal de los servicios varios y con los representantes de comités y asociaciones de padres de escuelas católicas y otros estamentos.

Saludo con gran afecto a esta asamblea tan numerosa y gustoso aprovecho la ocasión de este encuentro con ustedes para reflexionar sobre el tema de la función de la escuela católica en la sociedad contemporánea, tema sobre el que nunca se insistirá suficientemente.

2. El nuevo Código de Derecho Canónico en el primer canon del libro dedicado a este importante problema, dice así: "La Iglesia tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes" (can. 747).

En el lenguaje de la fórmula jurídica se confirma una verdad teológica y pastoral. En fuerza del mandato recibido de su Divino Maestro de llevar al mundo el anuncio de la salvación, la Iglesia, al reivindicar para sí la plena libertad religiosa que ninguna autoridad humana tiene poder de obstaculizar, pone de relieve su tarea específica en orden a la educación de todo hombre.

Ahora bien, en el amplio abanico de los medios educativos resulta evidente la prioridad de la escuela como instrumento capaz de desarrollar de modo sistemático las facultades intelectuales, madurar la capacidad de juicio, fomentar el aprecio de valores y constituir un centro de referencia en cuya dinámica están llamados a tomar parte familias, profesores y asociaciones.

Consciente de esta realidad, la Iglesia se ha hecho siempre y por doquier promotora de la actividad escolar creando las grandes universidades del pasado y estimulando el nacimiento y extensión de Órdenes religiosas dedicadas a la educación de la juventud como campo privilegiado de su apostolado.

Sin tal estrategia apostólica, el proceso de evangelización de los pueblos se habría realizado con mayor lentitud y la posibilidad de la "Plantatio ecclesiae" en los distintos continentes habría encontrado más dificultades.

73 Por ello, la Santa Sede ha tenido cuidado de impartir directrices adecuadas al logro del fin, en circunstancias diferentísimas y en épocas sumamente difíciles como la nuestra. A este propósito quiero recordar la Encíclica Divini illius Magistri de mi predecesor Pío XI, el documento conciliar Gravissimum educationis cuyos veinte años de publicación cae en octubre próximo y la actividad secular de la Congregación para la Educación Católica, reestructurada según las orientaciones del Vaticano II.

En la fiesta de San Pedro y San Pablo del año pasado, hablando a mis colaboradores de la Curia Romana quise tratar de nuevo el tema de la educación y la escuela católica para indicar su actualidad suma en todas las partes del mundo. En efecto, este tema es una constante de la enseñanza eclesial y una confirmación de su importancia.

3. La educación católica se halla indebidamente coartada donde falta la posibilidad de la enseñanza religiosa en el marco de la escuela estatal, pues el mensaje evangélico no puede excluirse de una escuela que está abierta a todos por su naturaleza misma y, por tanto, obligada a ofrecer servicios educativos adecuados.

Es deber de los poderes públicos solícitos del bien común satisfacer las exigencias de los ciudadanos dentro del respeto de los derechos de todos, creando las condiciones debidas para que la educación de los jóvenes pueda llevarse a cabo en todas las escuelas del Estado, de acuerdo con las convicciones religiosas morales de las familias de los mismos.

Según la lógica de estos principios, en Italia las dos partes han aceptado las nuevas disposiciones del acuerdo concordatario del 18 de febrero de 1984.

Pero esto sólo no basta. Hay que afirmar de nuevo el derecho y deber de los padres católicos a "elegir aquellos medios e instituciones mediante los cuales, según las circunstancias de cada lugar, puedan proveer mejor a la educación católica de los hijos" (can. 793). Por tanto, deben gozar de verdadera libertad reconocida y tutelada por las autoridades civiles, en la elección de escuela para sus hijos (cf. can. 797). Además, es preciso reconocer a la Iglesia la libertad de establecer y dirigir escuelas propias de cualquier tipo y grado. Lo ha hecho durante dos milenios y el texto del documento conciliar recordado más arriba lo vuelve a afirmar con claridad luminosa (Gravissimum educationis
GE 8).

Con otras palabras, en una sociedad pluralista como la nuestra y en rápida evolución, la necesidad de la escuela católica se acusa con toda su evidencia y claridad en cuanto contribución al desempeño de la misión del Pueblo de Dios, al diálogo entre Iglesia y comunidad de los hombres, a la tutela de la libertad de conciencia, al progreso cultural del mundo, a subsanar a veces problemas creados por carencias públicas, y sobre todo a conseguir dos objetivos que para los presentes aquí deben ser fuente de inspiración, luz y fuerza.

En efecto, la escuela católica de por sí se propone la meta de llevar al hombre a su perfección humana y cristiana, a la madurez en la fe. Para los creyentes en el mensaje de Cristo son dos aspectos de una misma realidad.

Procurar el crecimiento integral de la persona humana significa abrir horizontes de cultura y verdad a las nuevas generaciones, educar el ánimo al ejercicio de las virtudes naturales fundamentales y no cerrarse a los impulsos de las novedades cayendo en la cuenta de saberlas interpretar salvaguardando los contenidos de los valores perennes.

Es de lamentar que el cuadro de la sociedad contemporánea, en el que también están presentes aspectos positivos, aparece cargado de sombras e incluso de factores negativos peligrosos. Ambigüedades, ideologías, injusticias, violencias, provocaciones de naturaleza varia, desde el desenfreno y publicidad de la sensualidad hasta la difusión de la droga, están multiplicando situaciones que, en lugar de facilitar el camino educativo enderezado a construir hombres, terminan por empujar a la desintegración sobre todo en el mundo de los jóvenes que por estar más indefensos son las primeras víctimas.

Para neutralizar la irrupción del mal, la escuela católica eficiente parece la más indicada, gracias a su programa de presentar una visión armónica iluminada y vivificada por los valores del Evangelio, y gracias a su propósito de educar a la vida verdadera que es Dios en nosotros, revelado por Jesús que es verdad liberadora. La escuela católica ofrece al niño y al joven un proyecto educativo capaz de coordinar el conjunto de la cultura humana con el mensaje de la salvación, ayudarle a poner en acto su realidad de nueva criatura y prepararle a sus deberes de ciudadano adulto.

74 Vista así la escuela católica, hoy y sobre todo hoy se inserta a título pleno en la misión salvífica de la Iglesia, desempeña un papel insustituible en la formación cultural y humana de la juventud, y prepara a la sociedad la perspectiva de un futuro mejor.

4. Pero la escuela católica es también comunidad educativa donde tiene lugar el encuentro de colaboración de todos los operadores del sector.

Los padres son los educadores principales de los hijos, los primeros catequistas al servicio de la transmisión de la fe, a fin de que la vida de sus hijos se impregne del espíritu de Cristo desde el principio. La familia es el lugar privilegiado de nacimiento y crecimiento humano y religioso, la escuela natural donde se tiene la primera experiencia de la comunidad y se aprenden las virtudes sociales, el sentido de Dios y el amor al prójimo.

Pero cuando los niños van avanzando en el desarrollo, los padres para cumplir su deber de modo adecuado necesitan la ayuda de toda la sociedad; en primer lugar deben gozar de la posibilidad real de elegir en el campo de la escuela sin consecuencias económicas gravosas.

Los educadores católicos son quienes tienen una conciencia más viva de ejercer una función supletoria y subsidiaria que les han confiado los padres; y, al desempeñar su misión asumida libremente, se sienten colaboradores de la familia y de la Iglesia.

5. Amados profesores y padres: En este momento quiero decirles que de ustedes depende esencialmente que la escuela católica consiga alcanzar sus objetivos y realizar sus iniciativas (Gravissimum educationis
GE 8). Quiero repetirles hoy a ustedes lo que he afirmado en otras partes del mundo: "La escuela católica está en sus manos" (A los educadores católicos, 12 de septiembre de 1984). Requiere esfuerzo continuo que no tendrá éxito sin la cooperación de todos los implicados en ella: estudiantes, padres, profesores, dirigentes y Pastores.

Todos los sectores del Pueblo de Dios deben sentirse copartícipes y corresponsables en el esfuerzo de una obra común.

A ustedes, en particular, padres, les recuerdo el deber no sólo de elegir la escuela de acuerdo con su conciencia, sino de seguirla luego como prolongación y complemento de la familia, ofreciendo colaboración dinámica para que el centro escolar funcione lo mejor posible. No se consideren dispensados de seguir interviniendo, una vez que hayan confiado los hijos a una escuela católica.

A los representantes de los institutos religiosos, tan beneméritos en la historia de la educación, les recomiendo que salvaguarden el prestigio de la escuela católica, tan alto aun en países de mayoría no cristiana, a fin de que las abundantes dificultades de hoy y el deseo de descubrir nuevos caminos de testimoniar el Evangelio no lleven a abandonar con facilidad este sector tan experimentado de promoción humana y evangelización. El espacio de la escuela católica en todo caso se ha de ampliar, no reducir.

A los queridísimos alumnos confío esta única consigna: Si queréis garantizaros un porvenir rico en horizontes y esperanzas, aprovechad el bien que os hacen los padres y los educadores. Huid de la mediocridad y contribuiréis no poco al progreso de vuestra escuela y de vuestra ciudad.

Y por último, una palabra a los representantes de la FIDAE, que actúa en una capital como Roma y en el Lacio que cuenta con centenares de Centros escolares de inspiración cristiana. Nacida hace cuarenta años, su Federación está reconocida por la Conferencia Episcopal Italiana para representar y tutelar los intereses de la escuela católica en Italia.

75 Estoy al corriente de sus problemas graves y numerosos: carencias legislativas, insuficiencias de orden económico, disminución de nacimientos, escasez de vocaciones, dificultad de colaboración. Pero sé también que están hondamente convencidos de la necesidad y actualidad de la escuela católica en cuanto bien común de la Iglesia y de Italia.

Apelo a su sentido de unidad, a su espíritu inventivo para superar las dificultades, a fin de que un patrimonio secular de tan gran riqueza humana y cristiana sea custodiado y relanzado como conviene.

Con este deseo imparto a cada uno mi bendición especial.







AÑO INTERNACIONAL DE LA JUVENTUD


EN EL ENCUENTRO INTERNACIONAL DE JÓVENES


CELEBRADO EN LA PLAZA DE SAN JUAN DE LETRÁN DE ROMA


Sábado 30 de marzo de 1985

Saludo del cardenal Eduardo Pironio

Queridísimos jóvenes:

1. ¡Bienvenidos! A muchos de vosotros creo que os puedo decir ¡bienvenidos de nuevo! Efectivamente nos encontramos otra vez como hace un año. Entonces se celebraba el Jubileo extraordinario de la Redención: y nos separamos con el compromiso de volvernos a ver otra vez. Ahora el encuentro se renueva con motivo de la celebración del Año Internacional de la Juventud, proclamado por la Organización de las Naciones Unidas para 1985, con la conciencia del peso decisivo que tienen los jóvenes en todo proyecto que mire al futuro.

La Iglesia quiere prestar a esta iniciativa su aportación. Por esto os he dirigido específicamente a vosotros, jóvenes; el Mensaje para la Jornada de la Paz, el 1 de enero de este año. Y ahora vivimos juntos este encuentro internacional, al que —lo veo con inmensa alegría— habéis venido en tan gran número de todas, partes del mundo.

Me es grato saludar con toda deferencia a la Delegación de las Naciones Unidas, presidida por la Señora Leticia Ramos Shahani, Asistente Secretario General del «Centro para el Desarrollo Social y los Asuntos Humanitarios», y a la Delegación de la UNESCO, presidida por el Señor Gérard Bolla y por el Señor Pier Luigi Vagliani, activamente comprometidos en la preparación del Congreso mundial de Barcelona. Saludo, además, al representante del Señor Ministro de Asuntos Exteriores de Italia.

La idea guía, que las Naciones Unidas han dado a este Año, se articula en tres palabras densas de contenido: participación, desarrollo, paz. Tres valores de fondo, tres metas hacia las que todos los jóvenes del mundo están invitados a hacer converger sus esfuerzos. Esta tarde vamos a fijar a atención sobre todo en el primero de los valores citados: la participación.

2. Queridísimos jóvenes: Dejad que os repita el saludo tan significativo que el Apóstol Pablo dirigía a los cristianos de su tiempo: «La gracia y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1,7). Con este saludo quiero llegar en particular a los jóvenes y a las jóvenes que están con nosotros por vez primera. Deseo que se encuentren plenamente a gusto y que su presencia aporte una ola de nueva lozanía, de donde brote mayor alegría para todos.

76 Al llegar a este punto de su discurso en italiano, el Papa saludó a los jóvenes hablando, sucesivamente, en español, francés, inglés, alemán, portugués, maltés, holandés, polaco, eslovaco, esloveno, húngaro, croata, escandinavo, japonés, chino, indio, coreano, turco, árabe, hebreo, suahili. En castellano dijo, estas palabras:

En el nombre del Señor os saludo cordialmente, queridos jóvenes de lengua española, que habéis venido a Roma en gran número principalmente de España y de los países de América Latina: Argentina, Colombia, Chile, Venezuela, Uruguay, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Puerto Rico: ¡Sed bienvenidos!

3. Queridos amigos y amigas: Cuando me he dirigido a vosotros en las diversas lenguas, los grupos pertenecientes a cada una de ellas, han reaccionado inmediatamente, testimoniando con gritos y aplausos la alegría que suscita en ellos el sentirse directamente interpelados.

La lengua hace ciertamente que nos sintamos vinculados a la comunidad de la nación, pueblo o etnia, a la que pertenecemos. Mediante la lengua nos sentimos partícipes de ésta comunidad.

Y no sólo mediante la lengua. Hay también otros factores que contribuyen a desarrollar en nosotros este sentido de participación en las respectivas patrias: la historia, la cultura, las tradiciones, las costumbres. En cierto sentido lo es también la religión.

Pero, ¿qué quiere decir exactamente: participación? Quiere decir: estar juntos con los otros, y a la vez: ser nosotros mismos mediante ese «estar juntos». Lo que une a los hombres entre sí, lo que les hace participar a los unos en la vida de los otros es la coparticipación de los bienes, es la común aceptación de los valores.

4. Es lo que aparece con particular evidencia en la comunidad familiar.Efectivamente, la familia no es sólo una comunidad: es una «comunión de personas». Lo que significa que cada uno de los miembros de la familia participa en la «humanidad» de los otros: marido y mujer, padres e hijos, hijos y padres.

Es grande, pues, la importancia de la familia como escuela de participación. Y, por esto, hay una gran pérdida cuando falta esta escuela de participación, cuando se destruye la familia.

Queridísimos jóvenes: Comprometeos a construir en vuestro futuro familias sanas. He hablado de esto en la Carta especial que os he dirigido. Una familia sana es la garantía más segura de serenidad para los cónyuges y el don más grande que ellos pueden legar a sus hijos.

5. Además: la Iglesia es una escuela particular de participación; nos lo hace entender el acontecimiento más importante de la vida eclesial: la participación en la Santa Misa.

¿Qué significa: «participar en la Santa Misa?» Fijaos bien: no sólo «estar presentes en la Misa», sino «participar en la Misa». Para responder a la pregunta hay que entender lo que es la Misa. No es simplemente un rito sagrado, al que se puede asistir como espectadores, por así decirlo, «neutrales». La Misa es el sacrificio de Cristo y el banquete que Él mismo prepara y al que nos invita a todos nosotros como comensales. La comida que Él ofrece en la mesa eucarística es su carne y su sangre, que Él distribuye a los comensales bajo las apariencias del pan y del vino «en memoria» del cuerpo y la sangre derramada en la cruz. «Tomad y comed... », «tomad y bebed... »: todos están invitados a participar en la Cena eucarística, porque en ella se renueva místicamente lo que a todos interesa, el misterio de la muerte y resurrección del Señor, gracias al cual todos hemos sido redimidos.

77 Si en cada grupo de fieles que se reúne en el nombre de Cristo, se realiza ya una presencia suya especial —¿acaso no ha prometido Él mismo?: «dónde están dos a tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)—, mucho más se realiza esa presencia viva y realmente en la comunidad reunida en torno a su altar. Aquí está Él en la realidad de su carne y de su sangre que constituye el centro de la comunidad; y que, llamando a cada uno a nutrirse con este alimento divino, hace de todos una sola cosa en sí mismo: «Porque el pan es uno —observa con lógica apremiante San Pablo—, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Co 10,17).

6. La Iglesia nos educa, pues, para la participación, haciéndonos entrar en comunión con el misterio de Cristo y particularmente con el misterio pascual, es decir, con su pasión, muerte y resurrección. Este es el misterio de la redención, esto es de la Alianza que Dios ha establecido con el hombre, con toda la humanidad, estipulándola «en la sangre», es decir, en el sacrificio, de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.

También nosotros estamos llamados a esta Alianza; y tal participación tiene carácter continuo, habitual. El hombre participa en ella ante todo mediante el bautismo, sacramento con el que Dios, en confirmación de su voluntad de amistad, no sujeta a cambios, imprime en el alma del nuevo cristiano su sello indeleble. Dios es fiel; su Alianza no tiene un carácter provisional, sino estable. Los diversos sacramentos sucesivos al bautismo no son, en el plan de Dios, sino confirmaciones y profundizaciones de la inicial y jamás desmentida Alianza, que Él ha establecido con cada uno de nosotros.

Pero el hombre, por desgracia, no sabe corresponder con igual fidelidad a la iniciativa de Dios. Con el pecado se rebela contra la Alianza y llega a romperla. Pero el amor de Dios no se detiene ni ante tal ingratitud: en el sacramento de la penitencia y de la reconciliación sale al encuentro del pecador arrepentido para acogerlo de nuevo en casa y entablar con él nuevamente los vínculos de la Alianza que Él nunca rompió. Lo mismo que hace el padre de la parábola evangélica que conocéis bien.

7. Cada uno de los aspectos de la vida cristiana es ontológicamente expresivo de la participación en la Nueva Alianza que Dios ha estipulado en Cristo con la humanidad. A este dato ontológico corresponde un compromiso existencial: el cristiano tiene que dar testimonio dinámicamente en la vida de la nueva realidad de la que el amor de Dios lo ha hecho partícipe. En otras palabras, está llamado a participar con la comunidad de la Iglesia en la misión salvífica de Cristo.

El Concilio Vaticano II ha explicado con viveza especial este aspecto de la vida cristiana. Por ejemplo, la Lumen gentium dice: «El apostolado de los laicos es participación en la misma misión Salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados, por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo" (Ep 4,7)» (Lumen gentium LG 33).

El Concilio alude también a la misión de los laicos que están llamados «de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al Apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor» (ib.).

Todos, pues, estamos llamados a ser, testigos de Cristo, a semejanza de los Apóstoles. Se trata de una llamada que tiene su raíz en el bautismo, pero que encuentra su explicitación formal en el sacramento de la madurez cristiana, la confirmación, que hace al cristiano partícipe de modo específico en la misión salvífica y profética del Redentor, y lo confirma —Confirmatio!— en los compromisos cotidianos de esta vocación.

Queridísimos jóvenes: Pienso ahora los diversos grupos, comunidades, movimientos, de los cuales muchos de vosotros formáis parte. ¡No lo olvidéis! La autenticidad de estas asociaciones tiene un criterio bien preciso de verificación: el grupo, la comunidad, el movimiento al que pertenecéis, es auténtico en la medida en que os ayuda a participar en la misión salvífica de la Iglesia, realizando así vuestra vocación cristiana en los diversos campos donde la Providencia os ha puesto para actuar.

8. ¡Cuánta riqueza de significado tiene pata el cristiano esta palabra: participación! Y, sin embargo, cuanto he dicho hasta ahora no ha mostrado aún de lleno la participación a la que nos llama el Evangelio. El núcleo central del mensaje de Cristo, perspectiva de luminosidad incandescente en la que la razón humana por sí sola no se atrevería ni siquiera a pensar, os es bien conocida: en Jesucristo, nosotros estamos llamados a participar en la vida misma de Dios, de la Santísima Trinidad. Este es el don de la gracia. Y la gracia es real «participación en la naturaleza divina». Son las palabras de la segunda Carta de Pedro (1, 4). Y el Apóstol Juan nos dice: «Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que, hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cuál es" (1Jn 3,2). En esto consiste la sustancia misma del plan salvífico de Dios. Nuestra meta es, por ello, una «asimilación» a Dios, en quien, la capacidad de participación, que es propia de nuestra naturaleza, se trasciende y sublima hasta abrirse a los latidos mismos de la vida que es propia de Dios.

La Iglesia, que nos dirige hacia esa meta suprema, es el sacramento de tal participación. Todos los aspectos de su vida —la oración los sacramentos, la liturgia— no tienen otra finalidad sino ésta: ayudar a los cristianos a encarnar en la propia vida la realidad de esta participación en el amor de Dios y de las exigencias que de ella se derivan.

78 9. Entre estas exigencias la primera y la más fundamental es el amor. Efectivamente, la vida divina es comunión de amor. Si ella es el ápice y la plenitud de la «participación» a la que estamos llamados, es lógico que el mandamiento más grande sea el del amor a Dios y al prójimo.

Debemos «participar» en la Divinidad y madurar en esta participación a medida de la eternidad, participando en la humanidad de nuestros hermanos: cercanos y lejanos. Este es también el «meollo ético» de nuestra vocación: cristiana y humana. El mandamiento del amor se inserta orgánicamente en la vocación a la participación.

10. Así, pues, vosotros, jóvenes, en la escuela de vuestras familias, de vuestras comunidades, de vuestras naciones, en la escuela de la Iglesia debéis educaros para toda la riqueza de la «participación» en la dimensión ínter-humana (social) y, simultáneamente, religiosa y sobrenatural.

Estáis llamados a participar en el verdadero y auténtico desarrollo, que, mediante el justo equilibrio entre «ser» y «tener», debe hacerse cada vez más progreso en la justicia dentro de los varios ámbitos y bajo diversos perfiles; debe hacerse progreso en la civilización del amor.

Vosotros jóvenes estáis llamados también a participar en el grande e indispensable esfuerzo de toda la humanidad, que tiene como objetivo alejar el espectro de la guerra y construir la paz. Debéis ser. «artífices de paz» según el multiforme alcance de este término, que abarca significados mucho más ricos que la simple ausencia de guerra. Vosotros debéis ser «artífices de paz» y, por lo tanto, sentiros comprometidos a construir una sociedad verdaderamente fraterna.

Sobre este tema me he detenido en el Mensaje del 1 de enero para la Jornada mundial de la Paz. No será inútil volverlo a tomar en la mano, para sopesar de nuevo sus contenidos. En él, al poner de relieve que «la paz y los jóvenes caminan juntos», decía entre otras cosas: «El futuro de la paz y, por consiguiente, el futuro de la humanidad dependen, sobre todo, de las opciones morales fundamentales que la nueva generación de hombres y mujeres está llamada a tomar» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 1985, n. 2).

11. Vosotros sois la nueva generación. Al comienzo de la Carta que, con miras a este encuentro, he dirigido a la juventud de todo el mundo, he puesto bajo la guía de la primera Carta de Pedro; el siguiente deseo: «Siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (Carta a los jóvenes, n. 15).

Ahora os repito este deseo, terminando con él mi intervención. Y a la vez os invito a «participar» en la liturgia de mañana. Todos juntos en los caminos del amor. Que ninguno se eche atrás. Yo estoy cercano a vosotros. Siempre. Y os bendigo de todo corazón.

Arrivederci.

Good bye.

Hasta la vista. Adiós.

Au revoir.

Auf Wiedersehen.

Até logo.







Discursos 1985 69