Discursos 1985 103

103                                                                                   Agosto de 1985




A LOS COMPONENTES DE LA CORAL «MANUEL IRADIER»


Domingo 4 de agosto de 1985



Agradezco sinceramente a todos los componentes de la Coral “Manuel Iradier”, merecidamente famosa, el amable gesto de haber querido ofrecer al Papa el concierto que acabamos de escuchar. Deseo felicitaros cordialmente por la fina y artística interpretación de las diversas piezas del repertorio que, mediante el expresivo lenguaje de la música, ha ido recorriendo desde el canto litúrgico hasta composiciones populares de distintos países y regiones.

Como sabéis, “la Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana” (Sacrosanctum Concilium SC 116); así lo afirma el Concilio Vaticano II sin excluir, naturalmente, otras formas de expresión musical.

La música, el canto -vinculado tan estrechamente a la liturgia- es también una forma de oración, un estímulo a la unidad y a la integración entre quienes alaban a Dios con sus voces, un enriquecimiento de las celebraciones sagradas al expresar el mensaje divino en tonos, formas y cadencias que lo hacen más inteligible y acomodado al sentir del hombre.

Habéis querido, por otra parte, presentar algunas composiciones del cancionero vasco que tan bellamente muestran la dimensión estética del alma de vuestro pueblo.

Gracias, finalmente, por las interpretaciones que me han traído a la memoria mi país de origen, Polonia.

Deseo dirigir mi cordial saludo a las autoridades de Vitoria aquí presentes en esta velada, víspera de la solemnidad de la Virgen Blanca, Patrona de aquella querida ciudad.

Sé que aquí se encuentran los Presidentes de la Diputación, de las Juntas Generales, de la Caja Municipal de Ahorros, de la Caja Provincial y el Director de la Caja Municipal.

Invocando la protección de Nuestra Señora sobre todos vosotros y mientras con San Pablo os exhorto a “cantar y alabar al Señor en vuestros corazones” (Cfr. Eph. 5, 19), imparto con afecto la Bendición Apostólica que, con gusto, extiendo a vuestros seres queridos, a toda la ciudad de Vitoria y a Álava.



                                                                                  Septiembre de 1985


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS SACERDOTES DE COMUNIÓN Y LIBERACIÓN

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Jueves 12 de septiembre de 1985



Queridísimos hermanos en el bautismo y en el sacerdocio:

1. Estoy muy contento de encontrarme con vosotros al final de esta cita anual vuestra de oración y meditación, los ejercicios espirituales, que reúnen, desde hace ya tiempo, a los sacerdotes ligados a la experiencia de Comunión y Liberación, o cercanos a ella.

Muchas veces, sobre todo durante mis viajes por Italia y por los varios países del mundo, he tenido ocasión de reconocer la grande y prometedora floración de los movimientos eclesiales, y los he señalado como un motivo de esperanza para toda la Iglesia y para los hombres.

Efectivamente, la Iglesia, nacida de la Pasión y Resurrección de Cristo y de la efusión del Espíritu, difundido por todo el mundo y en todos los tiempos sobre el fundamento de los Apóstoles y de sus sucesores, ha sido enriquecida durante los siglos, por la gracia de dones siempre nuevos. Ellos en las diversas épocas, le han permitido estar presente de forma nueva y adecuada a la sed de verdad, de belleza y de justicia que Cristo iba suscitando en el corazón de los hombres y de los cuales El mismo es la única, satisfactoria y cumplida respuesta.

¡Cuánta necesidad tiene la Iglesia de renovarse continuamente, de reformarse, de volver a descubrir de manera cada vez más auténtica la inagotable fecundidad del propio Principio¡.

Muchas veces han sido los mismos Papas y obispos los portadores de esta energía carismática de reforma, otra vez el Espíritu ha querido que fuesen sacerdotes o laicos los iniciadores y fundadores de una obra de resurgimiento eclesial, que a través de nuevas comunidades, institutos, asociaciones, movimientos, ha permitido vivir la pertenencia a la única Iglesia y el servicio al único Señor.

2. En los movimientos eclesiales, juntamente con los laicos, participan en general también sacerdotes que, en comunión de obediencia con las Iglesias particulares, aportan a la vida de las comunidades el don de su ministerio, sobretodo mediante la celebración de los sacramentos y la oferta de un consejo maduro. Por esto, quiero dirigirme ahora a vosotros, sacerdotes, para ayudaros a comprender y vivir mejor vuestra pertenencia eclesial en el contexto de la adhesión al movimiento Comunión y Liberación.

Lo que he hecho notar antes en relación con la vida de la Iglesia, es verdad también para cada uno de los fieles y en particular para cada uno de los sacerdotes. La formación del cuerpo eclesial como Institución, su fuerza persuasiva y su energía agregadora, tienen su raíz en el dinamismo de la gracia sacramental. Pero encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica por medio de los diversos carismas que caracterizan un temperamento y una historia personal.

De la misma manera que la gracia objetiva del encuentro con Cristo ha llegado a nosotros por medio de encuentros con personas específicas cuyo rostro, palabras, circunstancias recordamos con gratitud, así Cristo se comunica con los hombres mediante la realidad de nuestro sacerdocio, asumiendo todos los aspectos de nuestra personalidad y sensibilidad.

De este modo, todo sacerdote, viviendo con plenitud la gracia del sacramento, se hace capaz de dar un rostro a su pueblo, y de ser así «el modelo de su rebaño» ().

105 3. Cuando un movimiento es reconocido por la Iglesia, se convierte en un instrumento privilegiado para una personal y siempre nueva adhesión al misterio de Cristo.

No permitáis jamás que en vuestra participación se albergue la carcoma de la costumbre, de la "rutina", de la vejez. Renovad continuamente el descubrimiento del carisma que os ha fascinado y él os llevará más poderosamente a haceros servidores de esta única potestad que es Cristo Señor.

Muchas veces en sus documentos el Concilio Vaticano II, de cuya clausura celebraremos dentro de poco, con un Sínodo extraordinario, el vigésimo aniversario, ha estimulado las agrupaciones sacerdotales como camino donde se incrementa el inagotable rostro personal de la obra apostólica del sacerdote: «También ha de estimarse grandemente y ser diligentemente promovidas aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio por medio de una adecuada ordenación de la vida, convenientemente aprobada, y por la fraternal ayuda, y de este modo intentan prestar un servicio a todo el orden de los presbíteros» (Presbyterorum ordinis, 8, cf. también Código de Derecho Canónico
CIC 298).

Los carismas del Espíritu siempre crean afinidades, destinadas a dar a cada uno apoyo para su tarea objetiva en la Iglesia. Es ley universal la creación de esta comunión. Vivirla es un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu.

Por esto, un auténtico movimiento es como un alma vivificante dentro de la Institución. No es una estructura alternativa a la misma. En cambio, es fuente de una presencia que continuamente regenera su autenticidad existencial e histórica.

Por lo mismo, el sacerdote debe encontrar en un movimiento la luz y el calor que le haga capaz de ser fiel a su obispo, que le disponga a cumplir generosamente los deberes que señala la Institución y que le dé sensibilidad hacia la disciplina eclesiástica, de manera que sea más fecunda la vibración de su fe y la satisfacción de su fidelidad.

4. Al finalizar este encuentro no puedo menos de invitaros a ser dispensadores de los dones con los que os ha enriquecido el carácter sacerdotal.

Sed ante todo los hombres del perdón y de la comunión, donados al mundo por el corazón abierto de Cristo, y operantes mediante los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia.

No ahorréis esfuerzos en esta tarea y, más aún, haced de la celebración sacramental una escuela para vuestra vida, conscientes de cuáles son las necesidades más graves del hombre de toda época. En la oración personal y común llevad la presencia de Dios las súplicas y necesidades de quienes os han sido confiados y pedid la asistencia del Señor sobre la vida de vuestro movimiento.

Sed maestros de la cultura cristiana, de esa concepción nueva de la existencia que Cristo ha traído al mundo y apoyad los esfuerzos de vuestros hermanos, a fin de que esta cultura se manifieste en formas cada vez más incisivas de responsabilidad civil y social.

Participad con entrega a esa tarea de superación de la ruptura entre Evangelio y cultura, a la cual he invitado a toda la Iglesia en Italia con el reciente discurso pronunciado durante el Congreso eclesial de Loreto. ¡Sentid toda la grandeza y la urgencia de una nueva evangelización de vuestro país! Sed los primeros testigos de ese ímpetu misionero que he dado como consigna a vuestro movimiento.
106 Os sostenga la energía de Cristo Señor que «murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2Co 5,15).

Os acompañe la protección de María Santísima: confiadle vuestros propósitos y vuestras esperanzas.

Con estos deseos os imparto a vosotros y a aquellos a quienes se dirige vuestra actividad pastoral mi bendición.






A LOS CAPITULARES DE LOS HIJOS DEL INMACULADO CORAZÓN


DE MARÍA (CLARETIANOS)


Sábado 21 de septiembre de 1985



Queridos Misioneros Claretianos, Hijos del Inmaculado Corazón de María:

Es para mí motivo de particular complacencia tener este encuentro con vosotros, Padres capitulares, que representáis las provincias, delegaciones y casas generales de vuestro Instituto, y que habéis manifestado el deseo de poder expresar al Papa vuestra reconocida adhesión, cercanía y obediencia con ocasión del XX Capitulo General.

Agradezco sinceramente este filial y elocuente gesto que da testimonio de la lealtad de la familia claretiana a la Sede Apostólica y, a la vez, os presento mi más cordial saludo que deseo hacer extensivo a todos los hijos de San Antonio María Claret.

18 anos después del Capitulo Especial, celebrado por mandato del Concilio Vaticano II, que vino a coincidir con vuestro XVII Capítulo General Ordinario, os habéis reunido de nuevo para elegir el Gobierno General del Instituto y realizar todas aquellas importantes funciones que el Capitulo está llamado a cumplir en los institutos religiosos. Vaya desde ahora mi felicitación y mejores augurios al Rvdo. Padre Gustavo Alonso a quien habéis elegido Superior General para el próximo sexenio y a quien agradezco las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme. Asimismo expreso mis fervientes votos a los miembros del nuevo Gobierno General.

En el presente Capítulo no estabais urgidos por la necesidad de definir vuestro carisma ni por la redacción de un texto constitucional, cosa que ya habíais hecho en los dos Capítulos anteriores. Pero, junto a la tarea de adaptar al nuevo Código de Derecho Canónico las Constituciones ya aprobadas y el Directorio, os habéis encontrado con otras urgencias: la de afrontar desde vuestra vocación de misioneros los retos del momento presente y la de adoptar un orden de prioridades apostólicas que haga eficaz vuestra acción eclesial hoy, cuando las necesidades han aumentado enormemente sin que se haya incrementado proporcionalmente el número de misioneros. Os veréis obligados a revisar posiciones y lo habréis de hacer sin renunciar al espíritu universal del Santo Fundador, antes bien partiendo de ese espíritu y fomentándolo. No deberá cambiar la fuerza inmensa del celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas que caracterizó a San Antonio María Claret y a sus Misioneros. Ese celo apostólico centraba y unificaba todos los intereses personales del misionero en su misión de salvación al servicio exclusivo del Evangelio y de la Iglesia.

Otra característica irrenunciable de vuestro ser misionero claretiano, íntimamente unida a ese celo ardiente, es la fuerza de la fe junto con la amplitud y la seguridad de la doctrina. Durante más de un siglo, los Misioneros Hijos del Corazón de María han sabido ser evangelizadores, gracias a una sabia armonía entre predicación y estudio. La formación permanente, de la cual hoy se habla con insistencia, era una realidad cotidiana para vuestros misioneros ya desde los primeros anos de la fundación; ello hacía su doctrina no sólo abundante sino también segura y constructiva. De este modo, la función del misionero “fuerte colaborador de los Obispos”, como os definió vuestro Santo Fundador, se traducía en una cooperación activa y ejemplar en la misión del Obispo como Maestro del pueblo de Dios y testigo del Evangelio, con sentido de responsabilidad eclesial y de fidelidad a Cristo Señor.

Por otra parte, celo apostólico y doctrina iban unidos con un espíritu que podría describir como misionero de vanguardia, en el sentido de asumir con prioridad aquellos ministerios que las circunstancias habían puesto en peligro, o incluso habían hecho desaparecer en determinadas regiones; o bien aquellos medios que hacían más eficaz la evangelización o preparaban más eficazmente nuevos evangelizadores, comenzando por los sacerdotes diocesanos.

107 Son éstos unos temas que habéis examinado a fondo y que os pueden dar los criterios fundamentales en orden a realizar las opciones necesarias en perfecta fidelidad a vuestra misión y espíritu de familia religiosa.

Amados hermanos: sed siempre fieles al carisma claretiano y leales continuadores de los genuinos valores de vuestra Congregación. Con la confianza puesta en Dios, mirad esperanzados hacia el futuro. Con San Pablo os exhorto a poner vuestros ojos no en las cosas temporales sino en las eternas (Cf. 2Cor
2Co 4,18) . Amad la vida de oración, el recogimiento interior, la penitencia voluntaria, la serena sumisión a los Superiores que son signos indicativos de la voluntad de Dios.

Viviendo el misterio de Cristo en su dimensión eclesial encontraréis el sentido auténtico a la vida comunitaria, y vuestra acción apostólica y misionera se hará generosamente fecunda en la construcción del Reino de Dios.

No quiero terminar este encuentro sin recordar otra peculiaridad de vuestro espíritu, que en vuestro Santo Fundador aparece constantemente con fuerza singular y que debe continuar siendo un modo de ser y de sentir vuestro: me refiero a su clara conciencia de ser Hijo del Corazón de María y de ser en manos de Ella un instrumento de salvación. Sabéis perfectamente hasta qué punto esta conciencia de filiación mariana está en la base, no solamente de la actividad apostólica del Santo Fundador, sino también, y de manera específica, como cimiento de la fundación misma de vuestro Instituto. A lo largo de vuestra historia, este carácter de filiación mariana ha permanecido siempre como un elemento importante de vuestra espiritualidad y acción evangelizadora. No permitáis que se debilite. En la doctrina del Concilio Vaticano II sobre María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, tenéis un fundamento doctrinal de ese espíritu mariano que vuestros teólogos y maestros de espíritu deberán ahondar y desarrollar aún más.

A la intercesión de vuestro Santo Fundador confío los trabajos de este Capítulo mientras de corazón imparto la Bendición Apostólica, implorando la constante asistencia divina para toda la amada familia claretiana.







                                                                                  Octubre de 1985


DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS FIELES QUE HABÍAN VENIDO A ROMA

PARA LA BEATIFICACIÓN DE TRES JESUITAS


Lunes 7 de octubre de 1985



Amados hermanos en el episcopado, dignísimas autoridades, queridos hermanos y hermanas,

La beatificación de tres eximios hijos de Ignacio de Loyola es la gozosa ocasión que me permite tener este encuentro con todos vosotros, venidos desde España, desde la isla de Guam, desde Filipinas y de otros Países, para honrar la memoria de tres elegidos del Señor y sentirnos, a la vez, edificados con sus ejemplos.

Saludo cordialmente a todos los aquí presentes, en particular al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, al Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Autoridades y representaciones. Todos tenéis algún vínculo con estos tres preclaros hijos de la noble nación española, lo cual hace que su exaltación al honor de los altares sea también una gran fiesta para todos los fieles de aquellas diócesis, donde nacieron los Beatos o donde ejercieron su ministerio.

Burgos, en el corazón de Castilla, se honra de haber sido la cuna del Padre San Vitores, quien vivió también en Madrid y en Guadix; hizo el noviciado en la provincia de Cuenca, y fue profesor en Oropesa y Alcalá, antes de partir para las Filipinas y las Islas Marianas donde entregaría su vida por amor a Cristo.

108 Igualmente, a Andalucía le cabe el honor de contar entre sus hijos al Padre José María Rubio, natural de Dalias, provincia de Almería. Estudió en Granada y en Toledo. Vivió también, aunque no largo tiempo, en Sevilla y en Manresa antes de ser destinado a la capital de España, donde por su abnegada labor en favor de los más necesitados, se le conoce como “el apóstol de Madrid”.

Y ¿qué decir de la tierra donde vio la luz el Hermano Gárate? La casa de sus padres, en el caserío de Recarte, se encuentra en las inmediaciones de Loyola, donde nació el Fundador de la Compañía de Jesús. Azpeitia, Orduña, y tantos otros lugares de la querida tierra vasca, recuerdan con cariño la figura dulce y apacible del hermano portero de Deusto (Bilbao) que, “mil gracias derramando”, pasó también por Galicia, concretamente por el colegio del Apóstol Santiago, junto a La Guardia (Pontevedra).

Los Beatos Diego Luis de San Vitores, José María Rubio y Francisco Gárate fueron personas enraizadas en sus tierras y entre sus gentes. Ellos, modelos de santidad, nacieron en el seno de familias españolas; vivieron en la comunidad de sus parroquias, de sus pueblos y ciudades, de su benemérita Congregación religiosa. Son, en una palabra, frutos maduros de la vitalidad cristiana de un pueblo que durante siglos se ha caracterizado por su vocación misionera, sus virtudes, su fidelidad a la Iglesia. ¡No dejéis que tantos valores y tan gloriosa historia se debiliten o se pierdan!

En esta solemne y gozosa ocasión en que la Iglesia universal se alegra por contar en su seno con tres nuevos Beatos, deseo hacer una llamada a las familias españolas que vosotros, aquí en Roma, ahora representáis. Reavivad la vida cristiana en vuestros hogares, fomentad las prácticas de piedad, vuestra devoción a María, defended vuestros legítimos derechos como católicos, sentíos unidos entrañablemente a vuestros Pastores y a la Iglesia universal, una y santa. De esta manera, florecerán también en este final del siglo XX nuevas y pujantes vocaciones a la santidad, misioneros y misioneras, apóstoles que, entregándose generosamente a la causa del Evangelio, hagan actuales y operantes los ideales a los que dedicaron toda su existencia los tres jesuitas que hoy veneramos.

Os aliento y os acompaño en esta tarea, estando aún vivo en mi mente y en mi corazón el recuerdo de tantas familias y personas de toda condición, con las que compartí inolvidables jornadas de fe durante mis dos viajes apostólicos a España.

Y ahora deseo dirigir un saludo particular a los jóvenes “Montañeros de Santa María” que, al cumplirse los 25 años de su Asociación, han querido unirse a este encuentro para dar gracias al Señor y testimoniar también su afecto y adhesión al Papa.

Sois “Montañeros de Santa María”.

Montañeros: Vosotros sabéis bien lo que esto significa. Yo también tengo la satisfacción de conocerlo por experiencia propia. Ser montañero, o montañera, representa renunciar a una vida cómoda y blanda, y afrontar muchas horas de esfuerzo y de superación, en ocasiones incluso, de aventura y de riesgo. Ser montañero significa marcha y ascensión, amor a la naturaleza y ayuda y servicio a los compañeros. Ser montañero o montañera significa también, no pocas veces, hacer frente a las asperezas y a las inclemencias del tiempo; pero significa igualmente disfrutar de la belleza de los paisajes, de la pureza del aire de las alturas, del placer único de los horizontes dilatados en las cumbres. Sabéis bien que ser montañeros es no solamente una sana disciplina corporal, vigorosa y exigente, que prepara y dispone para superar debilidades físicas; sino que, entendido de manera integral, como vosotros lo hacéis, es una escuela de vida, donde aprendéis y practicáis generosidad, solidaridad y compañerismo, dominio de vosotros mismos, sentido de iniciativa y de riesgo. Más aún, es también vivido, como lo hacéis, desde la fe, un modo privilegiado de descubrir a Dios en las maravillas de su creación y de suscitar el deseo de su encuentro, desde las cumbres que se aproximan al cielo.

Pero, además ¡sois Montañeros de Santa Maria! Sí; de Ella nos dice el evangelista San Lucas que, nada más comenzar a ser Madre de Jesús, se puso en camino hacia la montaña a ayudar y servir a su prima Isabel, que esperaba el nacimiento de su hijo, Juan el Bautista. La figura de María es la expresión viva y personal de todas esas virtudes naturales y sobrenaturales que caracterizan al montañero y a la montañera. Ella es expresión de elevación a las más altas cumbres de dignidad, de excelencia y de santidad, a que puede aspirar la persona humana; dechado de generosidad y desprendimiento como Esclava, así como Madre del Señor y Madre de todos los hombres; ideal de una pureza y limpidez, que ni de lejos pueden emular las cumbres más señeras. Justo, pues, que Santa María, la encumbrada sobre todos los hombres y los ángeles, sea vuestra singular Patrona y vuestro altísimo modelo. De ella aprenderéis agilidad de espíritu y de cuerpo, deseo de las alturas, afán de apoyo y de servicio sacrificado a los demás.

A vosotros, jóvenes, y a vuestros compañeros y amigos de España a quienes dirijo también mi mensaje, a todos los aquí presentes venidos para la solemne Beatificación y a vuestras familias, y de modo especial a los miembros de la Compañía de Jesús, imparto con afecto la Bendición Apostólica.

Ai pellegrini giunti dall’isola di Guam e dalle Isole Marianne

Dear Friends,

109 I wish to welcome all those from Guam and the Marianas who have come for the beatification of Father Diego de San Vitores, the Jesuit missionary from Spain who Erst preached the Good News of salvation in Micronesia. In a special way I greet Archbishop Flores of Agaña together with the other bishops present for this great moment which gives inspiring confirmation to the vibrant life and mission of the Church in Oceania.

It was in June 1668, after much labor and difficulty, that Blessed Diego arrived on Guam with a group of fellow Jesuits. His first words to the Chamorro people upon landing express well his life’s goal: “I have no other purpose in coming than to have you know the true God and to teach you the way to eternal life”. For four years he zealously pursued this goal and his life clearly re-echoed the words of Jesus: “He has sent me to bring the good news to the poor” (
Lc 4,18 cfr. Is Is 61,1). And finally he consummated his missionary endeavors with the sacrifice of his own blood.

It is my fervent prayer that the life and intercession of Blessed Diego will serve to renew the Christian faith among the people of Micronesia today. May you be inspired to follow his example of evangelical simplicity and singular love for Jesus. May everything you say and do bear witness to the Gospel of Christ. God bless and protect you and all your families and friends at home.

Cari amici, desidero dare il benvenuto a tutti coloro che sono venuti da Guam e dalle Marianne per la beatificazione di padre Diego de San Vitores, il missionario gesuita spagnolo che per primo predicò la lieta novella di salvezza nella Micronesia. In special modo saluto l’arcivescovo Flores di Agaña, insieme agli altri vescovi presenti dell’appassionata vita e missione della Chiesa in Oceania. Fu nel giugno del 1668, dopo molte fatiche e difficoltà, che il beato Diego arrivò a Guam con un gruppo di compagni gesuiti. Le sue prime parole agli abitanti di Chamorro, al momento dello sbarco, esprimono bene il fine che egli si proponeva nella vita: “Vengo con il solo proposito di farvi conoscere il vero Dio e di insegnarvi il cammino della vita eterna”. Per quattro anni egli perseguì con zelo questo scopo e la sua vita rispecchiò le parole di Gesù: “Egli mi ha mandato per portare la lieta novella ai poveri” (Lc 4,18 cf. Is Is 61,1). E alla fine mise termine al suo sforzo missionario con il sacrificio del proprio sangue.

È mia fervente preghiera che la vita e l’intercessione del beato Diego possano oggi servire a rinnovare la fede cristiana presso le popolazioni della Micronesia. Siate ispirati a seguire il suo esempio di evangelica semplicità e di grandissimo amore per Gesù. Ogni vostra parola e gesto sia testimonianza del Vangelo di Cristo. Dio vi benedica e vi protegga insieme a tutti i vostri familiari e amici rimasti a casa.








A UN GRUPO DE CIENTÍFICOS REUNIDOS


EN LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS


Lunes 21 de octubre de 1985


Señoras y señores:

1. Os doy mi más cordial bienvenida y os expreso regocijo con la Pontificia Academia de las Ciencias y su ilustre Presidente, el profesor Carlos Chagas, por haber logrado reunir dos grupos científicos tan distinguidos que estudiarán los temas: "La prolongación artificial de la vida y la determinación exacta del momento de la muerte", así como "La interacción de las enfermedades parasitarias y la nutrición".

En las áreas especializadas que circunscriben estos temas, hombres y mujeres de ciencia y de medicina, muestran una vez más su deseo de trabajar para el bien de la humanidad. La Iglesia se une a vosotros en esta empresa, porque ella busca el servicio a la humanidad. Como dije en mi primera Encíclica Redemptor hominis: "La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya 'suerte', es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo" (n. 14).

2. Vuestra presencia me recuerda la parábola evangélica del buen samaritano, aquel que cuidó de una persona anónima que, habiendo sido despojada de todo por unos ladrones y herida, quedó abandonada a la orilla del camino. La figura del buen samaritano la veo reflejada en cada uno de ustedes que, por medio de la ciencia y la medicina, ofrecen sus cuidados a todos aquellos que sufren anónimamente, tanto a los pueblos que se encuentran en pleno desarrollo, como a los individuos que padecen y están afligidos por enfermedades ocasionadas por la desnutrición.

Para los cristianos, la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, adquieren un nuevo significado a través de las palabras de San Pablo: "Ninguno de nosotros para sí mismo vive, y ninguno de nosotros para sí mismo muere; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos" (Rm 14,7-8).

110 Estas palabras tienen para nosotros, los que creemos en Cristo, un gran significado y esperanza; y los no cristianos, a quienes la Iglesia aprecia y con los que desea colaborar, comprenden también ellos que dentro del misterio de la vida y de la muerte hay valores que trascienden a todos los valores humanos.

3. Abordando el tema que habéis tratado dentro del primer grupo de trabajo sobre "La prolongación artificial de la vida y la determinación del momento exacto de la muerte", lo hacemos en base a dos convicciones fundamentales, es decir la vida es un tesoro; la muerte, una consecuencia natural.

Teniendo presente que la vida es verdaderamente un tesoro, encontramos sumamente adecuado el hecho de que los científicos investiguen sobre el modo de prolongar la vida humana y elevar su calidad informando a la vez oportunamente sobre estos resultados a los médicos para que puedan disponer de sus resultados en el campo de la medicina.

Los científicos y los médicos están llamados a poner su pericia y su energía al servicio de la vida. No pudiendo jamás, en ningún caso o por razón alguna, suprimirla. Para todos aquellos que poseen un sentimiento profundo del valor supremo de la persona humana, creyentes y no creyentes por igual, la eutanasia es un crimen en el que nadie puede cooperar en forma alguna, ni consentir. Los científicos y los médicos no pueden considerarse a sí mismos como los señores y los dueños de la vida, sino que deberán hacerlo como expertos en la misma y generosos servidores de ella. Sólo Dios, creador de la persona humana con un alma inmortal y que salvó al cuerpo humano por medio del don de la resurrección, es el dueño y Señor de la vida.

4. Es obligación de los médicos y del personal médico proporcionar al enfermo los cuidados necesarios para curarse y ayudarles a soportar el sufrimiento con dignidad. Aunque se trate de enfermos incurables, nunca se les considerará intratables: cualquiera sea su condición, deberá administrárseles un cuidado apropiado.

Dentro de las formas de tratamiento o curación lícitas y de provecho se encuentra el uso de productos analgésicos para suprimir el dolor.Aunque existen personas capaces de aceptar el sufrimiento con estoicismo, para la mayoría el dolor disminuye la propia fortaleza moral. Sin embargo, cuando consideramos el uso de estos analgésicos, es necesario que observemos las enseñanzas contenidas en la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicada el 5 de mayo de 1980: "Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo".

5. El médico no es el señor de la vida, pero tampoco es el conquistador de la muerte. La muerte es un hecho inevitable de la vida humana, y los medios utilizados para evitarla deberán tomar en cuenta la condición humana. Con respecto al uso de medios para evitar la muerte ordinarios o extraordinarios, la Iglesia se expresa a sí misma en los siguientes términos, en la Declaración recién citada: "A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo... Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestos en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes... Es lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa... Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares".

6. Os estamos agradecidos, señoras y señores, por haber estudiado con detalle los problemas científicos referentes a la determinación del momento definitivo de la muerte. Un conocimiento de estos problemas es esencial para decidir con conciencia moral sincera en orden a seleccionar la forma de tratamiento ordinario o extraordinario, y tomar decisiones en relación con los trasplantes y los aspectos morales o legales que conllevan los mismos. Nos ayudará a considerar también si la casa o el hospital constituyen el sitio más adecuado para un tratamiento del enfermo, especialmente en el caso de enfermos incurables.

El derecho a recibir un buen tratamiento y el derecho de poder morir con dignidad, requieren, en la casa y en el hospital, recursos materiales y humanos que aseguren el bienestar y dignidad del enfermo. A los que se encuentran enfermos, especialmente los moribundos, no deberá faltarles el cariño de sus familiares, el cuidado de los médicos y de las enfermeras

Más allá de cualquier consuelo humano, ninguno podrá dejar de ver la ayuda enorme que dan al moribundo y a sus familias la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna. Por lo tanto, quiero pedir a los hospitales, a los médicos, y sobre todo a los parientes, especialmente en esta época de secularización, que faciliten a los enfermos el encuentro con Dios, ya que por su enfermedad se les plantean interrogantes y ansias a los que sólo Dios puede dar una respuesta.

7. En muchas áreas del mundo el tema que vosotros habéis empezado a estudiar en vuestro segundo grupo de trabajo es de enorme importancia, nos referimos al problema de la desnutrición. Aquí la cuestión no consiste únicamente en la escasez de comida, sino también en la calidad de los alimentos; es decir, que éstos sean o no adecuados para un desarrollo global de la persona. La mala alimentación provoca enfermedades que luego obstaculizan el desarrollo corporal, impidiendo a la vez el crecimiento y la madurez intelectual y de la voluntad personales.

111 La investigación que se ha llevado a cabo hasta ahora y que vosotros estáis examinando atentamente tiene como finalidad el identificar y tratar la enfermedad consecuente a la desnutrición. A la vez, puntualiza la necesidad de adaptar y mejorar los medios de cultivo, así como métodos que son capaces de producir el tipo de alimento que posea todos los elementos que aseguren una subsistencia humana adecuada, y un desarrollo completo físico y mental del individuo.

Rezo fervientemente y espero que vuestras deliberaciones animen a los gobiernos y a los pueblos de los países más avanzados económicamente, a ayudar a las poblaciones severamente afectadas por la desnutrición.

8. Señoras y señores: La Iglesia católica, que en el próximo Sínodo mundial de los Obispos celebrará el XX aniversario del Concilio Vaticano II, confirma las palabras que los padres del Concilio dirigieron a los hombres y mujeres de pensamiento y ciencia: Nuestros caminos no podrán dejar de cruzarse. "Vuestro camino es el nuestro. Vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros. Somos amigos de vuestra vocación de investigadores, aliados de vuestras fatigas, admiradores de vuestras conquistas y, si es necesario, consoladores de vuestros desalientos y fracasos".

Con estos sentimientos invoco las bendiciones de Dios, el Señor de la vida, sobre la Pontificia Academia de las Ciencias, sobre los miembros de los dos grupos de trabajo y sobre sus familias.







                                                                                  Noviembre de 1985


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