Discursos 1985 117


A LOS PARTICIPANTES EN EL XX CONGRESO NACIONAL


DEL CENTRO ITALIANO FEMENINO


Sábado 14 de diciembre de 1985



1. Estoy contento por este encuentro con vosotras, participantes en el XX congreso nacional del Centro Italiano Femenino. Saludo a la presidenta nacional, al consejo, a las presidentes regionales y provinciales, a las delegadas y, con vosotras, a todas las mujeres que se adhieren al movimiento, así como a todas aquellas que, por razones diversas, participan en vuestras iniciativas y colaboran con vosotras para realizarlas.

En un congreso anterior habéis estudiado el tema: “¿Qué futuro para una sociedad que cambia?”. Ahora, casi continuando con la misma idea, pero con profundo sentido concreto, queréis afrontar ulteriores y nuevos problemas que emergen en la perspectiva del futuro y ya tienden a convertirse en proyecto. Se trata también de la relación de la mujer con la sociedad, su compromiso de hacerse presente en las instituciones públicas y en cualquier lugar donde se trabaje por la construcción de la ciudad humana, por la formación de la persona, y en las estructuras operativas del sector público. El tema de vuestro encuentro es audaz, pero significativo e interesante: “La realidad mujer, entre utopía y proyecto”.

Me gusta la elección de este tema que, una vez más, ofrece al Centro Italiano Femenino, según una gloriosa tradición propia, la posibilidad de buscar y proponer las vías de aplicación del pensamiento de la Iglesia acerca del puesto de la mujer en la sociedad, en la familia, en la Iglesia y en la promoción humana.

2. La elección de vuestro tema de estudio responde, en cierto sentido, a una invitación ya presente en el mensaje que el Concilio Vaticano II dirigió a las mujeres: “Llega la hora —se dice en aquella importante llamada—, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta el presente... Las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga” (Mensaje a las mujeres, 8 de diciembre de 1965).

Hoy, nosotros podemos comprobar qué verdadera resulta esta afirmación, y sentimos la urgencia de encontrar los caminos apropiados para una verdadera presencia de la mujer en las estructuras operativas y decisorias de la sociedad moderna. El fenómeno complejo de la movilidad social, como bien sabéis, ha conducido a una revisión crítica de los papeles tradicionales, no sólo de los grupos sociales, sino, además, de las formas posibles de presencia del hombre y de la mujer en las estructuras. El impulso hacia el reconocimiento orgánico de la igualdad entre las clases sociales, no puede dejar de incidir también en el problema de la mujer. Se trata de un proceso lógico, necesario. Sin embargo, no se trata obviamente de cuestiones que se puedan resolver solamente con el criterio de una presencia cuantitativa de la mujer en las estructuras. Se trata, más bien, del significado que se le ha de dar a la participación de la mujer misma en la vida social y, sobre todo, de la atención que se logrará garantizar a los valores de los que ella es aportadora.

118 Como bien sabéis, la promoción de la mujer ha pasado desde una primera fase, que se proponía resolver el problema de la igualdad entre el hombre y la mujer, a partir de la distinción de los diversos papeles, a una segunda fase orientada a afirmar con fuerza el reconocimiento de los derechos civiles y culturales del mundo femenino, para garantizar el acceso de la mujer a las actividades del trabajo, a las iniciativas y a las responsabilidades productivas. Para alcanzar tal grado de promoción femenina, han surgido instancias y metodologías de signo diverso, algunas no conformes con el verdadero bien de la mujer. En este contexto, la Iglesia no deja de hacer presente que, en la elección de las propias actividades, la mujer debe ser libre y que su trabajo debe estar estructurado de modo que ella no tenga que pagar su promoción con el abandono de su índole específica en perjuicio de la familia, en la cual ella tiene, como madre, un papel insustituible (cf. Laborem exercens LE 19).

Ahora se proyecta para vosotras una tercera fase del desarrollo de la cuestión referente a la mujer, la que concierne a vuestra presencia en las instituciones públicas. Vosotras investigáis justamente cuál es la pauta de verificación y cuál el espacio que se le ha de dar al aporte positivo de la mujer en el desarrollo de la entera comunidad humana. No se trata de una confrontación conflictiva de papeles, sino del reconocimiento de una contribución específica y necesaria. La mujer, por lo tanto, igual al hombre en dignidad, libre humanamente en las opciones que conciernen al desarrollo de la propia personalidad, es capaz de asumir, del mismo modo, responsabilidades específicas en el compromiso de buscar, construir y garantizar el bien común. Ella es consciente de tener un papel peculiar en este sentido, por razón de los valores específicos de su condición y de su cultura. Por eso, a la idea de igualdad y de emancipación sigue hoy un proceso que conduce a una más amplia y libre participación de la mujer en las responsabilidades sociales organizativas. Será necesario poner de relieve que la mujer tiene una misión propia suya en el seno de las estructuras que regulan la vida pública; por una parte, reconociendo de que la presencia de la mujer en la estructura familiar, con todo el contexto de afectos, derechos, valores, es un hecho irrenunciable e insustituible; por otra, insertando de manera pacífica y equilibrada la presencia de la mujer en las estructuras que regulan el desarrollo de toda la sociedad. De esta manera, la cuestión de la mujer no deberá considerarse sólo como un aspecto sectorial de la investigación sobre el futuro de la sociedad, sino que se transformará en uno de los términos esenciales de un proceso de cuyo resultado depende el destino mismo de la humanidad.

3. Considerad, pues, vuestro papel en este proceso de desarrollo de nuestra época. El desarrollo, cuando asume exclusivamente un significado técnico y económico, encierra en sí mismo un peligro, es decir, sufre el riesgo de hacerse negativo, cerrado y alienante respecto a los valores espirituales y morales de la persona. “En nuestro mundo moderno —decía ya mi predecesor Pablo VI—, tan encantado por las maravillosas conquistas de la ciencia, es necesario un esfuerzo inmenso para dar la importancia justa al corazón del hombre, para desarrollar su capacidad de amar, de participar, de donar, de recibir, ya que si esto faltara, el desarrollo material podría conducir a una sociedad peligrosamente subdesarrollada en la vida del espíritu” (cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 10 de agosto de 1969, pág. 7). Os toca a vosotras garantizar a nuestro futuro ese suplemento de humanidad, por así decirlo, sin el cual el mundo estaría destinado a deslizarse hacia un destino menos positivo. La presencia de la mujer en el sector público está, por tanto, requerida por el orden natural de las cosas y, sobre todo, querida en razón de los sumos valores, de los cuales la mujer es aportadora y garante.

4. Deseo, por esto, estimular vivamente el trabajo que estáis cumpliendo, inspirándoos, como siempre, en los principios cristianos y en el Magisterio de la Iglesia. Como nacieron de un principio evangélico y cristiano las ideas de la igualdad y la paridad de los derechos y de la dignidad de la mujer, así se puedan siempre evidenciar mejor, a la luz del cristianismo, el valor y el sentido de su presencia en la vida civil.

A todas vosotras, a vuestras familias, a vuestros seres queridos, a vuestras organizaciones, gustosamente imparto mi bendición.








A LOS REPRESENTANTES DES LOS PAÍSES DE AMÉRICA LATINA


Jueves 5 de diciembre de 1985



Excelentísimos Señores,

Siempre que retorno con el pensamiento a las vastas regiones de América Latina, se renueva en mi corazón el sentimiento que ese joven y hermoso continente puede despertar, como algo que le pertenece: el sentimiento de la esperanza.

Vuestra deferente visita de hoy trae a mi espíritu este peculiar sentimiento y una íntima complacencia al conocer el ideal que os ha congregado en Roma: el ideal de amistad entre vuestras Naciones y de la unidad latinoamericana. Un ideal que es digno de toda suerte de esfuerzos y sacrificios, de entregas y renuncias.

También la Iglesia lo vive, y muy hondamente, en América Latina. En las Conferencias generales de su Episcopado, celebradas en Medellín y Puebla de los Ángeles, ha trazado un plan de acción apostólica y pastoral de vastas y profundas dimensiones, orientado fundamentalmente a la vigorización espiritual de la fraternidad y unidad de todos los pueblos de vuestro continente, que cuenta con un común substrato cultural, histórico y religioso.

Muchas circunstancias de la hora presente exigen que se fomenten y renueven los encuentros orientados no sólo a conservar cuanto fundamenta la unidad de América Latina, sino a integrarla más plenamente en el futuro, de acuerdo con los principios de reciprocidad, solidaridad y colaboración efectiva. Hay un hecho que ha cobrado peculiar relieve en estos últimos años: el retorno de varios Países latinoamericanos al régimen democrático constitucional. Permitidme expresar a este respecto el anhelo de que este hecho revista en la historia de América Latina un significado nuevo y más profundo en el sentido de que esta transición conduzca a vigorizar y consolidar los vínculos de la unidad cultural, política y económica entre vuestros Países, y que nazca así una cooperación más eficaz para hacer frente al grave problema de la injusticia y la miseria; a la vez que se favorezca la promoción integral de la persona humana tutelando sus derechos y respetando siempre su dignidad.

119 Un factor de orden económico que hoy agrava la situación de pobreza y desequilibrio social en amplios sectores del mundo latinoamericano, es el de la deuda externa. Sobre esta preocupante cuestión deseo reiterar lo que expresé a la Asamblea General de la ONU con motivo del 40° aniversario de la entrada en vigor de la Carta de las Naciones Unidas. La cuestión de la deuda externa “se ha convertido de modo más amplio en un problema de cooperación política y de ética económica. E1 coste económico, social y humano de esta situación, con frecuencia es tal que sitúa a Países enteros al borde de la ruptura. Por lo demás, ni los Países acreedores ni los Países deudores ganan nada, si se desencadenan situaciones de desesperación que escaparían a todo control. La justicia y el interés de todos exigen que, a nivel mundial, se examine la situación en su globalidad y en todas sus dimensiones, no sólo económicas y monetarias, sino también sociales, políticas y humanas” (IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad Consilium Nationum Unitarium habita, 5, die 14 oct. 1985: vide supra, p. 987).

Así pues, para hacer frente a la gravedad de este problema, es preciso dar mayor vigor y eficacia al principio de la unidad e integración latinoamericana. Es éste un noble ideal que exige el esfuerzo conjunto de todos para encontrar remedios a los males que aquejan a tantas personas de aquel continente. Pienso en la familia y los diversos condicionamientos de orden estructural y de educación que afectan a su unidad y estabilidad. Pienso en tantos jóvenes ante quienes se presenta un futuro sombrío y carente de auténticos valores espirituales, cuando no inducidos al terrible mal de la drogadicción. También en este campo se impone la necesidad de acudir a un plan de leal cooperación regional y continental para que las medidas que se tomen para combatir el narcotráfico tengan la debida eficacia.

En mis viajes apostólicos a vuestras Naciones me he dado cuenta de la profundidad de la crisis social que las afecta y del peligro que corren de que una política social equivocada lleve’ a intentos de salir de esa crisis por el camino de la violencia, al que ya recurren en algunas regiones ciertos grupos y movimientos, dejando una estela de dolores y muerte por donde pasan. Pero en esos mismos viajes me he convencido también de que es precisamente América Latina la región del mundo en desarrollo en la que hay una realidad espiritual, social y cultural cuyos valores hacen posible la superación de la crisis por los caminos que la Iglesia inspira con su doctrina social. Ojalá este horizonte de esperanza hacia una paz fruto de la justicia, se abra a la mente de los hombres de gobierno y líderes políticos y los induzca a poner en acto aquellas medidas indispensables para destruir en sus fuentes la espiral de la violencia.

En este final del segundo Milenio, y cuando nos preparamos a conmemorar el V Centenario del comienzo de la Evangelización de América Latina, hago votos para que los hijos de aquel amado continente de la esperanza, fieles a sus tradiciones más nobles y a sus raíces cristianas, caminen por la vía de la reconciliación y de la fraternidad en un esfuerzo común por lograr la superación de las divisiones en favor de la ansiada unidad.

Excelencias, al agradecerles esta visita, les expreso mis mejores deseos por el feliz éxito de los trabajos que han venido realizando, mientras invoco sobre cada uno de Ustedes, sus colaboradores, familias y las queridas Naciones que representan, las Bendiciones del Señor.







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