Discursos 1987 22


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


PARA CONMEMORAR LOS ACUERDOS DE MONTEVIDEO


Palacio Taranco de Montevideo

Martes 31 de marzo de 1987



Señor Presidente de la República y miembros del Gobierno,
Señores Ministros de Relaciones Exteriores de Argentina, Chile y Uruguay,
Excelencias, Señoras y Señores:

1. En estos momentos siento un gran gozo dentro de mí, al verme reunido con tantas ilustres personalidades en este lugar, que fue testigo de un memorable acontecimiento. Un acontecimiento histórico, que culminó años después con el triunfo de la buena voluntad y del entendimiento entre hombres y pueblos, y que, por lo mismo, será una página inolvidable de la historia de América Latina.

Como todos saben, entre dos países, hermanos por su origen y raíces históricas, por su fe, su lengua y su geografía, existían antiguas diferencias, que les llevaron en el año 1978 al borde de un conflicto armado.

23 Hoy damos fervientes gracias a Dios, y nos congratulamos todos, porque, en lugar de recurrir a la fuerza destructora de las armas, los responsables de aquellos dos pueblos tuvieron la grandeza de ánimo de optar por el diálogo y la negociación, decididos a superar las tensiones según criterios de equidad y. por encima de todo, a garantizar la paz.

Es justo en esta ocasión manifestar pública gratitud al Uruguay que, con actitud solidaria y constructiva, ofreció generosamente su suelo para que sobre él pudiera darse, con la firma de los dos Acuerdos de Montevideo en este Palacio Taranco, el primer paso en aquel camino que iba a exigir, hasta llegar a la meta, grandes dosis de buena voluntad, prudencia, sabiduría y tenacidad por parte de todos.

2. Fue aquella una opción abierta y decidida, en orden a buscar soluciones no violentas a los conflictos internacionales, y que honra a quienes la protagonizaron. Fue una lección práctica y convincente de que los hombres y las naciones, si en verdad lo quieren, pueden convivir en paz, haciendo prevalecer la fuerza de la razón sobre las razones de la fuerza. Fue la confirmación de que la historia no está regida por impulsos ciegos, sino que depende más bien, en su devenir, de las decisiones justas y responsables, adoptadas libremente por los hombres. Por consiguiente, la guerra no es algo fatídico e inevitable.

Hoy nos hemos dado cita en este Palacio Taranco precisamente para conmemorar lo acontecido en aquel 8 de enero de 1979, es decir, la reafirmación de los medios pacíficos para la solución de las controversias entre dos países y la renuncia explícita al uso de la fuerza.

Antes de visitar Chile y Argentina –como había prometido hacer al término de la Mediación que ambos países me solicitaron– he creído que era justo conmemorar aquel gesto de buena voluntad, primera etapa del camino hacia la paz

Deseo también en esta circunstancia rendir público homenaje a la memoria del cardenal Antonio Samorè, mi Enviado Especial en aquella ocasión, quien, con gran tacto y sentido de responsabilidad, supo perfilar y después consolidar en los ánimos el convencimiento y la necesidad de superar las barreras que habían ido surgiendo entre ambas naciones. En este Palacio, en el que gracias a sus esfuerzos, se reunió con los respectivos Cancilleres, se echaron los cimientos de la deseada paz.

3. Sobre esos cimientos, por el quehacer conjunto de ambos países y de la Santa Sede, se fue construyendo después, gracias al trabajo cotidiano de delegaciones competentes en la presentación y defensa de los legítimos intereses nacionales (y a la fiel competencia de cuantos fueron mis colaboradores en la Mediación), una realidad de paz consolidada y de prometedora colaboración. Realidad que quedó definitivamente plasmada en el Tratado de Paz y Amistad firmado el 29 de noviembre de 1984. Este Tratado, que entró en vigor el 2 de mayo sucesivo mediante el canje de los instrumentos de ratificación, justifica todavía más nuestra conmemoración de hoy, constituyendo en sí mismo una prueba evidente de que aquella apuesta por el diálogo y la negociación que Argentina y Chile hicieron en este Palacio fue el justo camino a seguir.

Sin limitarse al arreglo del diferendo inicial –que de por sí habría sido ya un resultado positivo–el Tratado consagra además la misma vía de diálogo, de negociación para la solución de nuevas posibles controversias Su texto incluye un compromiso solemne de preservar, reforzar y desarrollar los vínculos de paz y de amistad, así como una serie de cláusulas concretas encaminadas, antes de todo, a evitar que surjan controversias, a la vez que al mantenimiento y afianzamiento de las buenas relaciones entre ambas naciones. Además, Argentina y Chile consientes de que, a pesar de la mejor buena voluntad, podrían presentarse en el futuro algunas situaciones conflictivas, confirman la exclusión total del recurso a la fuerza y la obligación de solucionarlas únicamente por medios pacíficos: este solemne compromiso queda asegurado y facilitado con un detallado sistema para el arreglo pacífico de las controversias.

En este Palacio Taranco, en el que se sembró la semilla que produciría sazonados frutos de paz y de colaboración, me complazco hoy en resaltar, ante tan distinguida representación de la comunidad internacional, el valor doblemente ejemplar de ese Tratado, con el que las Partes supieron resolver un difícil y centenario diferendo y establecer además cauces de solución para los que en un futuro pudieran aparecer. En esta circunstancia, deseo renovar un apremiante llamado para que nadie desfallezca en la búsqueda tenaz de vías pacíficas para la solución efectiva y honrosa de los conflictos –abiertos o latentes, nacionales o internacionales– que actualmente existen en nuestro mundo. Ante quienes pretenden resolverlos a espaldas del diálogo y de la razón o mediante el uso de la fuerza, reitero ahora el voto ferviente que hice el día de la entrada en vigor del Tratado que conmemoramos: que el camino del diálogo y de la negociación sea la “senda por la que transiten los países que, por diversas controversias, se ven ahora enfrentados”.

No duden jamás quienes están tentados de servirse de la fuerza con finalidades que pueden parecer legítimas, que siempre hay posibilidades de negociación con vistas a verdaderas soluciones, honrosas y aceptables para todos.

E1 recurso a la fuerza, a la violencia, para intentar resolver situaciones conflictivas o de injusticia, a nivel internacional e incluso nacional, suele llevar consigo –además de otros graves inconvenientes– un coste elevado de vidas humanas, que lo descalifican como vía de solución. El camino que lleva de veras a la paz implica, por otra parte, una sincera voluntad de conseguirla, a la vez que la aceptación del interlocutor como portador de aspiraciones y propuestas a considerar, y no como un enemigo a subyugar o suprimir.

24 Al Señor, rico en misericordia, a quienes los cristianos invocamos como “ Príncipe de la paz ” (Is 9,6), elevo mi plegaria llena de esperanza para que en el corazón de todos los hombres pueda reinar la paz.





                                                                                       Abril de 1987

                                  

VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto «Carrasco» de Montevideo

Miércoles 1 de abril de 1987



Señor Presidente,
queridos hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y amigos de Uruguay:

1. Al concluir mi breve e intensa visita apostólica a vuestra patria tengo que confesar que el Papa y los uruguayos han sabido entenderse perfectamente. Me llevo en el corazón el buen recuerdo de una calurosa acogida y de una grata estancia entre vosotros, jalonada de exquisitas muestras de amor y devoción al Sucesor de San Pedro. Gracias por todo. Gracias por vuestra hospitalidad que es ya una invitación para volver a visitaros con más tiempo.

Juntos hemos celebrado nuestra fe escuchando la Palabra del Evangelio, en presencia de Cristo, y hemos unido nuestra plegaria a la oración unánime de la Iglesia. Por todo ello doy gracias al Señor. Quiero dejar constancia de mi alegría por el encuentro con los sacerdotes, religiosos y religiosas en la catedral de Montevideo; ha sido un momento fuerte de comunión eclesial con el que he querido renovar en todos los que de cerca siguen y sirven a Jesús, el gozo de estar consagrados a la extensión de su reino. ¡Ojalá este encuentro del Papa con el clero y las personas consagradas sea también fecundo para el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas en la Iglesia de Uruguay!

25 La celebración eucarística, entusiasta y multitudinaria, en la explanada “ Tres Cruces ” ha congregado idealmente junto al Papa y los obispos de Uruguay a toda la Iglesia de esta nación, con sus respectivas diócesis, con sus representantes. En la Eucaristía, misterio de comunión, vínculo de unidad, la Iglesia crece y se renueva porque participa de la vida de Cristo.

Ha sido para mí un gran gozo el poder conmemorar en Montevideo la feliz conclusión del diferendo entre Chile y Argentina; he querido también con ello, honrar la actitud asumida por Uruguay al prestar su apoyo y colaboración a la Mediación Papal en la superación de las tensiones, dando así prueba de su vocación pacífica y pacificadora.

2. Sé que la Iglesia en Uruguay está comprometida en una intensa tarea de evangelización y dedicada al servicio incondicional de sus hijos y de la sociedad. La comunidad eclesial, con la fuerza inspiradora que le viene del Evangelio, es a su vez garantía de auténtico progreso humano de cara al futuro de la nación.

Por eso, al despedirme, quiero exhortar a los Pastores de la Iglesia en Uruguay y a todos los católicos a perseverar en esta tarea de evangelización, aun en medio de las dificultades con que puedan encontrarse. En todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es cometido fundamental de la Iglesia orientar la conciencia y los pasos de la humanidad hacia Cristo, acercar al hombre hasta el misterio de la redención. De esta forma los hijos de la Iglesia adquieren la convicción de estar realizando una auténtica actividad renovadora, la cual desde la esfera más profunda de la persona humana revierte en una nueva forma de ser y de obrar. La Iglesia es también hoy en Uruguay un factor de esperanza y de renovación de la sociedad en sus más hondas aspiraciones morales.

Cuando está para cumplirse el V centenario del comienzo de la evangelización del Nuevo Mundo, os aliento a ser fieles a vuestra historia y a vuestra cultura en el seno de la gran familia latinoamericana, marcada por la gracia del Evangelio, por la fuerza de la fe, por su unidad con la Sede Apostólica y por su comunión con toda la Iglesia universal.

Sed fieles a Cristo, Redentor del hombre y esperanza de toda la humanidad. Que su mensaje penetre en la vida de las personas y de las instituciones, como garantía de un auténtico humanismo, fundado en los más altos valores de la conciencia humana, iluminada por la luz del Evangelio, germen de libertad y de elevación moral de los individuos y de la sociedad.

3. Gracias, Señor Presidente, por haberme invitado a venir a su país. De este modo he tenido ocasión de conocer mejor a los queridos “ orientales ” y me voy con la convicción de que Uruguay seguirá ofreciendo sus suelos a iniciativas que promuevan la armonía y el entendimiento entre los pueblos latinoamericanos.

En el momento de mi despedida, quiero expresar también mi más profundo agradecimiento a las demás autoridades civiles y militares, así como a las diversas entidades públicas que, en estrecha colaboración con los representantes de la Iglesia, han brindado toda clase de facilidades para que esta visita pastoral alcanzara sus objetivos.

Las más rendidas gracias a todos mis hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, fieles y en general a todas y cada una de las instituciones católicas, que con tanta generosidad y entusiasmo han trabajado en la preparación de este encuentro con el Sucesor de San Pedro.

Gracias también a todos los que con su oración y sufrimiento en el silencio han contribuido a que esta jornada eclesial sea fecunda con el auxilio divino para la vida de vuestra nación.

¡Permaneced fieles a vuestra vocación cristiana! ¡Sed testigos de Cristo y de su Evangelio! Sobre todo, vosotros, jóvenes católicos de Uruguay, que sois la esperanza de la Iglesia y de la sociedad. ¡Cristo confía en vosotros!

26 Con la mirada puesta en la Virgen María, que vos uruguayos invocáis con el título de Virgen de los Treinta y Tres, os encomiendo a su maternal intercesión para que la semilla del mensaje sembrado fructifique en la fértil y noble alma uruguaya.

¡Gracias, Uruguay, por tu hospitalidad! Me despido con el propósito de volver otra vez.

¡Que la paz de Cristo dé en ti frutos abundantes de justicia y amor en la libertad!





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto «Comodoro Arturo Moreno Benítez» de Santiago de Chile

Miércoles 1 de abril de 1987



Excelentísimo Señor Presidente de la República,
Señores miembros de la Junta de Gobierno,
amados hermanos en el Episcopado,
autoridades civiles y militares,
hermanos y hermanas todos muy queridos:

1. ¡Alabado sea Jesucristo! Sean éstas las primeras palabras que pronuncian mis labios en esta querida tierra de Chile. Con ellas quiero expresar mi saludo, mi plegaria y el lema de mi ministerio apostólico, ya que, como Pastor universal, mi afán, así como el de toda la Iglesia, no es otro que el de alabar y celebrar a Jesucristo, anunciando su nombre bendito a todos los pueblos, porque no hay otro nombre en el que podamos encontrar la salvación (cf. Hch Ac 9,12).

27 Prosiguiendo mi ya largo itinerario evangelizador por las más diversas latitudes del orbe, llego ahora a vuestra amada nación. Con inmensa alegría y profunda gratitud a Dios y a su dulce Madre, la Virgen del Carmen, he besado, lleno de emoción, el suelo de esta noble tierra; he querido abrazar así, con expresiva simpatía y especial afecto, a todos los chilenos sin distinción, hombres y mujeres, familias, ancianos, jóvenes y niños.

Vengo a vosotros como siervo de los siervos de Dios, Obispo de Roma, que empuña el cayado de peregrino, la cruz de Cristo Salvador, y se hace heraldo de evangelización, mensajero de nueva vida en Cristo y de la paz verdadera: “La paz –pues– a todos vosotros los que estáis en Cristo”, os digo con palabras de San Pedro (
1P 5,14).

En este saludo queda compendiado el más profundo deseo que brota de mi corazón de hermano vuestro y Pastor de vuestras almas.

2. Dios me concede hoy la gracia de ver cumplida la aspiración, por mí tan acariciada, de venir a visitaros. Por eso, mi gozo es ahora grande. Os agradezco vuestra cordial bienvenida con la que manifestáis la generosa hospitalidad que es una de las características de este pueblo chileno noble y acogedor. Sé que desde hace tiempo esperabais este encuentro, que deseabais ardientemente recibir al Papa para expresarle vuestro amor y reforzar el vínculo de fidelidad que os une al Sucesor de Pedro.

Al visitar vuestra tierra yo bendigo y alabo al Creador, que la ha dotado con una prodigiosa riqueza de bellezas naturales, concentrando aquí–como dicen vuestras leyendas–todo lo que le restó al finalizar la obra de la creación del mundo: montañas, lagos y mares, climas diversos, vegetación espléndida y áridos desiertos, colores y panoramas fascinantes.

Admiro la maravillosa naturaleza de vuestras tierras, pero admiro sobre todo vuestra fe, que yo deseo confirmar y estimular. Sois un pueblo cristiano y ésta es vuestra mayor riqueza. Recibisteis la luz del Evangelio hace ya casi cinco siglos y ahora el Sucesor de Pedro viene a alentar entre vosotros un nuevo esfuerzo evangelizador.

3. Así, pues, mi peregrinación por vuestras ciudades: Santiago, Valparaíso, Punta Arenas, Puerto Montt, Concepción, Temuco, La Serena y Antofagasta, será un itinerario de evangelización.

Mi mensaje va destinado por igual a todos los hijos de Chile; es un mensaje pascual y. por lo tanto, es un mensaje de vida: de la vida en Cristo, presente en su Iglesia; también en la Iglesia que está en Chile, para promover en el mundo la victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la unidad sobre la rivalidad, de la generosidad sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia, de la convivencia sobre la lucha, de la justicia sobre la iniquidad, de la verdad sobre la mentira: en una palabra, la victoria del perdón, de la misericordia y de la reconciliación. Esa vida en Cristo y por El es la que da plenitud a la existencia humana aquí en la tierra, a la vez que es prenda de la vida eterna en los cielos.

4. Con el Evangelio en la mano, quiero sentirme peregrino dentro del corazón de todo hombre y de toda mujer chilenos, en el corazón de este pueblo que vive su concreta experiencia histórica, con los desafiantes problemas del presente. Vengo para compartir vuestra fe, vuestros afanes, alegrías y sufrimientos. Estoy aquí para animar vuestra esperanza y confirmaros en el amor fraterno.

Como heraldo de Cristo, portavoz de su mensaje al servicio del hombre, junto con todos los Pastores de la Iglesia, proclamo la inalienable dignidad de la persona humana creada por Dios a su imagen y semejanza y destinada a la salvación eterna.

Animado pos este espíritu, exclusivamente religioso y pastoral, quiero celebrar con vosotros el misterio pascual de Jesucristo, para insertarlo más profundamente en la vida y en la historia de vuestra patria tan amada.

28 Meditaremos en común las enseñanzas del Señor, rezaremos unidos, y comunitariamente trataremos de hacer que el mensaje del divino Redentor penetre en nuestras vidas y en las estructuras de la sociedad, para transformarlas según el plan de Dios, convirtiendo los corazones y construyendo un país reconciliado.

5. He aceptado con gozo la amable y reiterada invitación a visitaros que me hicieran tanto el Señor Presidente de la República como vuestros obispos.

Reciba usted, Señor Presidente, mi deferente saludo, así como la expresión de mi gratitud por sus cordiales palabras de bienvenida. Un saludo y un agradecimiento que hago extensivo a las demás personalidades aquí presentes: miembros de la Junta de Gobierno, ministros de Estado, magistrados de la Corte Suprema de Justicia y demás autoridades civiles y militares.

Mis sentimientos de gratitud se expresan en afectuoso abrazo de paz a mis hermanos en el Episcopado, que se hallan aquí presentes para recibirme en nombre de toda la amada Iglesia que está en Chile. Saludo igualmente con afecto a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y laicos que, con su trabajo apostólico y testimonio cristiano, edifican el reino de Cristo, en fidelidad a Dios y a la Iglesia.

Saludo finalmente a todos los habitantes del país de cualquier clase o condición; pero de modo especial mi saludo y afecto se dirige a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu. Sepan que la Iglesia está muy cercana a ellos, que los ama, que los acompaña en sus penas y dificultades, que quiere ayudarles a superar las pruebas y que les anima a confiar en la Providencia divina y en la recompensa prometida al sacrificio.

6. Con este espíritu evangélico de amistad y fraternidad deseo iniciar mi visita.

Y al comenzar mi peregrinación con la paz de Cristo, dirijo confiado mi mirada al santuario nacional de Maipú para pedir a vuestra Patrona, la Virgen Santísima del Carmen, que ilumine y guíe mis pasos por los caminos de Chile. “María es la Memoria de la Iglesia. La Iglesia aprende de Ti, María, que ser Madre quiere decir ser una Memoria viva, quiere decir conservar y meditar en el corazón las vicisitudes de los hombres y de los pueblos: las vicisitudes alegres y dolorosas” (Homilía durante la Misa de la solemnidad de Santa María , Madre de Dios, 1 de enero de 1987).

Que por la poderosa intercesión de Santa María, Madre de Chile, Virgen del Norte y del Sur, Señora del Mar y de la Cordillera, Dios bendiga a Chile.

Amados chilenos todos: ¡Dios bendiga a este pueblo con la paz, suscitando en vuestros corazones la alegría de la fe, del amor y de la esperanza, que de corazón yo deseo compartir estos días con vosotros!

¡Alabado sea Jesucristo!





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CIUDAD DE SANTIAGO Y A TODO CHILE


Cerro de San Cristóbal ( Chile)

29

Miércoles 1 de abril de 1987



Mi alma proclama la grandeza del Señor” (Lc 1,46).

1. Desde este hermoso Cerro San Cristóbal, quiero dirigir mi palabra de saludo a Santiago y a todo Chile con las palabras de María en el canto del Magníficat.

Sí, mi alma proclama la grandeza del Señor al contemplar el espectáculo de la ciudad que se extiende a los pies de la cordillera. Mi plegaria y mi afecto se dirigen a todos vosotros que os unís a esta celebración vespertina con vuestra presencia, a través de la radio o la televisión. Quiero que el saludo cariñoso del Papa llegue a todos los rincones de este noble país: desde el desierto de Atacama hasta la Tierra del Fuego, recorriendo los Andes, columna vertebral de América; haciéndose eco en los volcanes reflejándose en los lagos y resonando en los bosques; visitando como amigo el corazón de cada chileno para darle esperanza, alegría, voluntad de superar dificultades y continuar construyendo la sociedad nueva de la gran familia chilena.

Agradezco vivamente las afectuosas palabras de bienvenida que monseñor Bernardino Piñera, Presidente de la Conferencia Episcopal, me ha dirigido en nombre de los obispos y de toda la Iglesia de Chile.

En este Cerro coronado por la imagen de María Inmaculada y en el contexto de su canto del Magníficat, no puedo menos de sentir cómo el Todopoderoso sigue haciendo obras grandes y maravillosas en todos vosotros que, como piedras vivas (1P 2,5), constituís la realidad de esta Iglesia.

2. Elevo mi canto de alabanza al Señor por los sacerdotes, que con su entrega generosa reúnen la familia de Dios en comunidad de hermanos y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíitu (Lumen gentium LG 28). Alabo al Señor por los diáconos en cuyo ministerio tan apreciable se reflejan en modo especial, las palabras de Jesús que afirma que El vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28), porque su labor es un auxilio eficaz para la acción pastoral de los obispos y presbíteros. Alabo al Señor por los religiosos y religiosas, que mediante su consagración y su servicio al prójimo son signo y anticipo de las promesas del reino de los cielos.

Doy gracias a Dios por los jóvenes y las jóvenes que han escuchado el llamado de Jesús y se preparan en los seminarios y en las casas de formación para el ministerio sacerdotal y la vida religiosa. Por tantos laicos comprometidos como catequistas, animadores de comunidades eclesiales de base y en tantas otras formas de apostolado.

El encuentro con vosotros en esta tarde otoñal, hace latir mi corazón como el de Isabel al recibir el saludo de María. Y también como Isabel, quiero yo proclamaros bienaventurados por haber creído, por haber acogido en vuestros corazones la Palabra de Vida y por manifestar esa fe en vuestro compromiso de servicio a la comunidad de los hermanos, por amor de Dios.

Doy gracias a Dios, en fin, por toda esta Iglesia que, tratando de seguir las huellas de su Maestro, profesa un amor de preferencia por los pobres. Hoy también, como en sus comienzos, la Iglesia quiere imitar a su Fundador, que ofreció como prueba de su mesianidad el que la Buena Noticia era anunciada a los pobres (Mt 11,5). De esta manera se hacen realidad las palabras de María, que en su cántico nos recuerda cómo en los planes de Dios los últimos serán los primeros, los humildes ensalzados y los pobres colmados de los bienes del reino.

3. Por eso hoy, desde este lugar que a los pies de María ha sido durante más de medio siglo un faro de esperanza, saludo y bendigo a todos los habitantes del país, desde Arica al Cabo de Hornos y hasta la isla de Pascua; pero de una manera especialmente entrañable a los que más sufren en su cuerpo y en su espíritu: a los hombres, mujeres y niños de las poblaciones marginales; a las comunidades indígenas; a los trabajadores y a sus dirigentes; a quienes han sufrido los estragos de la violencia; a los jóvenes, a los enfermos, a los ancianos. Tienen también acogida en mi corazón de Pastor todos los chilenos, que desde tantas partes del mundo miran con nostalgia a la patria lejana. Como Sacerdote y Pastor pienso con amor en todos aquellos que, cediendo a las fuerzas del mal, han ofendido a Dios y a sus hermanos: en nombre del Señor Jesús los llamo a la conversión para que tengan paz.

30 Al iniciar mi peregrinación entre vosotros, como signo de mi presencia en vuestra tierra y de mi deseo de compartir el mensaje de la paz y de la vida con todos, imparto mi bendición hacia los cuatro puntos cardinales de esta querida tierra chilena. Quiero tras pasar los límites de la ciudad para visitar con la bendición de Dios la dureza del desierto minero, la fertilidad de las tierras de las que con sudor sacáis el sustento diario; las nieves eternas de la Cordillera y las profundidades marinas donde florece la vida en el silencio de las aguas. Para todo Chile será mi bendición, para cada chileno mi palabra y para los más pequeños y necesitados lo mejor de mi afecto.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS OBISPOS DE CHILE


Jueves 2 de abril de 1987



1. Es para mí motivo de alegría reunirme con vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, que sois los continuadores de la misión apostólica en esta bendita tierra chilena. Veo representada en vosotros a toda la Iglesia que peregrina en esta nación, ya que, como afirmaba San Ignacio de Antioquía, “ dondequiera que esté el obispo, allí está la multitud, al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal (S. Igancio de Antioquía, Epist. ad Smyr., 8)”.

En vuestra presencia quiero dar gracias de corazón a Jesucristo, el Buen Pastor (Jn 10,11), por vuestros continuos desvelos en favor de las comunidades a las que servís con caridad apostólica. Confío y pido a Dios que este encuentro nos haga rebosar de celo pastoral y de esperanza en el Señor Jesús, a quien ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra (Mt 28,18).

2. La proximidad del V centenario del comienzo de la evangelización en América Latina debe constituir en todo el continente un tiempo de renovación en la fidelidad al Evangelio, que, a pesar de las debilidades y limitaciones de los hombres, ha dado ya tantísimos frutos a lo largo de la historia de la Iglesia en vuestra patria.

Es un tiempo en el que urge clamar al Señor, para que nos manifieste su voluntad sobre nuestra tarea de ministros suyos y dispensadores de sus misterios (1Co 4,1). Es preciso, por ello, prestar especial atención a la voz del Espíritu Santo, para discernir lo que dice a la Iglesia –como leemos en el libro del Apocalipsis– (Ap 2,11). En este sentido, nos será de utilidad reflexionar juntos sobre algunas de las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, que nos ofrece una doctrina tan rica sobre el ministerio episcopal. La fidelidad al Concilio, tal como he querido recordarlo desde el inicio de mi pontificado (Nuntius «Urbi et Orbi», die 17 oct. 1978: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I [1978] 4ss.), es base indispensable de esa nueva vitalidad cristiana que hoy necesita la Iglesia para cumplir su misión en el mundo contemporáneo.

3. Justamente al principio de la Constitución dogmática Lumen gentium, se indica que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium LG 1) Por tanto, hemos de concluir que el misterio de la Iglesia es, primordialmente, un misterio de unión del hombre con Dios.

Dentro de la misión de la Iglesia, el ministerio de los obispos ocupa un lugar de relieve. Sobre nosotros recae, en efecto, una grave responsabilidad: servir con todo nuestro ser a la comunión de los hombres con Dios, y de los hombres entre sí.

De nuevo el Concilio Vaticano II nos señala el servicio a la unidad como una dimensión fundamental de nuestra misión pastoral: “El Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles. Y cada obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular” (Lumen gentium LG 8) . De esta manera, nuestro ministerio responde a la más profunda necesidad del ser humano: abrirse a la comunidad de vida y de verdad instaurada por Cristo.

Ante las múltiples y. en ocasiones, profundas divisiones existentes entre los hombres –que amenazan incluso a la misma Iglesia– hemos de prestar ese primer servicio pastoral a la unidad, con perseverancia y audacia. Sé que vuestro corazón de Pastores, sufre ante todo aquello que es obstáculo a la concordia entre los chilenos. Ese sufrimiento ha de ser acicate para vuestro celo –a la vez ardoroso y paciente–, que os impulsará a ser portadores de Dios a vuestras comunidades y portadores de vuestras comunidades a Dios.

Pido al Señor que avivemos sin cesar la conciencia de esta vocación de servicio a Dios y a los hombres. Estemos seguros de que esta tarea de mediación salvífica no nos aleja ni mucho menos de ninguna realidad humana, sino que afina nuestra sensibilidad de cara a los problemas de cualquier orden, que afecten a cada persona y a la sociedad, con lo cual nos ayuda a tratar de resolverlos sin apartar nuestra mirada de las exigencias del designio divino.

31 En las últimas orientaciones pastorales publicadas por vuestra Conferencia Episcopal, he visto que habéis elegido, como actitud fundamental para estos años, la opción radical y profunda por el Señor como Dios de la Vida. De esta manera, habéis querido poner de relieve que la Iglesia, por ser cuerpo de Cristo, es ineludiblemente servidora de la vida, de esa vida eterna que Dios nos dio en su Unigénito, de modo tal que “quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no tiene al Hijo, no tiene la vida en Dios”, como leemos en la primera carta de San Juan (1Jn 5,12). Vuestro servicio en favor de la unidad es servicio a la vida, ante todo a la vida espiritual de los hombres en Cristo y. desde ella, a todas las nobles manifestaciones de la vida humana.

4. Quisiera ahora considerar con vosotros la triple dimensión de vuestro servicio a la unidad y a la vida, en correspondencia con nuestro triple oficio de enseñar, santificar y gobernar.

Afirma la Constitución dogmática sobre la Iglesia: “Entre los oficios principales de los obispos se destaca la predicación del Evangelio” (Lumen gentium LG 25). En el anuncio del Evangelio y en la ordenación de todo el ministerio de la palabra en la diócesis, es preciso recordar siempre que el objeto de este ministerio es la persona y el mensaje de Cristo. El es la única Verdad, en la que se funda la comunión de nuestra fe. Sólo en El encontramos “palabras de vida eterna” (Jn 6,69).

A través de los obispos, el Señor Jesús quiere hacer llegar su llamado al reino de Dios a los hombres de todos los tiempos y lugares, en cualquier situación en que se encuentren. De la autenticidad de ese mensaje, de la fidelidad al genuino depósito de la fe, conservado e interpretado por la Iglesia, depende la eficacia convocante del ministerio de la palabra. Que llegue, por tanto, a los hombres la voz y la luz del mismo Cristo, sin reduccionismos ni desfiguraciones de la Verdad revelada, lo cual impediría el diálogo de Cristo con los hombres y obstaculizaría la unión vital de sus mentes y corazones con el Señor y su Buena Nueva.

En ese sentido, os aliento a proseguir en vuestra línea pastoral orientada a formar integralmente personas cuya opción básica no puede ser sino Jesucristo y el Evangelio. El verdadero “sentir con la Iglesia” nos inclina siempre a recordar la prioridad de la unión personal de cada uno de los hombres con Nuestro Señor. Salidle al paso – dondequiera que se haga presente – a esa forma alarmante de pobreza espiritual que tantas veces vosotros detectáis: la ignorancia religiosa. Que todos los fieles puedan tener acceso a una catequesis completa, atrayente y adecuada a las circunstancias personales, familiares y sociales de cada persona. Trabajad incansablemente para que el mensaje cristiano ilumine los ambientes culturales e intelectuales de vuestra nación, de modo que en ellos se fragüen las ideas y proyectos que den como fruto una renovada cristianización de Chile.

Dentro de esa gran tarea de la formación cristiana, la sólida formación de los sacerdotes y futuros sacerdotes es primordial y condición indispensable. Durante estos últimos años ha ido aumentando el número de jóvenes que han oído la voz del Señor y se preparan a dar como respuesta un sí definitivo en el camino del sacerdocio. La gratitud al Señor por ese gran don que hace a su Iglesia, os debe impulsar a poner todos los medios necesarios y convenientes para una cuidadosa preparación de los seminaristas de hoy y de los que en un futuro se sentirán llamados. Esa preparación integral ha de mirar a proporcionarles una honda formación intelectual, a encender en ellos la solicitud pastoral y fomentar en su alma una profunda vida de unión con Dios. Continuad, pues, en vuestro empeño por buscar y preparar a quienes serán formadores en vuestros seminarios, de manera que sean eficaces colaboradores vuestros en el cumplimiento de este grave deber.

5. La Iglesia en Chile se ha caracterizado por una gran sensibilidad para percibir que la Verdad de Cristo ilumina realmente todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad. No os canséis nunca de dar a conocer la doctrina social de la Iglesia en toda su amplitud, de modo que sirva de ayuda a la hora de enfocar los problemas con criterios auténticamente cristianos.

La Iglesia cuenta en su mismo patrimonio de fe y de vida con luz y fuerza más que suficiente para esa transformación de todas las cosas en Cristo. Cualquier recurso a planteamientos ideológicos ajenos al Evangelio o de corte materialista en cuanto método de lectura de la realidad, o también como programa de acción social, se cierra radicalmente a la verdad cristiana –pues se agota en la perspectiva intramundana– y se opone frontalmente al misterio de unidad en Cristo: un cristiano no puede aceptar la lucha programada de clases como solución dialéctica de los conflictos. No debe ser confundida la noble lucha por la justicia, que es expresión de respeto y de amor al hombre, con el programa “que ve en la lucha de clases la única vía para la eliminación de las injusticias de clase, existentes en la sociedad y en las clases mismas” (Laborem Exercens LE 11).

Contribuid, con todas vuestras fuerzas, a rechazar y evitar la violencia y el odio en Chile. No dudéis en defender siempre frente a todos, los legítimos derechos de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Proclamad vuestro amor preferencial a los pobres –no exclusivo ni excluyente, pero sí fuerte y sincero–, y que se haga operante combatiendo cualquier forma de miseria material y. sobre todo, espiritual.

La Iglesia, por fidelidad a su Fundador, considera misión suya la salvaguardia del carácter trascendente de la persona. En este contexto, y desde el campo que le es propio, mira a la comunidad política y se esfuerza por contribuir a la consecución de los objetivos que favorecen el bien común, en armonía con el fin trascendente.

Sin embargo, como enseña el Concilio Vaticano II, “la Iglesia no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes GS 76). Tampoco se identifica con ningún partido, y sería lamentable que personas o instituciones, de cualquier signo que fueran, cayeran en la tentación de instrumentalizarla según sus particulares conveniencias. Esa actitud revelaría un desconocimiento de la naturaleza y misión propias de la Iglesia, y entrañaría una falta de respeto a las finalidades que recibió de su divino Fundador.

32 Pero de lo anterior no se deduce que el mensaje de salvación confiado a la Iglesia no tenga nada que decir a la comunidad política, para iluminarla desde el costado del Evangelio. A ella compete –enseña el Concilio–, “ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de las almas” (Ibíd.). No se trata, pues, de una indebida injerencia en un campo a ella extraño, sino que quiere ser un servicio, prestado por amor a Jesucristo, a toda la comunidad, movida por su deseo de contribuir al bien común y alentada por las palabras del Señor: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32).

6. Cada nación, por ser soberana, tiene derecho a autodeterminarse y a construir libremente su futuro. Sería por ello, inaceptable que injerencias externas pretendieran torcer o sojuzgar la voluntad nacional, con objeto de instaurar un modelo político que la mayoría de los chilenos no aprueban. Pero igualmente es necesario, como enseña el Concilio Vaticano II, que dentro de cada país existan “posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Gaudium et spes GS 75)). También es preciso que en todas partes se asegure el respeto a los derechos humanos; no sólo por razones de conveniencia política, sino en virtud del profundo respeto que merece toda persona, por ser criatura de Dios, dotada de una dignidad única y llamada a un destino trascendente. Toda ofensa a un ser humano es también, una ofensa a Dios, y se habrá de responder de ella ante El, justo juez de los actos y de las intenciones.

Por otra parte, es de alentar que en Chile se lleven pronto a efecto las medidas que, debidamente actuadas, hagan posible, en un futuro no lejano, la participación plena y responsable de la ciudadanía en las grandes decisiones que tocan a la vida de la nación. El bien del país pide que estas medidas se consoliden, se perfeccionen y complementen, de modo que sean instrumentos válidos en favor de la paz social en un país cristiano en el que todos deben reconocerse como hijos de Dios y hermanos en Cristo.

No podemos, sin embargo, olvidar que la raíz de todo mal está en el corazón del hombre, de cada hombre, y si no hay conversión interior y profunda, de poco valdrán las disposiciones legales o los moldes sociales.

7. Estas reflexiones, amados hermanos en el Episcopado, no pretenden ser un programa de orden temporal, pues no es ésa misión ni competencia de la Iglesia. Son palabras con las que he querido traer a la memoria algunos elementos doctrinales contenidos en las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II. Son palabras dictadas por mi solicitud como Pastor de toda la Iglesia y movido por mi ardiente deseo de que esta amada nación, en el respeto debido a sus mejores tradiciones, pueda progresar material y espiritualmente sobre las bases de los principios cristianos que han caracterizado su caminar en la historia.

Entre las prioridades de vuestra misión como Pastores está, sin duda, la formación del laicado. El próximo Sínodo de los Obispos, el mes de octubre en Roma, será ocasión privilegiada para impulsar la función de los laicos en el mundo y en la Iglesia.

Estos habrán de asumir, desde una perspectiva de fe, sus responsabilidades ante los desafíos culturales, educativos, sociales, económicos y políticos, que el presente y el futuro de Chile plantean. Al mismo tiempo, estimularéis el uso de la legítima libertad de los católicos en esos sectores, los animaréis a ser siempre fieles a Cristo y a su doctrina salvadora, en sus opciones temporales. Para esto, haced saber siempre que la Iglesia jamás puede identificarse con corrientes o soluciones partidistas, y mucho menos con tendencias o concepciones extrañas al mensaje cristiano, entre las que destacan las que se inspiran en concepciones materialistas del hombre y de la historia. Así, la formación cristiana de los laicos será una formidable fuerza de evangelización y humanización de todas las realidades chilenas.

8. “El obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio" sobre todo en la Eucaristía que el mismo ofrece o hace que se ofrezca, y por la que continuamente vive y crece la Iglesia” ((Lumen gentium LG 26). Cuando ejercemos el oficio de santificar, así descrito por la Constitución Lumen gentium, somos instrumentos de la unión de los hombres con Dios, y entre los hombres. Cristo se sirve de nuestras palabras y de nuestras acciones sacramentales para comunicar su misma Vida a la humanidad.

Al igual que en 1984, durante vuestra visita “ad limina”, quiero hoy invitaros a reflexionar sobre el lugar central que ocupa la sagrada liturgia en la vida eclesial, esta vez en la perspectiva de vuestro ministerio en favor de la unidad y de la vida. Como os dije entonces: “el servicio de la Palabra, la Eucaristía y la Penitencia deben volver a ser el centro dinámico de la vida comunitaria de la Iglesia, que ahí encuentra su misión propia a semejanza de Cristo Buen Pastor ” (Discurso al segundo grupo de obispos de Chile en vista "ad limina", n. 3, 8 de noviembre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII/2 [1984] 1184). Ninguna otra acción pastoral, por urgente o importante que parezca, puede desplazar a la liturgia de este lugar central.

La Eucaristía es sacramento de unidad por excelencia. La unidad de la Iglesia por lo que respecta a su significado y realidad, tiene su centro en el misterio del Dios hecho hombre que se inmola por nosotros, y se nos da como Pan de Vida. De ahí que todo lo que tienda a una digna celebración del sacramento de la Eucaristía, y a fomentar una activa participación de los fieles, es una ayuda inestimable a la edificación unitaria de la Iglesia y al crecimiento de su vida en Cristo. Por otra parte, la cuidadosa y fiel aplicación de las leyes litúrgicas – dentro de la actual riqueza de formas de celebración –, hará brillar aún más esa comunión en la plegaria de toda la Iglesia.

9. La Iglesia, comunidad de los reconciliados en el Señor, a la vez que reconciliadora (Reconciliatio et Paenitentia RP 9), halla en la Eucaristía la fuente y el dinamismo de su unidad y de su servicio de comunión en el mundo. Continuad pues empeñándoos en lo que recuerda la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia para toda la Iglesia: «Frente a nuestros contemporáneos –tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida– la Iglesia está llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre: hermanos, cuando se agudiza el contraste de las opciones en el campo de lo opinable, buscando, por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según la antigua máxima: "In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas"» (Reconciliatio et Paenitentia RP 9).

33 La celebración del sacramento de la Penitencia constituye otro momento privilegiado de unión del fiel con Cristo y con los hermanos. A través de él se obtiene el perdón de los pecados. No dejéis de instar a vuestros sacerdotes a que fomenten con gran empeño la práctica de este sacramento –con la predicación y su disponibilidad para confesar–, como una opción pastoral de capital importancia para toda la vida de la Iglesia; de esta manera podrán contribuir a esa urgente tarea que es la liberación del pecado.

La promoción de la piedad popular, según la mente de la Iglesia, debe ayudar también a que la Palabra y los Sacramentos lleguen a todos los habitantes de la nación. De esta manera, esas loables manifestaciones de la piedad del pueblo chileno serán una oportunidad de gracia para que el ministerio pastoral se haga presente y eficaz en vuestras parroquias y comunidades.

10. Vuestra función de gobierno en las Iglesias particulares de las que sois Pastores y fundamento visible de unidad, constituye otra de las dimensiones de este servicio al misterio de la comunión de la Iglesia universal. Cuando aconsejáis, exhortáis o hacéis uso de vuestra potestad espiritual, guiáis a los fieles hacia Cristo y sois artífices de comunión en la fe y en la caridad.

Con humildad y fortaleza, hemos de asumir la responsabilidad de cumplir el mandato que el Señor dio a sus Apóstoles, de regir al Pueblo de Dios. La caridad pastoral, la comunión con el Sucesor de Pedro, vuestro afecto colegial, son dones del Espíritu para que en vuestros actos brille siempre la autoridad que procede de Cristo y que constituye un verdadero servicio a la comunidad.

Unir cada vez más a los fieles en la fe, la moral, los sacramentos, la disciplina de la Iglesia, no significa introducir una uniformidad sin relieve, ni quitar espacio a las iniciativas apostólicas que brotan y crecen gracias a la libertad de los hijos de Dios. La auténtica vida de Cristo en su Iglesia ofrece una inagotable riqueza, que a vosotros compete promover y regular con exquisita prudencia pastoral y sentido de equidad, de modo que todas esas fuerzas contribuyan a la salvación de los hombres. Cuando surjan tensiones, en las que aparece la debilidad humana o la diversidad de criterios, el Pastor habrá de ser siempre agente de concordia dentro del servicio esencial a la verdad y ministro de reconciliación en el Señor. Más allá de los simples equilibrios humanos, vuestro “munus regendi” ha de ser el cauce para que todos descubran de nuevo la belleza de la unión en el amor de Cristo, que ha venido para congregarnos en una gran familia y conducirnos al Padre común.

Nuestro oficio de gobernar no se reduce a una tarea de carácter solamente administrativo. Tenemos que reproducir en nosotros mismos la imagen del Buen Pastor, que va delante de sus ovejas, conduciéndolas por caminos seguros, llevándolas a las fuentes de agua viva, cuidando de todas con amor de Padre.

La experiencia nos ha enseñado innumerables veces que nada puede sustituir el testimonio de vida del Pastor; y hoy tal vez más que nunca, pues los hombres son especialmente sensibles a la autenticidad y a la coherencia. Así lo puso de relieve el último Sínodo de los Obispos: “Hoy es absolutamente necesario que los Pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad” (Synodi Extr. Episcoporum, 1985 Relatio finalis, II, A, 5).

11. Nuestro Señor Jesús está vivo y presente en su Iglesia. Cristo está con nosotros, hoy y siempre. No nos encontramos solos en nuestra misión. Es Cristo la cabeza de su Iglesia; El es quien la santifica y la gobierna; El es quien actúa mediante nuestro ministerio.

Ante las dificultades que cada día os salen al paso en la obra de la evangelización, no olvidéis que Dios, nuestro Padre, jamás deja solos a quienes se han entregado y lo han abandonado todo para seguirlo.

“Y viéndoles remar fatigosamente, pues el viento les era contrario, hacia la cuarta vela de la noche, vino hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo ademán de seguir adelante... Pero Jesús les habló y les dijo: Confiad, soy yo, no temáis. Y subió con ellos a la barca y cesó el viento” (
Mc 6,48-51). Al acabar este encuentro me reconforta recordar esta escena de la vida de Jesús con sus Apóstoles: El está con nosotros.

Llenaos de confianza y de gratitud. “Soy yo, ¡no temáis!”. Son palabras que el Señor nos sigue diciendo ahora; que no cesa de repetirnos cuando nuestras fuerzas flaquean. Cristo también hoy domina las tempestades y los vientos contrarios. El está en la barca con nosotros y. al pedirnos el esfuerzo de remar, nos da la seguridad de que la barca no se ha de hundir, porque El está presente con todo su poder. En El –¡sólo en El!– hemos de poner nuestra fe y nuestra esperanza.

34 Cuando ya está tan próximo el Año Mariano, que será un tiempo de gracia para toda la Iglesia, encomiendo a María Santísima del Carmen, Madre y Reina de Chile, todos los afanes y tareas de la Iglesia en vuestra patria, y le pido que sepamos ser siempre dóciles, como Ella, al Espíritu Santo para que, a través de nuestro ministerio de verdad divina y de vida eterna, el Paráclito guíe la Iglesia y la congregue en esa unidad que deriva de la unidad de la Trinidad Santísima.





Discursos 1987 22