Discursos 1987 73


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


AL CUERPO DIPLOMÁTICO


Sede de la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires

Lunes 6 de abril de 1987



Excelencias,
señoras, señores:

1. Es para mí sumamente grato poder reunirme hoy con vosotros, miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en la Republica Argentina, a pocas horas de mi llegada a esta capital. En mis viajes apostólicos, este encuentro constituye ya una tradición que me permite, en cada país, entrar en comunicación con representantes de las naciones del mundo entero, a las que con tan alta y delicada misión, servís.

Agradezco cordialmente las palabras del señor Nuncio Apostólico, Decano del Cuerpo Diplomático, que se ha hecho portavoz de vuestro saludo de bienvenida, a la vez que cualificado intérprete de vuestros sentimientos y anhelos de servir a la armonía y concordia entre los pueblos.

2. Esta visita a los países más meridionales del continente americano aspira a ser también por mi parte, en cuanto Pastor de la Iglesia católica, que es universal, un servicio a la convivencia pacífica y solidaria entre las naciones.

74 En efecto, este viaje, enmarcado dentro de la misión pastoral, obedece entre otros a un motivo de orden internacional, relacionado con la gran causa de la paz: he venido para agradecer a Dios y para congratularme con los pueblos argentino y chileno, encabezados por sus gobernantes, por la feliz solución a la prolongada controversia austral, que estuvo a punto de provocar un conflicto armado. Animado únicamente por el deseo de cooperar a la paz entre las naciones, decidí comprometer los servicios de la Santa Sede en un proceso de Mediación. Con ese mismo espíritu llego hoy a dar gracias y congratularme con ambos países.

Argentina y Chile han demostrado, en un momento difícil y complejo, que es posible encontrar una solución justa y pacífica a los conflictos internacionales, cuando existe una auténtica voluntad de paz y de mutuo entendimiento. Esa voluntad garantiza las condiciones conducentes a un diálogo franco y constructivo, en que cada parte, salvaguardando sus derechos, intereses y aspiraciones legítimas, muestre comprensión y apertura hacia las posiciones de la otra, para poder así llegar a un arreglo negociado. De este modo los gobernantes se hacen intérpretes de los hondos deseos de concordia, que arraigan en los corazones de todos los hombres de buena voluntad, y abren cauces a la necesaria cooperación entre sus países. El Tratado de Paz y Amistad firmado por Argentina y Chile es prueba evidente de todo esto.

3. El clima de paz verdadera entre las naciones no consiste en la simple ausencia de enfrentamientos bélicos, sino en una voluntad consciente y efectiva de buscar el bien de todos los pueblos, de manera que cada Estado, al definir su política exterior, piense sobre todo en una contribución específica al bien común internacional. Por esta razón, con motivo de la Jornada mundial de la Paz del presente año, he propuesto el tema: “Desarrollo y solidaridad: dos claves para la paz”.

Los viejos egoísmos nacionales o regionales y el subdesarrollado económico o cultural, representan en verdad dos graves amenazas para la paz, estrechamente relacionadas entre sí. Ambas sólo pueden ser combatidas y superadas a la vez, de modo que el desarrollo se transforme en oferta fraternalmente solidaria (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 1987, n. 7).

La Comisión Pontificia “ Iustitia et Pax ”, en un documento reciente, ha llamado la atención de la Comunidad internacional sobre un problema que refleja la urgencia y. al mismo tiempo, la radicalidad de esas amenazas a la paz: la deuda exterior de muchos países en desarrollo. Es necesario un enjuiciamiento ético del endeudamiento internacional, que ponga de relieve las responsabilidades de todas las partes y la profunda interdependencia mundial del progreso de la humanidad. Si no se logra alcanzar un desarrollo armonioso y adecuado para todas las naciones, solidariamente compartido, no se podrán sentar las bases de una paz sólida y duradera.

4. Al dirigirme a vosotros, que representáis-los legítimos intereses de vuestras respectivas naciones, deseo hacer nuevamente presente la necesidad de que vuestra misión se mueva siempre en el horizonte de estos grandes ideales de paz, de justicia y de solidaridad entre todos los pueblos. En el ejercicio de vuestras funciones, como agentes diplomáticos, podréis contribuir a reforzar los lazos de entendimiento y concordia entre los individuos, los grupos y las naciones.

Este es el llamado que hoy os formulo en nombre de la Iglesia, que quiere seguir difundiendo en todas partes el mensaje de Cristo, que es mensaje de paz y de amor. Argentina y Chile, hermanadas desde hace más de cuatro siglos en su fe cristiana, han demostrado que el Evangelio de Jesucristo está destinado a dar frutos de paz para bien de toda la familia humana.

Reiterando mi satisfacción pos este encuentro y mi agradecimiento por vuestra presencia, pido al Altísimo que os bendiga a vosotros, a vuestras familias, y a todas las naciones en vosotros aquí representadas.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS ENFERMOS


Catedral de Córdoba (Argentina)

Miércoles 8 de abril de 1987

: Amadísimos hermanos y hermanas:

75 1. Narra el evangelista San Marcos que un día, cuando Jesús recorría la comarca de Genesaret, “comenzaron a llevarle en camillas, a donde oían que El estaba, a cuantos se encontraban enfermos” (Mc 6,55).

El Papa ha querido venir hasta vosotros para deciros que Cristo, siempre cercano a los que sufren, os Lama junto a Sí. Aún más: para deciros que estáis llamados a ser “otros Cristo” y a participar en su misión redentora. Y, ¿qué es la santidad sino imitar a Cristo, identificase con El? Quienes se enfrentan al sufrimiento con una visión meramente humana, no pueden entender su sentido y fácilmente pueden caer en el desaliento; a lo más llegan a aceptarlo con triste resignación ante lo inevitable. Los cristianos, en cambio, aleccionados por la fe, sabemos que el sufrimiento puede convertirse –si lo ofrecemos a Dios– en instrumento de salvación, y en camino de santidad, que nos ayuda a alcanzar el cielo. Para un cristiano, el dolor no es motivo de tristeza, sino de gozo: el gozo de saber que en la cruz de Cristo todo sufrimiento tiene un valor redentor.

También hoy el Señor nos invita diciendo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré” (Mt 11,28). Volved pues a El vuestros ojos, con la segura esperanza de que os aliviará, de que en El encontraréis consuelo. No dudéis en hablarle de vuestro sufrimiento, tal vez también de vuestra soledad; presentadle todo ese conjunto de pequeñas y. a menudo, grandes cruces de cada día, y así –aunque tantas veces parezcan insoportables– no os pesarán, pues será Jesús mismo quien las llevará por vosotros: “Nuestros sufrimientos El los ha llevado, nuestros dolores El los cargó sobre Sí” (Is 53,4 Is 53,

En este camino de seguimiento de Cristo, sentiréis el gozo íntimo de cumplir la voluntad de Dios. Un gozo que es compatible con el dolor; porque es la alegría de los hijos de Dios, que se saben llamados a seguir muy de cerca a Jesús en su camino hacia el Gólgota.

2. Sabemos bien –gracias a la divina Revelación– que el dolor y el sufrimiento están inseparablemente unidos a la condición humana desde el pecado de nuestros primeros padres (cf. Gn Gn 3,7-19). Sin embargo, ese dolor y ese sufrimiento tienen un valor redentor, habiendo sido asumidos por Cristo, que “en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Ph 2,8). Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, quiso rescatarnos del pecado, del dolor y de la muerte. Para ello sufrió una pasión cruenta, que culminó con la entrega de su vida en la cruz, y a la que siguió su resurrección gloriosa, obrando de este modo la redención del género humano. En este tiempo de Cuaresma, nos preparamos para vivir en espíritu estos misterios de nuestra redención, con especial intensidad durante la Semana Santa.

En esta redención, obrada por Jesucristo, vosotros tenéis un papel de primer orden, pues –como dice San Pablo– completáis en vuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Col Col 1,24). La redención que nos ganó Cristo de una vez para siempre, se sigue aplicando a los hombres, a través de los tiempos, por medio de la Iglesia, que se apoya de modo especial en el dolor y en el sufrimiento de los cristianos, que son ¡otros Cristos!

3. La Iglesia, como buena Madre, os lleva en su corazón; contempla en vosotros el dulce rostro de Cristo doliente. Reza constantemente por vosotros, para que el lecho del dolor en el que os encontráis, se transforme en altar donde os ofrecéis a Dios, para su gloria y para la salvación del mundo entero.

Este amor solícito de Cristo y de la Iglesia hacia vosotros se expresa también, con toda su virtud, en el sacramento de la unción de los enfermos. ¡Cuánta fortaleza encontraréis en él! Esa unción os ayudará a sobrellevar el dolor; os animará para no caer en la angustia que acompaña muchas veces a la enfermedad; si es conforme a los designios de Dios, os dará la salud corporal, pero sobre todo, os dará la salud del alma, haciéndoos sentir la presencia del Señor y disponiéndoos –cuando El lo quiera– para ir a la casa del Padre, con la serenidad y la alegría que caracterizan a los buenos hijos.

4. No puedo olvidar a cuantos participáis en el servicio de atender a los hermanos que sufren; no como simple beneficencia altruista, sino movidos por la caridad que el mismo Cristo os agradecerá el día del juicio cuando os diga: “Estuve enfermo, y me visitasteis” (Mt 25,36), porque “cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Ibíd., 25, 40).

Así, pues, familiares, médicos, enfermeras, asistentes, religiosos y religiosas hospitalarios, y cuantos prestáis este servicio, sed conscientes de la gran tarea que Dios os encomienda. Los enfermos que dependen de vosotros necesitan y esperan vuestra asistencia. Dios recompensará, con abundancia, el heroísmo que tantas veces derrocháis al cuidar a estos hermanos vuestros.

5. Es de fundamental importancia la acción pastoral que los sacerdotes han de desarrollar entre los enfermos. Ningún sacerdote puede sentirse eximido de esta obligación. En especial, los que tienen encomendada la cura de las almas deben encontrar, en esta atención, una de las ocupaciones ministeriales más queridas a su solicitud de Pastores.

76 Una verdadera comunidad cristiana nunca abandona a los más necesitados y a los más débiles, sino que les brinda un cuidado prioritario. En el espíritu de vuestro pueblo, hay sentimientos de nobleza y solidaridad, arraigados en vuestra fe cristiana: continuad trabajando intensamente para que estos sentimientos se conserven y renueven.

Sé que, como fruto de una iniciativa en esta ciudad de Córdoba, se creó el primer servicio sacerdotal de urgencia. A través de él, cada noche, sacerdotes y laicos en vigilante espera, se movilizan para atender el llamado de Cristo a través de sus enfermos.

Sé también que este hermoso ejemplo se ha multiplicado en numerosas diócesis de la Argentina. Me da mucha alegría, y os aliento a continuar en este esfuerzo apostólico mediante el cual se hace visible la solicitud de la Iglesia, que vela día y noche por sus hijos más necesitados.

6. Mis queridos hermanos y hermanas: Junto a vosotros está siempre Santa María, como estuvo al pie de la cruz de Jesús. Acudid a Ella exponiéndole vuestros dolores. La mano y la mirada maternales de la Virgen os aliviará y consolará, como sólo Ella sabe hacerlo.

Cuando recéis el Santo Rosario, poned especial acento en aquella invocación de la letanía: “Salud de los enfermos, ruega por nosotros”.

En la Santa Misa que celebrare hoy, recordaré a todos ante el Señor y especialmente a vosotros, queridos enfermos; en el altar, junto a Cristo víctima, estarán vuestros dolores. Y ahora os imparto de corazón una particular Bendición Apostólica, a la vez que me encomiendo a vuestras oraciones, avaloradas por el dolor.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD


JUDÍA DE ARGENTINA


Nunciatura Apostólica de Buenos Aires

Jueves 9 de abril de 1987

: Estimados representantes de la Comunidad judía de Argentina:

quiero ante todo agradeceros vuestra presencia aquí y vuestro deseo de encontraros con el Papa, con ocasión de su visita a este país, donde vuestra comunidad es tan activa y numerosa.

77 E1 encuentro con representantes de la comunidad judía constituye, desde el comienzo de mi pontificado, una cita frecuente, durante mis visitas a los diversos países. Esto no es algo casual, ni fruto solamente de un deber de cortesía.

Bien sabéis que, desde el Concilio Vaticano II y su Declaración Nostra Aetate (cf. Nostra Aetate
NAE 4), las relaciones entre la Iglesia católica y el Judaísmo han sido puestas sobre una nueva base, que es en realidad muy antigua, puesto que toca a la cercanía de nuestras respectivas religiones, unidas por aquello que el Concilio llama precisamente un “vínculo” espiritual.

Los años sucesivos, y el progreso constante del diálogo por ambas partes, han ahondado todavía más la conciencia de ese “ vínculo ” y la necesidad de afianzarlo siempre en el mutuo conocimiento, estima y superación de los prejuicios que en épocas pasadas nos han podido separar.

La Iglesia universal, y la Iglesia en la Argentina, están empeñadas en esta gran tarea de acercamiento, amistad fraterna y colaboración en los campos donde ello sea posible.

Os pido que, por vuestra parte, contribuyáis, como ya lo hacéis, a esta apertura y a esta mutua aproximación, que redundará, sin duda, en bien de nuestras respectivas comunidades religiosas, así como de la sociedad argentina y de los hombres y mujeres que la componen.

La paz con vosotros: Shalom alehém.

Muchas gracias: tôdah rabâh.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS TRABAJDORES ARGENTINOS


Mercado Central de Buenos Aires

Viernes 10 de abril de 1987



¡Queridos hombres y mujeres trabajadores!
¡Muy queridos hombres y mujeres que realizáis vuestro trabajo diario en bien de la noble tierra argentina!

78 ¡Alabado sea Jesucristo!

1. ¡Mi gozo es grande al encontrarme entre personas que comparten la condición común de trabajadores! ¡Con toda franqueza os puedo decir que me siento especialmente cercano al mundo del trabajo, es mas, me considero uno de vosotros! Por eso, porque estoy con vosotros y os comprendo, me alegro mucho de tener hoy este encuentro. Si fuera posible, me gustarla hablar con cada uno, saludar personalmente a todos, preguntaros por vuestras familias, por vuestra labor, por vuestras alegrías y vuestras penas. Todo eso lo llevo en el corazón.

Alguna vez he dicho que aquellos años como obrero, en la cantera de una empresa química, fueron para mí una nueva lección sobre el Evangelio. Es verdad, porque en aquel ambiente, en aquella época de esfuerzo laboral, me fue dado comprobar la profunda relación de solidaridad existente entre el Evangelio y la problemática de la actividad humana en nuestros tiempos. No es una nueva constatación teórica; es una gozosa realidad humana y cristiana que la Iglesia, ya en el umbral del tercer milenio, tiene la grave responsabilidad de difundir, para que sea conocida y vivida por los hombres y mujeres del mundo laboral. En este día os animo a que cada uno, cada una, hagáis “el esfuerzo interior del espíritu, con el fin de dar a vuestra labor el significado que tiene a los ojos de Dios” (Laborem exercens
LE 24).

El trabajo es como una “vocación” o llamado que eleva al hombre a ser partícipe de la acción creadora de Dios. Es el medio que Dios ofrece al hombre para “someter” la tierra, descubrir sus secretos, transformarla, gozarla y. de este modo, enriquecer su propia personalidad. Su modelo será Cristo, el Redentor del hombre, el cual, no habiendo desdeñado pasar una gran parte de su existencia en el taller de un artesano, rescató el esfuerzo y la dignidad del trabajo, transformándolo para siempre en instrumento de redención.

2. En las cartas que muchos de vosotros enviasteis a Roma con ocasión de esta visita pastoral, habéis querido poner de manifiesto circunstancias, anhelos, situaciones dolorosas y. también, las esperanzas que anidan en vuestros corazones.

En mis encuentros frecuentes con trabajadores de todo el mundo, oigo hablar a veces de motivos de tristeza, desánimo, desesperanza, originados, en gran parte, por una creciente desocupación. Es cierto que el mundo laboral presenta graves motivos de preocupación. Los conozco bien. Pero no es menos cierto que tales motivos no deben llevaros al derrotismo, a la pasividad, a la falta de esperanza. Nuestra fe católica nos da motivos suficientes para no desesperar jamás, por difícil y dura que pueda parecer cualquier situación.

En la Encíclica Laborem Exercens, señalaba al mundo de la producción un objetivo concreto y claro: conseguir que la actividad humana mire, sobre todo, a los valores personales. “En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños incalculables; daños no sólo económicos, sino ante todo daños para el hombre” (Laborem exercens LE 15 Hoy os invito además a no conformaros con una visión empobrecedora y deformada del trabajo; mi deseo es que penetréis en la profunda riqueza que puede aportar a la vida, al espíritu de cada persona. De cómo lo comprendáis depende, en buena parte, no sólo el sentido de vuestra vida, sino también el alcance y los frutos de vuestro asociacionismo laboral o empeño sindical.

Sois conscientes de que cuando el mundo socio-económico se organiza en función exclusiva de la ganancia, las dimensiones propiamente humanas sufren detrimento. Ello puede llevar al desinterés por la calidad del trabajo, y perjudica la tan deseada cohesión y solidaridad entre los trabajadores. Algunos pretenden que el único móvil de vuestra vida sea el dinero y el consumo; si os dejáis polarizar exclusivamente por esta motivación, os incapacitáis para descubrir el gran contenido de realización personal y de servicio que encierra vuestra labor profesional.

Por eso, os insisto en que no podéis conformaros con unos objetivos de corto alcance, cuya única finalidad se reduzca a la concertación colectiva de las remuneraciones y a la disminución de las horas laborales. Ante los problemas de la sociedad moderna, tampoco podéis aceptar que los mayores esfuerzos del asociacionismo laboral se esterilicen en inoperantes litigios políticos, que en ocasiones instrumentalizan vuestros anhelos con el fin de alcanzar posiciones ventajosas. Es justo que exista una noble contienda sindical, pero encaminada a conseguir los objetivos propios del mundo laboral, dirigida a fortalecer la solidaridad y elevar el nivel de vida material y espiritual de los trabajadores. Es cierto que la íntima relación existente entre el mundo laboral y la vida política –el llamado “empresario indirecto”– exige un constante contacto y diálogo entre trabajadores y políticos. Debe ser siempre un diálogo constructivo, que no mire sólo a intereses de parte, sino al bien de toda la gran familia argentina, en perspectiva latinoamericana e incluso mundial.

3. Vuestro país, vuestra sociedad, goza de un fuerte y dinámico asociacionismo laboral que, como sabéis, constituye un “elemento indispensable de la vida social” (Laborem exercens LE 20). Pero tal elemento, aun siendo indispensable, no puede ser identificado con la lucha de clases sociales; tal concepción es ideológica e históricamente insuficiente, y sus peores consecuencias terminan por recaer sobre los hombres y mujeres del mundo laboral.

El trabajo tiene una característica propia que, antes que nada une a los hombres, y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir la comunidad” (Ibíd.). Asimismo los frutos de vuestro asociacionismo deben ser siempre constructivos, de manera que todas sus virtualidades estén al servicio de la persona, de la familia y de la sociedad entera, y no sean utilizadas contra la comunidad y contra el hombre mismo.

79 La gran meta del sindicato ha de ser el desarrollo del hombre, de todos los hombres que trabajan, y para ello: “son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo” (Ibíd. 8). El Papa quiere alentaros a dar un paso ulterior en la solidaridad, animaros a que vuestros esfuerzos sean promotores, cada vez más, de la dignidad inalienable del hombre, de cada hombre, de cada trabajador, y que contribuya siempre a su realización personal. Sólo así cumpliréis vuestra misión de promover y defender “los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones” (Ibíd. 20).

Sería una pena que faltase la solidaridad entre los trabajadores, cuando las condiciones laborales se vuelven degradantes o cuando crecen los abusos y la arrogancia en quienes, desde su posición ventajosa, se atribuyen derechos que en modo alguno les corresponden. Tampoco debe faltar la solidaridad con esas amplias zonas de miseria y de hambre, que es lo mismo que decir de trato inhumano a los trabajadores y a sus familias; también ahí debe llegar la fuerza del asociacionismo laboral en orden a procurar unas condiciones que permitan a las personas salir de su penosa situación.

Donde se encuentre un padre o una madre de familia que por sus circunstancias no puede cumplir la responsabilidad de ganar el sustento para vivir dignamente con los suyos, ahí debe también llegar la solidaridad de los hombres y mujeres trabajadores.

4. ¿Os parece lógico que la solidaridad laboral quede inactiva, o se proponga sólo objetivos de corto alcance, cuando son tan apremiantes las necesidades de muchos obreros? Ningún cristiano debiera permanecer insensible ante la necesidad ajena pues sabe que, a los ojos de Dios, el valor de su conducta depende del amor que se ofrece a los hermanos (cf. Mt
Mt 25,35-40). Y si la caridad es nuestro mandamiento supremo, ¿cómo se puede quedar cruzados de brazos ante las injusticias, si la justicia es el presupuesto básico y primer fruto de la caridad?

El servicio que vuestra fuerza asociativa puede prestar al hombre–y con él a la comunidad–, requiere de cada uno de vosotros un compromiso exigente que os lleve a decir ¡basta! a todo lo que sea una clara violación de la dignidad del trabajador.

Basta, a un conformismo reductor que no se proponga más objetivos para el asociacionismo laboral que la remuneración monetaria y la ampliación del tiempo libre, silenciando todo diálogo cuya cuestión central sea la persona y su dignidad en la vida y en la profesión.

Basta, a unas situaciones en las que los derechos del trabajo estén férreamente subordinados a sistemas económicos que busquen exclusivamente el máximo beneficio, sin reparar en la cualidad moral de los medios que emplean para obtenerlo.

Basta, a un sistema laboral que obligue a las madres de familia a trabajar muchas horas fuera de casa y al descuido de sus funciones en el hogar; que no valore suficientemente la labor agrícola; que margine a las personas minusválidas; que discrimine a los inmigrantes.

Basta, a que el derecho a trabajar quede al arbitrio de transitorias circunstancias económicas o financieras, las cuales no tengan en cuenta que el pleno empleo de las fuerzas laborales debe ser objetivo prioritario de toda organización social.

Basta, a la fabricación de productos que ponen en peligro la paz y atentan gravemente a la moralidad pública, e incluso a la salud de determinados sectores de la población.

Basta, también, a la insolidaria distribución de alimentos en el mundo; a la falta de reconocimiento sistemático del asociacionismo laboral en no pocos países de la tierra; y. en este Año Internacional de los “sin techo”, basta, también, a la clamorosa situación de indignidad en la vivienda de los trabajadores en tantos suburbios de las grandes ciudades.

80 Pero no olvidéis que ese compromiso adquiere su fuerza, sobre todo, en una actitud de solidaridad personal: hay que superar la tendencia al anonimato en las relaciones humanas; hay que hacer un esfuerzo positivo para convertir la “soledad” en “solidaridad”, buscando momentos de intercambio, de comprensión, de confianza, de ayuda mutua, de fomento de la amistad.

5. El objetivo básico de vuestro empeño debe ser humanizar la actividad económica y el mundo del trabajo, y para ello debéis conseguir, poco a poco, que las relaciones laborales sean cada vez más conformes con lo que en la Encíclica Laborem excercens he llamado “fundamental estructura de todo trabajo” (Laborem excercens, 20), que es una estructura de unidad, de colaboración y de solidaridad.

Un principio fundamental de esta acción de solidaridad en el asociacionismo consiste en la decisión consciente de “considerar el hombre no en cuanto útil o inútil para el trabajo, sino considerar el trabajo en su relación con el hombre, con cada hombre; considerar el trabajo en cuanto útil o inútil al hombre” (Discurso a la 68 sesión de la Conferencia internacional del trabajo, n. 7, Ginebra, 15 de junio de 1982). La solidaridad es precisamente abrir espacios a las personas en la sociedad, en la actividad laboral, para que en estos ámbitos de vida fundamentales, todos puedan moverse con la conciencia y la responsabilidad de actuar como personas.

La fuerza del trabajo es muy grande y. cuando se emplea positivamente, es capaz de convertirse en un factor fundamental para construir una comunidad en la que las principales cuestiones sociales sean resueltas según los principios de justicia y equidad.

Esforzándoos en ser solidarios, poco a poco lograréis contener los efectos de la degradación o la explotación, y los sindicatos serán un exponente en la construcción de la justicia social, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores y de la dignidad y del bien verdadero de la sociedad (Laborem excercens, 20). Entonces, sin confundir vuestra acción de solidaridad con la actividad política, influiréis en la sociedad de un modo más incisivo que cuando se pretende actuar directamente en la vida política solamente desde el asociacionismo sindical.

Por eso mismo, lo sabéis muy bien, no debéis permitir que vuestros esfuerzos se transformen en una especie de “egoísmo” de grupo o de clase. Aun cuando la finalidad de una determinada acción sea la salvaguardia de los derechos de una persona o categoría laboral, ese objetivo no debe estar en contraste con el bien común de toda la sociedad. No olvidéis tampoco la solidaridad con aquellas personas que, por diversas circunstancias, no participan de vuestra fuerza asociativa; el apoyo a los más débiles será prueba de que vuestra solidaridad es auténtica.

6. En el evangelio del trabajo tenemos el ejemplo más convincente de solidaridad; Dios todopoderoso que, en su grandeza trasciende totalmente a los hombres, por amor, ¡por solidaridad!, se hace hombre, y lleva como uno más una vida de trabajo. Jesucristo es el mejor ejemplo de solidaridad sin fronteras, que los trabajadores están llamados a seguir e imitar. Dondequiera que un hombre o una mujer desarrollan su actividad, trabajan y sufren, ahí está presente Cristo.

La Iglesia, fiel a su divino Fundador, ha respetado y promovido siempre la dignidad del trabajo. Y lo ha hecho reivindicando el papel fundamental que compete a la labor del hombre en los designios de Dios; lo ha hecho exaltando los logros que la inteligencia humana ha sabido conseguir, especialmente en el campo de la ciencia y de la técnica; lo ha hecho mostrando su predilección a todos los trabajadores y. en particular, a los más duramente probados por la fatiga, como los obreros y los campesinos; lo ha hecho acogiendo y tutelando sus reclamos, sus intereses y sus legítimas aspiraciones; lo ha hecho acercándose al mundo laboral, tanto en las “villas miserias” como en sus humildes “ranchitos”, o en sus viviendas confortables, para asistirlos material y espiritualmente, precaverlos de tantos peligros, preservar su sentido moral y social, y elevar sus condiciones de vida.

Hoy es el Papa quien viene a vosotros para honrar en vuestras personas a los servidores de la gran labor, a la que todos estamos llamados, de transformar el mundo según los designios divinos; para descubrir en vuestros rostros los rasgos de Jesús de Nazaret, y para exhortaros a responder con hondo sentido de responsabilidad a la misión a la que Dios os ha llamado como constructores de la Argentina de hoy y del mañana.

¡Mostraos dignos de este llamado! Sed siempre conscientes de vuestra dignidad de trabajadores y argentinos, y colaborad con todas las fuerzas vivas del país, para hacer frente, de manera solidaria y constructiva, a vuestro compromiso como ciudadanos y como cristianos.

En nombre de Jesús, el obrero de Nazaret, a todos os bendigo de corazón.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

MENSAJE RADIOTELEVISIVO DE JUAN PABLO II

A LOS PRESOS


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Viernes 10 de abril de 1987



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. ¡Me hubiera gustando ir a veros personalmente durante este viaje a la querida nación argentina! Aunque ello no ha sido posible, podéis estar seguros de que el Papa, en su corazón de Pastor de toda la Iglesia, está siempre cercano a vosotros, de modo particular durante estos días.

El mensaje de Cristo –de paz, alegría, esperanza y verdadera libertad interior– del que estoy hablando a todos los argentinos y argentinas, se aplica también a vosotros, ya que ese mensaje es válido para todas las circunstancias de la vida humana.

Me he emocionado al leer las cartas que me habéis enviado. Os agradezco profundamente el afecto que demostráis hacia el Sucesor de Pedro, así como vuestras oraciones al Señor y a su Madre Santa María, por mi persona y por toda la Iglesia. ¡Que Dios en su bondad infinita os lo pague! Contad con mi oración especialísima por vosotros, hoy en la Santa Misa.

2. La adversidad, más que el disfrute superficial de los bienes, ayuda a veces al hombre a entrar en sí mismo, interrogándose por el sentido de su vida, por su propio camino en la existencia, por su responsabilidad en ella, por su destino. No hay que eludir estos interrogantes. Al contrario, hay que tratar de hacer luz hasta encontrar respuestas no sólo a problemas circunstanciales, sino al sentido mismo de la vida del hombre. Ha sido este adentrarse en sí mismo, el secreto de muchas resurrecciones en la historia de los hombres.

En efecto, aun en medio del dolor o del fracaso, Dios mismo nos está revelando lo que somos y lo que estamos llamados a ser. En el mismo anhelo de superar la desgracia, de ser más fuertes que el mismo dolor, se expresa de alguna manera la trascendencia del hombre que se sabe creado para la vida plena, para la felicidad sin límites. Siempre somos más de lo que hacemos, de lo que pensamos y deseamos. ¡Somos hijos de Dios!

Pero, junto con nuestra dignidad de criaturas salidas de las manos de Dios y redimidas por Cristo, se sigue abriendo paso dentro de nosotros la tentación del pecado. Toda caída, todo error nos descubre el misterio de fragilidad que se esconde en cada ser humano. Somos débiles, frágiles, pecadores. Es ésta una triste condición de nuestra pequeñez de criaturas que es preciso reconocer y tener siempre en cuenta.

Esta fragilidad propia de la condición humana está reclamando a Dios como fundamento firme de su vida. El reconocimiento de la propia debilidad nos inclina a apoyarnos en Dios, que es la fuerza que nos libra del pecado. Y nos levanta, si hemos caído.

3. A pesar de los motivos de dolor y desaliento que seguramente descubrís en el pasado o en el presente, podéis y debéis mirar al futuro con esperanza: no sólo con la esperanza humana de que un día podréis de nuevo vivir en libertad, sino sobre todo con la esperanza sobrenatural, la que da Cristo, con la cual podéis vivir ya ahora, en el presente, sin temor de quedar defraudados.

Nuestra esperanza se basa por tanto en Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, que ha dado su vida por nosotros –¡por todos nosotros!–, muriendo en la cruz y pagando así el precio de nuestro rescate: “habéis sido rescatados... no con algo corruptible como el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo” (1P 1,18-19).


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