Discursos 1986 16


A LA ASAMBLEA GENERAL DE LA FEDERACIÓN CATÓLICA


DE EDUCACIÓN FÍSICA Y DEPORTIVA


Jueves 3 de abril de 1986



Egregios señores:

17 1. Me alegra poder encontrarme con vosotros, participantes en la asamblea de la Federación católica de educación física y deportiva, que celebra en Roma el LXXV aniversario de su fundación.

Saludo a los presidentes y a los miembros de las diversas delegaciones nacionales, con los representantes de las distintas asociaciones miembros del movimiento de la FICEP. He notado que están enumerados aquí casi todos los Estados europeos, lo cual es signo de la vitalidad de la asociación y de su significativa presencia en el ambiente deportivo a través de los distintos organismos nacionales.

Me alegro con vosotros de la obra de formación humana y espiritual que, fieles a los objetivos institucionales de la Federación, intentáis realizar en el mundo del deporte. Ya desde 1906 la Federación pretendía reagrupar todas las fuerzas católicas para promover la sana educación física, junto con la religiosa y moral. Habéis mantenido la fe en este compromiso, que constituye vuestra razón de ser y el objeto específico de vuestro apostolado. Habéis sido fieles a vuestra misión en los años transcurridos y queréis serlo también hoy, en el complejo mundo deportivo contemporáneo, que se ha convertido en un fenómeno social de gran trascendencia e interés. Deseo animar la obra educativa y social realizada por todos vosotros, cuando intentáis difundir el verdadero sentido del deporte, no sólo en el mundo de las competiciones y de las exhibiciones deportivas, sino además en la práctica más común del deporte, es decir, en la actividad que desarrolla cada persona con el fin de lograr habilidad y eficacia física en el propio organismo para el bien de toda la persona.

2. Como afirmé con ocasión del Jubileo de los Deportistas, la Iglesia reconoce la dignidad fundamental del deporte en su intrínseca realidad en cuanto contribución a la formación del hombre y componente de su cultura y civilización (cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de abril de 1984, pág. 9). La verdad de este aserto se evidencia aún más en nuestra época, en la que la actividad deportiva parece haberse convertido en un hecho más común e incluso necesario. Algunas exigencias de la vida moderna y de la actividad del trabajo, tales como las estructuras domésticas de las grandes aglomeraciones urbanas, multiplican, en efecto, las circunstancias en que se hace necesario encontrar tiempo libre para ejercitar la fuerza y la destreza, la resistencia y la armonía de movimientos, con el fin de obtener o garantizar la eficacia física necesaria para el equilibrio global del hombre. En este contexto aparecen con mayor claridad los valores humanos del deporte, como momento importante del uso del propio tiempo, porque en él el hombre adquiere mayor dominio de sí y ejerce una expresión más adecuada de dominio de su inteligencia y de su voluntad sobre el propio cuerpo. De aquí nace una actitud serena de respeto, estima recuperación de la actividad deportiva y, en consecuencia, su consideración como un posible momento de elevación.

Considerad vuestra misión como un importante compromiso por lograr que con la multiplicación de la práctica del deporte a nivel colectivo, se realice también, por así decir, una "redención" del fenómeno deportivo, según los principios que la Iglesia ha proclamado siempre. Todo deportista tienda a obtener, con el dominio de sí mismo, aquellas virtudes humanas básicas que constituyen una personalidad equilibrada y que desarrollan además "una actitud agradecida y humilde hacia el Dador de todo don y, por tanto, también de la salud física, abriendo así el alma a los grandes horizontes de la fe. El deporte practicado con sapiencia y equilibrio asume entonces un valor ético y formativo y es palestra de virtudes válidas para la vida" (Discurso a los participantes en los Juegos nacionales italianos de la Juventud, 9 de octubre de 1982).

3. Conviene subrayar que una auténtica formación humana y cristiana de los deportistas se convierte indirectamente en instrumento de educación en un plano social más amplio. Es bien conocido el interés que existe actualmente por el atletismo y por aquellas actividades deportivas que se han convertido en espectáculo. Tales actividades ocupan gran parte del tiempo libre y del entretenimiento de la población actual. No se trata, obviamente, de un fenómeno nuevo, pero es evidente que los medios de comunicación social han convertido hoy los hechos deportivos en algo tan universalmente conocido que hacen de ellos un paradigma de la psicología de masas, exaltando la emotividad de los sujetos y difundiendo en los espectadores consiguientes expresiones de emulación.

Ahora bien, si el deporte se practica incluso en el contexto del atletismo, como una oportunidad para exaltar la dignidad de la persona, puede convertirse en un vehículo de fraternidad y de amistad para todos aquellos que siguen los acontecimientos deportivos. Quien asiste a una manifestación deportiva, la vive en cierto modo, participa del espíritu que la determina, nota sus efectos.

En estas circunstancias no debería prevalecer la exaltación de la fuerza y mucho menos el empleo de la violencia, cuando la manifestación deportiva se convierte en ocasión para descargar agresividades latentes de algunos individuos o grupos. También el espectador debe saber respetar la regla fundamental del deporte en cuanto confrontación leal y generosa, lugar de encuentro, vínculo de solidaridad.

Considerad a este respecto la importancia que tiene al formar profesionales del deporte capaces de testimoniar en cualquier circunstancia los valores auténticos de la competitividad sana y correcta. Todo "campeón" es en cierto modo un modelo hacia el que los jóvenes manifiestan una gran sensibilidad; ahora bien, si en la juventud se difunde el sentido de la igualdad y de la amistad, si en las competiciones prevalece la lealtad en las relaciones, la serenidad en las actitudes, si, en una palabra, se saben respetar siempre los valores fundamentales de la persona humana, fin y medida de toda actividad deportiva, el deporte puede contribuir a difundir en las mismas masas de espectadores un espíritu más auténtico de fraternidad y de paz.

4. Como veis, vuestro compromiso en favor de una formación ética en el ambiente deportivo tiene un alcance cada vez mayor y se revela cada vez más válido e interesante. Os deseo que continuéis realizando eficazmente, con la ayuda de Dios, la tarea que habéis asumido como misión.

El misterio pascual que celebramos en estos días sea para vosotros motivo de inspiración y de esperanza. Vosotros intentáis, en efecto, que el hombre se renueve continuamente en el bien y sea capaz de orientar su vida hacia "una esperanza viva, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible". (
1P 1,3-4).

18 Con estos sentimientos deseo impartir a todos vosotros y a vuestras asociaciones mi bendición apostólica.







Mayo de 1986



MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1986




Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. Iglesias jóvenes

La solemnidad de Pentecostés que, entre las celebraciones litúrgicas, se propone reavivar en todos los fieles la conciencia de que la Iglesia debe anunciar el mensaje de Jesús en todo el mundo, dedica, este año, especial atención a la circunstancia del 60 aniversario de la Jornada Misionera mundial.

Adquiere por eso particular significado la costumbre de hacer llegar a todo el Pueblo de Dios —precisamente el domingo de Pentecostés— un Mensaje especial para esta "gran Jornada de la catolicidad", como la quisieron llamar desde su origen (cf. Carta del cardenal Van Rossum, Prefecto de Propaganda Fide, a los Obispos de Italia).

Hoy, al percibir mejor que nunca la visión global de las necesidades de todas y cada una de las Iglesias, sentirnos más apremiante el empeño por identificar nuevamente la vocación fundamental de anuncio, testimonio y servicio al Evangelio; sentimos más impelente la necesidad de ayudar a los misioneros, sean éstos sacerdotes, religiosos, religiosas, y también jóvenes plenamente comprometidos en una vida de consagración a Dios en el mundo o laicos voluntarios que dan su aportación al desarrollo de las Iglesias jóvenes. Llegue mi saludo, mi gratitud y estima, a todos aquellos que, por doquier, anuncian el misterio de Cristo, único y verdadero Redentor de la humanidad.

2. Sentido catequético del Domingo mundial de las Misiones

¿Qué nos dicen los sesenta años de historia de la Jornada Misionera mundial?

Al comienzo de esta historia escuchamos la voz genuina de una pequeña porción del Pueblo de Dios que, con su adhesión a la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe, supo hacerse intérprete de la misión universal de la Iglesia católica que, por su misma naturaleza, se inserta en las diversas culturas locales, sin perder nunca su profunda identidad de ser "sacramento universal de salvación" (cf. Lumen gentium LG 48 Ad gentes, AGD 1). Y cuando la sugerencia para la institución de esta Jornada llegó a la Sede de Pedro, su promotor Pío XI, de feliz memoria, la acogió inmediatamente, exclamando: "Es ésta una idea que viene del cielo".

La iniciativa, confiada a las Obras Misionales Pontificias, especialmente a la Obra de la Propagación de la Fe, ha tenido siempre como objetivo dar al Pueblo de Dios conciencia de la necesidad de implorar, promover y sostener las vocaciones misioneras, y de la obligación de cooperar espiritual y materialmente a la causa misionera de la Iglesia.

19 Hay que dar realmente gracias al Señor de que tantos hijos suyos, tantas familias cristianas, educados en el espíritu evangélico del amor desinteresado, hayan respondido a las consignas de la Jornada Misionera con admirables ejemplos de "caridad universal", evidenciada con tantos sacrificios y plegarias ofrecidas por los misioneros, y a menudo con la colaboración directa de sus fatigas apostólicas.

Esto induce a pensar que la Jornada Misionera mundial puede y debe ser, en la vida de cada una de las Iglesias particulares, ocasión para llevar a la práctica la pastoral de catequesis permanente de abierta dimensión misionera, proponiendo a cada uno de los bautizados y de las comunidades cristianas, un programa de vida "evangelizada y evangelizadora".

El problema, siempre actual en la Iglesia, de la dilatación del reino de Dios entre los pueblos no-cristianos, ha estado de continuo presente en mi mente desde el comienzo de mi ministerio apostólico de Pastor universal de la Iglesia que coincidió —diría que providencialmente— con el domingo 22 de octubre de 1978, aquel año Jornada Misionera mundial. Por eso, como he tenido ya ocasión de recordar en otras muchas circunstancias, me he hecho, año tras año, "catequista itinerante" para ponerme en contacto con los numerosos grupos de población que no conocen todavía a Cristo; para compartir tanto las riquezas espirituales de las Iglesias jóvenes como sus necesidades y sufrimientos, así como sus esfuerzos para que la fe cristiana ahonde cada vez más sus raíces en las respectivas culturas; para estimular a todos aquellos que trabajan en los puestos avanzados de tan ingente empresa evangelizadora, a fin de que, con su vida, den siempre testimonio de credibilidad, sobre todo a los jóvenes, del mensaje evangélico que anunciamos.

3. Urgencia de una nueva evangelización

Todos sabemos la trascendencia que la experiencia de un renovado Pentecostés, vivido gracias al Concilio Vaticano II, ha tenido para la historia de los últimos veinte años.

En aquel evento extraordinario, la Iglesia adquirió más clara conciencia de sí misma y de su misión, proyectándose en un diálogo abierto con toda la familia humana para hacer propias "las alegrías y esperanzas, las tristezas, angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los que sufren" (Gaudium et spes
GS 1).

La Iglesia ha hecho todo lo posible para traducir en firme realidad la comunión de Dios con la comunidad de los hombres y la comunión de los hombres entre sí, mediante una catequesis constante derivada del Concilio Vaticano II; pero, al mismo tiempo, ha tenido que hacer frente al drama más profundo de nuestra época, "la ruptura entre Evangelio y cultura" (Pablo VI, Evangelii nuntiandi EN 20).

De ahí el deber cada vez más apremiante de centrar la misión global de la Iglesia en su acción fundamental: "la evangelización", el anuncio a los pueblos, que hace descubrir quién es Jesucristo para nosotros.

Veinte años después del Concilio, el impulso renovador de un nuevo Pentecostés ha avivado también el Sínodo Extraordinario de los Obispos, del que me hice promotor para que todos los miembros del Pueblo de Dios lleguen a realizar, con amor y coherencia, las orientaciones y directivas del Concilio.

Al celebrar, verificar y promover el acontecimiento conciliar, la Iglesia, interpelada por la urgencia de detectar las necesidades de toda la familia humana, se proyecta hacia el tercer milenario, asumiendo con renovada energía su misión fundamental de "evangelizar", de anunciar la fe, esperanza y caridad que la Iglesia misma reporta en su perenne juventud, guiada por la luz de Cristo vivo, "camino, verdad y vida" para el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos (cf. Discurso de clausura del Sínodo Extraordinario de los Obispos, 7 de diciembre de 1985; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de diciembre de 1985, pág. 10).

Se trata de una evangelización permanente, que halla su punto de novedad en el hecho de que esta grave tarea hay que asumirla en perspectiva universal, ya que los problemas y desafíos de hace veinte años se proponían a las Iglesias de nueva fundación, hoy tienen una resonancia mundial. Impulsan a la Iglesia y a sus miembros a sentirse por doquier en estado de misión.

20 La corresponsabilidad misionera como signo de la colegialidad episcopal, tan destacada por el Concilio, ha de traducirse, cada día más, en signo visible de la "solicitud" que cada uno de los obispos debe manifestar por todas las Iglesias (cf. Christus Dominus CD 3), no sólo por la propia Iglesia particular.

La fundación de nuevos institutos misioneros en las Iglesias jóvenes nos hace constatar que también las Iglesias más necesitadas ofrecen el don de nuevos obreros para la evangelización y debe mover a todas las Iglesias a donar y a donarse a la Iglesia universal, vivan aquellas en condiciones de bienestar o de pobreza de medios y de fuerzas apostólicas.

El envío cada vez más numeroso de sacerdotes diocesanos "Fidei donum", de laicos, de voluntarios, a las misiones "ad extra", revela la conciencia típicamente misionera de comunidades eclesiales, capaces de "salir de sí mismas" para anunciar a Cristo en otras partes, y debe apremiar a las asociaciones movimientos, grupos eclesiales, a fortalecer su testimonio de fe para ver en la misión la llamada de Dios a hacer de todos los pueblos de la tierra el único Pueblo de Dios.

Todos los sectores de la comunidad eclesial —la familia, los niños, los jóvenes, el mundo de la escuela, del trabajo, de la técnica, de la ciencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales— están implicados en esta misma perspectiva. Se puede, por eso, afirmar que la Iglesia que se proyecta hacia el tercer milenario es una Iglesia esencialmente misionera.

4. Valioso servicio de las Obras Misionales Pontificias

A este respecto se demuestra muy valioso el servicio que llevan a cabo las Obras Misionales Pontificias, institución de la Iglesia universal y de cada una de las Iglesias particulares, porque son "instrumentos privilegiados del Colegio Episcopal unido al Sucesor de Pedro y responsable con él del Pueblo de Dios, que es enteramente misionero" (cf. Estatutos de las Obras Misionales Pontificias, I, n. 6, 1980). Son Obras que el Espíritu del Señor suscitó hace ya más de siglo y medio, y ha suscitado progresivamente, en medio de su pueblo para manifestar al mundo el testimonio especial de caridad que se hace solidario toda la obra de evangelización en el mundo. Estas Obras se revelan efectivamente "medio privilegiado de comunicación de las Iglesias particulares entre sí y... entre cada una de ella y el Papa que, en nombre de Cristo, preside la comunión universal de la caridad" (ib., 1, 5).

En la historia de la cooperación misionera, las Obras Misionales Pontificias han construido "puentes de solidaridad" que ciertamente no podrán fallar, porque están cimentados en la fe de la resurrección de Cristo, alimentados por la Eucaristía.

En esta sólida e ingente construcción, el laicado católico ha escrito las páginas más bellas de su vitalidad misionera. Paulina Jaricot, inspiradora de la Obra de la Propagación de la Fe, es su figura emblemática. El año próximo recordaremos el 125 aniversario del final de su itinerario misionero; será el mismo año en el que se celebrará el Sínodo General de los Obispos, sobre un tema significativo a este mismo respecto: "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo".

5. Conclusión

A veinte años del Concilio Vaticano II, la Iglesia se siente llamada a verificar la fidelidad a la gran consigna propuesta por aquella Asamblea Ecuménica: "El deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana" (Optatam totius OT 2).

Es consolador, a este respecto, constatar en las diversas comunidades el incremento del sentido de responsabilidad. Mucho se ha hecho ya, pero queda también mucho por hacer, porque el Concilio Vaticano II espera de todos, y especialmente de las familias cristianas y de las comunidades parroquiales, la "máxima ayuda" para el aumento de las vocaciones (cf. ib.).

21 Quiero manifestar en esta ocasión el ardiente deseo de que el laicado católico —en su conjunto y en activa comunión con los guías del Pueblo de Dios— encuentre en el servicio de las Obras Misionales Pontificias luminosos valores provenientes de una fecunda escuela de caridad universal".

La Santísima Virgen María, misionera fiel de todos los tiempos, os ayude a todos, venerados hermanos e hijos queridísimos, a comprender este mensaje, a responder a él con conciencia clara e inteligencia penetrante, y con espíritu de comunión y de solidaridad.

Renuevo mi gratitud a los miembros de la Iglesia llamados con vocación especial a un servicio de evangelización "ad gentes", sobre todo a aquellos que se encuentran en situaciones difíciles para el anuncio del reino de Dios. A todos imparto cordialmente mi bendición.

Vaticano, 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés de 1986, VIII año de mi pontificado.



JUAN PABLO PP. II




Junio de 1986




A UN GRUPO DE DIPLOMÁTICOS LATINOAMERICANOS


Viernes 27 de junio de 1986

Distinguidos señores y señoras:

Me complace tener este encuentro con vosotros, funcionarios del cuerpo diplomático latinoamericano, que habéis realizado en Florencia un Curso de especialización en Relaciones Internacionales, patrocinado por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Italia.

En vosotros están representadas once naciones latinoamericanas, prueba del alcance y validez que va tomando esta iniciativa, que arranca de años atrás. Gracias a ello vais adquiriendo una mayor preparación profesión que redundará en un mejor servicio a vuestros respectivos países.

Agradezco a vuestro colega los nobles pensamientos que, en nombre de todos, ha puesto de manifiesto y que nos acercan a la compleja realidad humana y social de América Latina, en la que una vez más voy a estar presente, dentro de unos días, en la querida Colombia. Es el camino del encuentro de la comprensión y de la solidaria cooperación entre pueblos y naciones, tan necesaria en nuestro tiempo.

Sólo así es posible que vaya tomando cuerpo y tenga vigor ese gran continente de la esperanza, en el que cada comunidad nacional debe reflejar la integración religiosa, humana, social y política de cada individuo, con plena libertad y respeto para ejercer sus derechos ciudadanos en función del bien común.

En el desempeño de vuestra misión diplomática frecuentemente entraréis en contacto con diversos problemas y cuestiones que atañen a las relaciones internacionales, ya sean a nivel bilateral como plurilateral. Es pues necesario que cumpláis vuestro cometido con la competencia que os toca, pero al mismo tiempo teniendo una perspectiva más amplia, ya que a menudo hay implicaciones de orden humanitario y ético. En efecto, siempre se trata de un servicio en el que, por encima de cualquier consideración y valoración, está la primacía de las personas, cuya dignidad y derechos es necesario tutelar y promover siempre.

22 A menudo deberéis trabajar por el acercamiento, la paz, la convivencia y el desarrollo integral entre los pueblos. Estos son unos objetivos a los que vale la pena dedicar la mayor consideración y las propias energías.

Sin embargo, es evidente que este cometido no puede disociarse de la atención que merece el conjunto de principios morales que deben regular la actividad de las personas. A los responsables de la vida social, económica y política de América Latina corresponde respetar también en mayor medida estos principios, haciendo de su función pública un servicio a la promoción de cada ciudadano y a la construcción del bien común en cada nación y en la comunidad internacional.

Por todo ello, os aliento a entregaros a esa noble tarea con espíritu abierto y generoso, con decidida actitud de servicio y profunda conciencia moral. Por mi parte os aseguro mi plegaria ante el Señor por cada uno de vosotros, por vuestras familias y por vuestras respectivas Naciones, a la vez que os imparto con afecto mi Bendición Apostólica.





MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


EN VÍSPERAS DE LA PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA


Lunes 30 de junio de 1986

Señores cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado,
amadísimos hermanos y hermanas de Colombia:

Al aproximarse ya el día tan deseado, en el que tendré el gozo de iniciar mi visita pastoral a vuestra noble nación, deseo enviaros a todos desde Roma, centro de la catolicidad, mi afectuoso saludo: “Que la gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo” .

El cuarto centenario de la Renovación de la venerada imagen de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá constituye la ocasión propicia para que el Papa tome nuevamente el cayado de Peregrino de Evangelización para ir al encuentro de los hijos e hijas de un país de hondas raíces cristianas y cuna de altos valores históricos, morales y culturales que honran a todo el continente latinoamericano.

Agradezco cordialmente ya desde ahora a las Autoridades y al Episcopado de Colombia la amable invitación que me hicieran en su día. Con la gracia de Dios, espero poder llegar a vuestro querido país el próximo 1 de julio para compartir con vosotros unas jornadas en las que, obedeciendo al mandato del Señor, el Sucesor de Pedro confirme a sus hermanos en la fe , haga más viva vuestra caridad e impulse la “nueva evangelización”, sembrando palabras de paz y esperanza que orienten la marcha de los hombres hacia los “cielos nuevos” y la “tierra nueva” .

Durante los días que estaré entre vosotros, tendré ocasión de recorrer una parte importante de la extensa geografía colombiana. Iré al Santuario Nacional de la Virgen de Chiquinquirá y visitaré Bogotá, Tumaco, Popayán, Cali, Chinchiná, Medellín, Armero, Bucaramanga, Cartagena y Barranquilla. Siento no poder ir en persona a otras ciudades y lugares en donde, como muestra de filial devoción al Pastor de la Iglesia universal, han deseado mi presencia; quiero, sin embargo, manifestar mi reconocimiento a las autoridades eclesiásticas y civiles, y a los queridos fieles por sus amables invitaciones. Realizaré esta visita apostólica teniendo en mi corazón a todos los colombianos. Mi viaje será una peregrinación mariana al Santuario de la Virgen Patrona de Colombia, y una peregrinación evangelizadora al santuario de cada hombre, al santuario de todo el Pueblo de Dios. Es mi deseo encontrarme y dialogar con representantes de los diversos sectores de la sociedad y con gentes de todas las regiones, desde la Guajira hasta la Amazona, desde las costas del Pacifico hasta los Llanos orientales.

23 Veo complacido el generoso afán y el ardiente entusiasmo con que, bajo la guía de vuestros Pastores, os estáis preparando para que este encuentro con el Papa produzca abundantes frutos espirituales y os infunda valor cristiano para superar las pruebas de la hora presente. Deseo expresar a todos, autoridades y ciudadanos, clero y fieles en general, mi sincero aprecio por la generosa colaboración que están prestando y por las fervientes oraciones, para que las jornadas ya cercanas de mi visita resulten intensas celebraciones de fe que se hagan vida en una más profunda comunión eclesial y refuercen los lazos de fraternidad y la voluntad de pacífica convivencia entre todos los amados hijos colombianos, sin distinción de origen o posición social.

A Nuestra Señora de Chiquinquirá, en este ano Mariano Nacional, encomiendo mi peregrinación apostólica por los caminos de Colombia y, mientras elevo mi plegaria al Altísimo para que infunda vivos deseos de reconciliación, amor fraterno y paz verdadera en el corazón de todos, os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen.





: Julio de 1986



PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

CEREMONIA DE BIENVENIDA

Aeropuerto Internacional «Eldorado» de Bogotá

Martes 1 de julio de 1986



Señor Presidente,
amados hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

1. ¡Alabado sea Jesucristo!

Vengo a vuestro noble país, amado pueblo de Colombia, como Mensajero de Evangelización que enarbola la cruz de Cristo, deseando que su silueta salvadora se proyecte sobre todas las latitudes de esta tierra bendita.

24 Acabo de besar el suelo como signo de consideración al país y como señal de afecto a todos y cada uno de sus habitantes. Es un gesto de adoración al Creador [cf. Sal 95(94)], de respeto, lleno de admiración, hacia el mundo creado por Dios (cf. Sal Ps 8,4), quien en estas regiones ha sido tan pródigo en derramar sus dones; es además, una expresión de simpatía hacia todos los amados colombianos, a quienes desde el momento de mi llegada quiero abrazar, con este “ósculo santo” (cf. 1Ts 1Th 5,26), en Cristo Jesús.

Esta tierra privilegiada acogió con cariño filial, hace ahora 18 años, a mi predecesor de inolvidable memoria, Pablo VI, quien el 23 de agosto de 1968 llegó a esta ciudad de Bogotá, para presidir las celebraciones del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional e inaugurar aquí la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Vosotros evocáis ahora, sin duda, con gratitud y alegría aquel gran acontecimiento eclesial que fue el primer encuentro del Vicario de Cristo con este pueblo y este continente.

2. Esta segunda visita de un Papa a Colombia constituye un nuevo eslabón, altamente significativo, que se añade a la cadena de vuestra ya larga historia religiosa.

He acariciado desde hace tiempo el deseo de visitaros y me siento feliz al ver que finalmente mi esperanza se hace hoy realidad: estoy en medio de vosotros para orar en común, para celebrar comunitariamente nuestra fe y meditar juntos la palabra de Dios. Quiero ser sembrador de las enseñanzas de Jesús, de la doctrina perenne de la Iglesia, en esta ciudad capital y en las otras ciudades y lugares que, con la ayuda de Dios, me propongo visitar. Mi deseo es sentirme y que me sientan cercano todas las personas de cualquier clase o condición, pero particularmente los que sufren, los pobres y los más abandonados, si bien mi corazón está abierto a todos, según la expresión del Apóstol San Pablo: “Me hago todo para todos, para salvarlos a todos. Todo lo hago por el Evangelio” (1Co 9,22-23).

Desde cualquier punto donde me encuentre, mi palabra se dirigirá a todos los colombianos, a todos y cada uno de los sectores del Pueblo de Dios que peregrina en esta tierra. Vengo a compartir vuestra fe, vuestros afanes, sufrimientos y esperanzas. A todos vaya, desde este primer momento, mi saludo eclesial y mi bendición. Sí, pasaré por todas partes bendiciendo, porque sé que vosotros, como todos los hijos de este amado continente latinoamericano, estáis convencidos de que la bendición es expresión connatural de la actitud religiosa, de la proximidad de Dios que efunde su infinita bondad en todos los corazones.

3. Como una respuesta que brota de lo íntimo del corazón, he acogido gustoso la amable y reiterada invitación a visitaros que me hicieran tanto el Señor Presidente de la República, como vuestros obispos.

Reciba usted, Señor Presidente, mi más deferente saludo, as como la expresión de mi gratitud por su invitación a realizar esta peregrinación apostólica y por sus amables palabras de acogida cordial. Saludo también y agradezco su presencia a las demás personalidades aquí congregadas: miembros del gobierno, magistrados supremos, altos jefes militares, Cuerpo Diplomático y autoridades locales.

Colombia, país que se distingue por su cultura, por su nobleza de espíritu, así como por su fe en Dios y por sus ideales cristianos sigue mirando hacia adelante con el propósito de afianzar sus valores y consolidar su empeño por el ansiado don de la paz, de la auténtica paz cristiana que es fruto de la justicia, del respeto mutuo y, sobre todo, del amor, el cual debe reinar entre todos los ciudadanos, hermanos entre si e hijos de Dios. Pido a Cristo, Príncipe de la Paz, que bendiga todos los esfuerzos que Colombia está llevando a cabo para lograr la paz que anhela y que está pidiendo con clamor lleno de esperanza.

4. Saludo con afecto a los amadísimos hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, catequistas, laicos comprometidos y a todo el pueblo colombiano que, a lo largo de los siglos, ha dado tantas muestras de aquilatada fe y amor a Dios, de veneración filial a la Virgen María, de fidelidad a la Iglesia católica, de adhesión sincera al Sucesor de Pedro.

5. Sé que vuestra nación ha sido probada en los últimos años por duros acontecimientos de diverso orden, que han hecho recaer sobre sus habitantes desgracias y dolores a veces inenarrables. Pero sé igualmente que, por la gracia de Dios, vuestro ánimo no ha desfallecido y mantenéis muy alta la esperanza y la decidida voluntad de luchar contra las adversidades, incrementando el esfuerzo personal y colectivo de superación constante, de progreso auténtico y de pacífica convivencia social, inspirándoos en vuestra fe cristiana y en vuestros nobles ideales patrios. Tengamos la certeza de que a cuantos saben aceptar, enfrentar y superar la prueba, les aguarda la recompensa prometida al sacrificio. Dios está siempre con vosotros.

Así, con la confianza puesta en el Señor, sintiéndome, por mi parte, junto con los obispos colombianos, hermano vuestro y Pastor de vuestras almas, mirando e invocando a la Virgen de Chiquinquirá, cuya imagen, renovada hace cuatrocientos años, vamos a venerar en su santuario nacional, doy comienzo gozosamente a mi peregrinación apostólica. Desde este momento el Papa se pone en marcha “con la paz de Cristo, por los caminos de Colombia”.



PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS SACERDOTES, LOS SEMINARISTAS Y LOS RELIGIOSOS


25

Catedral primada de Bogotá

Martes 1 de julio de 1986

1. Cuán profundo es mi gozo, porque los primeros pasos de mi peregrinar “con la paz de Cristo por los caminos de Colombia” me traen a este feliz encuentro con vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, diocesanos y religiosos, presididos por vuestros obispos.

La dicha del Papa, alimentada por tan sincero aprecio, se convierte en acción de gracias al Señor por el crecimiento y vigor de la Iglesia en Colombia que, gracias a vosotros, tiene en su haber numerosas y pujantes iniciativas de celo pastoral y misionero, al servicio de Dios y de los hermanos y al servicio de la misma vida sacerdotal en el presbiterio, para bien de la Iglesia local y universal.

Especialmente significativo es que este encuentro de fe y amor se lleve a cabo en la catedral primada de esta ciudad capital, centro de irradiación y convergencia de la vida de la Iglesia en Colombia, y a los pies de María, la Inmaculada Concepción, a quien está consagrada esta basílica, esta arquidiócesis y la nación entera.

La presencia y el ejemplo de María, la siempre fiel, la Virgen de la Esperanza, en una nación y en un continente de esperanza para la Iglesia y para el mundo, me llevan a haceros un llamamiento a la fidelidad a vuestro ministerio actual y futuro, según las palabras y el programa del Apóstol: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien: lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles” (1Co 4,1-2).

2. Ser fieles a vuestro servicio sacerdotal significa reavivar cada día la gracia de Dios que está en vosotros desde el momento de la ordenación (cf. 2Tm 2Tm 1,6). A tal fin, me complazco en evocar la santa memoria de tantos Pastores que, fieles a su ministerio, en todos los rincones de la patria, han sido servidores de esta Iglesia. Desde los primeros obispos y sacerdotes, cuya gesta misionera es digna de admiración por su carácter verdaderamente heroico, hasta la no menos admirable constancia de cuantos os han precedido para llevar adelante la obra del Reino de Dios, en un trabajo casi siempre callado y humilde, en parroquias y veredas, en una catequesis tenaz y en todos los servicios de educación, asistencia y caridad.

De esta pléyade de apóstoles de Cristo, la voz de la Iglesia ha exaltado como modelos y protectores, en el amanecer de la evangelización, a San Luis Beltrán, llamado “el Padre de los indios”, y a San Pedro Claver, el incansable defensor de quienes eran traídos como esclavos; y ¿cómo no recordar al Beato Ezequiel Moreno, abnegado misionero e intrépido Pastor? En esta misma catedral, muy cercano en el tiempo y en el afecto, reposan las cenizas del Siervo de Dios, Ismael Perdomo, ejemplo de fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

3. El gozo y la esperanza del encuentro de esta tarde me llevan, con amor de padre y de pastor, a preguntaros: ¿Qué estáis haciendo hoy, carísimos hermanos sacerdotes, para proseguir esta obra santificadora y evangelizadora? ¿Cómo os estáis preparando, queridos seminaristas diocesanos y religiosos, para ser dignos sucesores de tan esclarecidos ejemplos? ¿Os preparáis todos para una nueva etapa de evangelización y para agradecer a Dios los cinco siglos de cristianismo en vuestras benditas tierras?

No ignoro las dificultades por las que hoy atraviesa vuestra patria. Pero ciertamente lo que el pueblo cristiano pide de cada uno de vosotros, lo que la Iglesia espera, es que seáis íntegramente sacerdotes: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1).

Se os pide lo que verdaderamente podéis dar: la Palabra de salvación, los sacramentos, el amor y la gracia de Cristo, el servicio de orientar hacia una vida más cristiana, digna y humana. Si sois portadores auténticos de estos dones, veréis que vuestra vida se realiza plenamente y trataréis de adecuaros cada vez más a esta tarea con el respeto y el amor que debe infundir en vosotros la conciencia clara de que el Señor, a pesar de nuestra fragilidad, ha puesto en nuestras manos un tesoro de incalculable valor (cf. 2Co 2Co 4,7 2Co 2Co 4,


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