Discursos 1986 42


PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA


A LOS OBISPOS DEL CELAM


Bogotá, miércoles 2 de julio de 1986

Amados hermanos en el Episcopado:

1. La feliz circunstancia de vuestra reunión en Bogotá permite que mi visita apostólica a Colombia adquiera, en esta sede del CELAM, una dimensión que abarca a la gran familia latinoamericana. En vuestras personas saludo a todas las amadas Iglesias del continente, a sus Conferencias Episcopales y a todos los hombres y mujeres que en América Latina se esfuerzan por fecundar, con la fuerza del Evangelio, la vida de los pueblos que, va a hacer ahora cinco siglos, recibieron la luz de la fe y quieren seguir manteniendo su fidelidad a Cristo, a las puertas ya del tercer milenio cristiano. No es necesario repetir cuán cerca de mi corazón están los habitantes de estas tierras americanas, cuán grande es mi preocupación por todos sus problemas y mi solidaridad en todas sus dificultades y esperanzas.

Al llegar a esta casa, donde el Consejo Episcopal Latinoamericano tiene su sede, no puedo por menos de evocar aquella memorable visita de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, quien la inauguró con su bendición en agosto de 1968, con motivo del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá. Ni puedo dejar de recordar que fue en esta misma ciudad donde el Papa abrió los trabajos de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que luego se desarrolló en Medellín. En su discurso manifestaba la viva emoción que le embargaba en aquella “primera visita personal del Papa a sus hermanos y a sus hijos en América Latina”. En los dieciocho años que nos separan de aquel histórico momento los encuentros del Sucesor de Pedro con el Episcopado latinoamericano se han multiplicado, y los intercambios entre la Santa Sede y el CELAM se han hecho cada vez más frecuentes y fructuosos.

A ellos he querido contribuir con mi solicitud pastoral, desde aquella memorable jornada del 28 de enero de 1979 en el Seminario Palafoxiano de Puebla de los Ángeles, México, cuando se inauguró la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Sucesivamente tuve la alegría de encontrar a los obispos participantes en la Asamblea de Río de Janeiro en 1980 con la que se conmemoraba las Bodas de Plata del CELAM; tres años más tarde inauguré en Puerto Príncipe la asamblea ordinaria de 1983, y en 1984 inicié las celebraciones del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo, desde Santo Domingo. Me es grato evocar estos acontecimientos como testimonio de comunión entre el CELAM y el Sucesor de Pedro, a la vez que como signo elocuente del afecto colegial que anima las relaciones entre la Santa Sede y las diferentes Conferencias Episcopales latinoamericanas.

Os encontráis, queridos hermanos, en reunión llamada de “coordinación”, para revisar los programas del CELAM, evaluar los resultados obtenidos y concordar las actividades que habrán de llevarse a cabo en estos últimos meses, previos a la asamblea general que tendrá lugar en marzo del próximo año. Hago fervientes votos para que los frutos de vuestros trabajos se traduzcan en un servicio cada vez más eficaz a las Conferencias Episcopales del continente, en orden a una más profunda evangelización y a una fortificación saludable del tejido eclesial.

2. Deseo ahora compartir con vosotros algunas reflexiones acerca de la misión que, guiados par el Espíritu, desempeñáis como Pastores de la Iglesia en América Latina.

En momentos de tanta incertidumbre por los que atraviesa vuestro continente y en medio de tantas llamadas seductoras que provienen de los poderes de este mundo, de los ídolos modernos y de las ideologías materialistas, los cristianos necesitan ser afianzados en la fidelidad. En un mundo como el nuestro en el que la verdad se ve acosada por el engaño, y los valores perennes suplantados a veces por intereses egoístas, es necesario educar la conciencia cristiana en la fidelidad.

Fidelidad, en primer lugar al Espíritu Santo, que es fuerza de renovación y de vida, principio de unidad y vínculo de la paz. Toda nuestra predicación, toda nuestra acción pastoral, todo nuestro ministerio es sólo instrumento del Espíritu que actúa y que renueva. El es quien da el vigor transformador y produce los frutos de la vida cristiana. El nos guía, nos fortalece, nos da las respuestas que exigen los retos pastorales de cada momento.

Mas el Espíritu nos conduce suavemente hacia una inquebrantable fidelidad a la Palabra de Dios, que es la norma imprescindible de nuestra predicación. Estamos —como dice el sugestivo título del documento final del Sínodo Extraordinario de 1985— “sub Verbo Dei”. Y estar bajo la Palabra de Dios, en fidelidad incondicional a esa Palabra que es Cristo mismo, es reconocer que nuestro mensaje viene de Dios; es mantener viva en la Iglesia aquella actitud reverente que expresan justamente las palabras iniciales de la Constitución dogmática sobre la divina revelación: “Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans” (Dei Verbum DV 1) . Esta fidelidad a la Palabra nos exige no solamente renunciar a discursos puramente humanos o seculares cuando se trata del anuncio del designio divino de salvación, sino mantener firmemente el sentido original de la Sagrada Escritura, sin separarlo de la viva Tradición eclesial ni de la interpretación auténtica del Magisterio.

43 Dicha fidelidad a la Palabra es el fundamento de la misión del obispo como maestro de verdad; de la verdad que viene de Dios y que lleva a la auténtica liberación del hombre: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). Tal fue el compromiso asumido por los Pastores latinoamericanos en la histórica Conferencia de Puebla: “El obispo es maestro de la verdad. En una Iglesia al servicio totalmente de la Palabra, es el primer evangelizador, el primer catequista; ninguna otra tarea lo puede eximir de esta misión sagrada”(Puebla, 687) .

3. Mas la fidelidad al Espíritu y a la Palabra implica la inseparable fidelidad a la Iglesia de Jesucristo, en la cual dicha Palabra salvadora es proclamada. Ello exige mantener una visión eclesiológica integral y una concepción sacramental de la comunidad que formamos los que pertenecemos al Cuerpo Místico de Cristo, sin ceder a concepciones unilaterales o a una visión exclusivamente sociológica de la Iglesia (Relación final del Sínodo Extraordinario, III, A. 3) .

El CELAM, con su meritorio labor de reflexión y de intercambio al servicio de las Conferencias Episcopales del continente, y en unión con la Santa Sede, ha contribuido a reforzar la cohesión entre las distintas Iglesias particulares, señalando también, con responsabilidad y solicitud pastoral, las ambigüedades que en algunos momentos amenazaban la identidad eclesial.

Si somos fieles al Espíritu, a la Palabra y a la Iglesia de Jesucristo, también seremos fieles al hombre a cuyo servicio, especialmente de los más pobres y necesitados, hemos sido enviados como mensajeros de salvación. Precisamente por servir con fidelidad a los hombres de nuestro tiempo la Iglesia levanta hoy decididamente su voz para defender los derechos humanos y la dignidad que fundamenta esos derechos. Y en este contexto de respeto por la persona humana y de fidelidad a su destino sobrenatural, los obispos latinoamericanos, y con ellos todas las comunidades eclesiales que dignamente presiden, han acogido los documentos “Libertatis Nuntius” y “Libertatis Conscientia” recientemente promulgados por la Sede Apostólica. Dichos documentos, en el marco del Magisterio pontificio, han contribuido a precisar el auténtico sentido evangélico de conceptos básicos que, arbitrariamente, venían siendo presentados desde una óptica ideológica o clasista. “La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la dimensión socioética que es una consecuencia de ella”, afirma la “Instrucción sobre libertad cristiana y liberación” . Por otra parte, a la vez que reconocer la utilidad y necesidad de una teología de la liberación, he querido recordar también que ésta debe desarrollarse en sintonía y sin rupturas con la tradición teológica de la Iglesia y de acuerdo con su doctrina social (cf. Carta a la Conferencia episcopal brasileña, 5; 9 de abril de 1986)

4. Tenéis la alegría y el honor, amados hermanos, de ser Pastores de pueblos en su inmensa mayoría creyentes, católicos. Pero, al mismo tiempo, sois conscientes de las amenazas que se ciernen sobre la grey que apacentáis. ¿Cómo no hacer presente en esta hora de América Latina una preocupación que sé que compartís y que he sentido el deber pastoral de expresar en mi Encíclica sobre el Espíritu Santo? Me refiero a la resistencia al Espíritu que, en nuestra época, se manifiesta en el materialismo “como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos” (Dominum et Vivificantem DEV 56) .

Dicho materialismo se presenta hoy con diversos aspectos: desde la actitud práctica de quienes viven “como si Dios no existiera”, hasta el materialismo teórico que se proclama ateo y que se erige en sistema pretendidamente científico, queriendo arrancar a Dios de la conciencia del hombre y negándole incluso el derecho a creer y practicar su fe religiosa.

Estas formas de resistencia y oposición al Espíritu se encuentran también presentes en América Latina y constituyen un particular motivo de preocupación en vuestra solicitud de Pastores.

5. He seguido con satisfacción las actividades de las Iglesias particulares latinoamericanas encaminadas a preparar la celebración del V centenario del comienzo de la evangelización del continente. Viene a mi mente el inolvidable encuentro en la ciudad de Santo Domingo, hace casi dos años, al que he aludido más arriba. En aquella tierra donde se plantó por primera vez la cruz, donde se rezó la primera Ave María y se celebró la primera Eucaristía en el Nuevo Mundo, se dieron cita los obispos del CELAM, junto con el Sucesor de Pedro, para inaugurar solemnemente la novena de años con la cual el pueblo fiel se está disponiendo espiritualmente para la magna fiesta católica y latinoamericana de 1992. Las Conferencias Episcopales del continente y el CELAM han empeñado toda su capacidad y todo su dinamismo en esta empresa, que tiene un hondo significado espiritual y también una gran importancia cultural e histórica. Deseo alentaros vivamente a proseguir en vuestro esfuerzo de animación y creatividad pastoral para que la consecución de las metas, propuestas en la solemne apertura del 12 de octubre de 1984, hagan de esta conmemoración el centenario de la fe rejuvenecida.

Los desafíos de la hora presente son enormes. Al cumplirse estos quinientos años de vida latinoamericana, los pueblos del continente se encuentran ante un intenso y difícil proceso de toma de conciencia histórica y de búsqueda de su destino. La Iglesia católica ha sido fiel a su misión y está empeñada en este movimiento con el aporte de sus luces, con el testimonio de su propia historia, con el humilde reconocimiento de sus propias limitaciones, con el sencillo y sincero ofrecimiento de su colaboración.

6. La respuesta de la Iglesia a los retos de este momento histórico es la de una decidida acción evangelizadora, que sea réplica y continuación de aquella primera y fundacional predicación misionera. El ideal apostólico de la Iglesia latinoamericana es llevar el Evangelio a los hombres de hoy y de mañana, que se ven enfrentados a las seducciones de una cultura adveniente, la cual se presenta a veces como una esperanza mesiánica materialista. Es elocuente el certero juicio de la Conferencia de Puebla de los Ángeles a este respecto: “Si la Iglesia no reinterpreta la religión del pueblo latinoamericano, se producirá un vacío que lo ocuparán las sectas, los mesianismos políticos secularizados, el consumismo que produce hastío e indiferencia o el pansexualismo pagano. Nuevamente la Iglesia se encuentra con el problema: lo que no asume en Cristo, no es redimido y se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja” (Puebla, 469) .

Quisiera terminar con una palabra de aliento a la dedicación y empeño de cuantos constituyen la gran familia del CELAM. Y mientras invoco sobre todos vosotros la protección de María, Madre de la Iglesia, elevo mi ferviente plegaria a Dios Todopoderoso para que continúe asistiendo con su gracia a los obispos de este continente y les conceda “audacia de profetas y prudencia evangélica de Pastores; clarividencia de maestros y seguridad y guía de orientadores; fuerza de ánimo como testigos y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres” (A la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, IV, 2; 28 de enero de 1979) .

44 Antes de concluir nuestro encuentro deseo también expresar mi saludo afectuoso a todas las personas que colaboran con los obispos en esta sede del CELAM: a los sacerdotes, a las religiosas, a los asesores laicos, a los empleados y servidores. A todos ellos y a los benefactores del CELAM, a sus familiares y allegados, les imparto la Bendición Apostólica.







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ORACIÓN DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LA VIRGEN DEL ROSARIO


EN LA BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA DE CHIQUINQUIRÁ


Jueves 3 de julio de 1986

1. ¡Dios te salve María!

Te saludamos con el Ángel: Llena de gracia.
El Señor está contigo.

Te saludamos con Isabel: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¡Feliz porque has creído a las promesas divinas!

Te saludamos con las palabras del Evangelio: Feliz porque has escuchado la Palabra de Dios y la has cumplido.

2. Tú eres la ¡llena de gracia!

Te alabamos, Hija predilecta del Padre.
Te bendecimos, Madre del Verbo divino.
Te veneramos, Sagrario del Espíritu Santo.
45 Te invocamos, Madre y Modelo de toda la Iglesia.
Te contemplamos, imagen realizada de las esperanzas de toda la humanidad.

3. ¡EI Señor está contigo!

Tú eres la Virgen de la Anunciación, el Sí de la humanidad entera al misterio de la salvación.
Tú eres la Hija de Sión y el Arca de la nueva Alianza en el misterio de la visitación.
Tú eres la Madre de Jesús, nacido en Belén, la que lo mostraste a los sencillos pastores y a los sabios de Oriente.
Tú eres la Madre que ofrece a su Hijo en el templo, lo acompaña hasta Egipto, lo conduce a Nazaret.
Virgen de los caminos de Jesús, de la vida oculta y del milagro de Caná.
Madre Dolorosa del Calvario y Virgen gozosa de la Resurrección.
ú eres la Madre de los discípulos de Jesús en la espera y en el gozo de Pentecostés.

4. Bendita porque creíste en la Palabra del Señor,
46 porque esperaste en sus promesas,
porque fuiste perfecta en el amor.

Bendita por tu caridad premurosa con Isabel,
por tu bondad materna en Belén,
por tu fortaleza en la persecución,
por tu perseverancia en la búsqueda de Jesús en el templo,
por tu vida sencilla en Nazaret,
por tu intercesión en Caná,
por tu presencia maternal junto a la cruz,
por tu fidelidad en la espera de la resurrección,
por tu oración asidua en Pentecostés.

47 Bendita eres por la gloria de tu Asunción a los cielos
por tu materna protección sobre la Iglesia
por tu constante intercesión por toda la humanidad.

5. ¡Santa María, Madre de Dios!

Queremos consagrarnos a Ti.
Porque eres Madre de Dios y Madre nuestra.
Porque tu Hijo Jesús nos confió a todos a Ti.
Porque has querido ser Madre de esta Iglesia de Colombia y has puesto aquí en Chiquinquirá tu santuario.
Nos consagramos a Ti todos los que hemos venido a visitarte en esta celebración solemne de los cuatrocientos años de la renovación de tu imagen.
Te consagro toda la Iglesia de Colombia, con sus Pastores y sus fieles:
Los obispos, que a imitación del Buen Pastor velan por el pueblo que les ha sido encomendado.
48 Los sacerdotes, que han sido ungidos por el Espíritu.
Los religiosos y religiosas, que ofrendan su vida por el reino de Cristo.
Los seminaristas, que han acogido la llamada del Señor.
Los esposos cristianos en la unidad e indisolubilidad de su amor con sus familias.
Los seglares comprometidos en el apostolado.
Los jóvenes que anhelan una sociedad nueva.
Los niños que merecen un mundo más pacífico y humano.
Los enfermos, los pobres, los encarcelados, los perseguidos, los huérfanos, los desesperados, los moribundos.
Te consagro toda esta nación de Colombia de la que eres, Virgen de Chiquinquirá, Patrona y Reina.
Que resplandezcan en sus instituciones los valores del Evangelio.

6. ¡Ruega por nosotros pecadores!

49 Madre de la Iglesia, bajo tu patrocinio nos acogemos y a tu inspiración nos encomendamos.
Te pedimos por la Iglesia de Colombia, para que sea fiel en la pureza de la fe, en la firmeza de la esperanza, en el fuego de la caridad, en la disponibilidad apostólica y misionera, en el compromiso por promover la justicia y la paz entre los hijos de esta tierra bendita.
Te suplicamos que toda la Iglesia de Latinoamérica se mantenga siempre en perfecta comunión de fe y de amor, unida a la Sede de Pedro con estrechos vínculos de obediencia y de caridad.
Te encomendamos la fecundidad de la nueva evangelización, la fidelidad en el amor de preferencia por los pobres y la formación cristiana de los jóvenes, el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, la generosidad de los que se consagran a la misión, la unidad y la santidad de todas las familias.

7. “Ahora y en la hora de nuestra muerte”.

¡Virgen del Rosario, Reina de Colombia, Madre nuestra! Ruega por nosotros ahora.
Concédenos el don inestimable de la paz, la superación de todos los odios y rencores, la reconciliación de todos los hermanos.
Que cese la violencia y la guerrilla.
Que progrese y se consolide el diálogo y se inaugure una convivencia pacífica.
Que se abran nuevos caminos de justicia y de prosperidad.
Te lo pedimos a Ti a quien invocamos como Reina de la Paz.

50 ¡Ahora y en la hora de nuestra muerte!

Te encomendamos a todas las víctimas de la injusticia y de la violencia, a todos los que han muerto en las catástrofes naturales, a todos los que en la hora de la muerte acuden a Ti como Madre y Patrona.
Sé para todos nosotros, Puerta del Cielo, vida, dulzura y esperanza, para que juntos podamos contigo glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

¡Amén!







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II

CON EL MUNDO DEL TRABAJO EN EL PARQUE EL TUNAL


Bogotá, Jueves 3 de julio de 1986

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Me siento feliz de hallarme entre vosotros, hombres y mujeres de Bogotá, que trabajáis en esta populosa metrópoli cuya vida pujante y cuyo crecimiento urbanístico depende en buena parte de vuestra acción laboriosa y tenaz. En este día, mi palabra quiere llegar a todos los trabajadores de Colombia, en la diversidad de profesiones y oficios, que se esfuerzan por construir una ciudad más humana, más acogedora para las personas y las familias, en la que se vaya afianzando la esperanza de un mañana mejor.

No necesito deciros cuán cerca estoy de vuestras alegrías y tristezas, de vuestros temores y esperanzas, porque mi corazón —lo sabéis muy bien— es al igual que el vuestro el corazón de un trabajador. Escuchando la parábola de los talentos, que acaba de ser proclamada, alzamos con confianza nuestra mirada hacia Cristo Jesús, quien con su propia actividad santificó el trabajo, y a quien habremos de rendir cuentas de los dones recibidos.

Entre vosotros habrá muchos que encuentran en el trabajo grandes satisfacciones. Un trabajo seguro, con un salario suficiente para poder sustentar la propia familia; felices de poder ofrecer a los hijos una mesa bien servida, en un hogar decente y acogedor, vestirlos bien, darles una buena educación con miras a un futuro mejor. Mostrad por ello siempre un corazón agradecido a Dios.

Habrá también no pocos con grandes dificultades. Me refiero a cuantos sufrís el dolor de ver a los hijos privados de lo necesario para su alimento, vestido, educación; o que vivís en la estrechez de un humilde cuarto, carentes de los servicios elementales, lejos de vuestros sitios de trabajo; un trabajo a veces mal remunerado e incierto; angustiados por la inseguridad del futuro. Y hay también, por desgracia, muchos de entre vosotros que sois víctimas del desempleo. Sufrís porque no tenéis trabajo, después de haberlo buscado inútilmente y a pesar de estar capacitados para ello. Me conmueven hondamente estas situaciones difíciles, las cuales van ligadas a toda una serie de factores que inciden en el complejo fenómeno del mundo laboral.

En mi Encíclica Laborem Exercens, he considerado el trabajo humano como clave esencial de toda la cuestión social, ya que una solución gradual de la misma requiere de manera insoslayable una mayor humanización del trabajo y de la vida del trabajador. Os invito, pues, en esta tarde, queridos hermanos trabajadores, a reflexionar juntos sobre algunos aspectos del trabajo humano desde la perspectiva del Evangelio, fuente de luz y esperanza, que ennoblece y dignifica toda actividad auténticamente humana.

51 2. En el plan de Dios el trabajo constituye una dimensión fundamental de la persona. En efecto, por medio del trabajo el hombre participa con la obra del Creador a la vez que crece en su propio ser, se perfecciona y se realiza, sometiendo la materia a su servicio.

El hombre es, pues, responsable de todos los bienes que Dios le ha confiado desde el principio. Sois responsables también vosotros, hombres y mujeres de Colombia. El Creador se ha complacido en dotar próvidamente esta tierra vuestra de inmensos recursos. A vosotros os incumbe, por tanto, la responsabilidad de hacer que fructifiquen y que sirvan para el bienestar de todos. Nadie debe olvidar que los bienes que Dios ha confiado al hombre tienen un destino universal y, por consiguiente, no pueden ser patrimonio exclusivo de pocos, sean éstos individuos, grupos o naciones. Por ello, quienes desempeñan la responsabilidad de administrar los bienes de la creación han de tener en cuenta —en conformidad con la voluntad divina—no sólo las propias necesidades, sino también las de todos los demás, de tal manera que nadie, pero sobre todo los más pobres, quede excluido del acceso a dichos bienes.

Necesitáis del trabajo para atender a las necesidades vitales. Pero mucho más que una necesidad biológica, el trabajo es una necesidad moral. El hombre se realiza mediante su actividad creadora por ella percibe mejor su condición de imagen de Dios, dueño y señor de la creación por el trabajo se hace más hombre. Por lo tanto, es preciso que el trabajo sea también un camino de liberación hay que liberar el trabajo de todo aquello que impide el desarrollo del hombre como imagen de Dios. El trabajo debe siempre elevar a la persona en su dignidad y no degradarla jamás.

Puesto que el hombre ha menester del trabajo para su realización como tal tiene derecho a él, esto es, a una ocupación digna que contribuya a su perfeccionamiento. Ya se ve cuán grave y central es el problema de que no haya puestos de trabajo para todos y de que, a pesar de vuestro empeño y capacitación profesional no todos tengáis acceso a aquellos.

La solución de este gravísimo problema no es fácil, pero a encontrarla deben encaminarse las oportunas iniciativas de los poderes públicos y de las personas y entidades que pueden contribuir a crear puestos de trabajo que permitan a los desocupados encontrar un quehacer digno y justamente remunerado. Como indicó mi venerado predecesor el Papa Pablo VI en su discurso a la Conferencia Internacional del Trabajo, en 1969, es necesaria la “participación orgánica” de todas las fuerzas sociales y de todas las asociaciones empeñadas en hallar vías de solución a tan acuciantes problemas.

Particular atención por parte de los responsables deben merecer las cooperativas y las organizaciones de artesanos, que, con una ayuda suficiente en materia de créditos y de formación profesional, podrían dar una válida contribución a aliviar el grave problema del desempleo.

3. Todos los que trabajáis para ganar el pan de cada día debéis alabar a Dios porque podéis hacerlo digna y honestamente. El trabajo, que lleva siempre el sello de la dignidad del hombre, no es superior o más digno porque sea objetivamente más importante o mejor remunerado; también los trabajos más humildes y fatigosos tienen como distintivo propio la dignidad personal. En consecuencia, no olvidéis que la dignidad del trabajo depende no tanto de lo que se hace, cuanto de quien lo ejecuta que, en el caso del hombre, es un ser espiritual, inteligente y libre. Por lo mismo, rechazad los trabajos que degradan al hombre o a la mujer, como son aquellos que son contrarios a la ley moral, o los que atentan contra la vida de las personas, incluidos los aún no nacidos.

Sobre la base firme de esta dignidad común a todos, la doctrina social de la Iglesia recuerda que la solidaridad es una exigencia prioritaria del amor y de la justicia. El hombre no puede encerrarse en su egoísmo, de espaldas a las necesidades de los demás o a los requerimientos de la sociedad, como enseña la reciente Instrucción sobre libertad cristiana y liberación; en efecto, “la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o político” (Libertatis Conscientia, 73). Sí, amados trabajadores, todos los egoísmos, como el del siervo perezoso, del que nos habla la lectura del Evangelio, son síntoma de una fe debilitada o inexistente. La fe verdadera hace presente, en toda su urgencia y dramatismo, las exigencias del amor y de la justicia, como reconocimiento del derecho de la persona humana a ser más persona, a crecer individual y colectivamente en dignidad.

El principio de solidaridad requiere que los intereses particulares se sometan al interés general. Esto tiene valor en relación también con el trabajo y sus especiales circunstancias, tanto respecto a los niveles de remuneración, como respecto a la urgencia de crear nuevos puestos de trabajo o reconocer el derecho de los que ya lo tienen.

4. En la Encíclica Laborem Exercens quise referirme a toda la gama de la actividad humana en sus amplios y diversos sectores, que también vosotros representáis en la sociedad colombiana. Deseo ahora dirigirme, de modo particular, a los campesinos, a quienes la Iglesia dedica una especial solicitud pastoral. Vosotros, hombres y mujeres del campo, cumplís cabalmente el mandato del Señor de someter la tierra, extrayendo de ella los bienes necesarios para el sustento de todos.
Cuántos de vosotros pasáis la vida en el duro trabajo de los campos con salarios insuficientes, sin la esperanza de conseguir un mínimo pedazo de tierra en propiedad y sin que lleguen a vosotros los beneficios de una reforma agraria debidamente programada, audaz y efectiva. Y los que sois pequeños propietarios, cuántas dificultades tenéis que afrontar para obtener créditos suficientes, a tiempo y con intereses moderados; ¡cuánta inseguridad de las cosechas y riesgos para la vida misma o la integridad personal! Mas estos problemas se agravan aún más cuando a los campos llega también el flagelo del desempleo.

52 Os asalta entonces la tentación seductora de la ciudad, en la que no raras veces, por desgracia, os veis obligados a aceptar condiciones de vida todavía más deshumanizantes. Esta no es la solución. Con la colaboración solidaria de todos, animada de espíritu cristiano, con el apoyo de la instancias intermedias y con la necesaria ayuda de los organismos del Estado, es urgente propiciar la creación y funcionamiento eficaz de estructuras organizativas que, inspiradas por una voluntad de servicio y libres de toda influencia que distorsione su finalidad, se consagren a la búsqueda y puesta en práctica de formas de defensa, tutela y acompañamiento del mundo campesino, y a impulsar la prestación de mejores servicios de educación, vivienda salud, seguridad, etc.

También vuestra labor, hombres y mujeres de la industria, de la construcción, del comercio, de los servicios, es objeto de la solicitud del Papa y merece una palabra de consideración y estímulo. Muchos de vosotros están organizados en sindicatos, y siento singular complacencia porque aquí, en Colombia, generaciones de líderes sindicales se han formado en el seno de la Iglesia, lo cual comporta particulares exigencias de compromiso cristiano para llevar el “Evangelio del trabajo” al mundo obrero y trabajador.

5. A este respecto, deseo alentaros vivamente a profundizar en el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia y a poner toda vuestra confianza en sus orientaciones, las cuales no buscan otra cosa que el bien de cada uno en particular y de la sociedad en su conjunto; así como la dignificación de vuestras personas y de vuestra actividad; el reconocimiento de vuestros legítimos derechos y obligaciones; el justo salario como verificación concreta de la justicia del sistema socio-económico, mediante el cual podéis acceder a los bienes que el Creador ha destinado para todos; la necesaria armonía y colaboración entre el capital y el trabajo y otros muchos aspectos que propician la justicia social y el bien común, en orden al progreso integral, material y espiritual, económico y social, personal y comunitario de todos los miembros de la sociedad.

La doctrina social de la Iglesia inspira la praxis cristiana en su noble lucha por la justicia, pero excluye, porque es extraña al Evangelio, la lucha programada de clases que conduce a nuevas formas de servidumbre. Dicha doctrina social enseña que no deben darse odiosas discriminaciones en cuanto al trabajo que pueden realizar hombres y mujeres, y a su justa remuneración. Pero enseña igualmente que un justo salario familiar debe permitir a la mujer que es madre dedicarse a sus insustituibles tareas de cuidado y educación de los hijos, sin que se vea obligada a buscar fuera de su casa una remuneración complementaria con perjuicio de las funciones maternas, que deben ser socialmente revalorizadas en bien de la familia y de la misma sociedad.

Bien sabéis que en vuestro país muchos niños se ven obligados a trabajar desde muy temprana edad para ayudar con sus modestos ingresos a su propio sostenimiento y al de su familia. Muchos de estos trabajos, realizados en condiciones físicas y morales poco saludables, perjudican y obstaculizan su instrucción y formación física, psicológica y moral Es urgente que encontréis caminos de solución a tan grave problema.

6. Amados hermanos y hermanas: La Iglesia considera como deber propio pronunciarse sobre el trabajo desde el punto de vista de su valor humano y del orden moral. Por el trabajo podéis acercaros a Dios, Creador y Redentor, y participar en sus planes de salvación respecto al hombre y al mundo. En unión con Cristo, que pasó la mayor parte de su vida dedicado al trabajo manual en su humilde taller de carpintero siendo incluso conocido como “el carpintero” (cf
Mc 6,3), podéis contribuir al bien de vuestras familias y de los demás miembros de la sociedad, y hacer que con vuestros esfuerzos se desarrolle cada día mejor la obra del Creador.

Dios, como el señor de la parábola que hemos escuchado, nos ha confiado un cierto número de “talentos” que hay que hacer fructificar. Son, en primer lugar, los “talentos” de la gracia divina en orden a alcanzar la vida eterna; los “talentos” de la inteligencia, de las virtudes, de las energías para desempeñar con honestidad y competencia nuestro trabajo. Por otra parte, la Sagrada Escritura, junto a la necesidad del trabajo, enseña también la necesidad del descanso. Mi venerado predecesor el Papa Juan XXIII recordaba cómo el descanso constituye un derecho y una necesidad (Mater et Magistra MM 220 ss.). Aprended a descansar en beneficio del cuerpo y del espíritu, de la honesta distracción y de la unidad de vuestras familias; y recordad especialmente que, como creaturas e hijos de Dios, como Pueblo de Dios, estamos urgidos a congregarnos cada domingo para celebrar en familia la Santa Misa. Cada día recibimos todo de las manos de Dios; su providencia nos protege, su bondad nos ama, su misericordia nos perdona. ¿Cómo no reunirnos cada domingo para agradecer sus beneficios y pedir perdón de nuestras culpas, escuchar su Palabra, celebrar sus misterios y comer el Pan de los hijos, “el verdadero pan del cielo” que el Padre nos da? (cf. Jn Jn 6,32). No despreciéis la invitación dominical a celebrar juntos la Eucaristía. Ella es fuente de inmensos beneficios espirituales. Y recordad que el domingo debe contribuir a la unidad de la familia y no a su disgregación. Desterrad de vosotros la terrible plaga de la embriaguez, que trae tantos males individuales, familiares y sociales, y vivid en amorosa fidelidad a vuestros hogares.

Cristo, como vosotros, pertenece al mundo del trabajo. Trabajando, Jesús es para nosotros el más elocuente “Evangelio del trabajo”. ¿No es realmente consolador, y motivo de estímulo y aliento, contemplar al Hijo de Dios hecho hombre que gana el sustento con el trabajo de sus manos? El siendo Dios, “se despejó de si mismo tomando la condición de siervo” (Ph 2,7) para redimir el trabajo desde dentro.

7. Haced de vuestra vida de trabajo no sólo un medio de subsistencia y un instrumento de servicio, sino un camino de perfección: todo trabajo entraña una fatiga, que unida a la Pasión de Cristo, Redentor del hombre, se hace salvadora para cada uno y para todos. “Hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3,17). De esta manera podréis también vosotros, como los siervos buenos y fieles de la parábola del Evangelio que hemos escuchado, entrar en el gozo del Señor, porque hicisteis fructificar los “talentos” con que Dios os ha enriquecido.

A vosotros, hombres y mujeres del mundo del trabajo aquí presentes, a todos los trabajadores de Colombia y a sus familias, en particular a vuestros niños y a vuestros enfermos, imparto con afecto mi Bendición Apostólica.







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