Discursos 1986 63


PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS INTELECTUALES Y EL MUNDO UNIVERSITARIO


Capilla del Seminario de Medellín

Sábado 5 de julio de 1986



Señor Presidente de la República,
señor cardenal,
excelentísimos e ilustrísimos señores,
señores rectores,
64 consejos directivos y profesores responsables de la pastoral universitaria,
amigos de la cultura y de la ciencia,
queridos estudiantes:

Al término de una intensa jornada, ya al final de mi visita a Medellín, no puedo dejar esta entrañable ciudad sin encontrarme con vosotros, hombres y mujeres de ciencia y de cultura. Siento esto como un obligado tributo que el Papa y la Iglesia os deben, y como un gesto vuestro de acoger como natural y obvia la presencia de la Iglesia y del Papa. Permitidme que a este motivo añada otro de orden, por así decir, vital: el encuentro con los jóvenes estudiantes, de los que ahora solamente puedo encontrar a algunos representantes, el miércoles pasado, en “El Campín” de Bogotá, tuve la alegría de sentirlos muy cercanos y en gran número.

La Iglesia necesita de la cultura, lo mismo que la cultura necesita de la Iglesia. Lo he dicho ya en otras ocasiones y lo repito ahora a vosotros añadiendo que la Iglesia, en la elección e intercambio de bienes entre fe y cultura, piensa preferencialmente en los jóvenes y espera de ellos, a su vez, una adhesión preferencial.

Heme aquí, pues, para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre esta realidad fundamental en la vida de los hombres y de los pueblos, que es la cultura.

1. La universidad es un centro ideal para la maduración de una nueva cultura. Los jóvenes proporcionan a este proceso la fuerza vital y la aceleración necesarias para llevar a cabo un cambio de cualidad.

Es un hecho que las universidades como tales, sea en su acepción de conjunto de profesores y de estudiantes, sea como centros donde el saber, globalmente considerado, se hace objeto de investigación, enseñanza y aprendizaje, son un campo propicio, para orientar eficazmente la cultura y la sociedad de una nación, de un continente. Por ello también la Iglesia, con el debido respeto de las recíprocas autonomías, pretende renovar y reforzar los vínculos que la ligan a las universidades colombianas desde la fundación misma de éstas.

Vuestro país dispone de 50 universidades, sin contar los institutos y los centros de investigación, las academias, los museos, etc. Se trata de un importante patrimonio de ciencia y de cultura, que es motivo de justificado orgullo, pero, al mismo tiempo, es un instrumento de grave responsabilidad ante Dios y ante el pueblo colombiano para el futuro de esta noble nación. Mirad con esperanza el futuro, pero también con un ponderado sentido de realismo y lealtad. La universidad debe servir al país en el esfuerzo común por construir una sociedad nueva, libre, responsable, consciente del propio patrimonio cultural, justa, fraterna, participativa, donde el hombre, integralmente considerado, sea siempre la medida del progreso.

En el camino hacia esta espléndida meta, habrá que superar graves dificultades, que vosotros bien conocéis. Desde la misión sobrenatural que le confió su Fundador la Iglesia os acompaña. En este sentido ella siente su propio ministerio como connatural con la universidad y la escoge como una “opción clave y funcional de la evangelización”, no por afán de dominio, sino para el servicio del hombre.

La cultura, en efecto, como tuve oportunidad de indicar hace algunos años en mi visita a la UNESCO, debe llevar al hombre a su realización plena en su trascendencia sobre las cosas; ha de impedir que se disuelva en el materialismo de cualquier índole y en el consumismo, o que sea destruido por una ciencia y una tecnología al servicio de la codicia y de la violencia de poderes opresivos, enemigos del hombre. Es necesario que los hombres y mujeres de cultura estén dotados no sólo de comprobada competencia, sino también de una clara y sólida conciencia moral, con lo cual no tendrán que subordinar su propia acción a los “imperativos aparentes”, hoy dominantes; sino que sirvan con amor al hombre, “al hombre y a su autoridad moral, que proviene de la verdad de sus principios y de la conformidad de sus actos con esos principios”.

65 La universidad, que por vocación debe ser una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las instituciones de la sociedad moderna capaces de defender, juntamente con la Iglesia, al hombre como tal; sin subterfugios, sin ningún otro pretexto y por la única razón de que el hombre tiene una dignidad única y merece ser estimado por sí mismo.

Dedicad, por tanto, en diálogo fecundo con la Iglesia local y universal todo medio legítimo a esta noble finalidad: enseñanza, investigación, actitud de escucha y de colaboración, disponibilidad para cambiar y comenzar de nuevo pacientemente.

2. En este noble cometido de defensa y promoción del hombre integral, vosotros prestáis un servicio a la toma de conciencia y a la profundización de la identidad cultural de vuestro pueblo. La identidad cultural es un concepto dinámico y crítico: es un proceso en el cual se recrea en el momento presente un patrimonio pasado y se proyecta hacia el futuro, para que sea asimilado por las nuevas generaciones. De este modo se asegura la identidad y el progreso de un grupo social.

La cultura, exigencia típicamente humana, es uno de los elementos fundamentales que constituyen la identidad de un pueblo. Aquí hunde sus raíces su voluntad de ser como tal. Ella es la expresión completa de su realidad vital y la abarca en su totalidad: valores, estructuras, personas. Por ello la evangelización de la cultura es la forma más radical, global y profunda de evangelizar un pueblo.
Hay valores típicos que caracterizan a la cultura latinoamericana, cuales son, entre otros, el anhelo de cambio, la conciencia de la propia dignidad social y política, los esfuerzos de organización comunitaria, sobre todo en los sectores populares, el creciente interés y respecto de la originalidad de las culturas indígenas, la potencialidad económica para hacer frente a las situaciones de extrema pobreza, las grandes dotes de humanidad que se manifiestan, sobre todo, en la disponibilidad para acoger a las personas, para compartir aquello que se tiene y para ser solidarios en la desgracia. Apoyándose sobre estos valores indudables se pueden afrontar los desafíos de nuestro tiempo: el movimiento migratorio del campo a la ciudad, el influjo de los medios de comunicación social con sus nuevos modelos de cultura, la legítima aspiración de promoción de la mujer, el advenimiento de la sociedad industrial, las ideologías materialistas, el problema de la injusticia y de la violencia...

En este contexto del servicio a la identidad cultural de vuestro pueblo, no está fuera de lugar recordaros que “la educación es una actividad humana en el orden de la cultura”; no sólo por ser “la primera y esencial tarea” de ésta, sino también porque la educación juega un papel activo, crítico y enriquecedor de la cultura misma. La universidad, por ser lugar eminente de educación en todos sus componentes —personas, ideas, instituciones—, puede proporcionar una contribución que va más allá de la pura conciencia de la identidad cultural nacional y popular. La educación, como tal impartida por ella, puede ofrecer una profundización y un enriquecimiento de la cultura misma del país.

3. Al dirigirme hoy a vosotros, dignos representantes del mundo intelectual y cultural colombiano, en especial, a los laicos comprometidos, deseo lanzar una llamada a que participéis activamente en la creación y defensa de una auténtica cultura de la verdad, del bien y de la belleza, de la libertad y del progreso, que pueda contribuir al diálogo entre ciencia y fe, cultura cristiana, cultura local y civilización universal.

La cultura supone y exige una “visión integral del hombre” entendido en la totalidad de sus capacidades morales y espirituales, en la plenitud de su vocación. Aquí es donde radica el nexo profundo, “la relación orgánica y constitutiva”, que une entre sí a la fe cristiana y a la cultura humana: la fe ofrece la visión profunda del hombre que la cultura necesita; más aún, solamente ella puede proporcionar a la cultura su último y radical fundamento. En la fe cristiana la cultura puede encontrar alimento e inspiración definitiva.

Pero la conexión entre fe y cultura actúa también en dirección inversa. La fe no es una realidad etérea y externa a la historia, que, en un acto de pura liberalidad, ofrezca su luz a la cultura, quedándose indiferente ante ella. Al contrario, la fe se vive en la realidad concreta y toma cuerpo en ella y a través de ella. “La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no acogida plenamente, no pensada por entero, no fielmente vivida”. La fe compromete al hombre en la totalidad de su ser y de sus aspiraciones. Una fe que se situase al margen de lo humano y, por tanto, de la cultura, sería una fe infiel a la plenitud de cuanto la Palabra de Dios manifiesta y revela, una fe decapitada, más aún, una fe en proceso de autodisolución. La fe, aun cuando transcienda la cultura y por el hecho mismo de transcenderla y revelar el destino divino y eterno del hombre, crea y genera cultura.

4. En este diálogo entre fe y cultura, corresponde de modo particular a las Universidades Católicas colombianas un servicio especial a la Iglesia y a la sociedad. Su primera obligación consiste en reflejar, sin disimulos, su propia identidad católica, encontrando su “significado último y profundo en Cristo, en su mensaje salvífico, que abraza al hombre en su totalidad” tratando de construir entre todos “una familia universitaria”.

En este marco se actúa —con las característica que le son propias— la pastoral universitaria. Apostolado difícil, pero urgente y rico de posibilidades. Lo sabéis bien vosotros, los responsables de esta importante actividad de la Iglesia local que dedicáis a ella generosamente tiempo y energías. Os aliento vivamente a continuar en vuestro esfuerzo por llevar a cabo, en espíritu de colaboración y sentido eclesial una eficaz presencia pastoral en las universidades, sean estas públicas o privadas.

66 Las Universidades Católicas trabajen, en sano y leal espíritu de emulación con las demás universidades por potenciar el nivel científico y técnico de sus facultades y departamentos, la competencia y dedicación del profesorado, estudiantes y personal auxiliar. Colaboren activamente con los demás centros universitarios manteniendo un recíproco intercambio; estén presentes, además, en los organismos interuniversitarios nacionales e internacionales. Mantengan frecuentes contactos con la Congregación para la Educación Católica y con el Pontificio Consejo para la Cultura. De este modo, contribuirán, activa y eficazmente a la promoción y renovación de vuestra cultura, transformándola por la fuerza evangélica e integrando en armoniosa unidad los elementos nacionales, humanos y cristianos.

Permitidme que en esta ocasión, dedique un saludo de elogio a la benemérita Universidad Pontificia Bolivariana de esta ciudad de Medellín, que celebra el quincuagésimo aniversario de su fundación. Ella goza de un sólido prestigio en Colombia por sus iniciativas culturales al servicio de la región de Antioquia y de todo el país. Vaya mi cordial felicitación a todos vosotros, al señor cardenal y gran canciller, sr. rector, consejo directivo, grupo de fundadores, antiguos alumnos y delegados de los estudiantes aquí presentes, junto con mis fervientes votos de que, como vanguardia de la Iglesia particular de Medellín, puedan alcanzar las metas que he propuesto.

5. Llegado ya el momento de despedirnos, no puedo hacerlo sin antes expresar a todos los presentes mi agradecimiento por vuestro empeño y contribución en favor de la cultura y de la ciencia. Os pido transmitáis a todos vuestros colegas la gratitud del Papa y de la Iglesia.

¡La Iglesia tiene necesidad de vosotros! Digo más: ¡la Iglesia tiene necesidad de América Latina! A las puertas ya del tercer milenio cristiano y en la preparación inmediata del V centenario de la evangelización de América, deseo expresar desde Colombia el augurio de que, en benéfico intercambio, lleguen a la Iglesia universal los dones de las variadas, ricas y originales culturas latinoamericanas, en las que el cristianismo se ha encarnado de manera profunda.

A mi palabra de aliento por vuestra meritoria labor, uno mi plegaria al Todopoderoso para que os asista en vuestras tareas, mientras bendigo de corazón a todos los presentes, las instituciones que representáis y a vuestras familias.







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ORACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

POR LAS VÍCTIMAS DE LA CATÁSTROFE DE ARMERO


Domingo 6 de julio de 1986



1. Padre celestial, de quien procede todo bien, recibe compasivo en tu seno misericordioso a tantos hermanos nuestros aquí sepultados por las fuerzas desatadas de la naturaleza. Condúcelos a la morada eterna que Jesús, tu Hijo, ha preparado a los que lo reconocen como tu enviado y lo sirven con amor, descubriendo su presencia en los hermanos más pequeños.

Estos hijos tuyos, Padre de bondad, cayeron como trigo en las entrañas de la tierra para germinar en la resurrección de los muertos. Ellos creyeron y esperaron en Ti; recibieron el bautismo de regeneración, se nutrieron con la Eucaristía, que es germen de inmortalidad, vivieron en el amor con que tu premias eternamente.

2. Padre, rico en misericordia, consuela el dolor de tantas familias, enjuga las lágrimas de tantos hermanos, protege la soledad de tanto huérfanos.

Infunde a todos ánimo y esperanza para que el dolor se cambie en gozo y la muerte, por la fe, sea germen de vida nueva.

Haz que mediante la solidaridad, el trabajo y el tesón de las gentes de esta tierra, surja, como de entre las cenizas, una nueva ciudad de hijos tuyos y hermanos, donde reine la fraternidad, se renueven la familias se llenen de pan las mesas y de cantos los hogares y los campos.

67 3. Bendice esta cruz alzada aquí como signo de nuestra redención, baluarte de esperanza, símbolo de muerte y de vida, de dolor y de gozo. Esta cruz que es el trono de Cristo, tu Hijo, desde donde, levantado, reina atrayendo todas las cosas hacia El.

Que todas la miradas se vuelvan hacia esta cruz, árbol de vida, punto de convergencia entre el cielo y la tierra, donde se obtiene la reconciliación y renace la esperanza.

Y que junto a la cruz y el dolor de cada uno esté siempre María, la Madre de Jesús, para acompañarnos en todas las penas, para animarnos con su mirada maternal, para ayudarnos a construir una sociedad nueva con la civilización del amor.

4. Te lo pedimos por Jesucristo tu Hijo, en quien creer es vivir y a quien servir es reinar. El vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA


A LAS AUTORIDADES DE LÉRIDA


Domingo 6 de julio de 1986

Señor Presidente de la República,
queridos hermanos en el Episcopado,
autoridades departamentales,
Junta directiva del Resurgir,
amadísimos hermanos y hermanas:

La catástrofe que el volcán Nevado del Ruiz provocó, sobre todo en Armero y Chinchiná, conmovió profundamente mi corazón. A medida que me iban llegando las noticias de la tragedia, tantos muertos, tantas familias destrozadas, tantos hombres y mujeres desamparados, tantos niños huérfanos, junto con mi ferviente plegaria al Señor nacía en mi espíritu el deseo de visitar los lugares en los que se hallan sepultadas miles de víctimas.

68 Por la misericordia de Dios, aquel deseo se ha cumplido y me encuentro hoy aquí entre vosotros como Padre y Pastor que peregrina al mundo del sufrimiento. Aquí estoy junto con la Iglesia en Colombia y unido a toda la nación solidaria.

Tras haber orado por las víctimas de la tragedia de Armero, he venido hasta Lérida para recordar y meditar con vosotros, damnificados y familiares de los que perdieron la vida, sobre el sentido cristiano y salvífico del dolor, que acompaña siempre al hombre, como la cruz acompañó Cristo y fue el fundamento de su glorificación.

He venido para sembrar en vuestros corazones de creyentes palabras de esperanza: Sí, soy portador del Evangelio, que desde la fe proyecta su luz sobre el misterio del sufrimiento y abre perspectivas inconmensurables de consciente resignación, de ánimo, de paz. Quisiera llegar con mi condolencia y afecto a cada uno de vuestros hogares para compartir vuestras penas y deciros: volved vuestro rostro doliente al Señor, a Jesús crucificado y resucitado, que es fuente de consuelo y de esperanza pascual.

Una esperanza que se inspire en el Evangelio y que os mueva a mirar confiadamente hacia el futuro. La nueva ciudad que aquí en Lérida se levanta debe ser como un canto a la laboriosidad y a la fe en Dios.

Muchas personas de buena voluntad en Colombia y en el mundo os han acompañado, con un corazón solidario, en las horas del dolor y de la prueba. Os ha acompañado la Iglesia y la presencia del Papa aquí, en medio de vosotros, quiere ser un signo de solicitud pastoral de cercanía, de amor.

Con vuestros esfuerzos y los de todos los colombianos, la ciudad que aquí surja debe representar un reto y una invitación a poner ya desde el principio los cimientos de una sociedad que crezca y se desarrolle según las exigencias de la civilización del amor, a la que me he referido durante esta visita pastoral a Colombia. Así como se están echando las bases para una nueva estructura urbanística, social, laboral etc., de la misma manera deberá cuidarse todo lo que mira al desarrollo integral de las personas, y particularmente a la necesidad de una proyección cristiana que anime todas las actividades que se emprenden. Participad activamente en esta empresa de tanta importancia con gran confianza en la Providencia divina, en vosotros mismos y en la sociedad.

En la visita que acabo de efectuar a Armero he querido orar por los difuntos para que Dios les conceda el descanso eterno.

También deseo orar por vosotros, damnificados y familiares de las víctimas, para que Dios os dé fe, comprensión y amor abriendo vuestras vidas a la perspectiva de un futuro mejor.

Bendigo a todas las familias que sufren por la desaparición de seres queridos. Bendigo a todos los amados hijos de esta región y del departamento del Tolima.

Que mi bendición que os doy en el nombre de Dios Omnipotente Señor de la vida y de la historia os infunda nuevas energías para seguir en vuestro caminar con decisión, con entereza, con esperanza cristiana.







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

LLAMAMIENTO DEL PAPA JUAN PABLO II

ANTE LA TUMBA DE SAN PEDRO CLAVER


Cartagena, domingo 6 de julio de 1986

69 Queridos hermanos y hermanas:

En las postrimerías de mi visita pastoral a Colombia doy gracias a Dios que ha permitido este encuentro de oración con vosotros, queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de la provincia de Cartagena, ante la tumba de San Pedro Claver.

El santuario que nos acoge esta noche, dedicado a su nombre, transporta nuestro espíritu a la época en la que el santo vivió, y nos conmueve con el pensamiento de la verdadera libertad cristiana. En efecto, “para ser libres nos libertó Cristo”.

Esta ciudad de Cartagena, ilustre por tantos títulos, tiene uno que la ennoblece de modo particular: haber albergado durante casi cuarenta años a Pedro Claver, el Apóstol que dedicó toda su vida a defender a las víctimas de aquella degradante explotación que constituyó la trata de esclavos.

Entre los derechos inviolables del hombre como persona está el derecho a una existencia digna y en armonía con su condición de ser inteligente y libre. Mirado a la luz de la revelación, este derecho adquiere una dimensión insospechada, pues Cristo con su muerte y resurrección nos liberó de la esclavitud radical del pecado para que fuéramos libres en plenitud, con la libertad de los hijos de Dios.

Las murallas de vuestra ciudad fueron mudos testigos de la labor apostólica de Pedro Claver y sus colaboradores, empeñados en aliviar la situación de los hombres de color y en elevar sus espíritus a la certeza de que, a pesar de su triste condición de esclavos, Dios los amaba como Padre y él, Pedro Claver, era su hermano, su esclavo hasta la muerte.

Cuando vuestros obispos en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano señalaban la evangelización y el servicio a los pobres como tarea prioritaria de la Iglesia, se situaban en línea de continuidad con esa pléyade incontable de hombres y mujeres de todos los tiempos que, movidos por el Espíritu, han consagrado sus vidas a mitigar el dolor, a saciar el hambre, a remediar las más duras miserias de sus hermanos y a mostrarles, a través de su servicio, el amor y la providencia del Padre y la identificación de sus personas con la de Cristo, que quiso ser reconocido en los hambrientos, desnudos y abandonados.

Esa línea se extiende ininterrumpida desde la primera comunidad cristiana hasta nuestra Iglesia, la de hoy, en la que sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, en número cada vez mayor, entregan sus vidas a Cristo en el servicio a los enfermos, los incurables, los ancianos abandonados, los niños expósitos, los miserables desechados por la sociedad y toda clase de nuevos pobres y nuevos marginados.

Pedro Claver brilla con especial claridad en el firmamento de la caridad cristiana de todos los tiempos. La esclavitud, que fue ocasión para el ejercicio heroico de sus virtudes, ha sido abolida en todo el mundo. Pero, al mismo tiempo, surgen nuevas y más sutiles formas de esclavitud porque “el misterio de la iniquidad” no cesa de actuar en el hombre y en el mundo. Hoy, como en el siglo XVII en que vivió Pedro Claver, la ambición del dinero se enseñorea del corazón de muchas personas y las convierte, mediante el comercio de la droga, en traficantes de la libertad de sus hermanos a quienes esclavizan con una esclavitud más temible, a veces, que la de los esclavos negros. Los tratantes de esclavos impedían a sus víctimas el ejercicio de la libertad. Los narcotraficantes conducen a las suyas a la destrucción misma de la personalidad. Como hombres libres a quienes Cristo ha llamado a vivir en libertad debemos luchar decididamente contra esa nueva forma de esclavitud que a tantos subyuga en tantas partes del mundo, especialmente entre la juventud, a la que es necesario prevenir a toda costa, y ayudar a las víctimas de la droga a liberarse de ella.

El testimonio de caridad sin límites que representa San Pedro Claver, sea ejemplo y estímulo para los cristianos de hoy en Colombia y en América Latina, para que, superando egoísmos e insolidaridades, se empeñen decididamente en la construcción de una sociedad más justa, fraterna y acogedora para todos.

Antes de concluir nuestro encuentro, deseo expresar mi agradecimiento a todas las personas que, con ilusión y generosidad, han colaborado en la preparación de esta visita pastoral a Cartagena.

70 A vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos os aliento en vuestras tareas de apostolado y os exhorto a una renovada fidelidad a vuestra vocación, que se traduzca en entrega total a Cristo, única fuente de felicidad, en quien se sacian todas nuestras mejores aspiraciones.

A todos los aquí presentes, a todos los que me escuchan, en particular a los enfermos, a los que sufren, imparto de corazón mi Bendición Apostólica.







PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LA POBLACIÓN DE BARRANQUILLA


Lunes 7 de julio de 1986

Amadísimos hermanos y hermanas,
hijos e hijas de esta región de la Costa Atlántica colombiana:

1. Las palabras proféticas de Isaías, que Jesús pronuncia en la sinagoga de Nazaret, resuenan hoy en medio de vosotros con la fuerza del Evangelio y la actualidad de aquel «hoy» de Cristo con el cual podemos también afirmar que hoy y aquí, entre vosotros, se cumple esta Escritura (cf . Lc Lc 4,21).

En esta última etapa de mi peregrinación por los caminos de Colombia, como Mensajero de la paz de Cristo, tengo el gozo de encontrarme en esta plaza de la Paz, cuyo nombre aúna, hoy más que nunca, los anhelos de todos los colombianos. He querido ser en todas partes pregonero de la paz de Cristo, mensajero de ese Cristo que es «nuestra paz »(Ep 2,14).

Sólo El es capaz de derribar los muros de la enemistad y hacer de nosotros hombres nuevos, reconciliados con el Padre por medio de la cruz. El ha venido a anunciarnos la paz: «Paz a vosotros que estabais lejos y paz a los que estaban cerca. Pues por él unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un solo Espíritu» (Ep 2,14-18).

Saludo con el abrazo de la caridad fraterna al arzobispo de Barranquilla, al obispo auxiliar, a los obispos de Santa Marta, Valledupar y a los demás hermanos en el Episcopado, junto con sus sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de esta región atlántica. Antes de dejar esta amada tierra de Colombia quiero proclamar en voz alta que esa paz, tan querida y anhelada por todos, exige la reconciliación: «un renovado abrazo entre hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado» (Reconciliatio et Paenitentia RP 4) Y para alcanzarla hay que acudir a Cristo p?r cuya mediación el Padre ha querido obrar la reconciliación, ya que el El «estaba Di?s reconciliando el mundo consigo»(2Co 5,19).

El pasaje evangélico que ha sido proclamado contiene en síntesis ese mensaje de liberación mesiánica, que conlleva ante todo el misterio de la reconciliación, cuya realización suprema pasa a través de la cruz y la resurrección, cuando el Padre reconcilia por su Hijo amado « todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos » (Col 1,20).

Por eso Jesús declara que «está sobre él» el Espíritu Santo y proclama «un año de gracia», un nuevo orden según la voluntad del Padre, que tiene su fundamento en el perdón de Dios a la humanidad, en el don del Espíritu de la Nueva Alianza que será capaz de llevar a cabo la libertad y la liberación que Cristo mismo anuncia a los cautivos y oprimidos.

71 «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). En su bautismo Jesús había recibido el Espíritu y con la fuerza del Paráclito, se manifiesta como el Mesías prometido. El es « el ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios », aquel que posee « esta plenitud del Espíritu en sí y al mismo tiempo para los demás, para Israel y para todas las naciones ».(Dominum et vivificantem DEV 17)

No es extraño que ante estas palabras los ojos de todos los presentes en la sinagoga de Nazaret estuvieran «fijos en él» (Lc 4,21). En esta solemne manifestación mesiánica está diseñado todo su programa: Es el anuncio y el cumplimiento del tiempo de gracia del Señor, de la salvación. Jesús ha venido «a proclamar un año de gracia del Señor».

De hecho con su venida, con sus palabras y sus gestos, Cristo introduce en el tiempo de los hombres el « hoy » de la gracia; mas, s?l? en la cruz y en la resurrección tendrán plena realización las pa-labras y promesas que hace en la sinagoga de Nazaret.

3. El mensaje de liberación y de reconciliación en Cristo se proyecta en el h?y de nuestra existencia, como una luz que nos permite hacer un profundo análisis de la realidad de nuestro mundo, en el que el pecado y sus secuelas de opresión e injusticia se hacen presentes. Es un mensaje portador de fuerza sobrenatural que va abriendo los caminos de la liberación anhelada por los hombres, especialmente por los pobres, cautivos, oprimidos, y ya realizada inicialmente en Cristo. Sólo la verdad libera. Sólo el amor reconcilia. Sólo en Cristo se realiza la paz auténtica y duradera.

Ahora bien, sí queremos llegar hasta la raíz de tantos males que cristalizan en estructuras de injusticia y de pecado, hemos de mirar al corazón del hombre: «Desgarrado en su interior, el hombre provoca, casi inevitablemente, una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado» (Reconciliatio et Paenitentia RP 15). El pecado, que es ruptura de la comunión, desencadena los dinamismos del egoísmo, las divisiones, los conflictos.

Llámese orgullo o injusticia, prepotencia o explotación de los demás, codicia o búsqueda desenfrenada del poder o del placer, odio, rencor, venganza o violencia, la raíz es siempre la misma: el misterio de la impiedad que separa al hombre de Dios, que lo aleja de su voluntad y levanta permanentemente muros de división.

4. La constatación de la realidad del pecado como fuente primordial de división, por una parte, y el deseo de unidad que surge en todos los corazones de buena voluntad por otra, son manifestación clara de que hemos de recorrer con un renovado esfuerzo los caminos de la reconciliación, tanto en el plano individual como social.

El hombre, «cuando examina su conciencia, siente su inclinación al mal » (Gaudium et spes GS 13) y descubre la raíz de su propia división interior. Pero dentro de sí mismo bajo la mirada de Dios « que escruta los corazones » (Ps 7,10), resuena también la voz que llama a la unidad con Dios y con el hermano.

La unidad, la reconciliación, que pasan necesariamente por el perdón y la justicia, son como una nostalgia del corazón del hombre a todos los niveles de la convivencia humana. En medio de las tensiones familiares, los hogares viven la nostalgia de una comunión perdida y el anhelo de una reconciliación mutua, que es fuente de paz y de serenidad para todos los que componen la iglesia doméstica de cada familia.

Hay también una necesidad apremiante de superar, dentro del marco de la legalidad, las confrontaciones surgidas en esta época del desarrollo industrial, entre el mundo del capital y el del trabajo. Dichos conflictos están pidiendo soluciones que logren reforzar los vínculos de la colaboración y la compenetración recíproca, como he expuesto ampliamente en mí Encíclica Laborem Exercens. Sin un sincero espíritu de reconciliación entre las partes implicadas, no se podrá garantizar una justa paz laboral, tan necesaria para el desarrollo del país y el reconocimiento de los legítimos derechos de las clases menos favorecidas.

5. Pero la palabra reconciliación tiene h?y en Colombia una resonancia conmovedora porque está transida de anhelos y de lágrimas, de temores y de inseguridad para tantos hijos de esta noble patria. ¡Cuánto deseáis, amados colombianos, que callen las armas, que se estrechen fraternalmente las manos que las empuñan, que llegue para todos esa paz querida e invocada, buscada con esfuerzo, esperada con afán... después de tantos años de violencia que no han dejado más que lutos de muerte y heridas dolorosas, difíciles de cicatrizar!

72 ¡Qué sabias y proféticas fueron las palabras de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI en su visita a Colombia: «La violencia no es cristiana ni evangélica; la violencia engendra nueva violencia»! (Homilía en la misa de la Jornada del Desarrollo, 23 de agosto de 1968),

¿Cómo lograr de inmediato la paz de los campos y de las ciudades; la paz que permita al agricultor trabajar sin zozobras; al ciudadano recorrer sin sobresaltos las calles de su ciudad, de día y de noche; a todos disfrutar de una vida tranquila y serena?

Sólo mediante una sincera, profunda reconciliación de cada uno con Dios y de todos entre sí; pidiendo y otorgando el perdón, renovando un compromiso de amor solidario y justo entre todos los colombianos.

6. Con demasiada frecuencia descubrimos que existen en las personas y en la sociedad rupturas que hay que subsanar, divisiones que es necesario superar. En ellas se manifiestan las fuerzas del mal, el «misterio de la iniquidad»; pero su poder se ve sobrepujado y vencido por el «misterio de la piedad», que es Cristo mismo, «camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada» (Reconciliatio et Paenitentia
RP 22). Dondequiera que los hombres levanten murallas de odio, de opresión, de violencia o de injusticia, allí estará Cristo con su gracia para derribar las murallas, vencer el odio y la violencia, restablecer la comunión y la paz con un amor más fuerte que el pecado, porque es capaz de superar el mal con la fuerza del Espíritu.

En vuestra catedral de Barranquilla se levanta majestuosa la escultura de Cristo Resucitado, que es como un canto a la reconciliación de la tierra con el cielo y de los hombres entre sí. A los pies de la imagen del Resucitado las razas india, blanca y negra, son la expresión plástica de la reconciliación entre los hombres porque en Cristo ya no hay divisiones ni separaciones: todos somos hijos de Dios, todos somos «uno» en Cristo Jesús (cf. Ga Ga 3,26-28).

En efecto, Cristo es la imagen viva de nuestra reconciliación. En la mañana de su resurrección El va a anunciar a sus discípulos la paz y los reúne para comunicarles su Espíritu, el don de la reconciliación con el Padre, el dinamismo de la reconciliación entre los hombres.

En esa imagen de vuestra catedral se manifiesta la infinita piedad de Dios para con nosotros en su Hijo crucificado, resucitado, fuente del Espíritu de amor. Este Espíritu penetra en las raíces más escondidas de la iniquidad y suscita en los corazones un movimiento de conversión que lleva a la reconciliación con el Padre y los hermanos, en el seno de la Iglesia, mediante el sacramento de la penitencia.

7. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). La plenitud de los dones, fruto del sacrificio de Jesús se ha derramado en los corazones de los fieles para que a l?s que confiesan sus pecados les sea otorgado el perdón y la gracia. Del corazón de Cristo nace la reconciliación perenne que ofrece la Iglesia en la efusión del Espíritu Santo.

El Espíritu de Jesús abre al diálogo de la caridad los corazones endurecidos, hace que los enemigos se estrechen la mano, mueve a los que eran rivales a buscar el camino de la concordia. Los que se sienten perdonados, experimentan el deseo de perdonar y los que han gustado la paz de Dios se transforman en constructores de paz.

El mensaje de Jesús, su obra redentora, el don de su Espíritu están presentes en la Iglesia para realizar la reconciliación universal, para vencer el pecado y sus consecuencias, para construir un orden nuevo en la justicia y el amor.

Los cristianos de todos los tiempos, vosotros, amados hijos de Colombia, estáis llamados a vivir según estas exigencias evangélicas, las únicas capaces de transformar con las energías de la resurrección de Cristo las estructuras injustas que son fruto del pecado.

73 8. La primera exigencia de la reconciliación en Cristo, que es don misericordioso del Padre, es la conversión personal como actitud previa para la concordia entre las personas. Superar la ruptura radical del pecado para reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás, presupone una transformación interior que exige esfuerzo y sacrificio, renuncia y cruz, según el espíritu de las bienaventuranzas. A esta conversión radical, a esa transformación de la mente y del corazón, que culmina en el sacramento de la reconciliación, os invito a todos, para que seáis mensajeros de paz, para que seáis hombres y mujeres reconciliados y reconciliadores.

No hay reconciliación verdadera donde no hay perdón, porque el perdón es el acto más profundo del amor de Dios hacia nosotros; y es, al mismo tiempo, el acto más noble que puede realizar el cristiano, un gesto por el que se asemeja al Padre que está en los cielos (
Lc 6,36). El perdón, como he expuesto en mi Encíclica Dives in Misericordia, es el momento original del amor cristiano, la expresión de esa misericordia sin la cual aun las exigencias más fuertes de la justicia humana corren el riesgo de ser injustas e inhumanas, como con frecuencia la historia, incluso reciente, nos ha hecho constatar.

Por eso, sabiendo que me dirijo a hombres y mujeres fieles de la Iglesia, os aliento a que construyáis comunidades, familias, parroquias que sean signos de paz y de unidad en la caridad. Y con el Apóstol San Pablo os repito: «Revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros... y que la paz , de Cristo presida vuestros corazones» (Col 3,12-15). A esa paz he venido a exhortaros; para que entre vosotros crezca y se afiance la solidaridad en el esfuerzo de construir una patria más justa y fraterna, un gran hogar donde puedan vivir en armonía todos los colombianos.

9. Queridos hijos e hijas de esta nación católica: ya próxima a concluirse mi visita pastoral a Colombia, vuelvo mi mirada agradecida al afecto sincero con que me habéis acogido, al entusiasmo de vuestra participación, a la profunda fe y religiosidad que he podido constatar en cada una de nuestras celebraciones comunitarias.

En vuestro país, como en otras naciones de América Latina, en medio de tanta riqueza de humanidad y de fe cristiana, quedan tantos problemas por resolver. La injusta distribución de las riquezas, la insuficiente tutela de los derechos de los más débiles, la desigualdad de oportunidades, el desempleo y otras graves cuestiones, piden un inmenso esfuerzo solidario de todos en la promoción de la justicia social.

Junto a estos problemas existen también esos males sociales que vuestros obispos han denunciado recientemente: la violencia terrorista y guerrillera, la tortura y los secuestros, el abuso del poder y la impunidad de los delitos; el uso de la droga y el abominable crimen del narcotráfico. Todo ello está pidiendo a este pueblo que saque a relucir sus mejores reservas de fe y de humanidad, para erradicar esas lacras sociales que no corresponden a vuestros más auténticos sentimientos humanos y cristianos.

He percibido, amados hijos de Colombia, vuestra profunda aspiración y vuestro ardiente anhelo de paz. Ha surgido como un clamor constante de todas las gargantas, de todos los corazones. Antes de dejar este amado suelo de Colombia, quiero asumir una vez más este clamor vuestro. Hago un llamamiento a todos los colombianos, en particular a quienes están en la guerrilla, para que se pongan en consonancia con ese clamor por la paz de todo el pueblo. Que todos, de manera especial los que han empuñado las armas, participen sinceramente en la búsqueda de la paz y se abran a las iniciativas que se han emprendido y a las que se emprenderán en el futuro para una reconciliación nacional, en el pleno respeto de la vida humana y conforme a las exigencias de la justicia.

Con palabra de esperanza y como compromiso de fe os animo a dirigir vuestra mirada a Cristo, Redentor del hombre, Salvador del mundo. El es nuestra reconciliación y nuestra paz.

Junto a El, en una nación consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, todos los colombianos podrán sentirse hermanos, unidos en el perdón mutuo, en la comunión solidaria de los bienes materiales, en el esfuerzo de todos para encontrar los caminos de la reconciliación y de la paz, que serán también los del progreso material y espiritual, personal y social.

En esta hora de vuestra historia os exhorto a permanecer fieles en vuestra fe y a manifestarla en vuestras obras.

Confío a Dios, infinitamente misericordioso, este llamamiento mío de Padre y Pastor, para que haga germinar la semilla que he ido esparciendo a lo largo y a lo ancho de vuestro país, en la tierra fértil de tantos corazones generosos.

74 Al mismo tiempo os invito a dirigiros conmigo a la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, a quien veneráis con especial cariño en vuestra iglesia catedral como Reina y Auxiliadora. Bajo su amparo maternal seguid trabajando para hacer de Colombia una patria grande, una tierra acogedora para todos sus hijos, una nación católica que sepa vivir en la solidaridad, la concordia y la paz.

¡Señor, asiste con tu gracia a Colombia! ¡Consérvala para siempre unida en la fe y en el amor! ¡Tú, que eres nuestra Paz, haz que reine en los corazones de todos los colombianos tu paz! Amén.







Discursos 1986 63