Discursos 1986 74


PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto «Ernesto Cortissoz» de Barranquilla

Lunes 7 de julio de 1986

Señor Presidente de la República,
amados hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridísimos colombianos todos:

1. Llega el momento de poner fin a esta visita pastoral que, en el nombre del Señor, he tenido el gozo de realizar, cumpliendo así mi ferviente deseo, como Pastor de la Iglesia universal, de encontrarme con los hijos e hijas de la noble Colombia.

Han sido siete jornadas de intensa comunión en la fe y en la caridad, durante las cuales he tenido ocasión de sentir la presencia de una Iglesia y de una sociedad viva e ilusionada que, con su confianza puesta en Dios, mira esperanzada hacia el futuro.

En nuestros encuentros de oración y celebraciones eucarísticas, he querido llevar a cabo el mandato recibido de Jesucristo de confirmar a mis hermanos en la fe.

75 Han sido jornadas de gracia que a todos nos han enriquecido. Me acompañarán siempre en el recuerdo y en la plegaria inolvidables momentos, lugares y personas que me han hecho apreciar los valores más genuinos, humanos y cristianos del alma noble de Colombia.

2. Doy gracias a Dios porque he encontrado aquí una Iglesia llena de vitalidad, rebosante de generosidad, unida en la caridad, bien organizada y sobre todo bien anclada en los fundamentos, en la doctrina y las normas que le dio su divino Fundador. Esta es la base necesaria y la garantía segura para lanzarse a una nueva evangelización que, por medio de las celebraciones del V centenario de la primera evangelización, prepara a Colombia, como a toda América Latina —continente de la esperanza—, a entrar gallarda y decididamente, con la lámpara de la fe irradiando luz y calor, en el tercer milenio del cristianismo.

Sois una nación católica. No dejéis debilitar el orgullo legítimo ni mermar la responsabilidad que ello entraña. Los insoslayables problemas que tanto os preocupan, afrontadlos con clarividencia, con espíritu de fraternidad, con plena colaboración por parte de todos y principalmente con la mirada puesta en Dios, cuya ayuda no os ha de faltar.

¡Adelante! El Papa se va, pero queda con vosotros. El Papa os conforta, os anima, quiere estar a vuestro lado, quiere acompañaros por los difíciles caminos que tendréis que recorrer: ¡Animo!, pueblo colombiano. Quiero animaros especialmente a vosotros, jóvenes, que tenéis en las manos el futuro de vuestro país. ¡Adelante siempre, “con la paz de Cristo”!

Me he sentido feliz entre vosotros. He apreciado mucho vuestra proverbial hospitalidad, vuestra acogida siempre cordial; vuestro entusiasmo. Me habéis abierto sin reservas las puertas de vuestras casas y de vuestros corazones. Ahora, en el momento de la despedida, os repito la exhortación que hice al comienzo de mi pontificado: ¡No tengáis medio! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ¡Acoged su mensaje de paz! ¡Dejaos reconciliar por Dios!

3. Deseo expresar mi más profundo agradecimiento al Señor Presidente de la República y a todas las autoridades de la nación, de las que he recibido continuas pruebas de cortesía y atención en los lugares por los que he pasado. Que el Señor sostenga y premie los esfuerzos que realizan para asegurar a su patria un porvenir de paz, justicia y bienestar.

Gracias a los obispos de Colombia. ¡Cómo me he sentido dichoso compartiendo con vosotros estos días! Pido al Pastor de los Pastores que os mantenga siempre tan unidos, tan generosos, tan entregados a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y fieles en cada una de vuestras Iglesias locales. Al regresar a las diócesis llevad a todos el eco de mi saludo de despedida. Mi agradecimiento va también a las numerosas personas y entidades que con tanta dedicación y desprendimiento han colaborado eficazmente en la preparación y desarrollo de mi visita pastoral.

Una palabra de gratitud igualmente a los informadores por el encomiable esfuerzo realizado en prensa, radio y televisión para informar sobre los diversos encuentros que se han llevado a cabo durante mi estancia en Colombia.

Mi última mirada desde este extremo del país se dirige a la Virgen de Chiquinquirá, en cuyo santuario la invoqué con las palabras de Isabel: “Dichosa tú, que has creído”. Hoy, desde Barranquilla, recojo las mismas palabras para referirlas a ti, Colombia: “Dichosa tú, que has creído”. La fe cristiana es parte de tu alma nacional, es tesoro de tu cultura, es aliento en tus jóvenes, es dinamismo en tus dificultades, es serenidad en tus hogares. Que esa fe cristiana siga iluminando y corroborando en la paz, en la justicia, en el amor recíproco a los hijos de Colombia.

¡Hasta siempre, Colombia!







MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS OBISPOS DE PERÚ CON OCASIÓN


DE LA VISITA DEL CARD. JOSEPH RATZINGER




Amadísimos hermanos en el Episcopado:

76 Con ocasión de la visita al Perú del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, invitado por el Presidente de esa Conferencia Episcopal Cardenal Juan Landázuri Ricketts, me es grato haceros llegar mi más cordial saludo en la Paz del Señor resucitado.

Este encuentro del Cardenal Prefecto con el Episcopado Peruano desea ser, en cierto modo, una continuación del fraterno diálogo eclesial, iniciado con motivo de las últimas visitas “ad 1imina” para analizar y profundizar conjuntamente algunos temas de interés, con el fin de que sea siempre viva y dinámica la comunión de cada Obispo con la Sede de Pedro y con los demás Obispos del mundo.

Entre las varias cuestiones sobresale, por su importancia y repercusión en el pueblo fiel, el tema de la teología de la liberación al que la mencionada Congregación ha dedicado recientemente dos documentos: “Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación” (1984), e “Instrucción sobre libertad cristiana y liberación” (1986).

Esta reunión en el Perú, que va precedida de otras similares con otros episcopados, constituye un momento de especial intensidad eclesial, al ser expresión de aquella colegialidad que une a los Obispos entre sí y con el Sucesor de Pedro en la solicitud por todas las Iglesias. Deseo que, gracias a este encuentro, se refuerce ulteriormente ese vínculo colegial en provecho de toda la Iglesia, la cual “forma una unidad de la que la unión de los Obispos es el vínculo”.

En las conversaciones que tuve con cada uno de vosotros, pude comprobar cómo os estáis prodigando en el deber insoslayable de hacer Iglesia, objetivo que debe estar siempre por encima de circunstancias y de problemas humanos de toda índole. A ejemplo de Cristo, esto ha de ser un estímulo más para no cejar en la búsqueda y el acercamiento a los hombres, en el deseo de sanar sus heridas, ayudarles a llevar sus cargas y, sobre todo, abrirles, mediante la palabra y el testimonio, el auténtico camino de la 1iberación realizada por Cristo Redentor: ésta “da su verdadero sentido a los necesarios esfuerzos de liberación de orden económico, social y político, impidiéndoles caer en nuevas servidumbres”. De este modo vuestro ministerio pastoral llegará a lo más profundo de los espíritus, allí donde, aunque las carencias humanas sean más dolorosas, tiene lugar con intervención de la gracia divina el renacimiento del hombre nuevo y del mundo nuevo que todos anhelamos, “porque la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios”.

Todo lo que se refiera a la elevación espiritual moral y social del hombre debe ser objeto de vuestra ineludible misión y a ella debéis dedicar los mejores esfuerzos no olvidando que todo momento es tiempo favorable, es tiempo de gracia para el Señor. Que vuestra fe ilumine a todos los hombres, “para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”, y así puedan descubrir mejor el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Queridos hermanos, no quiero terminar este mensaje sin elevar mi plegaria a la Virgen María que, en el Cenáculo de Jerusalén, ayudó e intercedió para consolidar la unidad de los Apóstoles, los cuales “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu”. “Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos”. A Ella confío el buen resultado de este diálogo, a la vez que os imparto de corazón mi Bendición Apostólica, que extiendo gustosamente a todo el pueblo fiel del Perú.

Vaticano, 14 de julio de 1986.







MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


A LOS OBISPOS DE PERÚ REUNIDOS


EN ASAMBLEA EXTRAORDINARIA




Queridos hermanos en el Episcopado:

Sigo con viva preocupación la actuación difícil en que desde hace tiempo se encuentra vuestro país. La noticia de una brusca y repentina agravación de la misma, por la intensificación de las tensiones políticas y sociales que han seguido a los sucesos dramáticos del mes pasado, me llegó cuando me estaba preparando para realizar mi Visita pastoral a Colombia.

Vosotros, solícitos como siempre por el bien de vuestro pueblo, habéis intervenido inmediatamente con un nuevo llamado a la concordia nacional, mediante la reconciliación de los espíritus y la mutua comprensión. Consideráis que tales premisas son necesarias para una búsqueda provechosa de las soluciones más idóneas de los serios problemas que todos, personalidades responsables y ciudadanos en general, sin distinción deben afrontar, recorriendo la vía de la justicia y del pleno respeto del valor fundamental de todo ser humano.

77 Deseo testimoniaros ante todo mi honda participación en el luto y en las pruebas que atraviesa vuestro país y expresaros mi unión plena y cordial con vuestras preocupaciones pastorales y con vuestros esfuerzos, dirigidos a promover y a favorecer el bien común auténtico a través de la unidad de la nación, superando los antagonismos de parte.

Quisiera que en la persecución de estos altos objetivos os acompañara el eco de vuestras mismas palabras, que hice mías y confirmar durante mi Visita a vuestro querido país en febrero del año pasado. Entonces repetí con vosotros que “es importante que las instituciones encargadas de la vigilancia del orden público y de la administración de la justicia, cuya misión es la defensa de la vida y del orden jurídico, logren inspirar la confianza de la población, contribuyendo así a fortalecer la convivencia de la ley en nuestro país”. Y añadí que “el cristianismo reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles pero invita a promoverla mediante la comprensión, el diálogo, el trabajo eficaz y generoso, la convivencia, excluyendo soluciones por caminos de odio y de muerte”.

La invitación a buscar y a lograr la concordia nacional por medio de la reconciliación de los espíritus y del abandono de los odios y de los rencores, que están en la raíz de la violencia, continuará siendo —de ello estoy seguro— el punto fundamental de vuestra constante actividad magisterial y ministerial en favor sobre todo de las generaciones jóvenes, que son las más expuestas a la sugestión de ideologías falsas, no raras veces en las mismas sedes donde se provee a su formación. Como decía en mi alocución a los jóvenes peruanos, el día 2 de febrero del año pasado, solamente en Cristo “está la respuesta a las ansias más profundas” de sus corazones. Y añadía que en realidad “el tener confianza en los medios violentos, con la esperanza de instaurar más justicia, es ser víctima de una ilusión mortal”.

Elevo a Dios fervientes súplicas en favor de la concordia de los espíritus en vuestro país y os exhorto a que promováis en las Iglesias a vosotros confiadas una verdadera “cruzada” de oraciones. Suba a Dios el anhelo de pacificación y de la deseada tranquilidad en el orden, que anida en el corazón de tantos hijos de esa noble Nación.

Para todos pido a Cristo, “paz y reconciliación nuestra”, gracias abundantes, en prenda de las cuales imparto de corazón una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 16 de julio de 1986.

                                                                                  Septiembre de 1986


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE OBISPOS COLOMBIANOS

Castelgandolfo, sábado 20 de septiembre de 1986



Señor Cardenal,
amados hermanos en el episcopado,
queridos sacerdotes:

78 Con esta visita os habéis propuesto manifestarme vuestra satisfacción y agradecimiento, en cuanto miembros cualificados de la Conferencia Episcopal, por el viaje apostólico que me llevó a compartir durante unos días los gozos y esperanzas, las inquietudes y aspiraciones de la Iglesia en Colombia. Con él tuvo cumplimiento un deseo largamente acariciado por mí, y sin duda también por los pastores y pueblo fiel de vuestra patria.

1. A vosotros quiero en primer lugar reiteraros mi más profunda gratitud por el esmerado desvelo puesto en preparar cuidadosamente las diversas etapas, de manera que respondiesen con toda nitidez, como así fue, a unos objetivos puramente eclesiales. Esta sintonía de propósitos, avivados sin cesar por el celo ardiente de la caridad y del servicio pastoral, halló pronta correspondencia en el espíritu del pueblo colombiano, que dio amplias e ininterrumpidas muestras de acendrada religiosidad y de una ilimitada disponibilidad a cultivar con ánimo consciente y decidido los valores cristianos.

Bien puedo decir que no me fue difícil, en ningún modo, cumplir mi misión de “Pastor y peregrino del evangelio”. La gracia del Señor, indispensable y que no falta nunca a la hora de intuir certeramente los planes de Dios, se derramó, por así decirlo, a manos llenas en los corazones, disipando hasta los mínimos brotes de posible inquietud, de manera que –lo digo con palabras del Apóstol– “en nada de lo que me pareció útil tuve que retraerme en cuanto a predicaros y enseñaras en público y en privado... instando a todos a convertirse y a creer en Nuestro Señor Jesús” (
Ac 20,21).

2. Fueron suficientes aquellos pocos días para comprobar cómo la Iglesia en Colombia, no obstante la variedad de su vasto territorio y a pesar de las múltiples diferencias sociales aún existentes, está firmemente unida en la fe y en la esperanza, en torno a sus Pastores,

Naturalmente, es todavía una Iglesia en camino y. como todo el pueblo de Dios, es además una familia que se va haciendo día a día en el amor del Señor y en la paz, deseosa de avanzar en la construcción de la humanidad nueva, el Cuerpo de Cristo, animado por su Espíritu.

Esta que es una alentadora realidad constituye un ineludible desafío para todos los Responsables a no cejar en la llamada a la paz y a la edificación, a la solidaridad fraterna y a la comunión, aun en medio de posibles contradicciones y hasta de humillaciones y ultrajes por el nombre de Jesús, como tuve ocasión de repetir en diversos momentos de mi viaje.

3. Porque siento gran afecto hacia la Iglesia en Colombia y porque espero mucho de ella en el ámbito latinoamericano, os insto hoy a que, en unión con los demás Pastores, emprendáis con renovado vigor vuestra tarea de anunciadores incansables del Evangelio.

Os sirva de común acicate el entusiasmo casi instintivo que noté en los jóvenes por seguir a Cristo, cuando descubren su rostro a través de la palabra y del ejemplo que revelan su persona. Os anime a ello el sacrificio continuo de tantos padres y madres de familia, que esperan anhelantes el calor de la mano amiga para ayudarles a soportar con mayor respiro el peso de la propia responsabilidad. Os estimule también el empeño de cuantos –empresarios y obreros, profesionales de la cultura...– se esfuerzan con espíritu cristiano por procurar a todo hombre una existencia como conviene a su dignidad. En fin, os sea también de estímulo e imprescindible ayuda las laboriosas energías de sacerdotes, religiosos y religiosas que han optado por Cristo ofrendando a El totalmente su vida en el don de la comunión y del servicio que brota de la entrega exclusiva a las tareas del Reino de Cristo.

Que estas breves consideraciones corroboren en vosotros y en vuestros hermanos Obispos el infatigable celo que habéis demostrado y que exigen de nosotros los tiempos gravosos y cambiantes en que vivimos. Bajo la protección de la Santísima Virgen de Chiquinquirá, todo cuanto hagáis sea para gloria y alabanza del Señor.





                                                                                  Octubre de 1986




A LOS OBISPOS ESPAÑOLES EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 17 de octubre de 1986

79 : Queridos hermanos en el Episcopado:

“Gracia misericordia y paz, de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor Nuestro” (
1Tm 1,2)..

Es para mí motivo de íntimo gozo estar hoy con vosotros, Pastores de las Provincias Eclesiásticas de Oviedo, Santiago de Compostela y Valladolid.

En vuestras personas deseo también saludar a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles que, desde la cuenca del Duero hasta las rías gallegas y el Cantábrico, se afanan por sembrar y hacer vida la semilla del Evangelio.

Agradezco vivamente las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Monseñor Gabino Díaz Merchán, Arzobispo de Oviedo y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, como preludio a este encuentro que quiere ser un testimonio de comunión en la fe y en la caridad con la Sede de Pedro “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (cf Lumen gentium LG 18).

En las conversaciones que, por separado han procedido a nuestra reunión de hoy, y anteriormente a través de las relaciones quinquenales que habéis enviado, he podido apreciar la situación actual de vuestras diócesis, con sus luces y sombras: los frutos sazonados de vuestra abnegada acción ministerial, los proyectos y esperanzas a desarrollar en el futuro, los problemas y retos que exigen vuestra dedicación solicita de Pastores a cuyo cuidado ha sido encomendada una porción del Pueblo de Dios.

A la vista de vuestras informaciones y en sintonía con vuestros anhelos pastorales, vienen a mi mente las inolvidables jornadas vividas en cinco lugares de vuestras Provincias Eclesiásticas durante mi visita a España en 1982. Ávila, Alba de Tormes, Salamanca, Segovia y Santiago de Compostela fueron los centros donde se dieron cita una parte importante de vuestras comunidades y pude comprobar personalmente la vivencia de los valores cristianos en vuestra tierra y en vuestras gentes.

Nuestro tiempo –lo sabéis bien– se caracteriza por un proceso de cambios acelerados, el cual deja sentir sus efectos tanto en las comunidades urbanas como en las rurales. Las nuevas situaciones constituyen, a veces, un reto que requiere por nuestra parte nuevos esfuerzos para hacer llegar al hombre de hoy el mensaje evangélico de salvación.

A este propósito, me es grato recordar el Programa Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, elaborado con ocasión de mi visita apostólica a vuestro país, en donde se exponían las directrices pastorales para una más penetrante acción evangelizadora. Uno de los frutos de aquel directorio ha sido el Congreso de Evangelización que tuvo lugar en septiembre del año pasado y en el que, tras arduo trabajo de preparación a nivel parroquial, diocesano, comunitario, ha recogido las aspiraciones apostólicas de pastores y fieles.

En vuestra solicitud de Obispos, habéis querido manifestarme vuestras preocupaciones acerca de algunos problemas que afectan, en modo particular, a las generaciones jóvenes en lo referente a sus convicciones de fe, a la participación en la Eucaristía dominical, al sentido del sacramento de la Penitencia. A estos problemas hay que añadir otros más generales, pero no menos acuciantes como la iniciación cristiana de los hijos en el seno familiar, la insuficiencia de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, la moralidad pública, etcétera.

En estos momentos de incertidumbre por el que atraviesan no pocos de vuestros fieles, os incumbe a vosotros, queridos hermanos, como maestros de la verdad, continuar proclamando las “razones de la esperanza” (cf. 1P 1P 3,15); esa esperanza que se apoya en las promesas de Dios, en la fidelidad a su palabra y que tiene como certeza inquebrantable la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el mal y el pecado.

80 Las nuevas situaciones están reclamando una renovada acción evangelizadora que estimule actitudes cristianas de mayor autenticidad personal y social, y en la que participen todos los miembros de las comunidades eclesiales: sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Es especialmente necesaria en nuestro tiempo la presencia activa de los seglares en las realidades temporales de la sociedad democrática, con todo el vigor profético y testimonial de un laicado adulto, que sepa comprometerse decididamente y que sea capaz de superar tanto el individualismo como las inercias y rutinas.

Me alegra saber que estáis empeñados en esta acción evangelizadora y que pretendéis que se haga conjuntamente en cada diócesis y en todas las diócesis, con miras a lograr un mayor sentido comunitario a todos los niveles: parroquias, arciprestazgos, diócesis y provincias eclesiásticas. Es también motivo de esperanza que estéis convocando a todos para este trabajo por el Reino de Dios, buscando cauces y lugares propicios para ello, de modo que todos se sientan fuertemente interpelados para colaborar responsable y creativamente en esta misión.

En este esfuerzo prometedor hay que tener presentes las propias raíces: el sentido cristiano y universalista de vuestras gentes que les ha permitido abrirse generosamente a otros pueblos; la experiencia profunda del Señor, como vivieron y siguen enseñando vuestros místicos en un magisterio de permanente vigencia. Hay que tener en cuenta que este mundo cambiante, en progreso, pero también expuesto a la degradación moral, necesita las orientaciones dimanantes de un pensamiento teológico maduro y eclesial y de una formación permanente, cuyas motivaciones podréis encontrar también en vuestro pasado universitario: el diálogo entre fe y cultura es hoy particularmente necesario para la evangelización, a fin de que en vuestras diócesis siga implantado ese árbol del saber cristiano, cuyas dos ramas, la mística y la inteligencia, son garantía de abundantes frutos de verdadero humanismo. Sed infatigables en promover la oración y un proceso de formación permanente en todos, comenzando por los mismos sacerdotes.

Todo ello ha de tener a la vista al hombre concreto e histórico, como señalaba en mi encíclica Redemptor Hominis, esta es la misión de la Iglesia: servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión”. Espera de la Iglesia una palabra de aliento el joven, expuesto a la inclemencia de nuestro tiempo en el orden espiritual y también en el laboral y social; la familia, amenazada en sus valores humanos y cristianos; el hombre de las ciudades y de las zonas rurales, con frecuencia olvidado por todos; los parados y los marginados, los que son víctimas de las circunstancias, pero también de la incuria de los demás; los pobres y pequeños, como destinatarios privilegiados del Evangelio y del amor de Jesús. Vuestras comunidades eclesiales tienen que acreditarse por este estilo de vida que denote una actitud de vivencia evangélica.

Para conseguir todo esto se necesitan vocaciones decididas. Por ello es menester que se intensifique el afecto de todos hacia las vocaciones de especial consagración y particularmente a las sacerdotales, lo cual supone una eficaz pastoral vocacional. De este modo, el crecimiento en número y santidad de “los obreros de la mies” os permitirá mirar el futuro con esperanza y mayor ambición apostólica, movidos también por la preocupación misionera de ayudar a otras Iglesias, como ha caracterizado durante siglos a la Iglesia española.

Ya sé que vuestra tarea de Pastores es ardua y exigente, pero contáis con la fuerza del Espíritu que asiste a su Iglesia, particularmente en las dificultades. Defended la auténtica doctrina contra los silencios sospechosos, las ambigüedades engañosas, las reducciones mutiladoras, las relecturas subjetivas, las desviaciones que amenazan la integridad y la pureza de la fe.

Al regresar a vuestras Iglesias particulares llevad a todos el saludo cordial y el afecto del Papa; en especial a vuestros sacerdotes. Sed para ellos padres y confidentes; apoyados y confortadlos en sus quehaceres pastorales y en su vida personal. Ante la cercanía del Obispo, el sacerdote se siente animado a vivir con alegría y dedicación su vocación de seguimiento a Cristo y de incondicional amor a la Iglesia.

A la intercesión de la Santísima Virgen, tan venerada en vuestras comunidades, confío vuestras intenciones y anhelos pastorales. Que el Espíritu Santo sea vuestra paz y vuestra fuerza.

Con afecto os imparto mi Bendición Apostólica, que hago extensiva a todos cuantos colaboran en vuestro ministerio episcopal: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles.






A UN GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 24 de octubre de 1986



Queridos Hermanos en el Episcopado:

81 1. “Mi alma desea alegrarse con vosotros en la palabra de Dios y manteneros en El, porque es nuestra alegría y salvación... Alegraos conmigo en El, en su palabra, caridad, verdad” (S. Agustín, Enarr. in Ps 41,1). Sean estas palabras, tomadas de san Agustín, expresión de mis sentimientos de afecto y gozosa comunión hacia vosotros, Pastores de Iglesias particulares en las provincias eclesiásticas de Burgos, Pamplona y Zaragoza.

Mi satisfacción es doble en este caso, ya que saludo en vosotros y en vuestras respectivas diócesis a tierras en parte conocidas, a personas amigas, desde que un viaje pastoral todavía reciente me llevó al corazón de vuestra fe y de vuestras tradiciones. Recordaré siempre con sumo gusto aquellas intensas jornadas; hoy en particular, la Eucaristía celebrada en Loyola y el acto misional en el Castillo de Javier: dos lugares o, si preferís, dos símbolos de singular relevancia eclesial vinculados, a la par que Caleruega, Silos y La Calzada, a figuras excelsas de Santos cuyo amor filial a la Iglesia les llevó a ofrendar sus vidas sin más horizonte que la expansión del evangelio y la salvación de las almas. Y ¿qué decir de mis dos visitas en corto espacio de tiempo a Zaragoza, donde he podido admirar la acendrada raíz mariana que, desde aquel Pilar bendito, sigue alimentando la fe del pueblo español?

A estas experiencias directas, tengo que sumar un singular aprecio por todas vuestras gentes: Castilla, Aragón, La Rioja, Vascongadas y Navarra son tierras fecundas y llenas de vitalidad para la historia y la religiosidad de vuestro país y de la Iglesia universal a las que saludo con respeto y cariño en sus pastores.

2. Durante estos días a través de los coloquios personales tenidos con cada uno de vosotros –y más extensamente a la vista de vuestras Relaciones quinquenales– he podido comprobar que efectivamente vigiláis en todo momento por el bien de vuestras comunidades eclesiales, conscientes de “haber recibido un Espíritu que no duerme” (cf. S. Ignacio de Antioquía, Ad Polycarpum, 1, 3). De vuestra presencia edificante dan testimonio elocuente el diálogo fraterno y constante con el presbiterio diocesano, las visitas a las parroquias, el impulso dado a los ministerios y a las asociaciones de apostolado. Y, como núcleo que amalgama toda esta ardua tarea, sé también que no escatimáis energías en promover una amplia evangelización centrada en la vida sacramental y orientada a corroborar “la fe que se verifica en la caridad” (cf Ga 5,6). Al mismo tiempo que habéis expuesto este amplio despliegue de vuestro oficio pastoral, habéis manifestado también inquietudes íntimas, dificultades u obstáculos, sombras más o menos difundidas, que os dan serias preocupaciones, cuando no hieren vuestra conciencia y responsabilidad de Pastores del pueblo de Dios.

Os agradezco vuestra sinceridad y me hago solidario con vuestro decidido propósito de proseguir sin decaimiento en vuestra denodada labor. Por mi parte, quiero hoy, en el imperioso deber de “confirmar a los hermanos”, ofreceros algunas reflexiones que me han sugerido los diálogos de estos días y que me dicta mi solicitud por todas las Iglesias como Sucesor de Pedro.

En mi viaje pastoral a España, en el otoño de 1982, quise poner de relieve esa herencia católica que ha de ser a su vez firme punto de apoyo para afrontar el presente y abrirse al futuro: “Amando vuestro pasado y purificándolo, seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con originalidad al porvenir” (cf. Ceremonia de despedida en el aeropuerto de Compostela, 9 de noviembre de 1982, n. 3) .

Ciertamente hemos de asumir con prontitud de ánimo, despierto y sosegado, el ritmo acelerado de la actividad humana, que ha originado nuevas formas y niveles de vida, así como nuevas dificultades que ponen a prueba también la capacidad de renovar la religiosidad. Pero renovación ha de entenderse como revitalización: las viejas raíces, bien cultivadas con esfuerzo pastoral, son capaces de dar hoy una cosecha tan espléndida como la que dieron en un pasado glorioso.

3. Ante todo, una cosecha de fe, virtud sin la cual “es imposible agradar a Dios”(He 11,6). Una fe vigorosa, que acoja y proclame el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia, de suerte que Pastores y fieles, en plena concordia, conserven, practiquen y profesen la fe recibida (cf Dei Verbum DV 10).

Es cierto que vuestros pueblos, en su inmensa mayoría, confiesan la fe católica, que las familias abrigan el deseo de que sus hijos sean educados en ella y que por doquier se conservan aún con cariño tradiciones varias en las que se expresa la religiosidad popular. Sin embargo, algunos fenómenos de vasta expansión como la creciente secularización ambiental, un secularismo anticristiano que halla puntual eco en algunos medios de comunicación social, junto a un cierto pluralismo que en no pocos casos difumina la identidad cristiana, van abriendo paso a una situación preocupante, en la que aumenta el número de los que dan por perdida o superada la fe o la desconectan de la diaria existencia. Ahora bien, como ha dicho el Concilio Vaticano II, “el divorcio entre la fe y la vida diaria en muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo” (Gaudium et spes GS 43). Error que se manifiesta no sólo en el descenso de las prácticas religiosas, sino también en la deformación de las conciencias, al juzgar como logros de la modernidad postulados propios de un hedonismo materialista o actitudes que son, lisa y llanamente, violación de la Ley de Dios.

Esta desconcertante y turbia situación se agravaría aún más si no se cae en la cuenta de que para reparar tales falsedades y abusos urge una intensa actividad pastoral de promoción de la fe mediante la catequesis en sus diversas formas; una catequesis, firme y paciente, disipadora de confusiones, que por su contenido, en sus respectivos niveles sea capaz de procurar a todos los fieles razón de su esperanza (cf. 1P 1P 3,15) y entrañe una gozosa orientación a la práctica del bien (cf. ibíd., 2, 15). Para llevar a cabo esta tarea fundamental –que es uno de los principales deberes del Obispo, como pregonero de la fe y maestro auténtico de la misma (cf Lumen gentium LG 25)– además de la ayuda fiel y constante de “próvidos cooperadores”, es decir, los presbíteros (cf. Presbyterorum Ordinis PO 2), habéis de recabar insistentemente la colaboración de laicos bien preparados, para cuya adecuada formación tenéis derecho de esperar la valiosa contribución de las Universidades de la Iglesia y, en especial, de las Facultades de Sagrada Teología de vuestras Provincias Eclesiásticas.

4. La promoción de un laicado, responsable de sus obligaciones eclesiales no debe aminorar vuestra preocupación especialísima por la esmerada formación de los seminaristas. Gracias a Dios, parece haber “tocado fondo” la crisis de vocaciones, estrechamente vinculada a la “crisis de identidad sacerdotal”; pero aún falta mucho para llegar a una recuperación satisfactoria. Esta sólo se conseguirá cuando el modelo sacerdotal se ajuste plenamente al diseñado por el magisterio de la Iglesia, y se apliquen fielmente en los seminarios las normas establecidas por la Santa Sede.

82 Procurad a toda costa que los formadores y profesores de vuestros seminarios mayores y menores sean ejemplarmente fieles a esas normas, a fin de que la riqueza doctrinal, el espíritu de servicio eclesial y el celo por la salvación de los demás preparen gradualmente a los seminaristas, para que un día podáis imponerles gozosamente las manos y lleguen a ser los esperados “ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4,1).

Los tiempos que corren requieren sacerdotes dispuestos al sacrificio, formados en el espíritu de oración y de trabajo, con una seria preparación en las ciencias eclesiásticas, entrenados en la obediencia, entusiasmados con el ideal del servicio a Cristo y a la Iglesia en el ejercicio del ministerio. Ellos serán el mejor reclamo para muchos jóvenes generosos, que desean ver modelos convincentes.

5. Sacerdotes así, serán los guías y motores de la evangelización, bajo su doble aspecto de predicación de la palabra de Dios y de sacramentalización. Por lo que a ésta última se refiere, es cierto que la renovación litúrgica ha dado ya laudables frutos en vuestras Diócesis y que la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas es efectiva. Sin embargo, sería lamentable que se incurriese en nuevos formalismos. La profundidad de la vida litúrgica se ha de medir, sobre todo, por la asiduidad y preparación personal para recibir o celebrar los sacramentos.

Por eso quiero llamar la atención, como ya lo hice en la exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, sobre la menor frecuencia con que los fieles suelen acudir al sacramento del perdón. Así pues, os exhorto una vez más – a vosotros y a vuestros sacerdotes a que deis facilidades para que los fieles individualmente puedan acercarse a este sacramento y pongáis en acción todos los medios posibles y convenientes para ello (cf. ibíd., 31, IV). Uno de esos medios consistirá en evitar los abusos en las absoluciones generales. “Las normas y las disposiciones sobre este punto (cf. Código de Derecho Canónico, cann. 961-963), fruto de madura y equilibrada consideración, deben ser acogidas y aplicadas, evitando todo tipo de interpretación arbitraria” (Reconciliatio et Paenitentia RP 33); de lo contrario no podréis sentiros exentos de responsabilidad, al contribuir con el silencio a la deformación de las conciencias de los fieles y a que se menosprecie el valor del sacramento. Tales abusos, donde se den, ciertamente han de corregirse, cuanto antes.

6. Sin perder de vista las bases de una vida cristiana auténtica, es de desear que impulséis sin desmayos los movimientos apostólicos, que adquieren su fuerza en la fe y en la vida sacramental.

No os canséis de inculcar que “el apostolado de los laicos brota de la misma esencia de su vocación cristiana”; (Apostolicam Actuositatem AA 2) que los laicos, individualmente o legítimamente asociados, han de trabajar para atraer a la Iglesia a los alejados, han de ayudar en la catequesis, adoptar actitudes eficaces de disponibilidad para muchas tareas parroquiales y diocesanas (cf. ibíd., 10); sobre todo, han de dar testimonio de vida familiar cristiana y defender los valores de esta célula primordial de la sociedad frente a los embates de quienes intentan minarla. Esforzamos también por conseguir que los jóvenes católicos ejerzan el apostolado personal para contrapesar la corrosión de sus ideales, a que les inducen ideologías anticristianas, así como para superar el desaliento generado por el paro y sus lamentables consecuencias.

Entre las diversas exigencias de la vocación cristiana, no dejéis de estimular entre los laicos la que les es más propia: “instaurar el orden temporal y actuar directamente y de forma concreta en ese orden, dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana” (Ibíd., 7).

7. Todo lo cual requiere no sólo aquella profunda revitalización que promovió el Concilio y que ha promulgado el último Sínodo extraordinario de los Obispos, sino también una mejor funcionalidad de las estructuras eclesiales, según ha perfilado el nuevo Código de Derecho Canónico. No basta crearlas en cada Diócesis. Tampoco es conveniente que proliferen más de lo necesario. Lo que importa es que sirvan eficazmente a los objetivos pastorales pretendidos, de suerte que las mayores energías no queden absorbidas por las constantes planificaciones o las organizaciones teóricas, sino que imbuyan en esas estructuras el espíritu y la agilidad convenientes para no caer aquí tampoco en la tentación de los formalismos, es decir, de las apariencias sin suficiente contenido realmente apostólico.

8. Finalmente, con harto dolor, tengo que referirme, para una vez más lamentar, que en algunas de vuestras diócesis persista, el incalificable azote del terrorismo. ¿Será necesario reiterar que ninguna sana motivación humana, ninguna recta ideología puede justificarlo, ni siquiera disculparlo? ¡Cese pues el odio, generador de muerte y destrucción! Y que, naturalmente, esa actitud de beligerancia no halle ya jamás el mas mínimo respaldo en personas que se dicen católicas o animadas de buena voluntad.

Me consta que en vuestra actividad pastoral no habéis dejado de hacer reiterados llamamientos a la paz. Mi exhortación ahora se dirija, sobre todo, a recomendaros la persistencia paciente y activa en la promoción de la paz. Vosotros mismos en un texto muy reciente emanado de la Conferencia Episcopal Española, habéis expuesto la necesidad de ser “Constructores de la Paz”. A esa tarea realizada con entrega sin límites quisiera convocaros y animaros de nuevo. Se trata no sólo de condenar la violencia, sino sobre todo de trabajar para hacerla cada vez menos posible fomentando en las gentes el espíritu de la paz. Es esa una labor lenta y acaso de poco rendimiento a corto plazo. Sin embargo es la única que ofrece garantías de eficacia.

La lucha entre la violencia y la paz, entre la intolerancia y la razón, entre el extremismo y la moderación, entre la fuerza y el derecho se libra sobre todo en el interior de las conciencias. Es a ellas a las que hay que llegar y a las que hay que moldear con una educación pertinente. En cualquier caso, es labor larga y delicada a la que los que vivimos de la inspiración del evangelio no podemos renunciar. Anunciar la paz es algo sustancial al evangelio. Es en cierto modo en núcleo del mensaje. Los ángeles anuncian la “buena nueva” en términos de paz. Cuanto hagáis, por tanto, para que la paz sea posible en vuestras tierras, para que entre vuestras gentes se sustituya la violencia por el diálogo, para que el odio que engendra el terror se transforme en voluntad de convivencia, será ya obra de paz y anuncio del evangelio.

83 9. Que el Espíritu Santo, “Señor y dador de vida”, garante de la verdad revelada por Cristo y motor de la auténtica renovación eclesial, os infunda, por mediación de la Santísima Virgen y por intercesión de los Santos y Santas de vuestra tierra, la fuerza necesaria y el entusiasmo apostólico.






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