Audiencias 1987 47

Miércoles 8 de julio de 1987

Jesucristo: Hijo íntimamente unido al Padre

1. “Abbá-Padre mío”: Todo lo que hemos dicho en la catequesis anterior, nos permite penetrar más profundamente en la única y excepcional relación del hijo con el Padre, que encuentra su expresión en los Evangelios, tanto en los Sinópticos como en San Juan, y en todo el Nuevo Testamento. Si en el Evangelio de Juan son más numerosos los pasajes que ponen de relieve esta relación (podríamos decir “en primera persona”), en los Sinópticos (Mt y ) se encuentra, sin embargo, la frase que parece contener la clave de esta cuestión: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27 y Lc 10,22).

El Hijo, pues, revela al Padre como Aquel que lo “conoce” y lo ha mandado como Hijo para “hablar” a los hombres por medio suyo (cf. He 1,2) de forma nueva y definitiva. Más aún: precisamente este Hijo unigénito el Padre “lo ha dado” a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que el hombre alcance la vida eterna en Él y por medio de Él (cf. Jn 3,16).

2. Muchas veces, pero especialmente durante la última Cena, Jesús insiste en dar a conocer a sus discípulos que está unido al Padre con un vínculo de pertenencia particular. “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío”, dice en la oración sacerdotal, al despedirse de los Apóstoles para ir a su pasión. Y entonces pide la unidad para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve la relación de esa unión y “comunión” con la que existe sólo entre el Padre y el Hijo. En efecto, pide: “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí” (Jn 17,21-23).

48 3. Al rezar por la unidad de sus discípulos y testigos, al revelar Jesús al mismo tiempo qué unidad, qué “comunión” existe entre Él y el Padre: el Padre está “en el” Hijo y el Hijo “en el” Padre. Esta particular “inmanencia”, la compenetración recíproca —expresión de la comunión de las personas— revela la medida de la recíproca pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo. Jesús la explica cuando afirma: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17,10). Es una relación de posesión recíproca en la unidad de esencia, y al mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: “Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti” (Jn 17,7).

4. Se pueden captar en el Evangelio de Juan los indicios de la atención, del asombro y del recogimiento con que los Apóstoles escucharon estas palabras de Jesús en el Cenáculo de Jerusalén, la víspera de los sucesos pascuales. Pero la verdad de la oración sacerdotal de algún modo ya se había expresado públicamente con anterioridad el día de la solemnidad de la dedicación del templo. Al desafío de los que se habían congregado: “Si eres el Mesías, dínoslo claramente”, Jesús responde: “Os lo dije y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mi”. Y a continuación afirma Jesús que los que lo escuchan y creen en Él, pertenecen a su rebaño en virtud de un don del Padre: “Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco... Lo que mi Padre me dio es mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,24-30).

5. La reacción de los adversarios en este caso es violenta: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearlo”. Jesús les pregunta por qué obras provenientes del Padre y realizadas por Él lo quieren apedrear, y ellos responden: “Por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios”. La respuesta de Jesús es inequívoca: “Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago, ya que no me creéis a mí, creed a la obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (cf. Jn 10,31-38).

6. Tengamos bien en cuenta el significado de este punto crucial de la vida y de la revelación de Cristo. La verdad sobre el particular vínculo, la particular unidad que existe entre el Hijo y el Padre, encuentra la oposición de los judíos: Si tú eres el Hijo en el sentido que se deduce de tus palabras, entonces tú, siendo hombre, te haces Dios. En tal caso profieres la mayor blasfemia. Por lo tanto, los que lo escuchaban comprendieron el sentido de las palabras de Jesús de Nazaret: como Hijo, Él es “Dios de Dios” —“de la misma naturaleza que el Padre”—, pero precisamente por eso no las aceptaron, sino que las rechazaron de la forma más absoluta, con toda firmeza. Aunque en el conflicto de ese momento no se llega a apedrearlo (cf. Jn 10,39); sin embargo, al día siguiente de la oración sacerdotal en el Cenáculo, Jesús será sometido a muerte en la cruz. Y los judíos presentes gritarán: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27,40), y comentarán con escarnio: “Ha puesto su confianza en Dios; que Él lo libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha dicho: soy el Hijo de Dios” (Mt 27,42-43).

7. También en la hora del Calvario Jesús afirma la unidad con el Padre. Como leemos en la Carta a los Hebreos: “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia” (He 5,8). Pero esta “obediencia hasta la muerte” (cf. Flp Ph 2,8) era la ulterior y definitiva expresión de la intimidad de la unión con el Padre. En efecto, según el texto de Marcos, durante a agonía en la cruz, “Jesús... gritó: ‘!Eloí, Eloí, lamá sabactáni?’, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Este grito —aunque las palabras manifiestan el sentido del abandono probado en su psicología de hombre sufriente por nosotros— era la expresión de la más intima unión del Hijo con el Padre en el cumplimiento de su mandato: “He llevado a cabo la obra que me encomendaste realizar” (cf. Jn 17,4). En este momento la unidad del Hijo con el Padre se manifestó con una definitiva profundidad divino-humana en el misterio de la redención del mundo.

8. También en el Cenáculo Jesús dice a los Apóstoles: “Nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre... Felipe, le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y aún no me habéis conocido? El que me ha visto (ve) a mí ha visto (ve) al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Jn 14,6-10).

“Quien me ve a mí, ve al Padre”. El Nuevo Testamento está todo plagado de la luz de esta verdad evangélica. El Hijo es “irradiación de su (del Padre) gloria", e “impronta de su substancia” (He 1,3). Es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo hombre, asumiendo “la condición de siervo” y “haciéndose obediente hasta la muerte” (cf. Flp Ph 2,7-8), al mismo tiempo se hizo para todos los que lo escucharon “el camino”: el camino al Padre, con el que es “la verdad y la vida” (Jn 14,6).

En la fatigosa subida para conformarse a la imagen de Cristo, los que creen en Él, como dice San Pablo, “se revisten del hombre nuevo...”, y “se renuevan sin cesar, para lograr el perfecto conocimiento de Dios” (cf. Col Col 3,10), según la imagen del Aquél que es “modelo”. Este es el sólido fundamento de la esperanza cristiana.

Saludos

Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, me es grato saludar a los clérigos de San Viator, a las Religiosas de María Inmaculada, a las Religiosas Misioneras del Pilar y al grupo de seminaristas de Alicante. Os exhorto a una generosa entrega a Dios y a la Iglesia.

Saludo igualmente a la peregrinación de “E1 Magisterio Español”. A todos vosotros como maestros y maestras católicos, así como a vuestros colegas de España, os aliento a un renovado empeño para que vuestra labor educadora manifieste siempre los valores cristianos en las escuelas para bien de los niños y jóvenes españoles.

49 Finalmente, deseo saludar con afecto a los peregrinos de México, de Argentina y a las numerosas peregrinaciones parroquiales y escolares aquí presentes.

A todos imparto la bendición apostólica.





Miércoles 15 de julio de 1987

Jesucristo: Hijo que "vive para el Padre"

1. En la catequesis anterior consideramos a Jesucristo como Hijo íntimamente unido al Padre. Esta unión le permite y le exige decir: “El Padre está en mí, y yo estoy en el Padre”, no sólo en la conversación confidencial del Cenáculo, sino también en la declaración pública hecha durante la celebración de la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7,28-29). Es más, Jesús llega a decir aún con más claridad: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). Esas palabras son consideradas blasfemas y provocan la reacción violenta de los que lo escuchan: “Trajeron piedras para apedrearlo” (cf. Jn 10,31). En efecto, según la ley de Moisés la blasfemia se debía castigar con la muerte (cf. Dt 13,10-11).

2. Ahora bien, es importante reconocer que existe un vínculo orgánico entre la verdad de esta íntima unión del Hijo con el Padre y el hecho de que Jesús-Hijo vive totalmente “para el Padre”. Sabemos que, efectivamente, toda la vida, toda la existencia terrena de Jesús está dirigida constantemente hacia el Padre, es una donación al Padre sin reservas. Ya a los 12 años, Jesús, hijo de María, tiene una conciencia precisa de su relación con el Padre y toma una actitud coherente con esta certeza interior. Por eso, ante la reprobación de su Madre, cuando Ella y José lo encuentran en el templo después de haberlo buscado durante tres días, responde: “¿No sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49).

3. En la catequesis de hoy también haremos referencia, sobre todo. al texto del cuarto Evangelio, porque la conciencia y la actitud manifestados por Jesús a los 12 años, encuentran su profunda raíz en lo que leemos al comienzo del gran discurso de despedida que, según Juan, pronunció durante la última Cena, al final de su vida, cuando estaba a punto de llevar a cumplimiento su misión mesiánica. El Evangelista dice de Él: “Viendo que llegaba su hora... (sabía) que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que había salido de Dios y a Él volvía” (Jn 13,3).

La Carta a los Hebreos pone de relieve la misma verdad, refiriéndose en cierto modo a la misma preexistencia de Jesús-Hijo de Dios: “Entrando en este mundo dice: ...Los holocaustos y los sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: ‘Heme aquí que vengo —en el volumen del libro está escrito de mí— para hacer, oh Dios, tu voluntad’” (He 10,5-7).

4. “Hacer la voluntad” del Padre, en las palabras y en las obras de Jesús, quiere decir: “vivir totalmente para” el Padre. “Así como me envió mi Padre que tiene la vida..., vivo yo para mi Padre” (Jn 6,57), dice Jesús en el contexto del anuncio de la institución de la Eucaristía. Que cumplir la voluntad del Padre sea para Cristo su misma vida, lo manifiesta Él personalmente con las palabras dirigidas a los discípulos después del encuentro con la samaritana: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34). Jesús vive desde la voluntad del Padre. Este es su “alimento”.

5. Y Él vive de este modo —o sea, totalmente orientado hacia el Padre— porque ha “salido” del Padre y “va” al Padre, sabiendo que el Padre “ha puesto en su mano todas las cosas” (Jn 3,35). Dejándose guiar en todo por esa conciencia, Jesús proclama ante los hijos de Israel: “Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan (es decir, mayor que el que les ha dado Juan el Bautista): porque las obras que mi Padre me dio hacer, esas obras que yo hago, dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36). Y en el mismo contexto: “En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por Sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre: porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5,19). Y añade: “Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere” (Jn 5,21).

6. El pasaje del discurso eucarístico (de Jn 6) que hemos citado hace poco: “Así como me envió el Padre que tiene la vida... yo vivo por el Padre”, a veces se traduce de este otro modo: “Yo vivo por medio del Padre” (Jn 6,57). Las palabras de Jn 5 que acabamos de decir, se armonizan con esta segunda interpretación. Jesús vive “por medio del Padre”, en el sentido de que todo lo que hace corresponde plenamente a la voluntad del Padre: es lo que hace el mismo Padre. Precisamente por eso, la vida humana del Hijo, su quehacer, su existencia terrena, está dirigida de forma tan completa hacia el Padre: porque en Él la fuente de todo es su eterna unidad con el Padre: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). Sus obras son la prueba de la estrecha comunión de las divinas Personas. En ellas la misma divinidad se manifiesta como unidad del Padre y del Hijo: la verdad que ha provocado tanta oposición entre los que le escuchan.

50 7. Jesús, casi previendo las ulteriores consecuencias de esa oposición, dice en otro momento de su conflicto con los judíos: “Cuando levantáis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo Soy y no llago nada de mí mismo, sino que según me enseñó mi Padre, así hablo. El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado” (Jn 8,28-29).

8. Verdaderamente Jesús cumplió la voluntad del Padre hasta el final. Con la pasión y muerte en cruz confirmó “que hacía siempre lo que agradaba al Padre”: cumplió la voluntad salvífica para la redención del mundo, en la que el Padre y el Hijo están unidos eternamente porque son “una sola cosa” (Jn 10,30). Cuando estaba muriendo en la cruz,

Jesús, “dando una gran voz, dijo: ‘Padre, en tus manos entrego mi espíritu’” (cf. Lc 23,46); estas últimas palabras del Señor testificaban que, hasta el final, toda su existencia terrena había estado orientada al Padre. Viviendo —como Hijo— “por (medio del) Padre”, vivía totalmente “para el Padre”. Y el Padre, tal como había predicho, “no lo dejó solo”. En el misterio pascual de la muerte y de la resurrección se cumplieron las palabras: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo soy”. “Yo soy”: las mismas palabras con las que una vez el Señor —el Dios vivo— había contestado a la pregunta de Moisés a propósito de su nombre (cf. Ex 3,13 y ss.).

9. En la Carta a los Hebreos leemos frases ciertamente muy reconfortantes: “Es, por tanto, perfecto su poder de salvar a los que por Él se acercan a Dios, y siempre vive para interceder por ellos” (He 7,25). El que como Hijo “de la misma naturaleza que el Padre” vive “por (medio del) Padre”, ha revelado al hombre el camino de la salvación eterna. Tomemos también nosotros este camino y marchemos por él, participando en esa vida “para el Padre”, cuya plenitud dura por siempre en Cristo.

Saludos

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española.

En particular, al grupo de Religiosas Misioneras Agustinas Recoletas que se preparan a celebrar en España su Capítulo General. Aliento a todas las Religiosas de vuestro Instituto a una ilusionada entrega al Señor en el servicio a los hermanos.

Saludo igualmente a la peregrinación de la Obra Misionera “Ekumene” y del Movimiento de Apostolado “Regnum Christi”; así como a los grupos parroquiales de Castellón de la Plana, Jaén, Plasencia, Bilbao, Astillero y Mairena del Aljarafe. Mi cordial bienvenida a las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina, especialmente de México y de Colombia.

A todos bendigo de corazón.





Miércoles 22 de julio de 1987

El Hijo se dirige al Padre en la Oración

51 1. Jesucristo es el Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que “vive totalmente para el Padre” (cf. Jn 6,57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin reservas. A estos temas desarrollados en las últimas catequesis, se une estrechamente el de la oración de Jesús: tema de la catequesis de hoy. Es, pues, en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a Él, se dirija a Él con toda su existencia humana. Esto significa que el tema de la oración de Jesús ya está contenido implícitamente en los temas precedentes, de modo que podemos decir perfectamente que Jesús de Nazaret “oraba en todo tiempo sin desfallecer” (cf. Lc Lc 18,1). La oración era la vida de su alma, y toda su vida era oración. La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje que con esa plenitud —de ese modo— se relacionara con Dios en la oración como Jesús de Nazaret, Hijo del hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios, “de la misma naturaleza que el Padre”.

2. Sin embargo, hay pasajes en los Evangelios que ponen de relieve la oración de Jesús, declarando explícitamente que “Jesús rezaba”. Esto sucede en diversos momentos del día y de la noche y en varias circunstancias. He aquí algunas: “A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue aún lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1,35). No sólo lo hacía al comenzar el día (la “oración de la mañana”), sino también durante el día y por la tarde, y especialmente de noche. En efecto, leemos: “Concurrían numerosas muchedumbres para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero Él se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración” (Lc 5,15-16). Y en otra ocasión: “Una vez que despidió a la muchedumbre, subió a un monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí solo” (Mt 14,23).

3. Los evangelistas subrayan el hecho de que la oración acompañe los acontecimientos de particular importancia en la vida de Cristo: “Aconteció, pues, que, bautizado Jesús y orando, se abrió el cielo...” (Lc 3,21), y continúa la descripción de la teofanía que tuvo lugar durante el bautismo de Jesús en el Jordán. De forma análoga, la oración hizo de introducción en la teofanía del monte de la transfiguración: “...tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió a un monte para orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó...” (Lc 9,28-29).

4. La oración también constituía la preparación para decisiones importantes y para momentos de gran relevancia de cara a la misión mesiánica de Cristo. Así, en el momento de comenzar su ministerio público, se retira al desierto a ayunar y rezar (cf. Mt 4,1-11 y paral.); y también, antes de la elección de los Apóstoles, “Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de apóstoles” (Lc 6,12)13). Así también, antes de la confesión de Pedro, cerca de Cesarea de Filipo: “...aconteció que orando Jesús a solas, estaban con Él los discípulos, a los cuales preguntó: ¿Quién dicen las muchedumbres que soy yo? Respondiendo ellos, le dijeron: 'Juan Bautista; otros Elías; otros, que uno de los antiguos Profetas ha resucitado'. Díjoles Él: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondiendo Pedro, dijo: “El Ungido de Dios” (Lc 9,18-20).

5. Profundamente conmovedora es la oración de antes de la resurrección de Lázaro: “Y Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: ¡Padre: te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que tú me has enviados!” (Jn 11,41-42).

6. La oración en la última Cena (la llamada oración sacerdotal), habría que citarla toda entera. Intentaremos al menos tomar en consideración los pasajes que no hemos citado en las anteriores catequesis. Son éstos: “...Levantando sus ojos al cielo, añadió (Jesús): 'Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él la vida eterna'“ (Jn 17,1-2). Jesús reza por la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Y añade: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17,3-5).

7. Continuando la oración, el Hijo casi rinde cuentas al Padre por su misión en la tierra: “He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti” (Jn 17,6-7) Después añade: “Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son tuyos...” (Jn 17,9). Ellos son los que “acogieron” la palabra de Cristo, los que “creyeron” que el Padre lo envió. Jesús ruega sobre todo por ellos, porque “ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti” (Jn 17,11). Ruega para que “sean uno”, para que “no perezca ninguno de ellos” (y aquí el Maestro recuerda “al hijo de la perdición”), para que “tengan mi gozo cumplido en sí mismos” (Jn 17,13): En la perspectiva de su partida, mientras los discípulos han de permanecer en el mundo y estarán expuestos al odio porque “ellos no son del mundo”, igual que su Maestro, Jesús ruega: “No pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal” (Jn 17,15).

8. También en la oración del cenáculo. Jesús pide por sus discípulos: “Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad” (Jn 17,17-19). A continuación Jesús abraza con la misma oración a las futuras generaciones de sus discípulos. Sobre todo ruega por la unidad, para que “conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú me amaste a mí” (Jn 17,25). Al final de su invocación, Jesús vuelve a los pensamientos principales dichos antes, poniendo todavía más de relieve su importancia. En ese contexto pide por todos los que el Padre le “ha dado” para que “estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado; porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17,24).

9. Verdaderamente la “oración sacerdotal” de Jesús es la síntesis de esa autorrevelación de Dios en el Hijo, que se encuentra en el centro de los Evangelios. El Hijo haba al Padre en el nombre de esa unidad que forma con Él (“Tú, Padre, estás en mí y yo en ti” Jn 17,21). Y al mismo tiempo ruega para que se propaguen entre los hombres los frutos de la misión salvífica por la que vino al mundo. De este modo revela el mysterium Ecclesiae, que nace de su misión salvífica, y reza por su futuro desarrollo en medio del “mundo”. Abre la perspectiva de la gloria, a la que están llamados con Él todos los que “acogen” su palabra.

10. Si en la oración de la última Cena se oye a Jesús hablar al Padre como Hijo suyo “consubstancial”, en la oración del Huerto, que viene a continuación, resalta sobre todo su verdad de Hijo del Hombre. “Triste está mi alma hasta la muerte. Permaneced aquí y velad” (Mc 14,34), dice a sus amigos al llegar al huerto de los olivos. Una vez solo, se postra en tierra y las palabras de su oración manifiestan la profundidad del sufrimiento. Pues dice: “Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres” (Mt 14,36).

11. Parece que se refieren a esta oración de Getsemaní las palabras de la Carta a los Hebreos. “Él ofreció en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte”. Y aquí el Autor de la Carta añade que “fue escuchado por su reverencial temor” (He 5,7). Sí. También la oración de Getsemaní fue escuchada, porque también en ella —con toda la verdad de su actitud humana de cara al sufrimiento— se hace sentir sobre todo la unión de Jesús con el Padre en la voluntad de redimir al mundo, que constituye el origen de su misión salvífica.

52 12. Ciertamente Jesús oraba en las distintas circunstancias que surgían de la tradición y de la ley religiosa y de Israel, como cuando, al tener doce años, subió con los padres al templo de Jerusalén (cf. Lc 2,41 ss.), o cuando, como refieren los evangelistas, entraba “los sábados en la sinagoga, según la costumbre” (cf. Lc 4,16). Sin embargo, merece una atención especial lo que dicen los Evangelios de la oración personal de Cristo. La Iglesia nunca lo ha olvidado y vuelve a encontrar en el diálogo personal de Cristo con Dios la fuente, la inspiración, la fuerza de su misma oración. En Jesús orante, pues, se expresa del modo más personal el misterio del Hijo, que “vive totalmente para el Padre”, en íntima unión con Él.

Saludos

Me es grato dirigir mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

Deseo, en particular, saludar a la peregrinación proveniente de Puerto Rico, encabezada por el Señor Cardenal Aponte Martínez, Arzobispo de San Juan; así como a la Obra Misionera “ Ekumene ” de Jesucristo Sacerdote y Divino Maestro.

Igualmente saludo a las peregrinaciones parroquiales y escolares procedentes de Castrejón de la Peña, Elorrio, Salvador de Muchamiel, Torrelavega, Arriate, Alcoy y Castellón.

Finalmente, a los componentes del Coro de la Universidad de Costa Rica, a los alumnos de la Facultad de Derecho de Cáceres, a los participantes en el curso organizado por el Centro Internacional de Turín y al grupo de jóvenes mexicanas.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 29 de julio de 1987

"El Hijo vive en la actitud de acción de gracias al Padre"

1. La oración de Jesús como Hijo “salido del Padre” expresa de modo especial el hecho de que El “va al Padre” (cf .Jn 16,28). “Va”, y conduce al Padre a todos aquellos, que el Padre “le ha dado” (cf. Jn 17). Además, a todos les deja el patrimonio duradero de su oración filial: “Cuando oréis, decid: ‘Padre nuestro’...” (Mt 6,9 cf. Lc 11,2). Como aparece en esta fórmula que enseñó Jesús, su oración al Padre se caracteriza por algunas notas fundamentales: es una oración llena de alabanza, llena de un abandono ilimitado a la voluntad del Padre, y, por lo que se refiere a nosotros, llena de súplica y petición de perdón. En este contexto se sitúa de modo especial la oración de acción de gracias.

2. Jesús dice: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos...” (Mt 11,5). Con la expresión “Te alabo”, Jesús quiere significar la gratitud por el don de la revelación de Dios, porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt 11,27). También la oración sacerdotal (que hemos analizado en la última catequesis), si bien posee el carácter de una gran petición que el Hijo hace al Padre al final de su misión terrena, al mismo tiempo está también impregnada en un profundo sentido de acción de gracias. Se puede incluso decir que a acción de gracias constituye el contenido esencial no sólo de la oración de Cristo, sino de la misma intimidad existencial suya con el Padre. En el centro de todo lo que Jesús hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don de Dios, creador y Padre; y una respuesta adecuada al don es la gratitud, a acción de gracias.

53 3. Hay que prestar atención a los pasajes evangélicos, especialmente a los de San Juan, donde esta acción de gracias se pone claramente de relieve. Tal es, por ejemplo, la oración con motivo de la resurrección de Lázaro: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11,41). En la multiplicación de los panes (junto a Cafarnaún) “Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente de los peces...” (Jn 6,11). Finalmente, en la institución de la Eucaristía, Jesús, antes de pronunciar las palabras de la institución sobre el pan y el vino “dio gracias” (Lc 22,17 cf., también Mc 14,23 Mt 26,27). Esta expresión la usa respecto al cáliz del vino, mientras que con referencia al pan se habla igualmente de la “bendición”. Sin embargo, según el Antiguo Testamento, “bendecir a Dios” significa también darle gracias, además de “alabar a Dios”, “confesar al Señor”.

4. En la oración de acción de gracias se prolonga la tradición bíblica, que se expresa de modo especial en los Salmos. “Bueno es alabar a Yahvé y cantar para tu nombre, oh Altísimo... Pues me has alegrado, oh Yahvé, con tus hechos, y me gozo en las obras de tus manos” (Sal 91/92, 2-5). “Alabad a Yahvé, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yahvé... Den gracias a Dios por su piedad y por los maravillosos favores que hace a los hijos de los hombres. Y ofrézcanle sacrificios de alabanza (zebah todah) (Sal 106/197, 1. 2. 21-22). “Alabad a Yavé porque es bueno, porque es eterna su misericordia... Te alabo porque me oíste y fuiste para mí la salvación... Tú eres mi Dios, yo te alabaré; mi Dios, yo te ensalzaré” (Sal 117/118, 1. 21. 28). “¿Qué podré yo dar a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho? Te ofreceré sacrificios de alabanza e invocaré el nombre de Yahvé” (Sal 115/116, 12. 17). “Te alabaré por el maravilloso modo con que me hiciste; admirables son tus obras, conoces del todo mi alma” (Sal 138/139, 14). “Quiero ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los siglos” (Sal 144/145, 1).

5. En el Libro del Eclesiástico se lee también: “Bendecid al Señor en todas sus obras. Ensalzad su nombre, y uníos en la confesión de sus alabanzas.” “Alabadle así con alta voz: Las obras del Señor son todas buenas, sus órdenes se cumplen a tiempo, pues todas se hacen desear a su tiempo... No ha lugar a decir: ¿Qué es esto, para qué esto? Todas las cosas fueron creadas para sus fines” (Si 39,19-21 Si 39,26). La exhortación del Eclesiástico a “bendecir al Señor” tiene un tono didáctico.

6. Jesús acogió esta herencia tan significativa para el Antiguo Testamento, explicitando en el filón de la bendición —confesión— alabanza la dimensión de acción de gracias. Por eso se puede decir que el momento culminante de esta tradición bíblica tuvo lugar en la última Cena cuando Cristo instituyó el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre el día antes de ofrecer ese Cuerpo y esa Sangre en el Sacrificio de la cruz. Como escribe San Pablo: “El Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía” (1Co 11,23-24). Del mismo modo, los evangelistas sinópticos hablan también de a acción de gracias sobre el cáliz: “Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo. ‘esta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos’” (Mc 14,23-24 cf. Mt 26 Mt 27 Lc 22,17).

7. El original griego de la expresión “dar gracias” es “e??a??st?sa?” (de “eujaristein”), de donde Eucaristía. Así pues, el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre instituido como el Santísimo Sacramento de la Iglesia, constituye el cumplimiento y al mismo tiempo la superación de los sacrificios de bendición y de alabanza, de los que se habla en los Salmos (zebah todah) Las comunidades cristianas, desde los tiempos más antiguos, unían la celebración de la Eucaristía a la acción de gracias, como demuestra el texto de la “Didajé” (escrito y compuesto entre finales del siglo I y principios del II, probablemente en Siria, quizá en la misma Antioquía):

Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vida de David tu Siervo, que nos has hecho desvelar por Jesús tu Siervo...”.

Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos has hecho desvelar por Jesucristo, tu Siervo...”.

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has hecho desvelar por Jesucristo tu Siervo” (Didajé 9, 2-3; 10, 2).

8. El Canto de acción de gracias de la Iglesia que acompaña la celebración de la Eucaristía, nace de lo íntimo de su corazón, y del Corazón mismo del Hijo, que vivía en acción de gracias. Por eso podemos decir que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces...” (Sant 1, 17).Viviendo en a acción de gracias, Cristo, el Hijo del hombre, el nuevo “Adán”, derrotaba en su raíz misma el pecado que bajo el influjo del “padre de la mentira” había sido concebido en el espíritu “del primer Adán” (cf. Gn 3) La acción de gracias restituye al hombre la conciencia del don entregado por Dios “desde el principio” y al mismo tiempo expresa la disponibilidad a intercambiar el don: darse a Dios, con todo el corazón y darle todo lo demás. Es como una restitución, porque todo tiene en Él su principio y su fuente.

Gratias agamus Domino Deo nostro”: es la invitación que la Iglesia pone en el centro de la liturgia eucarística. También en esta exhortación resuena fuerte el eco de la acción de gracias, del que vivía en la tierra el Hijo de Dios. Y la voz del Pueblo de Dios responde con un humilde y gran testimonio coral: “Dignum et iustum est”, “es justo y necesario”.

Saludos

54 Me es grato dirigir ahora mi afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, a quienes presento mi más cordial bienvenida, deseando que su visita a Roma, centro de la catolicidad, les afirme en su fe y les estimule en su testimonio de caridad cristiana en sus familias, con sus amistades, en sus ambientes de trabajo.

Particularmente saludo a los miembros del Movimiento Apostólico “ Regnum Christi ” y de la Fraternidad Franciscana Seglar de Yecla (Murcia). Asimismo saludo a la peregrinación procedente de la Arquidiócesis de San Juan de Puerto Rico, de la parroquia de Santa Eulalia de Roncana y al grupo de jóvenes mexicanas.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto la bendición apostólica.




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