Audiencias 1987 70

Octubre de 1987

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Miércoles 7 de octubre de 1987

Jesucristo tiene el poder de perdonar los pecados

1. Unido al poder divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se atribuye y los Evangelistas, especialmente Juan, nos dan a conocer, va el poder de perdonar los pecados. Vimos que el poder divino de juzgar a cada uno y a todos —puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica del juicio final— está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al hombre en Cristo y por medio de Cristo. El primer momento de realización de la salvación es el perdón de los pecados.

Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su continuación en todo lo que los Evangelios dicen sobre el poder de perdonar los pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo —el Hijo del hombre— tiene el mismo poder quiere decir que Él es Dios, conforme a lo que el mismo ha dicho: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). En efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a proclamar la necesidad de la conversión (“Convertios y creed en el Evangelio”: Mc 1,15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos, sino que perdona Él mismo los pecados.

2. Precisamente en esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara poseer, atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. El afirma, por ejemplo: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (cf .Mc 2,10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que Jesús, al ver la fe de los que llevaban al paralítico, quienes habían hecho una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre enfermo delante de Él, dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2,5). Los escribas que estaban allí, pensaban entre sí: “¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (2, 7). Jesús, que leía en su interior, parece querer reprenderlos: “¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados —se dirige al paralítico—, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (2, 8-11). La gente que vio el milagro, llena de estupor, glorificó a Dios diciendo: “Jamás hemos visto cosa igual” (2, 12).

Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o reverencia que, según Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres (cf. Mt 9,8) o, como escribe Lucas, ante las “cosas increíbles" que habían visto ese día (Lc 5,26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los escribas: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.

3. Hay que notar también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en la tierra: es un poder, que Él ejerce ya en su vida histórica, mientras se mueve como “Hijo del hombre” por los pueblos y calles de Palestina, y no sólo a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su humanidad. Jesús es ya en la tierra el “Dios con nosotros”, el Dios-hombre que perdona los pecados.

Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados, los presentes manifiestan contestación y escándalo. Así, en el texto donde se describe el episodio de la pecadora, que se acerca al Maestro cuando estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: “Tus pecados te son perdonados” (Lc 7,48). Es significativa la reacción de los comensales que “comenzaron a decir entre si: ¿Quién es éste para perdonar los pecados?” (Lc 7,49).

4. También en el episodio de la mujer “sorprendida en flagrante adulterio” y llevada por los escribas y fariseos a la presencia de Jesús para provocar un juicio suyo en base a la ley de Moisés, encontramos algunos detalles muy significativos, que el Evangelista Juan quiso registrar. Ya la primera respuesta de Jesús a los que acusaban a la mujer: “El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra primero” (8, 7), nos manifiesta su consideración realista de la condición humana, comenzando por la de sus interlocutores, que, de hecho, van marchándose uno tras otro. Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores ciertamente desaprueba (pues de hecho le recomienda: “Vete y no peques más”: 8, 11), pero que no la aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras de Jesús podemos ver la reafirmación de su poder de perdonar los pecados y, por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber preguntado a la mujer: “¿Nadie te ha condenado?” y haber obtenido la respuesta: “Nadie, Señor”, declara: “Ni yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (8, 10-11). En ese “ni yo tampoco” vibra el poder de juicio y de perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su encarnación humana para la salvación de cada uno de nosotros.

5. Lo que cuenta para todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados, es que se ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna Voluntad de amor y de perdón. Nos lo enseña el mismo Jesús cuando, al sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta la parábola de los dos deudores, uno de los cuales debía al acreedor quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona la deuda: “¿Quién, pues, lo amará más?” (Lc 7,42). Responde Simón: “Supongo que aquel a quien condonó más”. Y El añadió: “Bien has respondido... ¿Ves a esta mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama” (cf. Lc 7,42-47).

La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor, entre el amor que obtiene el perdón y el perdón que genera nuevo amor, entre la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de Jesús que son para nosotros una invitación a tomar la actitud justa ante el Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados para salvarnos.

71 6. Puesto que todos estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus discípulos y que ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición fundamental al Padre: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6,12), que en la redacción de Lucas suena: “Perdónanos nuestros pecados” (Lc 11,1). Una vez más Él quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados (Mc 2,7). Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el Padre no sólo “ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar” (Jn 5,22), sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados. Evidentemente, no se trata de un simple “ministerio” confiado a un puro hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados —y quede hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios— , es más fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.

7. Sin embargo, el “ministerio” del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados” (Jn 20,22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados para ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad eterna del Padre, “rico en misericordia” (Ep 2,4)

En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo, Hijo de Dios y del hombre que murió por nosotros, en la obra del Espíritu Santo que, por medio del ministerio de la Iglesia, realizó continuamente en el mundo “el perdón de los pecados” (cf. Encíclica Dominum et Vivificantem ), se apoya nuestra esperanza de salvación.

Saludos

Vaya, junto con este mensaje para todos los peregrinos y visitantes de lengua española, mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia.

En particular, saludo a las Religiosas Esclavas de Cristo Rey a quienes aliento, como a todas las personas consagradas aquí presentes, a una entrega ilusionada y sin reserva a Dios, en fidelidad a la propia vocación.

Saludo igualmente a los peregrinos procedentes de Medellín, Cali, San Juan de Cuyo, Santander y Córdoba.

Imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 14 de octubre de 1987

Jesucristo, Legislador divino

1. En los Evangelios encontramos otro hecho que atestigua la conciencia que tenía Jesús de poseer una autoridad divina, y la persuasión que tuvieron de esa autoridad los evangelistas y la primera comunidad cristiana. En efecto, los Sinópticos concuerdan al decir que los que escuchaban a Jesús “se maravillaban de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1,22 y Mt 7,29 Lc 4,32). Es una información preciosa que Marcos nos da ya al comienzo de su Evangelio. Ella nos atestigua que la gente había captado en seguida la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la misma sustancia: los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno “que enseña” o de un “comentador” de la Ley Antigua, sino que se comportaba como un Legislador y, en definitiva, como quien tiene autoridad sobre la ley. Notemos que los que escuchaban sabían bien que se trataba de la Ley Divina, que dio Moisés en virtud de un poder que Dios mismo le había concedido como a su representante y mediador ante el pueblo de Israel.

72 Los Evangelistas y la primera comunidad cristiana, que reflexionaban sobre esa observación de los que habían escuchado la enseñanza de Jesús, se daban cuenta todavía más de su significado integral, porque podían confrontarla con todo el ministerio sucesivo de Cristo. Para los Sinópticos y para sus lectores era, pues, lógico el paso de a afirmación de un poder sobre la ley mosaica y sobre todo el Antiguo Testamento a afirmación de la presencia de un autoridad divina en Cristo. Y no sólo como un Enviado o Legado de Dios, como había sido en el caso de Moisés: Cristo, al atribuirse el poder de completar e interpretar con autoridad o, más aún, de dar la Ley de Dios de un modo nuevo, mostraba su conciencia de ser “igual a Dios” (cf. Flp Ph 2,6).

2. Que el poder, que Cristo se atribuye sobre la Ley, comporte una autoridad divina lo demuestra el hecho de que Él no crea otra Ley aboliendo la antigua: “No penséis que he venido abrogar la ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla” (Mt 5,17). Es claro que Dios no podría “abrogar” la Ley que El mismo dio. Pero puede —como hace Jesucristo— aclarar su pleno significado, hacer comprender su justo sentido, corregir las falsas interpretaciones y las aplicaciones arbitrarias, a las que la ha sometido el pueblo y sus mismos maestros y dirigentes, cediendo a las debilidades y limitaciones de la condición humana.

Para ello Jesús anuncia, proclama y reclama una “justicia” superior a la de los escribas y fariseos (cf. Mt 5,20), la “justicia” que Dios mismo ha propuesto y exige con la observancia fiel de la Ley en orden al “reino de los cielos”. El Hijo del hombre actúa, pues, como un Dios que restablece lo que Dios quiso y puso de una vez para siempre.

3. De hecho, sobre la Ley de Dios Él proclama ante todo: “en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla” (Mt 5,18). Es una declaración drástica con la que Jesús quiere afirmar tanto la inmutabilidad sustancial de la Ley mosaica como el cumplimiento mesiánico que recibe en su palabra. Se trata de una “plenitud” de la Ley antigua que Él, enseñando “como quien tiene autoridad” sobre la Ley, hace ver que se manifiesta sobre todo en el amor a Dios y al prójimo: “De estos dos preceptos penden la Ley y los Profetas” (Mt 22,40). Se trata de un “cumplimiento” que corresponde al “espíritu” de la Ley, que ya se deja ver desde la “letra” del Antiguo Testamento, que Jesús recoge, sintetiza y propone con a autoridad de quien es Señor también de la Ley. Los preceptos del amor, y también de la fe generadora de esperanza en la obra mesiánica, que Él añade a la Ley antigua explicitando su contenido y desarrollando sus virtualidades escondidas, son también un cumplimiento.

Su vida es un modelo de este cumplimiento, de modo que Jesús puede decir a sus discípulos no sólo y no tanto: Seguid mi Ley, sino: Seguidme a mí, imitadme, caminad a la luz que viene de mí.

4. El sermón de la montaña, como lo trae Mateo, es el lugar del Nuevo Testamento donde se ve afirmado claramente y ejercido decididamente por Jesús el poder sobre la Ley que Israel ha recibido de Dios como quicio de la Alianza. Allí es donde, después de haber declarado el valor perenne de la Ley y el deber de observarla (cf. Mt 5,18-19), Jesús pasa a afirmar la necesidad de una “justicia” superior a “la de los escribas y fariseos”, o sea, de una observancia de la Ley animada por el nuevo espíritu evangélico de caridad y de sinceridad.

Los ejemplos concretos son conocidos. El primero consiste en la victoria sobre la ira, el resentimiento, la animadversión que anidan fácilmente en el corazón humano, aún cuando se puede exhibir una observancia exterior de los preceptos de Moisés, uno de los cuales es el de no matar: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio” (Mt 5,21-22). Lo mismo vale para el que haya ofendido a otro con palabras injuriosas, con escarnio y burla. Es la condena de cualquier cesión ante el instinto de a aversión, que potencialmente ya es un acto de lesión y hasta de muerte, al menos espiritual, porque viola la economía del amor en las relaciones humanas y hace daño a los demás; y a esta condena Jesús intenta contraponer la Ley de la caridad que purifica y reordena al hombre hasta en los más íntimos sentimientos y movimientos de su espíritu. De la fidelidad a esta Ley hace Jesús una condición indispensable de la misma práctica religiosa: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a nada que se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer la armonía en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de procedimientos judiciales (cf. Mt 5,25).

5. Otro ejemplo de perfeccionamiento de la Ley es el del sexto mandamiento del Decálogo, en el que Moisés prohibía el adulterio. Con un lenguaje hiperbólico y hasta paradójico, adecuado para llamar a atención e impresionar a los que lo escuchaban, Jesús anuncia: “Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os digo...” (Mt 5,27): y condena también las miradas y los deseos impuros, mientras recomienda la huida de las ocasiones, la valentía de la mortificación, la subordinación de todos los actos y comportamientos a las exigencias de la salvación del alma y de todo el hombre (cf. Mt 5,29-30).

A este ejemplo se une también en cierto modo otro que Jesús afronta enseguida: “También se ha dicho: El que repudiare a su mujer déle libelo de repudio. Pero yo os digo...” y declara abolida la concesión que hacía la Ley antigua al pueblo de Israel “por la dureza del corazón” (cf. Mt 19,8), prohibiendo también esta forma de violación de la Ley del amor en armonía con el restablecimiento de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19,9).

6. Con el mismo procedimiento Jesús contrapone a la antigua prohibición de perjurar la de no jurar de ninguna manera (Mt 5,33-38), y la razón que emerge con bastante claridad está fundada también en el amor: no debemos ser incrédulos o desconfiados con el prójimo, cuando es habitualmente franco y leal, sino que más bien hace falta que una y otra parte. sigan la ley fundamental del hablar y del obrar: “Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, de mal procede” (Mt 5,37).

7. Y también: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis frente al malvado” (Mt 5,38-39), y con lenguaje metafórico Jesús enseña a poner la otra mejilla, a ceder no sólo la túnica sino también el manto, a no responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre todo: “Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado” (Mt 5,42). Radical exclusión de la Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús, cualquiera que sea el deber de la sociedad de defender a los propios miembros de los malhechores y de castigar a los culpables de violación de los derechos de los ciudadanos y del mismo Estado.

73 8. Y ésta es la perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás: “Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos...” (Mt 5,43-45). A la interpretación vulgar de la Ley antigua que identificaba al prójimo con el israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la referencia al Padre celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor universal.

En efecto, Jesús concluye: “Sed... perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). El pide a sus seguidores la perfección del amor. La nueva Ley que Él ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor hará que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica contraposición amigo-enemigo, y tenderá, desde dentro de los corazones, a traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y política, incluso institucionalizadas. Será, pues, muy amplia en la historia, la irradiación del “mandamiento nuevo” de Jesús.

9. En este momento nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes del “sermón de la montaña" se repite la contraposición: “Habéis oído que se dijo... Pero yo os digo”; y esto no para “abrogar” la Ley divina de la Antigua Alianza, sino para indicar su “perfecto cumplimiento”, según el sentido entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con todo su valor generador de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-Legislador. Podemos decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el eco de esa autodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: “Yo soy” (cf. Jn 8,58).

10. Finalmente hay que recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus discípulos el que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas en día de sábado, violando así la Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y de sus compañeros, que no dudaron en comer los “panes de la proposición” para quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no observan la ley del descanso porque desempeñan las funciones en el templo. Después concluye con dos afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: “Pues yo os digo, que lo que hay aquí es más grande que el templo...”; y “El Hijo del Hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6, 8; cf. Mc 2,27-28). Son declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de su autoridad divina. El que se definiera “como superior al templo” era una alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y proclamarse “señor del sábado”, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación abierta de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador de la nueva Ley. No se trataba, pues, de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas también por los rabinos en casos muy restringidos, sino de una reintegración, de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). Lo que viene de Dios es eterno, como eterno es Dios.

Saludos

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular saludo a los miembros de la Cofradía de la Virgen Blanca de Vitoria. Que vuestra peregrinación a Roma, centro de la catolicidad, en este Año Mariano, os corrobore en vuestra fe y reavive vuestra devoción a María renovando vuestro compromiso cristiano como constructores de paz, fraternidad y armonía.

Saludo igualmente a la numerosa peregrinación de la Agrupación de Cofradías de Semana Santa de Málaga y aliento a todos a continuar, bajo la guía de vuestros Pastores, en vuestro empeño por dar una nueva vitalidad a la religiosidad popular en la tierra de María Santísima, que vaya acompañada por una creciente formación cristiana, una más activa participación en la vida litúrgica y caritativa de la Iglesia que se traduzca en un ilusionado dinamismo apostólico.

Mi cordial bienvenida asimismo a los oficiales y guardiamarinas del Buque Escuela Fragata “Libertad” de la Marina Argentina.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 21 de octubre de 1987

"Creed en Dios, creed también en mí"

74
1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el Padre somos una misma cosa” (
Jn 10,30). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo como del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en Él, como por seguir la pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: “Creed en Dios, creed en mí” (Jn 14,1).

El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. “Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14,1).

2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf .Jn 14,2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús responde que Él es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos, creedlo por las obras” (Jn 14,9-11).

La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús, si no es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo buscan piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!

3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apela a sus obras: a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él. Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos” (Jn 12,37). En un determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado” (Jn 12,44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12,50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.

4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: “Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9,22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.

5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea, hablaban de Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata.

“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6,4-6). Los milagros son “signos” del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: “Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17,19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la fe.

6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante él” (Jn 9,35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (cf. Dt 29,3 Is 6,9 ss.; Jr 5,21 Ez 12,2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce al “Hijo del hombre”, a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf. Jn 9,39-41).

75 7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo” (Jn 11,23-27). Y Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!

8. La enseñanza de Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida en el coloquio nocturno con Nicodemo, “un jefe de los judíos” bien dispuesto hacia Él y a reconocerlo como “maestro de parte de Dios” (Jn 3,2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la “vida nueva” y, en definitiva, sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser levantado “para que todo el que crea en él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,15-16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito -consubstancial al Padre- en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3,17). En realidad, el juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn 3,18).

Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos, como en parte sucedió. Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.

9. Inmediatamente después de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la bienaventuranza de aquellos “que sin ver creyeron” (Jn 20,29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: “Muchas otras señales hizo Jesús en su presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31).

Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su nombre” (Jn 1,12).

Saludos

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, saludo a las peregrinaciones provenientes de la Diócesis de Matamoros (México) y de la parroquia de San Agustín Polanco, de Ciudad de México.

A todos los peregrinos y visitantes de lengua española imparto con afecto la bendición apostólica.






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