Audiencias 1987 75

Miércoles 28 de octubre de 1987

"Quien pierda la vida por mí y por el Evangelio, ése se salvará"

76 1. En nuestra búsqueda de los signos evangélicos que revelen la conciencia que tenía Cristo de su Divinidad, hemos subrayado en la catequesis anterior la interpelación que hace a sus discípulos de que tengan fe en El: “Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14,1): una interpelación que sólo puede hacer Dios. Jesús exige esta fe cuando manifiesta un poder divino que supera todas las fuerzas de la naturaleza, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11,38-44); la exige también en el momento de la prueba, como fe en el poder salvífico de su cruz, tal como afirma en el coloquio con Nicodemo (cf. Jn 3,14-15); y es fe en su Divinidad: “El que me ha visto a mi ha visto al Padre” (Jn 14,9).

La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano (argumentum non apparentium: “prueba de las cosas que no se ven”: cf . Heb He 11,1); se refiere, como dice San Pablo, a “esas cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre”, pero que Dios ha preparado para los que lo aman (cf. 1Co 2,9). Jesús exige una fe así cuando el día antes de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14,2).

2. Estas cosas misteriosas, esta realidad invisible, se identifica con el Bien infinito de Dios, Amor eterno, sumamente digno de ser amado sobre todas las cosas. Por eso, junto a la interpelación de fe, Jesús coloca el mandamiento del amor a Dios “sobre todas las cosas”, que ya estaba en el Antiguo Testamento, pero que Jesús repite y corrobora en una nueva clave. Es verdad que cuando responde a la pregunta: “¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?”, Jesús cita las palabras de la ley mosaica: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37 cf. Dt 6,5). Pero el pleno sentido que toma el mandamiento en la boca de Jesús emerge de la referencia a otros elementos del contexto en el que se mueve y enseña. No hay duda que Él quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que “lo siga” sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en el Antiguo Testamento: “Habéis de ir tras de Yavé, vuestro Dios.... habéis de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a Él” (Dt 13,4). En efecto, sólo Dios “es bueno” en el sentido absoluto (cf. Mc 10,18 también Mt 19,17). Sólo Él “es amor” (1Jn 4,16) por esencia y por definición. Pero aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de Cristo.

3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.

Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: “Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos” (Mt 8,21-22): forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: “Tú vete y anuncia el reino de Dios” (Lc 9,60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: “Sígueme. Y él, levantándose lo siguió” (Mt 9,9 cf. Mc 2,13-14).

Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19,22 Mc 10,22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el “Sígueme”, sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (cf. Jn 1,43 ss.). Al mismo Simón es capaz de decirle desde el primer encuentro: “Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (Jn 1,42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús “fijó la vista en él”: en esa mirada intensa estaba el “Sígueme” más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En efecto, el “Sígueme” literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena (cf. Jn 13,36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (cf. Jn 21,19).

4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles —excepto Judas— comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27). Lucas añade: “todo lo que teníamos” (Lc 18,28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de “qué” se trata al responder a Pedro. “En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el venidero” (Lc 18,29-30).

En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos “por amor de mi nombre”; a quien lo haya hecho Jesús le promete que “recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).

En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas las cosas “por mí y por el Evangelio”, y sobre la recompensa: “El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero” (Mc 10,29-30).

Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta “la vida eterna”? ¿Puede un simple Hijo del hombre prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de hombres en todos los siglos?

5. En realidad los discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer “no la paz, sino la espada”, es decir, a separar y dividir alas mismas familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: “El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mt 10,37-38). Aún es más fuerte y casi dura la formulación de Lucas: “Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus hermanos, sus hermanas y aún su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26).

77 Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él mismo según las condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos. Las palabras de Jesús, como Él dice, son “espíritu y vida” (cf. Jn 6,63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús —y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo— compromete a todos “secundum praeparationem animi” (cf. S. Th. II-II 184,7, ad 1), o sea, según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no hay un verdadero espíritu evangélico.

6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: “Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que lo acompañaran...” (Mc 3,13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...” (Jn 15,16).

No se deduce que Él condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10,17-27). Hay algo más que pone en juego la libre generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos, porque “el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).

7. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...” (Mt 16,24-25).

Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida “por mi y el Evangelio” (Mc 8,34-35). (Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8,31-32).

8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos “por amor del Hijo del hombre” (Lc 6,22): “Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa” (Mt 5,12).

Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (cf .Lc 6,22), y promete “recompensa en los cielos”? Sólo un Hijo del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. De modo particular saludo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás personas consagradas, a quienes aliento a un renovado compromiso en su servicio a Dios y a los hermanos, siendo siempre fieles a las exigencias de su vocación.

Igualmente saludo a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España. Que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, os reafirme en vuestra fe y se traduzca en un convencido testimonio de caridad en la familia, en el trabajo, en la vida social.

78 A todos imparto de corazón la bendición apostólica.





Noviembre de 1987

Miércoles 4 de noviembre de 1987



"Yo dispongo del reino a favor vuestro,
como mi Padre ha dispuesto de él a favor mío" (Lc 22,29)

1. Estamos recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús “Hijo del hombre”, que al mismo tiempo hace que lo conozcamos como verdadero “Hijo de Dios”: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30). Hemos visto que El refería a Sí mismo el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina pre-existencia en la unidad con el Padre (y con el Espíritu Santo, como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis); se atribuía el poder sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en la Antigua Alianza (especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5); y junto a ese poder se atribuía también el de perdonar los pecados (cf .Mc 2,1-12 y paral.; Lc 7,48 Jn 8,11) y de juzgar al final las conciencias y las obras de todos los hombres (cf. por ejemplo, Mt 25,31-46 Jn 5,27-29). Finalmente, enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra, invitaba a seguirlo hasta la muerte y prometía como recompensa la “vida eterna”. Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los elementos y todas las razones para afirmar que Jesucristo se ha revelado a Sí mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la humanidad.

2. El terreno de la revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo Testamento, especialmente en la segunda fase de la historia de Israel, narrada en los textos de los Profetas y de los Salmos que siguen al exilio y las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido. Recordemos especialmente los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que “reina sobre las gentes” (Sal 46/47, 8-9); y el reconocimiento exultante: “Tu reino es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación” (Sal 144/145, 13). El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios “que no será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más él permanecerá por siempre”. Este reino que se hará surgir del “Dios de los cielos” (= el reino de los cielos), quedará bajo el dominio del mismo Dios y “no pasará a poder de otro pueblo” (cf. 2, 44).

3. Insertándose en esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza, Jesús de Nazaret proclama desde el comienzo de su misión mesiánica precisamente este reino: “Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano” (Mc 1,15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la espera de Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica, que se había dibujado en la última fase del Antiguo Testamento, al proclamar que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es el Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento final más allá del tiempo, pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y se desarrolla, en cierto sentido, “dentro” de la historia. En esta perspectiva Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y esperanzas, “se ha cumplido”, y que el reino de Dios “está cercano”, más aún, está ya presente en su misma persona.

4. En efecto, Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad central de su enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su poder divino, su soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los signos de la creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (cf. 2Co 5, 17, Ga 6,15), en las que ha vencido, en Cristo y por medio de Cristo, todo lo caduco y lo efímero, y ha establecido para siempre el verdadero valor del hombre y de todo lo creado.

Es un poder único y eterno que Jesucristo —crucificado y resucitado— se atribuye al final de su misión terrena, cuando declara a los Apóstoles: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, y en virtud de este poder suyo les manda: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,18-20).

5. Antes de llegar a este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina del “Hijo del hombre”, Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Más aún, en el conflicto con los adversarios que no dudan en atribuir un poder demoníaco a las obras de Jesús, Él los confunde con una argumentación que concluye afirmando lo siguiente: “Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11,20). En Él y por Él, pues, el espacio espiritual del dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la humanidad, y Él es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para Dios.

79 6. También el mandato definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28,18-20), fue preparado por Él bajo todos los aspectos. Momento clave de la preparación fue la vocación de los Apóstoles: “Designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios” (Mc 3,14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de un poder especial en orden al reino: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te dará las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,18-19). Quien habla de este modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía total, y de poder confiar sus “llaves” a un representante y vicario suyo, más aún de lo que haría un rey de la tierra con su lugarteniente o primer ministro.

7. Esta convicción evidente de Jesús explica porqué Él, durante su ministerio, habla de su obra presente y futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana: no sólo como verdad anunciada, sino como realidad viva, que se desarrolla, crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la levadura (cf. Mt 13,33 Lc 13,21). Esta y las demás parábolas del reino (cf. especialmente Mt 13), dan testimonio de que ésta ha sido la idea central de Jesús, pero también la sustancia de su obra mesiánica, que Él quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al Padre, mediante una estructura visible cuya cabeza es Pedro (cf. Mt 16,18-19).

8. La instauración de esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace de la misma a los Apóstoles escogidos por Él: “Yo dispongo (latín dispono; algunos traducen: “transmito”) del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío” (Lc 22,29). Y la transmisión del reino es al mismo tiempo una misión: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo” (Jn 17,18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús a los Apóstoles, les repetirá: “Como me envió mi Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos” (Jn 20,21-23).

Prestemos atención: en el pensamiento de Jesús, en su obra mesiánica, en su mandato a los Apóstoles, la inauguración del reino en este mundo está estrechamente unida a su poder de vencer el pecado, de anular el poder de Satanás en el mundo y en cada hombre. Así, pues, está ligado al misterio pascual, a la cruz y resurrección de Cristo. Agnus Dei qui tollit peccata mundi..., y como tal se estructura en la misión histórica de los Apóstoles y de sus sucesores. La instauración del reino de Dios tiene su fundamento en la reconciliación del hombre con Dios, llevada a cabo en Cristo y por Cristo en el misterio pascual (cf. 2Co 5,19 Ep 2,13-18 Col 1,19-20).

9. La instauración del reino de Dios en la historia de la humanidad es la finalidad de la vocación y de la misión de los Apóstoles —y por lo tanto de la Iglesia— en todo el mundo (cf .Mc 16,15 Mt 28,19-20). Jesús sabía que esta misión, a la vez que su misión mesiánica, habría encontrado y suscitado fuertes oposiciones. Desde los primeros días en que envió a los Apóstoles a las primeras experiencias de colaboración con Él, les advertía: “Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16).

En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a continuación respecto a la suerte de sus misioneros (cf. Mt 10,17-25); tema sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con los “escribas y fariseos”, afirmando: “Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad...” (Mt 23,34). Suerte que, por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la Antigua Alianza, a los que se refiere el texto (cf. Mt 23,35). Pero Jesús daba a sus seguidores la seguridad de la duración de su obra y de ellos mismos: et porta inferi non praevalebunt.

A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su devenir histórico, el reino de Dios, instaurado una vez para siempre en el mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio pascual del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino también el sello de su poder divino, que deslumbró en la resurrección. Lo demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de todos los creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo, histórico, escatológico y eterno, del que enseña el Concilio Vaticano II: “Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf . Flp Ph 2,8-9), entró en la gloria de su reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1Co 15,27-28)” (Lumen gentium LG 39).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con particular afecto a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, a quienes agradezco vivamente su felicitación con motivo de mi onomástico.

En particular deseo saludar a la Peregrinación Guadalupana, proveniente de México, y les aliento a un decidido empeño por dar una nueva vitalidad a la devoción mariana, que vaya acompañada por una creciente formación cristiana, una más activa participación en la vida litúrgica y caritativa de la Iglesia, que se traduzca en un ilusionado dinamismo apostólico.

80 Igualmente saludo al grupo «Hogar del niño», de Chinandega, Nicaragua, y me complazco en bendecir la labor que aquel centro lleva a cabo en favor de la infancia y de la juventud.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de España y de los diversos países de América Latina, imparto cordialmente la bendición apostólica.





Miércoles 11 de noviembre de 1987

Los milagros de Jesús: el hecho y el significado

1. El día de Pentecostés, después de haber recibido la luz y el poder del Espíritu Santo, Pedro da un franco y valiente testimonio de Cristo crucificado y resucitado: “Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales...; a éste..., después de fijarlo (en la cruz)..., le disteis muerte. Al cual Dios lo resucitó después de soltar las ataduras de la muerte” (Ac 2,22-24).

En este testimonio se contiene una síntesis de toda la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret, que Dios ha acreditado “con milagros, prodigios y señales”. Constituye también un esbozo de la primera catequesis cristiana, que nos ofrece la misma Cabeza del Colegio de los Apóstoles, Pedro.

2. Después de casi dos mil años el actual Sucesor de Pedro, en el desarrollo de sus catequesis sobre Jesucristo, debe afrontar ahora el contenido de esa primera catequesis apostólica que se desarrolló el mismo día de Pentecostés. Hasta ahora hemos hablado del Hijo del hombre, que con su enseñanza daba a conocer que era verdadero Dios-Hijo, que era con el Padre “una sola cosa” (cf. Jn 10,30). Su palabra estaba acompañada por “milagros, prodigios y señales”. Estos hechos acompañaban a las palabras no sólo siguiéndolas para confirmar su autenticidad, sino que muchas veces las precedían, tal como nos dan a entender los Hechos de los Apóstoles cuando hablan de “todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio” (Ac 1,1). Eran esas mismas obras, y particularmente “los prodigios y señales”, los que testificaban que “el reino de Dios estaba cercano” (cf. Mc 1,15), es decir, que había entrado con Jesús en la historia terrena del hombre y hacía violencia para entrar en cada espíritu humano. Al mismo tiempo testificaban que Aquel que las realizaba era verdaderamente el Hijo de Dios. Por eso es necesario vincular las presentes catequesis sobre los milagros-signos de Cristo con las anteriores, concernientes a su filiación divina.

3. Antes de proceder gradualmente al análisis del significado de estos "prodigios y señales” (como los definió de forma muy específica San Pedro el día de Pentecostés), hay que constatar que éstos (prodigios y signos) pertenecen con seguridad al contenido integral de los Evangelios como testimonios de Cristo, que provienen de testigos oculares. Efectivamente, no es posible excluir los milagros del texto y del contexto evangélico. El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores.

4. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios.Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”. En efecto, decían: “Está poseído de Beelcebul, y por virtud del príncipe de los demonios echa a los demonios” (Mc 3,22 cf. también Mt 8,32 Mt 12,24 Lc 11,14-15). Y es conocida la respuesta de Jesús a esta objeción, demostrando su íntima contradicción: “Si, pues, Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede sostenerse, sino que ha llegado a su fin” (Mc 3,26). Pero lo que en este momento cuenta m s para nosotros es el hecho de que tampoco los adversarios de Jesús pueden negar sus “milagros, prodigios y signos” como realidad, como “hechos” que verdaderamente han sucedido.

Es elocuente también la circunstancia de que los adversarios observaban a Jesús para ver si curaba el sábado o para poderlo acusar así de violación de la ley del Antiguo Testamento. Esto sucedió, por ejemplo, en el caso del hombre que tenía una mano seca (cf. Mc 3,1-2).

5. Hay que tomar también en consideración la respuesta que dio Jesús, no ya a sus adversarios, sino esta vez a los mensajeros de Juan Bautista, a los que mandó para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?” (Mt 11,3). Entonces Jesús responde: “Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11,4-5 cf. también Lc 7,22). Jesús en la respuesta hace referencia a la profecía de Isaías sobre el futuro Mesías (cf. Is 35,5-6), que sin duda podía entenderse en el sentido de una renovación y de una curación espiritual de Israel y de la humanidad, pero que en el contexto evangélico en el que se ponen en boca de Jesús, indica hechos comúnmente conocidos y que los discípulos del Bautista pueden referirlos como signos de la mesianidad de Cristo.

81 6. Todos los Evangelistas registran los hechos a que hace referencia Pedro en Pentecostés: “Milagros, prodigios, señales” (Ac 2,22). Los Sinópticos narran muchos acontecimientos en particular, pero a veces usan también fórmulas generalizadoras. Así por ejemplo en el Evangelio de Marcos: “Curó a muchos pacientes de diversas enfermedades y echó muchos demonios” (1, 34). De modo semejante Mateo y Lucas: “Curando en el pueblo toda enfermedad y dolencia” (Mt 4,23); “Salía de él una virtud que sanaba a todos” (Lc 6,19). Son expresiones que dejan entender el gran número de milagros realizados por Jesús. En el Evangelio de Juan no encontramos formas semejantes, sino más bien la descripción detallada de siete acontecimientos que el Evangelista llama “señales” (y no milagros). Con esa expresión él quiere indicar lo que es más esencial en esos hechos: la demostración de la acción de Dios en persona, presente en Cristo, mientras la palabra “milagro” indica más bien el aspecto “extraordinario” que tienen esos acontecimientos a los ojos de quienes los han visto u oyen hablar de ellos. Sin embargo, también Juan, antes de concluir su Evangelio, nos dice que “muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro” (Jn 20,30). Y da la razón de la elección que ha hecho: “Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). A esto se dirigen tanto los Sinópticos como el cuarto Evangelio: mostrar a través de los milagros la verdad del Hijo de Dios y llevar a la fe que es principio de salvación.

7. Por lo demás, cuando el Apóstol Pedro, el día de Pentecostés, da testimonio de toda la misión de Jesús de Nazaret, acreditada por Dios por medio de “milagros, prodigios y señales”, no puede más que recordar que el mismo Jesús fue crucificado y resucitado (Ac 2,22-24). Así indica el acontecimiento pascual en el que se ofreció el signo más completo de la acción salvadora y redentora de Dios en la historia de la humanidad. Podríamos decir que en este signo se contiene el “anti-milagro” de la muerte en cruz y el “milagro” de la resurrección (milagro de milagros) que se funden en un solo misterio, para que el hombre pueda leer en él hasta el fondo la autorrevelación de Dios en Jesucristo y, adhiriéndose con la fe, entrar en el camino de la salvación.

Saludos

Junto con este mensaje, deseo presentar mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, saludo a los componentes de la peregrinación del Monte de Piedad de Córdoba a quienes aliento a continuar en su meritoria labor en el campo social y cultural, dando siempre testimonio de los genuinos valores evangélicos, en estrecha colaboración y comunión con los Pastores de la Iglesia.

Igualmente saludo a los padres de familia de los colegios de la Tercera Orden Regular de San Francisco, de Mallorca, y a las peregrinaciones procedentes de Querétaro y Guadalajara, México.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 18 de noviembre de 1987

"Niña, a ti te lo digo, levántate"\b

(Mc 5,41)

1. Si observamos atentamente los “milagros, prodigios y señales” con que Dios acreditó la misión de Jesucristo, según las palabras pronunciadas por el Apóstol Pedro el día de Pentecostés en Jerusalén, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros-señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y siempre, ante el misterio del “Hijo del hombre-Hijo de Dios”, cuyo Yo transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella pertenezca por libre elección, y todas las posibilidades humanas de realización e incluso de simple conocimiento.

2. Una ojeada a algunos acontecimientos particulares, presentados por los Evangelistas, nos permite darnos cuenta de la presencia arcana en cuyo nombre Jesucristo obra sus milagros. Helo ahí cuando, respondiendo a las súplicas de un leproso, que le dice: “Si quieres, puedes limpiarme”, Él, en su humanidad, “enternecido”, pronuncia una palabra de orden que, en un caso como aquél, corresponde a Dios, no a un simple hombre: “Quiero, sé limpio. Y al instante desapareció la lepra y quedó limpio” (cf .Mc 1,40-42). Algo semejante encontramos en el caso del paralítico que fue bajado por un agujero realizado en el techo de la casa: “Yo te digo... levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (cf. Mc 2,11-12).


Audiencias 1987 75