Discursos 1988 97


VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto Internacional de Asunción (Paraguay)

Lunes 16 de mayo de 1988



98 Señor Presidente de la República,
amados hermanos en el Episcopado,
excelentísimas autoridades civiles y militares,
queridos hermanos y hermanas del Paraguay:

1. En mi peregrinación evangelizadora por los caminos de América llego hoy a esta bendita tierra que he besado con amor y respeto, a este Paraguay Porá, cuna de hijos ilustres y de culturas que tanto aprecio merecen.

Aquí llegaron desde tierras de España, va a hacer ya casi 500 años, algunos esforzados misioneros que venían a sembrar la Buena Nueva de Cristo, para hacer participes de la luz y de los frutos de la Redención a los hombres y mujeres de estas latitudes.

Gracias, Señor Presidente, por las amables palabras que me acaba de dirigir. Gracias también por la invitación que, junto con el Episcopado paraguayo, me hizo en su día para visitar su país, haciendo así posible el encuentro del Papa con los hijos de esta noble nación. Reciban todos desde el primer momento mi saludo más afectuoso, mi saludo de Pastor universal de la Iglesia, que lleva en su alma “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren” (Gaudium et spes
GS 1).

Hetá ara ma oyapó, aimesé hagüe penendivé. Ha peina aga, aimema pendeapytepe. A nezú ha a hetuma ko pe ne reta poraité Paraguay. (Hace ya mucho tiempo que he querido estar con vosotros; y heme aquí ahora entre vosotros. He doblado las rodillas y he besado vuestra hermosa tierra, Paraguay).

2. Sé que visito un país no exento de dificultades, pero lleno de esperanza y de fe en Dios. Sois un pueblo noble y prometedor; sufrido y que, a pesar de ello, infunde alegría; valiente para dominar la naturaleza bravía y superar toda clase de adversidades con innata fortaleza de ánimo; un pueblo tan generoso como acogedor y hospitalario; solar muy antiguo de preciadas culturas autóctonas, donde la semilla del Evangelio germinó y se hizo fecunda gracias también a vuestra peculiar bondad y a vuestro profundo sentido religioso, para producir frutos duraderos de recia vida cristiana. Por eso, el Papa, que conoce y aprecia las arraigadas virtudes que os caracterizan, desde hace mucho tiempo quería venir a visitaros, a estar aquí con vosotros para celebrar a Jesucristo y reflexionar juntos sobre su doctrina de salvación.

La finalidad de este viaje apostólico es hacer que el mensaje evangélico siga modelando más y más nuestros corazones y transforme nuestras vidas, proyectándose con fuerza y eficacia sobre todas las estructuras de la convivencia cívica y social.

3. La cercanía del V centenario de la llegada del mensaje cristiano a estas generosas tierras es una feliz ocasión para dar impulso a una evangelización renovada. Este es mi deseo al iniciar hoy mi visita al Paraguay, que tiene un carácter esencialmente religioso. “Pero –como nos dice el Concilio Vaticano II– precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et spes GS 42). Por ello, quiero ser también heraldo de la doctrina social de la Iglesia, pues –como he dicho en mi reciente Encíclica Sollicitudo rei socialis– “La Iglesia tiene una palabra que decir... sobre la naturaleza, condiciones, exigencias y finalidades del verdadero desarrollo y sobre los obstáculos que se oponen a él. Al hacerlo así, cumple su misión evangelizadora, ya que da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta” (Sollicitudo rei socialis SRS 41).

99 Con esa enseñanza social, a la que me he referido, quiero cooperar a hacer luz sobre los problemas que os afligen, con el afán pastoral de que se llegue a una solución justa y equitativa de los mismos.

4. En los días que permaneceré en este querido país, quiero estar muy cerca de todos los paraguayos y paraguayas. No me será posible, como hubiera sido mi deseo, visitar todos los departamentos de esta nación; sin embargo, cada encuentro con los diversos grupos o sectores de vuestra sociedad quiere ser un acercamiento del Papa a todos y cada uno de los paraguayos, para gozar y sufrir con vosotros, para confirmaros en la fe, para fortalecer el espíritu de caridad y solidaridad que debe presidir la convivencia ciudadana, para animaros en vuestro empeño de promoción humana y de renovación social, para estimularos a ser mejores, para orientaros, desde el Evangelio, en vuestro camino de esperanza.

Queridos paraguayos y paraguayas: Autoridades, hombres del trabajo y de la industria, ganaderos y campesinos, profesionales y intelectuales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en el servicio de la Iglesia, ancianos, enfermos, jóvenes y niños... desde este momento os abrazo gozosa y entrañablemente con corazón de padre, hermano y amigo. Que la Virgen de los Milagros de Caacupé os ampare con su manto.

¡Alabado sea Jesucristo!









VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

ENCUENTRO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

CON EL PRESIDENTE DE LA NACIÓN, LAS AUTORIDADES


Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO


Asunción, lunes 16 de mayo de 1988



Excelentísimo Señor Presidente de la nación,
autoridades de la República del Paraguay,
distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:

1. Con sentimientos de suma deferencia y respeto me es grato saludar a Vuestra Excelencia, Señor Presidente de la República, a las dignísimas autoridades aquí presentes, y al amado pueblo paraguayo. Mi saludo cordial se extiende igualmente a los miembros del Cuerpo Diplomático como expresión de estima y aprecio a los distintos países que representan.

Mi viaje apostólico a estas tierras reviste un carácter estrictamente religioso. Es continuación de aquella misión que nuestro Señor Jesucristo encomendó al Apóstol Pedro y a sus Sucesores: confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc Lc 22,32); una fe que está aquí presente desde hace más de cuatro siglos, y que ha contribuido a modelar las raíces mismas de la nacionalidad paraguaya.

100 Tengo la firme seguridad de que el esfuerzo de mis hermanos en el Episcopado y de todos los fieles por reavivar sus compromisos cristianos, traerá inmensos beneficios para vuestro país. El mensaje de Cristo es profundamente humano a la vez que divino. Cristo es Dios hecho hombre: Dios que asume nuestra naturaleza, la purifica, la eleva y la lleva a su plenitud. Su mensaje no sólo reconoce, sino también acrecienta los múltiples valores y peculiaridades de cada cultura. La Palabra de Cristo es pues como la luz del sol, que da relieve y esplendor a los maravillosos paisajes de la tierra paraguaya.

2. Como ya he dicho en mi reciente Encíclica Sollicitudo rei socialis, la dimensión moral es una realidad presente en toda actividad humana, ya sea en la esfera individual, ya sea a nivel comunitario: en el campo de la economía, de la política, de las relaciones sociales. Por ello, el mensaje evangélico ha de proyectarse sobre estas realidades para iluminarlas, contribuyendo a la mejor solución de los problemas y a conseguir los objetivos que favorecen el bien común. Y así, vemos que los valores religiosos de la fe cristiana dignifican las relaciones entre las personas y los grupos, consolidan la familia, favorecen la convivencia y educan para vivir en libertad dentro del marco de la justicia y del respeto mutuo. Por ello, todo creyente, si es consecuente con su compromiso cristiano, será también un decidido defensor de la justicia y de la paz, de la libertad y de la honradez en el ámbito público y privado, de la defensa de la vida y en favor de los derechos de la persona humana.

La evangelización, tarea de la Iglesia en todos los tiempos y por toda la tierra, repercute necesariamente en la vida de la sociedad humana. No se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como no se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres. La Iglesia, fiel a su misión redentora, procura acercar a todos los hombres a Dios, y de este modo fomenta la dignidad del hombre, porque busca asemejarlo a Jesucristo. Por eso mismo, pide a todos los cristianos que, como corresponsables de la misión de Cristo y como miembros de la misma Iglesia, hagan todo lo posible por afirmar y defender la dignidad de sus hermanos los hombres, con todas las consecuencias espirituales y materiales de esa dignidad en la vida de cada persona y de toda la sociedad. Lo pide porque el mandato del Señor es: “Que os améis los unos a los otros... como yo os he amado” (
Jn 13,34). Es este amor a los demás lo que distingue a los discípulos de Cristo (cf. Ibíd, 13, 35) y lo que le hará acreedor del premio o del castigo eterno (cf. Mt Mt 25,31-46).

3. Todos los que os habéis reunido aquí, gobernantes y representantes diplomáticos de los diversos países, tenéis en común la actividad pública.

La Iglesia tiene en alta estima vuestra tarea y reconoce en ella un quehacer primordial y indispensable en favor de la dignidad del hombre. En efecto, la consecución del bien común de los hombres supone lograr aquellas condiciones de paz y justicia, seguridad y orden, desarrollo intelectual y material indispensable para que cada persona pueda vivir conforme a su propia dignidad.

La política tiene, en consecuencia, una dimensión ética esencial, porque es ante todo un servicio al hombre. La Iglesia, como depositaria del mensaje de salvación, puede y debe recordar a los hombres, y en particular a los gobernantes, cuáles son los deberes éticos fundamentales en esa búsqueda del bien de todos. Como señaló mi venerado predecesor el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra, es competencia y obligación del poder político crear y potenciar aquellas condiciones sociales que favorezcan el bien auténtico y completo de la persona, sola o asociada, evitando cuanto se oponga u obstaculice a la expresión de sus auténticas dimensiones y al ejercicio de sus derechos, respetando siempre las legitimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos intermedios (Mater et Magistra MM 65).

La Iglesia, que –en palabras del Concilio Vaticano II– “no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes GS 76), busca plasmar en cada hombre la imagen de Cristo, asegurando su destino trascendente, y aprecia en mucho vuestros desvelos en favor de la dignidad humana. A su vez, en cumplimiento de su propia misión, promueve esa misma dignidad al hacer llegar a todos la Palabra y la vida del Salvador. Iglesia y Estado, dotados de legítima autonomía en sus respectivos ámbitos de competencia, convergen, de este modo, en el servicio al hombre y, por eso, están llamadas a una mutua y fructuosa colaboración.

Como San Pablo, que comienza sus consejos a Timoteo pidiendo “súplicas y acciones de gracias... por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1Tm 2,1-2), elevo ahora mi plegaria de acción de gracias a Dios pidiéndole a la vez luz y ánimo para todos vosotros, a fin de que continuéis cada vez con más empeño el servicio que os compete.

4. Vuestra misión por el bienestar de todos exige una atención ininterrumpida. No se pueden conformar los gobernantes con dictar normas genéricas para el bien común. Deben impulsar también su cumplimiento eficaz, rectificando las orientaciones cuando sea necesario. Como bien sabéis, es preciso velar y alentar constantemente para que la iniciativa de todos lleve al mayor progreso de la comunidad, particularmente de los más necesitados. Por otra parte, se hace necesario promover incansablemente un sentido activo de solidaridad que haga que las mejoras conseguidas redunden en beneficio de todos, sin que queden como patrimonio de unos pocos. Allí donde sea preciso, la actividad subsidiaria de la autoridad constituida debe, además, contribuir a poner a las personas y grupos sociales en condiciones de cumplir sus cometidos.

La solidaridad es una virtud cristiana, íntimamente relacionada con la caridad (Sollicitudo rei socialis SRS 40). Todos estamos obligados a aportar nuestra colaboración al bien común. Vuestra tarea de gobernantes se verá inmensamente facilitada y alcanzará una eficacia insospechada si en todo momento procuráis buscar los medios para facilitar el diálogo y la mayor participación de todos en la cosa pública. Una administración de justicia celosa de sus funciones completará vuestra tarea, haciendo que siempre sean tutelados los derechos de quienes están más desamparados.

El respeto de los derechos humanos, como es bien sabido, no es una cuestión de conveniencia política, sino que deriva de la dignidad de la persona en virtud de su condición de creatura de Dios llamada a un destino trascendente. Por ello, toda ofensa a un ser humano es también una ofensa al Creador. La exigencia insoslayable de los valores morales ha de informar la gestión de los poderes públicos en su opción por la verdad y la justicia en la libertad, lo cual ha de reflejarse en los instrumentos institucionales y legales que regulan la vida ciudadana.

101 No se puede edificar una vida verdaderamente humana, en el orden material, en contra de la ley de Dios. La defensa de la moralidad pública adquiere, por ese motivo, dentro de vuestros cometidos, un relieve fundamental. Todo cuanto fortalezca la aversión a la violencia, el respeto y veneración a la vida, y favorezca la unidad y la estabilidad familiar, la dignidad de la mujer y la honestidad de las costumbres, merece una atención esmerada.

5. La solidaridad tiene hoy también una dimensión internacional. Los problemas de los países en vías de desarrollo están indisolublemente ligados con la situación económica mundial. Su solución puede pasar, en buena medida, por un mejor acceso a los mercados internacionales, por la remoción de las barreras proteccionistas no justificadas y por la debida retribución de los productos primarios. Quienes, por las circunstancias históricas, están en una posición aventajada, tienen la obligación humana y cristiana de fomentar generosamente el progreso de todos. Las ayudas de Estados y particulares a los países menos desarrollados serán ineficaces si no se completan con un esfuerzo por la armónica inserción de todos. Es preciso pues dar a los menos aventajados la oportunidad de que puedan ayudarse a sí mismos. Como he escrito en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, “las naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los países económicamente más débiles, o que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre” (Sollicitudo rei socialis
SRS 39).

6. En mi peregrinar apostólico por estas tierras americanas, he tenido ocasión de recordar en diferentes oportunidades la primera evangelización de este llamado continente de la esperanza, iniciada ya hace cinco siglos. Junto con la predicación de la Palabra de Dios se llevó a cabo una vasta obra de promoción humana. Paraguay fue pionero y ejemplo para el mundo. Desde estas tierras, vuestros mayores llevaron la fe y la civilización a otros muchos lugares. El gobernador Hernando Arias de Saavedra, don Francisco González de Santa Cruz –hermano de vuestro nuevo Santo y teniente de Asunción– y tantos otros, fueron nobles hijos de este país que supieron armonizar su labor con la de los misioneros en una gran síntesis de desarrollo cristiano y humano.

Hago votos ahora para que el Señor ilumine y colme de bendiciones vuestro trabajo. Para que, con aquellos primeros paraguayos, obtengáis frutos cumplidos de desarrollo, de paz y armonía. Hago votos también para que el Señor ayude a toda la comunidad internacional. Pido que, en la solidaridad de las naciones, se encuentren los modos más adecuados de ayudar a los países que pueden menos. Por eso ruego a Dios que premie con creces vuestros esfuerzos.

Imploro al Todopoderoso, por la intercesión de la Virgen de Caacupé, su bendición sobre todos vosotros, sobre vuestras familias, sobre todos los paraguayos, y sobre todos los pueblos a los que representáis.









VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY


A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE PARAGUAY


Nunciatura Apostólica de Asunción

Lunes 16 de mayo de1988



Amadísimos hermanos en el Episcopado:

1. Siento un gran gozo en mi corazón al encontrarme hoy con vosotros, reunidos en esta Nunciatura Apostólica, en la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción. Mi mayor deseo es que estos momentos sean una ocasión propicia para que se fortalezca “el vínculo de la unión, de la caridad y de la paz” (Lumen gentium LG 22) de nuestra comunión eclesial y redunde en ansias renovadas de ser eficaces instrumentos de Dios para difundir su reino en la tierra.

Mi estancia en este hermoso país, enclavado en el corazón del continente sudamericano, es la última etapa de mi viaje pastoral por estas regiones. En estas jornadas he podido ver con honda satisfacción cómo la “simiente” (Lc 8,11) –la Palabra de Dios–, sembrada a lo largo de varios siglos, no sin la labor abnegada de tantos obispos, ha sido fecunda. La Palabra de Dios que ellos fueron esparciendo en los corazones, hechos tierra fértil por la gracia divina –regada con el sudor de los misioneros y la sangre de los mártires– ha dado frutos abundantes.

Quiero expresaros mi gratitud por la incansable solicitud pastoral que mostráis en la edificación de la Iglesia en Paraguay. Habéis seguido el ejemplo de aquellos grandes obispos de esta tierra, como Monseñor Martín de Loyola –sobrino de San Ignacio–, y el insigne hijo de esta ciudad, Monseñor Hernando de Trejo y Sanabria. Verdaderos hombres de Dios y fieles en la aplicación del entonces reciente Concilio de Trento, fueron a la vez grandes defensores de los indígenas, promotores de un vasto movimiento cultural y ejes del desarrollo humano y cristiano del Paraguay y de las regiones vecinas. Habéis seguido también las huellas más recientes de Monseñor Juan Sinforiano Bogarín, que dio nuevo impulso a la tarea evangelizadora y se destacó como defensor de los valores que configuran el alma paraguaya en momentos particularmente difíciles para vuestra patria. Ahora, a las puertas del V centenario de la evangelización de América corresponde a vosotros la grandiosa tarea de infundir nuevas energías a este cristianismo que habéis recibido en herencia.

102 2. “Salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar” (Mt 13,1).

Con esta sencilla introducción comienza San Mateo a narrar las parábolas sobre el misterio del reino de los cielos. La realidad salvífica escondida en estos relatos del Maestro presagia horizontes de universalidad humana para la Iglesia y para nuestro ministerio pastoral, ya que su finalidad es la de propagar hasta los confines de la tierra la luz y la energía siempre nuevas del Evangelio.

“Salió un sembrador a sembrar...” (Ibíd., 13, 3). La parábola del sembrador nos recuerda el deber insoslayable de predicar la “Buena Nueva” (Mc 16,15) a todos los hombres. “La simiente es la Palabra de Dios” (Lc 8,11) y “el sembrador siembra la Palabra” (Mc 4,14). El oficio de enseñar en todo tiempo, como maestros experimentados de la fe, es “el deber que sobresale entre los principales de los obispos” (Christus Dominus CD 12). Es a todos vosotros –en cuanto sucesores de los Apóstoles– a quienes incumbe en primer lugar el mandato de Cristo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva” (Mc 16,15); “hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8), a fin de que, como precisa el Apóstol de las gentes, “la Palabra del Señor siga propagándose y adquiriendo gloria” (2Th 3,1).

La Iglesia, sacramento universal de salvación, debe continuar ininterrumpidamente esa siembra. A lo largo de los siglos, ella se hace presente gracias a la labor de sementera de sus Pastores con la cooperación asidua de sacerdotes, religiosos y tantos fieles, y a la vez ha ido compartiendo con ellos los gozos y angustias de cada momento histórico.

Hoy, como hace dos mil años; hoy, como hace quinientos años, el sembrador de la Palabra de Dios sigue saliendo otra vez al campo, con igual tesón y con un nuevo impulso evangelizador. La semilla esparcida en todo tiempo por los obreros de Cristo en estas tierras ha de hacerse fecunda en los corazones de todos los paraguayos para que produzca mucho fruto.

3. El sembrador de la parábola siembra en todas las direcciones. A propósito de la semilla nos dice San Mateo que “unas cayeron a lo largo del camino..., otras cayeron en un pedregal..., otras entre abrojos... y otras cayeron en tierra buena” (Mt 13,4-5 Mt 13,7-8). Este relato pormenorizado del Evangelista debiera convencernos sobradamente de que la Palabra de Dios ha de sembrarse por doquier, a través de una continua, extensa y intensa predicación y catequesis. Se trata como podéis comprender de una labor prioritaria, indispensable. Una labor que para ser eficaz requiere no sólo la dedicación de los sacerdotes y de los demás agentes de pastoral, sino también la preocupación de los padres por la formación religiosa de sus hijos.

Debéis velar pues por la adecuada preparación doctrinal y humana de los responsables de impartir la catequesis, de modo que enseñen sistemáticamente y en profundidad la totalidad de los misterios de la fe con recto criterio, piedad y competencia. No basta con dar la doctrina: hace falta conseguir que quienes reciben la instrucción religiosa se sientan impulsados a vivir lo que aprenden.

La catequesis, lo sabéis bien, debe conducir a la frecuencia de los sacramentos. El ardiente deseo de recibir por primera vez la sagrada Comunión debe ir acompañado por la debida disposición del alma, sin descuidar el acercarse al sacramento de la penitencia cuando ello sea necesario. El desarrollo progresivo de la vida cristiana queda fortalecido al recibir la confirmación y se prosigue a lo largo de toda la vida, a medida que se va perfeccionando la formación personal recibida.

Os agradezco, amadísimos hermanos, que impulséis la catequesis de modo que hasta los más apartados lugares de vuestra patria llegue el mensaje de Cristo. Desde los barrios de Asunción hasta las poblaciones más lejanas, desde los niños a los ancianos, desde los más pudientes a los más necesitados: es necesario que el Evangelio sea anunciado en todos los confines del territorio paraguayo.

La historia de vuestro país es un ejemplo elocuente de la fecundidad sobrenatural y humana de una catequesis asidua y intensa. Fiel testigo de ello son las virtudes de vuestro pueblo y sus tradiciones cristianas, que se manifiestan también en tantas expresiones de religiosidad popular.

4. “El reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que salió a primera hora a contratar obreros” (Mt 20,1).

103 En esta labor de instrucción religiosa a todos los niveles no estáis solos. Los presbíteros –vuestros principales colaboradores– son obreros de la primera hora, dispuestos a aguantar “el peso del día y del calor”(Mt 20,12) en favor de este ministerio exigente y prioritario. A ellos habréis de dedicar vuestros más solícitos desvelos, viviendo muy cercanos a ellos, con sincera amistad, compartiendo sus alegrías y dificultades, ayudándoles en sus necesidades; de esta manera construiréis una firme comunión que será ejemplo para los fieles y sólido fundamento de caridad.

Mas en la parábola de los obreros de la viña, vemos que el padre de familia “vuelve a salir a la hora tercia” (Ibíd., 20, 3), “a la sexta y a la nona” (Ibíd., 20, 5), e incluso “a eso de la hora undécima” (Ibíd., 20, 6) en busca de operarios para su viña. Queridos hermanos en el Episcopado: Vosotros también como aquel padre de familia, no os habéis conformado con los que ya estaban trabajando en el vasto campo de vuestras comunidades eclesiales, sino que habéis salido una y otra vez en busca de nuevos obreros para continuar la urgente tarea de llevar a todos el mensaje salvador de Cristo.

Doy gracias a Dios porque, desde hace unos años, se está experimentando entre vosotros un significativo aumento de vocaciones sacerdotales. Es éste un don que debéis agradecer también vosotros y que os pone frente a la exigencia de corresponder, trabajando con mayor ahínco en la formación de los seminaristas.

Objetivo prioritario de esta tarea es una esmerada consolidación de la vocación que han recibido. “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre.... va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Ibíd., 13, 44). La vocación sacerdotal, en efecto, se armoniza preferentemente con un desprendimiento total de los bienes de este mundo y en una renuncia al amor terreno para abrazar un amor más perfecto. A través de la dirección espiritual personal es necesario imbuir en sus ánimos la persuasión de que no basta decir al Señor que sí; hace falta preservar la propia vocación contra los peligros que pueden arrebatar “lo sembrado en el corazón” (Ibíd., 13, 19).

Conviene que exista en el seminario un ambiente de trabajo, estudio y disciplina que haga que los candidatos al sacerdocio alcancen aquel modelo de humanidad que el Apóstol San Pablo pide a su discípulo Timoteo: “irreprensible, ...sobrio, sensato, educado, ...moderado, ...modelo... en la caridad, en la fe, en la pureza” (1Tm 3,2-3 1Tm 4,12). Todo esto es el medio necesario para tener libre el corazón y abrazarse para siempre al amor.

La pastoral juvenil y familiar en vuestras Iglesias particulares ha de prestar atención preferentemente al fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Es preciso echar la red al mar con audacia y confianza en Dios, sabiendo discernir prudentemente entre los candidatos, pues, aunque haya que deplorar la carencia de sacerdotes, “si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (Optatam totius OT 6). Como os decía en Roma, en vuestra última visita ad limina, nuevamente os aliento ahora a que consideréis no sólo las necesidades de vocaciones para vuestro país, sino que penséis en las necesidades sacerdotales y misioneras de toda la Iglesia (Discurso a los obispos de Paraguay en vista "ad limina", 15 de noviembre de 1984, n. 8).

La clara conciencia de la importancia de la familia –iglesia doméstica y célula de la sociedad– os llevará a intensificar vuestro empeño en la pastoral familiar, pues, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana están estrechamente ligados a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (Gaudium et spes GS 47). Es, pues, necesario, un impulso en la formación cristiana de los matrimonios, como uno de los modos más eficaces para irradiar el cristianismo en la sociedad.

5. “El reino de los cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo” (Mt 13,33).

En medio del mundo los cristianos son como el fermento en la masa. Como exigencia de su bautismo ellos han de asumir la incumbencia de transformar el mundo y considerar como uno de sus deberes la lucha contra las “estructuras de pecado”, que son consecuencia del pecado original y de la suma de los pecados personales. La vida política, la economía y el desarrollo, como manifestaciones colectivas de la actividad humana, tienen una lectura teológica (Sollicitudo rei socialis SRS 30 SRS 31 y cap V), que ha de ser vivida y puesta en práctica por los cristianos en su afán por iluminar todo con la luz de Cristo.

Son conocidos los problemas que en vuestro país, como en otros lugares del mundo, afectan a amplios sectores de la sociedad: la desigual distribución de los bienes y recursos que Dios os ha dado, el afán desmedido de riquezas y de dominio, la postergación económica y social de muchos, la insuficiencia de válidos cauces de diálogo para superar posiciones encontradas.

La Iglesia, fiel a la voluntad de su divino Fundador, continuará infatigablemente en su opción de ponerse siempre y en todo lugar al servicio del hombre y de defender el carácter trascendente de la persona. Su misión es ciertamente de orden religioso. “Pero –nos recuerda el Concilio Vaticano II– precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et spes GS 42).

104 6. La Iglesia es experta en humanidad y por eso proclama con todo derecho su visión del hombre, esto es, la que el mismo Creador imprimió desde el principio a la creatura salida de sus manos. Movida por su amor al hombre, que es siempre imagen y semejanza de Dios, y “en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos” (Ibíd., 41).

Los derechos humanos no son otra cosa que la lógica manifestación de las necesidades que la persona debe satisfacer para lograr su plenitud, y se extienden, por tanto, a todos los aspectos de la vida humana. Vuestra misión como Pastores del Pueblo de Dios, implica el ayudar a cada hermano a reconocerse como persona, sujeto de derechos y deberes, y a contribuir a que tales derechos sean ejercidos y, a la vez, respetados por parte de las instituciones de la sociedad.

Entre los derechos más elementales de la persona humana cabe enumerar el derecho de los trabajadores a fundar libremente asociaciones que representen y defiendan auténticamente sus intereses con vistas a una más recta ordenación de la vida económica; a esto va íntimamente ligado el derecho a la iniciativa económica de las personas, de las asociaciones y de las naciones (cf. (Gaudium et spes
GS 68 Sollicitudo rei socialis SRS 15).

En lo que se refiere a la vida política, enseña sabiamente el Concilio que “es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Gaudium et spes GS 75).

7. Vuestra misión, queridos hermanos, supone en consecuencia un discernimiento certero de las circunstancias propias de vuestro país para encontrar en los signos de los tiempos, leídos a la luz de la Palabra de Dios, de la tradición y especialmente de la doctrina social de la Iglesia, las opciones y los criterios que deben guiar vuestra acción pastoral en la formación de las conciencias, preparando los caminos del Señor en la libertad y en la justicia.

En efecto, vemos que no pocos problemas de carácter social y incluso político tienen sus raíces profundas en motivaciones de orden moral. Por ello, la Iglesia, movida por su deseo de servicio, se acerca a ellos para iluminarlos desde el Evangelio contribuyendo al mismo tiempo a su positiva solución mediante su actividad pastoral, educativa y asistencial.

Con el debido respeto a la legítima autonomía de las instituciones y autoridades, vuestra acción apostólica no ahorrará esfuerzos en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, a la defensa de la vida y de los derechos de la persona en el marco de la justicia y del respeto mutuo.

8. Amados hermanos que compartís conmigo la solicitud pastoral del Episcopado: Ya a la conclusión de este encuentro fraterno quiero volver a mencionar el versículo del Evangelista: “Salió el sembrador a sembrar” (Mt 13,3). Sembrad la Palabra de Dios siendo siempre factores de unidad. Sembrad –con la ayuda de los sacerdotes y agentes de pastoral– la palabra de la formación cristiana sobre todo el Pueblo de Dios a vosotros confiado. Sembrad la doctrina de Cristo con tesón, optimismo y confianza, sabiendo “que ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Co 3,7). Si todos los fieles son “campo de Dios, edificación de Dios” (Ibíd., 3, 9), vosotros sois “colaboradores de Dios” (Ibíd.), instrumentos en sus manos. La eficacia de la labor y el que la tierra produzca “ciento, ...setenta, ...treinta” (Mt 13,23), dependerá de vuestra unión con El, de que seáis dóciles a la fuerza del Espíritu.

Os reitero mi gratitud por el trabajo que realizáis, mientras invoco sobre vosotros y sobre vuestros fieles el amparo de la Virgen de Caacupé y la intercesión de San Roque González de Santa Cruz.

Amén.











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