Discursos 1987 82

82 Esta es la esperanza que os anuncio, ésta es la libertad que debéis desear por encima de cualquier otra: “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21).

Ya sé que no es nada fácil entender en toda su hondura este mensaje, cuando se está en una situación como la vuestra. Recordad, sin embargo, que “no existe hombre que no tenga necesidad de ser liberado por Cristo, porque no existe hombre que no sea, de modo más o menos grave, prisionero de sí mismo y de sus pasiones” (Homilía durante la misa celebrada en la cárcel romana de Rebibbia, 27 de diciembre de 1983).

Con su muerte, Cristo nos libera de la mayor esclavitud, de la peor de las cárceles: el poder del pecado (cf. Jn Jn 8,34). Esta gozosa liberación espiritual, que se obró en nuestra alma por primera vez con el bautismo, se renueva, cada vez que nos acercamos con confianza al santo sacramento de la penitencia, fuente de paz y de libertad en Cristo. Por vuestra parte, seguramente habéis experimentado –o lo podéis experimentar– cómo “la verdadera liberación se obtiene en la purificación del corazón, o sea, en aquel cambio radical de espíritu, de mente y de vida, que sólo la gracia de Cristo puede obrar” (Homilía durante la misa celebrada en la cárcel romana de Rebibbia, 27 de diciembre de 1983). Y así, vuestras aflicciones presentes, ofrecidas al Señor con espíritu de reparación por vuestros pecados y por los de toda la humanidad, se convertirán en penitencia gozosa y llena de frutos.

4. Cristo quiere estar también entre vosotros. Lo afirma El mismo, de manera explícita, en la descripción del juicio final, cuando dice a los bienaventurados: “Estaba preso y vinisteis a verme” (Mt 25,39). Y, ante la pregunta de ellos: “¿Cuándo te vimos en la cárcel y fuimos a verte?” (Mt 25,39), la respuesta del Señor es elocuente: “En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Ibíd., 25, 40).

Queridos hermanos y hermanas: ¡Mi deseo es que acudáis a Cristo! Y en Cristo encontraréis la esperanza, el consuelo, la paz y la alegría.

Tenéis a Jesús en la capilla. Allí os espera, oculto bajo las apariencias de pan, pero realmente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por amor a nosotros dio su vida en la cruz para así lavarnos de nuestros pecados; y por amor se ha quedado encerrado en el Tabernáculo para ser fuente de gracia y de salvación para cuantos quieran acudir a El.

5. Pido al Señor que os llene de su gracia, os haga sentir su presencia de Padre, Hermano y Amigo, y os impulse a dar en todo momento un ejemplo vivo de fe y de amor cristiano. Encomiendo también a vuestras familias, rogando que los lazos con ellas se fortifiquen cada día más.

Que la Santísima Virgen de Luján, Madre de Dios y Madre nuestra, os proteja siempre, y os acerque a su divino Hijo, en quien encontraréis todos los bienes que colman los deseos del corazón humano.

Os bendigo de todo corazón y con mucho afecto, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS EMPRESARIOS ARGENTINOS


Buenos Aires, sábado 11 de abril de 1987




Queridos empresarios argentinos:

83 1. En el curso de mi visita pastoral a vuestro país, me alegro de poder encontrarme hoy con vosotros, representantes del mundo de la empresa, de las finanzas, de la economía, de la industria y del comercio. Sé que estoy ante un conjunto de personas especialmente cualificadas, de cuya importante actividad depende una parte considerable de la vida económica y. consiguientemente, del bienestar de muchas familias.

Durante estos días en que he ido recorriendo el dilatado territorio de vuestra patria, he podido comprobar lo mucho que Dios ha favorecido al pueblo argentino. Por eso deseo señalaros, ante todo, vuestro primordial deber como personas de las que depende una buena parte de los abundantes recursos de este país: vuestro agradecimiento hacia Dios por los dones que ha puesto en vuestras manos.

Es justo que deis gracias a Dios por la fertilidad de vuestros campos, por la abundancia de vuestros ganados y de tantas otras riquezas naturales, o fruto de las manos del hombre y. sobre todo, por el espíritu emprendedor y la capacidad de trabajo con que El os ha dotado, para que, junto a tantos hombres y mujeres que contribuyen a sacar adelante vuestras empresas y proyectos, sirváis al bien común en el vasto y complejo campo de la producción de bienes y servicios. Si no vivieseis esta primera obligación de justicia con el Padre común, Dios, tampoco seríais justos con vuestros hermanos los hombres, ni podríais llevar a cabo con espíritu humano y cristiano, las grandes tareas en que diariamente estáis empeñados.

No se me oculta que, junto a esa abundancia de recursos, en los últimos años os habéis visto afectados por dificultades económicas y financieras, a veces críticas. Pienso, en particular, en los graves problemas del mercado exterior para vuestros productos agropecuarios, así como en las repercusiones de esa situación para vuestra economía. Habéis experimentado hasta qué punto el progreso de las naciones depende en gran parte del orden internacional, lo cual hace necesario encontrar soluciones de verdadera solidaridad y cooperación entre los distintos pueblos, basándose en la conciencia de la universal fraternidad de los hombres.

En los momentos de dificultad, se pone a prueba vuestro espíritu empresarial. Se precisan mayor esfuerzo y creatividad, más sacrificio y tenacidad, para no cejar en la búsqueda de vías de superación de esas situaciones, poniendo todos los medios legítimos a vuestro alcance, y movilizando todas las instancias oportunas. Como vuestra actividad tiene siempre una profunda dimensión de servicio a los individuos y a la sociedad –y, de modo especial, a los trabajadores de vuestras empresas y a sus familias–, comprenderéis que os anime a ser especialmente magnánimos en esas difíciles circunstancias. En efecto, la supervivencia y el crecimiento de vuestros negocios o inversiones interesa a la entera comunidad laboral que es la empresa, y a toda la sociedad. Por eso, los tiempos de crisis suponen un desafío no sólo económico, sino sobre todo ético, que todos han de afrontar, superando egoísmos de personas, grupos o naciones.

2. Sabéis bien que la misión de la Iglesia y del Papa no es dar soluciones técnicas a los problemas socio-económicos. Pero sí forma parte de su misión iluminar las conciencias de los hombres, para que sus actividades sean realmente humanas, para oponerse a cualquier degradación de la persona, para evitar que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo solamente como un instrumento de producción. Entiendo que este mensaje es particularmente actual en vuestras circunstancias. Se dirige, en efecto, a robustecer ese temple humano que, como decía, hoy se pone a prueba entre vosotros; y también para aquilatar el “capital humano”, que es la más importante fuente de riqueza con que cuenta un país.

Dentro de este mismo contexto, dirigiéndome en una ocasión a hombres y mujeres dedicados a los negocios, a la empresa, a la banca, al comercio, les hacía notar que “el grado de bienestar del que goza hoy la sociedad, sería imposible sin la figura dinámica del empresario, cuya función consiste en organizar el trabajo humano y los medios de producción para dar origen a los bienes y servicios” (Discurso a los empresarios milaneses, 22 de mayo de 1983). Efectivamente, vuestro cometido es de primer orden para la sociedad.

Esa realidad se basa en que habéis recibido la “herencia” de un doble patrimonio, esto es, los recursos naturales del país y los frutos del trabajo de quienes os han precedido (Laborem exercens
LE 13). Independientemente de sus actuales titulares, se trata de un patrimonio de todos los argentinos, que nadie puede dilapidar ni desaprovechar. Esos recursos han de administrarse no sólo con competencia técnica y capacidad de iniciativa, sino sobre todo con una conciencia cristiana bien formada, en todas las exigencias de justicia y caridad inherentes a vuestra misión.

La tarea del empresario puede muy bien ser comparada con la de aquel administrador del que nos habla el Evangelio, a quien su señor exige cuentas de su trabajo. También a vosotros se dirigen estas palabras: “Dame cuenta de tu administración” (Lc 16,2). Y junto con el Señor, os interpelan los hombres, vuestros hermanos, que también están llamados a participar del patrimonio que Dios ha puesto, sobre todo, en vuestras manos. Sentid, pues, la gran responsabilidad moral que os corresponde. Pensad que todos esos bienes son el puesto de trabajo de tantos hombres y mujeres, son el futuro de muchas familias, son los talentos que habéis de hacer rendir en bien de la comunidad.

3. Los recursos de capital, los bienes que constituyen el patrimonio de un país –sea quien sea su titular– y de los cuales viven sus gentes, “no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión... es que sirvan al trabajo; de manera que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común” (Laborem exercens LE 14 En este sentido, debéis contribuir a que se multipliquen las inversiones productivas y los puestos de trabajo, a que se promuevan formas adecuadas de participación de los trabajadores en la gestión y en las utilidades de la empresa, y a que se abran cauces que permitan un mayor acceso de todos a la propiedad, como base de una sociedad justa y solidaria.

Tenéis en vuestras manos una heredad que ha de fructificar en bien de todos, y con la colaboración de todos. Necesitáis mucha audacia – que es también consecuencia de la verdadera prudencia cristiana – para entregar a las próximas generaciones, mejorado y multiplicado, el patrimonio que habéis recibido ¡Tened el sano orgullo de legar un futuro mejor a vuestros hijos, a los hijos de todos los argentinos! Un futuro que comprenda también el ejemplo de vuestra sacrificada dedicación al trabajo.

84 Para hacer frente a esa responsabilidad, tenéis a vuestra disposición un elemento poderoso: la empresa. En ella, los empresarios, dirigentes, empleados y obreros, cooperan en una obra común. No son enemigos, sino hermanos. Como ha expresado el Concilio Vaticano II: “En las empresas económicas son personas las que se asocian; es decir hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuenta las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto” (Gaudium et spes GS 68).

Así entendidas, las empresas son expresiones legítimas de la libertad. Corresponden a la vocación emprendedora del hombre, a su iniciativa creadora, a las necesidades de la comunidad, y a las posibilidades que brindan las riquezas de la creación confiadas al ser humano.

A esa comprensión solidaria de la comunidad empresarial se suma ciertamente la función subsidiaria del Estado, que siempre debe ver en ellas una leal y necesaria cooperación en orden al bien común.

4. Encuentro con los empresarios y obreros de España, en Barcelona, les decía que «la empresa está llamada a realizar, bajo vuestro impulso, una función social –que es profundamente ética–: la de contribuir al perfeccionamiento del hombre, sin ninguna discriminación; creando las condiciones que hacen posible un trabajo en el que, a la vez que se desarrollan las capacidades personales, se consiga una producción eficaz y razonable de bienes y servicios, y se haga al obrero consciente de trabajar realmente “en algo propio”» (Encuentro con los trabajadores y empresarios, n. 9, 7 de noviembre de 1982) .

De este modo, la empresa no sólo acrecienta la riqueza material y es la gran promotora del desarrollo socio-económico, sino que también es causa de progreso personal que permite crear condiciones de vida más humanas. Su actividad se inserta en el marco del bien común, que abarca, “el conjunto de aquellas condiciones de vida social, con las cuales, los hombres, las familias y las asociaciones, pueden alcanzar con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Gaudium et spes GS 74).

En síntesis, la ley fundamental de toda actividad económica es el servicio del hombre, de todos los hombres y de todo el hombre, en su plena integridad, material, intelectual, moral, espiritual y religiosa. Por consiguiente, las ganancias no tienen como único objetivo el incremento del capital, sino que han de destinarse también, con sentido social, a la mejora del salario, a los servicios sociales, a la capacitación técnica, a la investigación y a la promoción cultural, por el sendero de la justicia distributiva.

Una empresa respetuosa de estas finalidades sociales exige, evidentemente, un modelo de empresario profundamente humano, consciente de sus deberes, honesto, competente e imbuido de un hondo sentido social que lo haga capaz de rechazar la inclinación hacia el egoísmo, para preferir más la riqueza del amor que el amor a la riqueza. Se puede decir que hay una cierta semejanza bíblica entre el empresario y el Pastor. Es una analogía.

5. Queridos empresarios: Ya hemos hablado del contexto sumamente complejo y delicado en que se desarrolla vuestra actividad profesional. Asimismo, conozco las múltiples dificultades de diversa índole que obstaculizan vuestra labor: problemas coyunturales, relaciones a veces no fáciles con los colaboradores y obreros, la incomprensión y las acusaciones de las que a veces sois el blanco preferido, las preocupaciones económicas...

Insisto en que soy consciente de la existencia de estos problemas, que objetivamente son muchas veces graves. Pero permitidme que os recuerde que la gran preocupación, el gran negocio que habéis de hacer en vuestra vida empresarial, es la conquista del cielo, la vida eterna. Os lo dice el Señor: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?”. (Lc 9,25) No podía faltar esta referencia. No podía faltar por lo menos cuando habla un Obispo, un Papa, un Pastor, un responsable de la economía superior, de una economía divina.

No olvidéis nunca que lo realmente peligroso son las tentaciones que pueden acechar vuestra conciencia y vuestra actividad: la sed insaciable de lucro, la ganancia fácil e inmoral; el despilfarro; la tentación del poder y del placer; las ambiciones desmedidas; el egoísmo desenfrenado; la falta de honestidad en los negocios y las injusticias hacia vuestros obreros.

Guardaos cuidadosamente de todas estas insidias. ¡No dobleguéis nunca vuestra rodilla ante el becerro de oro! Y no abandonéis jamás el estrecho sendero de la honradez empresarial, el único que puede ofreceros, junto a un merecido bienestar, paz y serenidad a vosotros y a vuestras familias.

85 Vosotros, hombres de negocios, en su mayoría cristianos, debéis ser los artífices de una sociedad más justa, pacífica y fraterna. Sed hombres y mujeres de ideas dinámicas, de iniciativas geniales, de sacrificios generosos, de firme y segura esperanza. Recordad que con la fuerza del amor cristiano conseguiréis importantes objetivos. Os estimule a ello el ejemplo de los pioneros, que sin más instrumentos que la tenacidad de su voluntad y la fe en Dios, iniciaron lo que hoy son muchas de vuestras grandes empresas; y que trabajando solos, hasta con sus propias manos, y prácticamente sin conocimientos técnicos, sentaron los fundamentos del posterior desarrollo económico del país.

Sed solidarios entre vosotros y sedlo también con los demás sectores de la comunidad, que comparten vuestros problemas, vuestros sacrificios y vuestras esperanzas; y sedlo en bien de vuestra querida patria.

Y si hubiera alguien que ha perdido toda esperanza en la edificación de esa sociedad más justa que todos anhelamos, digámosle con fuerza y amor, que existe, sí, el sistema para la solución de los no fáciles problemas que afectan al hombre: es el reencuentro con Dios, el Creador que sigue trabajando con su Providencia en la gran empresa del mundo, a la que ha querido asociaros también a vosotros, como sus colaboradores.

Así, por duras que sean las dificultades, por estériles que parecieran vuestros esfuerzos, seguid siempre adelante, aceptando el desafío de los tiempos; y más allá de la confianza puesta en vuestra capacidad y en vuestras fuerzas, recordad la consigna del Señor: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (
Mt 6,33).

6. Si, aun en medio de las dificultades, os sabéis empeñar magnánimamente por el bien de todos mediante el ejercicio de vuestra profesión, si amáis con obras a Dios y a vuestros hermanos en la gestión de vuestras empresas, experimentaréis ciertamente el amor de Dios hacia vosotros, que –como escribe San Pablo– “ proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentará los frutos de vuestra justicia” (2Co 9,10). Dios acoge el empeño humano y lo recompensa con nuevas bendiciones, con frutos que se harán visibles no sólo en el cielo, sino también en esta tierra vuestra.

Por eso, para terminar, quisiera traer a vuestra consideración otras palabras de San Pablo, en su primera Carta a los cristianos de Corinto, puerto importante en el comercio de su tiempo: “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento” (1Co 3,7). Ante el panorama de vuestras extensas y fértiles tierras, es fácil con la ayuda del texto paulino levantar el corazón a Dios en acción de gracias, comprendiendo que es El quien da el crecimiento. Las palabras del Apóstol hacen entender también que el verdadero progreso de esta gran patria argentina no podréis encontrarlo prescindiendo de Dios. Únicamente Él puede dar a vuestro trabajo y a vuestras iniciativas su verdadera dimensión; aquella que da lugar al crecimiento auténtico, expresable no sólo en términos económicos, sino sobre todo en frutos de paz, concordia y solidaridad humana y cristiana.

El Papa, junto con vuestros obispos y sacerdotes, elevando a Dios la acción de gracias de todos los hombres de la empresa, de las finanzas, de la industria y del comercio, y de toda esta gran nación, piden a Dios esa nueva etapa de justicia, de solidaridad, de honradez y de magnanimidad.

Que la Virgen de Luján haga realidad estos deseos que ponemos en sus manos, para que los argentinos y argentinas sepáis llevar adelante vuestra tarea ante Dios y ante los hombres.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LA COMUNIDAD MUSULMANA DE ARGENTINA


Sede de la Nunciatura Apostólica

Buenos Aires, sábado 11 de abril de 1987



Estimados representantes de la Comunidad musulmana en la Argentina:

86 Os agradezco vivamente la amabilidad que habéis tenido al venir a este encuentro con el Papa, durante su visita apostólica a la Argentina. Si bien dicha visita está dirigida, ante todo, a los católicos, hijos de la Iglesia, se abre también a todos los hombres religiosos que habitan este suelo y en particular a los miembros de las grandes religiones del mundo, como el Islam.

Al veros, mi recuerdo vuelve a dos grandes ocasiones, en las cuales pude encontrarme con representantes del Islam. La primera fue hace unos meses en la ciudad de Asís, en ocasión de la Jornada mundial de Oración por la Paz. Varios dignos representantes de vuestra religión aceptaron con gran disponibilidad mi invitación a aquella memorable jornada dedicada a la oración por la Paz, acompañada del ayuno, silencio y peregrinación. Se pudo ver allí la riqueza de la espiritualidad islámica y su voluntad de impetrar el gran bien de la paz para todos los hombres y en todas las partes del mundo.

La segunda oportunidad, fue mi encuentro con varios miles de jóvenes musulmanes en Casablanca, en agosto de 1985, donde pude expresarles mi aprecio y manifestarles lo que de ellos se espera en el mundo presente, como jóvenes y como fieles del Islam.

Hoy, en la Argentina, desearía repetiros a vosotros: “ Los creyentes aquí presentes, ¿no serán capaces de reproducir en sus vidas y en sus ciudades los atributos que vuestras tradiciones religiosas les reconocen?... Estoy convencido de que entonces nacerá un mundo en el que los hombres y las mujeres de fe viva y eficaz cantarán la gloria de Dios e intentarán construir una sociedad humana de acuerdo con la voluntad de Dios ”.

Muchas gracias.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS JÓVENES REUNIDOS EN BUENOS AIRES


PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 1987


Sábado 11 de abril de 1987


I “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene


y hemos creído en él” (@1JN 4,16@).


Muy queridos jóvenes:

¡Qué alegría poder reunirme con vosotros esta tarde, al termino de un día tan intenso y casi al final de mi visita pastoral a Uruguay, Chile y Argentina, que culmina mañana, Domingo de Ramos, con la celebración de la Jornada mundial de la Juventud! Este encuentro de la víspera nos introduce en el clima propio de esa Jornada, que es un clima de fe en el amor que Dios nos tiene.

He venido a descansar un poco con vosotros, queridos jóvenes. He venido a escucharos, a conversar con vosotros, a rezar juntos. Quiero repetiros, una vez más –como os dije desde el primer día de mi pontificado– que “sois la esperanza del Papa”, “sois la esperanza de la Iglesia”. ¡Cómo he sentido vuestra presencia y amistad en estos años de mi ministerio universal a la Iglesia! Vuestro cariño y vuestras oraciones no han cesado de apoyarme en el cumplimiento de la misión que he recibido de Cristo.

Hoy estáis aquí, jóvenes procedentes de todo el mundo: de las diversas regiones de Argentina, de América Latina, de todos los continentes; de distintas Iglesias particulares, de asociaciones y movimientos internacionales. Os saludo con todo mi afecto, y en vosotros saludo también a todos los jóvenes del mundo, ya que a todos alcanza el amor que Dios nos tiene.

87 El lema de esta Jornada mundial, tomado de la primera Carta del Apóstol San Juan, nos muestra la fe de los primeros cristianos, y en particular la fe de este Apóstol, que siguió al Señor desde su juventud, creciendo en esa fe y en ese amor hasta su vejez. Precisamente hacia el final de sus días en la tierra, escribía: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Es un testimonio conmovedor de esa que también llamamos juventud cristiana del espíritu, que consiste en permanecer siempre fieles al amor de Dios. La unión con Dios nos hace crecer cada día en esa juventud. En cambio, lo que nos separa de Dios –el pecado y todas sus consecuencias– es camino de envejecimiento interior, de anquilosamiento y torpeza para conocer y vivir la constante novedad del amor de Dios, que se nos ha revelado en Cristo.

Me dirijo ahora especialmente a vosotros, queridos jóvenes argentinos, que sois la gran mayoría de los aquí presentes. Os doy las gracias en nombre de todos, por vuestro intenso trabajo de preparación de la Jornada y por la cordialidad de vuestra acogida juvenil.

En esta primera parte de nuestro encuentro, habéis querido reflejar vuestras preocupaciones e inquietudes, vuestros deseos y aspiraciones. Sé que estáis decididos a superar las dolorosas experiencias recientes de vuestra patria, oponiéndoos a cuanto atente contra una convivencia fraterna de todos los argentinos, basada en los valores de la paz, de la justicia y de la solidaridad.
Que el hermano no se enfrente más al hermano; que no vuelva a haber más ni secuestrados ni desaparecidos; que no haya lugar para el odio, la violencia; que la dignidad de la persona humana sea siempre respetada. Para hacer realidad estos afanes de reconciliación nacional, el Papa os llama a comprometeros personalmente, desde vuestra fe en Cristo, en la construcción de una nación de hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos. Os invito a renovar ese compromiso que ya formulasteis –junto con vuestros obispos– en la gran concentración juvenil de Córdoba, en septiembre de 1985. Ahora lo hacéis con el Sucesor de Pedro, que ha venido para confirmar vuestra fe y asegurar vuestra esperanza.

Agradeced al Señor el patrimonio de fe injertado en el dinamismo nacional y popular de Argentina. A vosotros toca asumir la responsabilidad de que ese patrimonio de fe vivifique vuestra generación, y muestre así su permanente vitalidad y actualidad en Cristo. Para ello, es necesario que todos vosotros –cada uno y cada una– responda con generosidad a la voz de Jesús, que hoy sigue diciéndonos, como al principio de su predicación en Israel: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1,15). E1 Señor nos dirige una llamada vibrante y persuasiva a la conversión personal, que transforme toda nuestra existencia, de modo que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros (cf. Ga Ga 2,20).

La fidelidad a Cristo requiere conocerlo y tratarlo –como Maestro y Amigo–, con hondura y perseverancia. La lectura frecuente de la Sagrada Escritura –y en especial de los Evangelios–; el estudio serio de la doctrina de Cristo, enseñada con autoridad por su Iglesia; la frecuencia de sacramentos; y la conversación diaria con Jesús en la intimidad de vuestra oración, serán cauces privilegiados para que progreséis en un conocimiento vivo de Cristo y de su mensaje de salvación.

Si al considerar este panorama de conversión en la fe y en el amor, sentís el peso de vuestros pecados y limitaciones, volved a poner vuestra confianza en Cristo, que jamás nos abandona. Contáis con la gracia de los sacramentos que ha dejado a su Iglesia, y en particular con la abundancia del perdón divino, que se nos confiere en la penitencia sacramental.

Pensad que el Señor cuenta con vuestra vida de fe – manifestada en obras y palabras – para hacerse presente en vuestra patria. E1 Señor mira con cariño y bendice todas vuestras iniciativas y actividades apostólicas, personales y asociadas, que, en comunión con la Iglesia y sus Pastores, deben contribuir decisivamente a dar una respuesta cristiana a los más profundos interrogantes de vuestra generación. De vosotros depende una renovada vitalidad del Pueblo de Dios en estas tierras, para bien de toda esta querida nación y del mundo entero.

Os invito ahora a cada uno personalmente, a que dirijáis una confiada y sincera petición a Dios, como aquel ciego de Jericó que dijo a Jesús: “Señor que vea” (Lc 18,41). ¡Que vea yo, Señor, cuál es tu voluntad para mí en cada momento, y sobre todo que vea en qué consiste ese designio de amor para toda mi vida, que es mi vocación. Y dame generosidad para decirte que sí y serte fiel, en el camino que quieras indicarme: como sacerdote, como religioso o religiosa, o como laico que sea sal y luz en mi trabajo, en mi familia, en todo el mundo.

Poned esta petición en manos de Santa María, nuestra Madre. Como atestiguáis en vuestras peregrinaciones a su santuario de Luján y a tantos otros santuarios de la Argentina, Ella es la que os guía y conforta en esa peregrinación mediante la fe a la que el Amor de Dios os ha destinado.
II “Levántate y anda” (Mt 4,16)


88 Gracias, queridos jóvenes, porque en vuestra representación de la realidad latinoamericana habéis querido haceros eco de la invitación a la esperanza que proviene de Cristo. Sí, también yo quiero repetir con vosotros: “¡América Latina: sé tu misma! Desde tu fidelidad a Cristo, resiste a quienes quieren ahogar tu vocación de esperanza” (Celebración de la Palabra en Santo Domingo , III, III 2,12 , III, n. 2, 12 de octubre de 1984).

En estas palabras, he querido expresar también por qué es América Latina el “continente de la esperanza”: por la fidelidad a Cristo, que este continente expresa en la gran mayoría de sus habitantes, por su fidelidad a la única esperanza, que es la cruz de Cristo.

Salve, oh cruz, nuestra única esperanza (Hymnus ad Vespras Hebdomadae Sanctae).

Una esperanza que es única y universal. Dios Padre, en efecto, quiso que en Cristo “habitase toda la plenitud. Y quiso también, por medio de el, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Col 1,19-20). América Latina es, pues, un continente que ve en la cruz del Señor la potencia redentora capaz de renovarlo todo, purificando y ordenando al reino de Cristo todo el cosmos creado. Esta honda persuasión me llevó el 12 de octubre de 1984, a entregar a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de este continente sendas reproducciones de aquella primera cruz, clavada en tierra americana. Quería, con ese gesto, despertar una nueva evangelización, que demuestre la fuerza de la cruz en la renovación de todo hombre y de todas las realidades que forman parte de su existencia.

Hoy preside este encuentro la gran cruz que encabezó todas las ceremonias del Año Santo de la Redención, y que el Domingo de Resurrección entregué a un grupo de jóvenes, diciéndoles: “Queridísimos jóvenes, al final del Año Santo os confío el signo mismo de este Año Jubilar. ¡La cruz de Cristo! Llevada por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención”. Al dirigirme ahora a vosotros, jóvenes latinoamericanos, quiero recordaros que sois –a la sombra de la cruz de Cristo– protagonistas de una doble esperanza: por vuestra juventud, esperanza de la Iglesia; y por ser de Latinoamérica, continente de la esperanza. Y todo ello os confiere una particular responsabilidad, ante la Iglesia y ante toda la humanidad. ¡Espero mucho de vosotros!

Espero, sobre todo, que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora. Pensad, en primer lugar, que ese mismo sacrificio redentor de Cristo se actualiza sacramentalmente en cada Misa que se celebra, quizás muy cerca de vuestros lugares de estudio y de trabajo. No es Jesús, por tanto, Alguien que ha dejado de actuar en nuestra historia. ¡No! ¡El vive! Y continúa buscándonos a cada uno para que nos unamos a El cada día en la Eucaristía, también, si es posible, acercándonos –con el alma en gracia, limpia de todo pecado mortal– a la comunión.

Pensad también en aquellas serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos, que os hace colaboradores en la obra de la redención de Cristo; de esta manera, contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, pero que exige generosidad. Considerad entonces cómo ha de ser vuestra vida; porque si Cristo nos ha redimido muriendo en un madero, no sería coherente que vosotros le respondierais con una vida mediocre. Se requiere esfuerzo, sacrificio, tenacidad; sentir el cansancio de esa cruz que pesa sobre nuestras espaldas diariamente.

Pensad que esa donación de sí mismo exige la abnegación, la negación de nosotros mismos y la afirmación del designio salvador del Padre. Exige gastar la vida, hasta perderla si es preciso, por Cristo. Son éstos, en efecto, los términos en que Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará” (Lc 9,24). Quien se dedica sólo a sus propios gustos o ambiciones, por muy nobles que a primera vista pudieran parecer, estaría queriendo salvar su vida y. por tanto, alejándose de Cristo. Habéis de actuar entonces como Jesús en la cruz, con ese amor supremo del que da “la vida por los amigos” (Jn 15,13). ¡Agrandad vuestro corazón! Sentid las necesidades de todos los hombres, especialmente de los más indigentes; tened ante vuestros ojos todas las formas de miseria –material y espiritual– que padecen vuestros países y la humanidad entera; y dedicaos luego a buscar y poner por obra soluciones reales, solidarias, radicales, a todos esos males. Pero buscad, sobre todo, servir a los hombres como Dios quiere que sean servidos, sin buscar en ello sólo la recompensa o dejados llevar por intereses egoístas.

Os pido, pues, en nombre del Señor, que renovéis hoy esa fidelidad a Cristo que hace de vuestra tierra el “continente de la esperanza”. He querido señalaros los ejes de ese compromiso con Cristo: la Eucaristía, el sacrificio en vuestra conducta cotidiana, la abnegación de la propia persona.

Os acompañe María, Esperanza nuestra, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina.


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