Discursos 1987 88

III


Queridos jóvenes de todo el mundo:

89 Al término de nuestro encuentro, vuelvo a repetir, una vez más, el lema de esta Jornada: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16).

Quisiera que vuestras vidas estuvieran siempre informadas por esta gran verdad: “Dios es amor” (Ibíd.). Una verdad que se ha revelado, más que con palabras, con hechos. Un amor que renueva al hombre desde dentro y lo convierte, de pecador y rebelde, en siervo bueno y fiel (cf Mt 25,21). Una realidad de la que vosotros debéis dar constante testimonio, pues “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Permaneced en Dios, proclamando su amor, con la fidelidad a su plan de salvación y la generosidad del servicio, con serenidad y fortaleza, con profundidad en vuestra oración y capacidad de renunciamiento, con rectitud de vida y alegría de donación. Así daréis testimonio, con obras más que con palabras, de que Dios es amor.

Me habéis preguntado cuál es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios o incluso negando su existencia. Una humanidad sin Padre, y por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, y así preparar su propia autodestrucción y aniquilamiento. Por eso, mis queridos jóvenes, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor.

“Nosotros amamos porque El nos amó primero” (Ibíd., 4, 19): la medida de nuestro amor no podemos encontrarla sólo en la débil capacidad del corazón humano; debemos amar con la medida del Corazón de Cristo, si no, nos quedaremos cortos para corresponder a su amor. Anunciad, pues, con empeño renovado, la fidelidad a Jesucristo, el “Redentor del hombre”. Tened presente que quien ama al Señor con todas sus fuerzas, quien dedica a Dios sus mejores afanes, nada pierde, al contrario lo adquiere todo, porque “su amor es pleno en nosotros... y nos ha dado su Espíritu” (Ibíd., 4, 12-13), Pero eso exige ser “hombres nuevos”.

Creer en el amor de Dios no es tarea fácil: requiere donación personal, no tranquilizar egoístamente la conciencia o dejar indiferente el corazón, sino hacerlo más generoso, más libre y más fraterno. Libre de tantas esclavitudes, como son los desórdenes sexuales, la droga, la violencia y el afán de poder y de tener, que terminan por dejaros vacíos y angustiados, e impiden el verdadero amor y la auténtica felicidad.

Abrid generosamente vuestro corazón al amor de Cristo, el único capaz de dar sentido pleno a toda nuestra vida. Os recomiendo, con San Pablo, “que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llene de toda la plenitud de Dios” (Ep 3,17-19).

Y, con el amor a Cristo, llenaos de amor por todos los hombres, pues «si alguien dice “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un embustero: quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20). Queridos jóvenes: Acoged con gratitud el amor de Dios y expresadlo en una verdadera comunidad fraterna; estad dispuestos a entregar cotidianamente la vida para transformar la historia. E1 mundo necesita, hoy más que nunca, vuestra alegría y vuestro servicio, vuestra vida limpia y vuestro trabajo, vuestra fortaleza y vuestra entrega, para construir una nueva sociedad, más justa, más fraterna, más humana y más cristiana: la nueva civilización del amor, que se despliega en servicio a todos los hombres. Construiréis así la civilización de la vida y de la verdad, de la libertad y la justicia, del amor, la reconciliación y la paz.

Os consta cuánto me preocupa la paz del mundo y cómo he realizado con vosotros mismos, en distintas ocasiones, un itinerario evangélico de la paz. Sabéis bien que la paz es un don de Dios – ¡Jesucristo es “nuestra paz”! –, que hemos de pedir con insistencia.

Pero, además debemos construirla entre todos, y esto exige, también, de cada uno de nosotros, una profunda conversión interior.

Por eso, queridos jóvenes, hoy quiero comprometeros de nuevo a ser «operadores de paz », por los caminos de la justicia, la libertad y el amor os acercamos al tercer milenio: allí seréis los principales constructores de la sociedad, y los primeros e inmediatos responsables de paz. Pero la concordia social no se improvisa ni se impone desde fuera: nace dentro de un corazón justo, libre, fraterno, pacificado el amor. Sed, pues, desde ahora, junto con todos los hombres, artífices de la paz; unid vuestros corazones y vuestros esfuerzos para edificar la paz. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios y esforzándoos por realizar la fraternidad evangélica, podréis ser los verdaderos y felices constructores de la civilización del amor.

Que os acompañe siempre vuestra Madre Santa María, la que creyó en el amor de Dios y se entregó con fidelidad gozosa a su palabra. Siendo joven y sencilla, Ella se abrió generosamente al amor del Padre, recibió en plenitud el Espíritu y nos dio a Jesús, el Salvador del mundo.

90 Queridos jóvenes, amigos, de nuevo os repito: Por intercesión de Nuestra Señora de Luján, tan querida para los argentinos, sed –en todos los momentos y circunstancias de vuestra vida– testigos del amor de Dios, sembradores ole esperanza y constructores de paz.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PAOLO II

DURANTE EL ENCUENTRO ECUMÉNICO


EN LA NUNCIATURA APOSTÓLICA


Buenos Aires, domingo 12 de abril de 1987



Muy queridos hermanos en Jesucristo:

1. En esta feliz circunstancia deseo presentaros mi más cordial saludo en el nombre del Señor: “Que la gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo” (Ga 1,3). Sed bienvenidos en su nombre (cf. Sal Ps 118 [117], 26).

Siento particular gratitud y aprecio hacia vosotros por vuestra presencia, porque veo en este encuentro una manifestación de la gracia del Señor “que obra eficazmente en nosotros, los que creemos” (cf 1Th 2,13), y nos permite compartir nuestra común aspiración de que sea Él todo en todos (cf. 1Co 1Co 15,28).

Viene ahora a mi mente la promesa del Señor Jesús que nos transmite el Evangelista San Mateo: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,28). Por eso, es motivo de particular satisfacción estar aquí reunido con los representantes de las Iglesia y Comunidades eclesiales cristianas de Argentina, para expresar nuestra voluntad de comunión y nuestra acción de gracias a Dios por los muchos dones que de su bondad hemos recibido.

2. Nuestro encuentro, en verdad, representa el fruto y el término de un largo camino, no exento de dificultades, que, en este noble país y en el mundo entero, han recorrido la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales que vosotros representáis. Un caminar que, por parte de la Iglesia católica, recibió decidido impulso con el Concilio Vaticano II y que, por vuestra parte, ha hallado un eco y una acogida que, con la gracia de Dios, ha hecho surgir vías e instrumentos de diálogo y de entendimiento que acortan distancias y allanan obstáculos.

En un sentido todavía más profundo, este encuentro de hoy en Buenos Aires, y el camino que a él ha conducido, suponen una conciencia creciente de aquello que nos une, más allá y por encima de las diferencias que nos separan: el bautismo común en el nombre de la augusta Trinidad, un gran amor a Jesucristo, único Mediador y Redentor, la veneración por las mismas Escrituras Sagradas, la actitud humilde y firme de servir a la gloria del Señor y al bien de cada hombre y mujer en este lugar y en estos tiempos, y la pasión por la unidad “para que el mundo crea” (Jn 17,21).

3. Nuestro estar juntos es ciertamente término y fruto del camino recorrido, pero a la vez ha de ser germen y nuevo punto de partida en nuestra marcha hacia la unidad; es decir, en el camino que nos lleva hacia el Señor y. con su gracia, hacia el perfecto cumplimiento de su voluntad.

Por eso, todos los esfuerzos que se llevan a cabo –también en Argentina– en el campo del diálogo teológico, de la colaboración en tantas facetas de la vida eclesial, del testimonio común en lo que ya estamos unidos y. sobre todo, nuestra confiada plegaria al Señor, no tienen otro sentido y otra meta que ésta: llegar a ser uno; “Yo en ellos y tú en mí –dice Jesús al Padre en su oración sacerdotal– para que sean perfectamente uno” (Jn 17,23).

Con ánimo grato a Dios, Padre amoroso que cuida de todos sus hijos, y dóciles a las inspiraciones del Espíritu, queremos hoy, en palabras de San Pablo, “dar al olvido lo que hemos dejado atrás” y. con renovada confianza, continuar nuestra marcha “corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios nos llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Ph 3,13-14).

91 Al manifestar mi aprecio por todas aquellas iniciativas orientadas a reforzar los lazos que nos unen, elevo mi ferviente plegaria al Altísimo para que asista con su gracia a los responsables de las Iglesias y Comunidades cristianas en tierra argentina y que un día podamos llegar a la deseada unidad.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CONSAGRACIÓN DE ARGENTINA A LA VIRGEN DE LUJÁN

ORACIÓN DE JUAN PABLO II


Avenida 9 de Julio - Buenos Aires (Argentina)

Domingo 12 de abril de 1987



1.¡Dios te salve, María, llena de gracia,
Madre del Redentor!

Ante tu imagen de la Pura y Limpia Concepción,
Virgen de Luján, Patrona de Argentina,
me postro en este día aquí, en Buenos Aires,
con todos los hijos de esta patria querida,
cuyas miradas y cuyos corazones convergen hacia Ti;
con todos los jóvenes de Latinoamérica
92 que agradecen tus desvelos maternales,
prodigados sin cesar en la evangelización del continente
en su pasado, presente y futuro;
con todos los jóvenes del mundo,
congregados espiritualmente aquí,
por un compromiso de fe y de amor;
para ser testigos de Cristo tu Hijo
en el tercer milenio de la historia cristiana,
iluminados por tu ejemplo, joven Virgen de Nazaret,
que abriste las puertas de la historia al Redentor del hombre,
con tu fe en la Palabra, con tu cooperación maternal.

93 2. ¡Dichosa tú porque has creído!

En el día del triunfo de Jesús,
que hace su entrada en Jerusalén manso y humilde,
aclamado como Rey por los sencillos,
te aclamamos también a Ti,
que sobresales entre los humildes y pobres del Señor;
son éstos los que confían contigo en sus promesas,
y esperan de E1 la salvación.
Te invocamos como Virgen fiel y Madre amorosa,
Virgen del Calvario y de la Pascua,
modelo de la fe y de la caridad de la Iglesia,
94 unida siempre, como Tú,
en la cruz y en la gloria, a su Señor.

3. ¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia!

Te acogemos en nuestro corazón,
como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz.
Y en cuanto discípulos de tu Hijo,
nos confiamos sin reservas a tu solicitud
porque eres la Madre del Redentor y Madre de los redimidos.

Te encomiendo y te consagro, Virgen de Luján,
la patria argentina, pacificada y reconciliada,
las esperanzas y anhelos de este pueblo,
95 la Iglesia con sus Pastores y sus fieles,
las familias para que crezcan en santidad,
los jóvenes para que encuentren la plenitud de su vocación,
humana y cristiana,
en una sociedad que cultive sin desfallecimiento
los valores del espíritu.
Te encomiendo a todos los que sufren,
a los pobres, a los enfermos, a los marginados;
a los que la violencia separó para siempre de nuestra compañía,
pero permanecen presentes ante el Señor de la historia
y son hijos tuyos, Virgen de Luján, Madre de la Vida.
96 Haz que Argentina entera sea fiel al Evangelio,
y abra de par en par su corazón
a Cristo, el Redentor del hombre,
la Esperanza de la humanidad.

4. ¡Dios te salve, Virgen de la Esperanza!

Te encomiendo a todos los jóvenes del mundo,
esperanza de la Iglesia y de sus Pastores;
evangelizadores del tercer milenio,
testigos de la fe y del amor de Cristo
en nuestra sociedad y entre la juventud.
Haz que, con la ayuda de la gracia,
97 sean capaces de responder, como Tú,
a las promesas de Cristo,
con una entrega generosa y una colaboración fiel.
Haz que, como Tú, sepan interpretar los anhelos de la humanidad;
para que sean presencia saladora en nuestro mundo
Aquel que, por tu amor de Madre, es para siempre
el Emmanuel, el Dios con nosotros,
y por la victoria de su cruz y de su resurrección
está ya para siempre con nosotros,
hasta el final de los tiempos.
Amén.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS OBISPOS DE ARGENTINA


98

Sede de la Conferencia Episcopal Argentina - Buenos Aires

Domingo 12 de abril de 1987



Amadísimos hermanos en el Episcopado:

1. Este encuentro con vosotros ya casi en las últimas horas de mi permanencia en vuestro país, quiere ser, como decía en su saludo el señor cardenal Raúl Primatesta, un momento análogo a aquél que Jesús quiso compartir con sus Apóstoles cuando, después de la misión de los Doce a las aldeas de Israel, los invitó a un lugar retirado, cerca de Betsaida (cf. Lc Lc 9,10), para hacerles descansar y quedarse a solas con ellos. “Venid vosotros solos a un lugar apartado, y reposad un poco” (Mc 6,31). Hoy es el mismo Jesús quien nos convoca y nos reúne; el mismo Jesús está en medio de nosotros, para guiarnos con su luz y su gracia.

En esta sede de la Conferencia Episcopal Argentina, que hace poco he bendecido, y dentro de mi visita pastoral, esta pausa sumamente grata nos permite compartir las muchas emociones que las diversas celebraciones en la fe y en el amor han suscitado en nuestro espíritu. Todos nos sentimos movidos a dar gracias a Dios de todo corazón por los muchos dones que ha otorgado a vuestras Iglesias particulares, como he podido ver a lo largo de estos días inolvidables.

Tal vitalidad es el resultado de una tarea evangelizadora larga y tenaz, comenzada hace casi cinco siglos en tierras argentinas. Quiero en esta ocasión rendir un homenaje de viva gratitud a cuantos, a lo largo de vuestra historia, han sido instrumentos generosos v fieles de la evangelización de la Argentina y de la misión salvífica de la Iglesia: en los tiempos de la colonización española, durante la epopeya de la independencia, en los años azarosos de la organización nacional y en su proyección hasta el presente.

Queridos hermanos: Quiero manifestaros mi gozo porque con fe, con generosidad y con espíritu de sacrificio habéis llevado adelante, junto con vuestros colaboradores, el trabajo de tantos Pastores que os han precedido en esta tierra bendita. Y quiero asimismo recordaros, en nombre del Señor, algo que está muy dentro de vuestro corazón sacerdotal: el presente y el futuro de la evangelización de Argentina está en vuestras manos.

Durante este encuentro de hoy vamos a reflexionar brevemente acerca de las condiciones fundamentales para llevar a cabo una amplia y profunda consolidación de la obra evangelizadora iniciada hace casi cinco siglos. Una evangelización que ha de ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, como ya lo expresé a los obispos del Celam en Haití hace cuatro años. Serán mis consideraciones sucintas por necesidad, pero quieren subrayar ulteriormente algunas opciones pastorales de fondo. Se trata de programas e iniciativas cuyos resultados no suelen verse a corto plazo; son como el grano de trigo del Evangelio, que cae en la tierra y muere, produce mucho fruto, porque lleva en sí el germen de la vida de Dios.

2. Para afrontar adecuadamente las necesidades de hoy y las incertidumbres del futuro, la evangelización ha de apoyarse, como en su fundamento, en vuestra propia unidad de Pastores, modelo y causa visible de la comunión eclesial. Recordad la plegaria del Señor Jesús, que dirigió al Padre por los Apóstoles: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Estas palabras contienen la voluntad divina de unidad, para los Apóstoles y para sus Sucesores, los obispos: unidad de pensamiento, de palabra, de sentimientos y de acción entre todos los obispos, miembros de un mismo Colegio, cuya Cabeza visible es el Papa.

He ahí el signo de la autenticidad de la misión de la Iglesia y de la misión de Cristo: “ Que sean uno... para que el mundo crea que tú me enviaste ”. Nada ayuda tanto a la obra de la evangelización como la unidad y el entendimiento entre los Pastores.

Esta unidad tienen como punto de referencia la unívoca adhesión a la verdad de la Revelación divina, a la Tradición doctrinal, moral y disciplinar de la Iglesia que siempre ofrece al mundo el auténtico mensaje de Cristo, perpetuamente nuevo y actual para todas las generaciones. Dicha unidad no es uniformidad; en efecto, no anula la legítima diversidad de acentos pastorales y de prioridades o iniciativas, en consonancia con las diversas necesidades y circunstancias de vuestras diócesis. Pero también es cierto que la unidad requiere siempre que las particularidades se integren en una armonía, que las supere sin anularlas. A este respecto, quiero recordaros una de las conclusiones del Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985, que corresponde a la sutil pero decisiva distinción entre pluriformidad y pluralismo: “Como la pluriformidad es una verdadera riqueza y aporta con ella una plenitud, es ella misma verdadera catolicidad; en cambio, el pluralismo, fundado sobre la yuxtaposición de posiciones opuestas, conduce a la disolución, a la destrucción, a la pérdida de la propia identidad” (Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, C, 2).

99 No se me oculta qué difícil es hoy el ejercicio de vuestra misión de Pastores buenos y fieles, en medio de una sociedad atravesada sí por corrientes de secularización, pero a la vez atenta a la voz de los Pastores de la Iglesia, como he podido comprobar yo mismo a lo largo de este viaje pastoral. El Señor que os asiste y acompaña con su Espíritu no dejará de iluminaros y daros vigor y fuerza en todo momento, junto con aquella prudencia sobrenatural, que es don suyo.

Pero a esto deberéis responder con entereza de ánimo y serenidad de espíritu, unidas a aquella gran humildad que manifestaba el Apóstol Pedro cuando el Señor lo interrogaba acerca de su amor hacia Él, para enviarlo a apacentar sus corderos y ovejas: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (
Jn 21,17).

Siempre conscientes de vuestra función de padres y Pastores, en nombre de Jesús, para la Iglesia toda en Argentina, permaneced atentos a lo que la misma sociedad –aun secularizada, aun en apariencia indiferente– espera de vosotros, como testigos de Cristo, como custodios de valores absolutos, como herederos de una gloriosa tradición espiritual, cultural y cívica de vuestra patria.

3. Mas, en vuestra tarea evangelizadora no estáis solos: contáis con la generosa ayuda de los presbíteros, a quienes la Constitución Lumen Gentium llama “próvidos cooperadores del orden episcopal” (Lumen Gentium LG 28 Christus Dominus CD 15
Si bien vuestro país, como las demás naciones hermanas de América Latina, ha sufrido crónicamente la escasez de sacerdotes, podemos hoy dar gracias a Dios porque, en los últimos años, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa han aumentado de manera alentadora, en casi todas las diócesis. Sí, debemos dar gracias al Padre, de quien desciende “toda dádiva buena, todo don perfecto” (cf. Jc 1,17) y a Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia, que continúa distribuyendo sus dones “para la instrucción de los santos en orden a su ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ep 4,12); y al Espíritu Santo, fuente increada de los dones espirituales (cf. 1Co 1Co 12,4).

Nos llena de gozo la perspectiva de una renovada acción evangelizadora, emprendida por las nuevas generaciones sacerdotales, llamadas a continuar el abnegado esfuerzo de tantos presbíteros que gastaron su vida al servicio del Pueblo de Dios.

Pero este regalo del cielo implica también una grave responsabilidad. Si Dios ha bendecido con vocaciones sacerdotales a la Argentina, no se debe escatimar medios para procurar que los futuros presbíteros adquieran el bagaje de conocimientos y de virtudes que los habiliten aún mejor para el ejercicio de su ministerio. Esta grave responsabilidad reclama, por tanto, como vosotros mismos lo habéis asumido en las «Normas para la formación sacerdotal en los seminarios de la República Argentina», seriedad y coherencia en la formación impartida en los seminarios de acuerdo con las orientaciones de la Sede Apostólica.

Ante todo, es necesaria una sólida formación en los caminos de la vida espiritual, que haga del futuro sacerdote un hombre de Dios, enraizado en el Espíritu de Cristo por el vigor sobrenatural de su fe y de su caridad, alimentada con la meditación de la Palabra divina y con el culto litúrgico, principalmente mediante el trato y la unión interior con Jesucristo presente en la Sagrada Eucaristía. Esta vida interior ha de ser el fundamento de aquella entrega que identifique al sacerdote con el Señor crucificado, fuente única y segura del gozo de la resurrección, ya incoado en esta vida.

Junto a la formación espiritual, y en vital conexión con ella, hay que proveer a una formación doctrinal –filosófica y teológica– amplia y segura, como corresponde a quienes han de colaborar en vuestra misión como maestros de la fe en medio del pueblo cristiano. El sacerdote ha de hacer de los principios de la fe alimento vital de su inteligencia, en recíproco intercambio, según el dicho anselmiano: “Credo ut intelligam, sed etiam intelligo ut credam”; y ha de arraigarse cada vez más en el “sentir con la Iglesia”. Por consiguiente, en los años de seminario, los candidatos habrán de adquirir aquellos hábitos de estudio y de reflexión que les permitan luego actualizar su saber teológico y proyectarlo con fidelidad en su actividad ministerial y en la solución de los problemas, a veces arduos y conflictivos, que suscitan las nuevas situaciones e interrogantes de nuestra época.

Al mismo tiempo, y como perspectiva ineludible de toda preparación sacerdotal, hace falta una honda formación pastoral, esto es, la plasmación de una verdadera personalidad de Pastor, ungida por la caridad de Cristo, que dispone al sacerdote a no eludir nunca los sacrificios personales en bien de los cristianos que Dios le ha confiado. Se necesita en los Pastores una personalidad modelada por la vida de piedad, por la ascesis cristiana y por el ejercicio constante de las virtudes sobrenaturales, labradas sobre el fundamento de una humanidad que distinga al sacerdote católico por su sinceridad, rectitud y educación (cf Optatam totius OT 11). El sacerdote-pastor será así presencia transparente de Jesús, Buen Pastor, plenamente disponible para el servicio incansable de sus hermanos.

Este alentador florecimiento de vocaciones requiere, indudablemente, claros criterios de selección en la pastoral vocacional. No es el número lo que se ha de buscar principalmente, sino la idoneidad de los candidatos. Necesitamos muchos sacerdotes, pero que sean aptos, dignos, bien formados, santos. Recordad lo que establece el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal: “A lo largo de toda la selección y prueba de los alumnos, procédase siempre con la necesaria firmeza, aunque haya que deplorar penuria de sacerdotes, ya que si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (Ibíd., 6).

100 4. Un tercer punto sobre el que deseo reflexionar junto con vosotros, es la misión evangelizadora que la Iglesia, “organizada sobre la base de una admirable variedad ” (Lumen Gentium LG 32), promueve por medio de sus miembros laicos. Mi venerable predecesor el Papa Pablo VI la llamaba “una forma singular de evangelización” (Evangelii Nuntiandi EN 70).

La función de los laicos es, precisamente, “poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas, en las cosas de este mundo”, para que las realidades temporales se pongan “al servicio de la edificación del reino de Dios y. por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús” (Evangelii Nuntiandi EN 70).

Esta misión del laicado católico, que será objeto de las sesiones de la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos, adquiere una importancia capital en el momento que vive vuestro país. La permanente vigencia y el más hondo arraigo de los valores cristianos en la sociedad argentina, así como la siempre necesaria presencia orientadora de la Iglesia, requieren el empeño eficaz de un laicado maduro en su fe, preparado intelectual y apostólicamente para hacer frente a los desafíos de hoy, de tal manera que pueda “instaurar el orden temporal y actuar directa y concretamente en dicho orden, dirigido por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movido por la caridad cristiana” (Apostolicam Actuositatem AA 7).

Entre vuestras orientaciones pastorales de los últimos años, veo complacido que habéis dedicado particular atención al “Plan matrimonio y familia” y a la llamada “Prioridad juventud”. Se trata, pues, de continuar ese trabajo, orientando los esfuerzos de un modo especial hacia la formación completa de los laicos, para que después, ellos –con libertad y responsabilidad personales– hagan presente a la Iglesia en “el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización” (Evangelii Nuntiandi EN 70).

La formación de los laicos tiene que basarse en una intensa vida cristiana, que sea respuesta a la vocación universal a la santidad que el Señor ha dirigido a todos los bautizados (cf. Lumen Gentium, cap. 5; Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, A, 4). En este sentido, el Decreto conciliar Apostolicam Actuositatem presenta un bello resumen de la espiritualidad seglar en orden al apostolado, verdadero programa de santificación para los laicos (cf. Apostolicam Actuositatem AA 4).

Pero es igualmente imprescindible la formación doctrinal, ya sea en el seno de las familias, en las escuelas, en las parroquias, en las asociaciones y movimientos apostólicos o en los institutos especialmente destinados a impartir esta formación. No podemos olvidar que el Concilio Vaticano II proponía para los seglares “una sólida preparación doctrinal, y también teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento” (Apostolicam Actuositatem AA 29).

Sobre todo, quiero subrayar que esta formación doctrinal debe estar apoyada en una inquebrantable fidelidad a la verdad católica en su totalidad, y en una firme adhesión al Magisterio de la Iglesia. Esta fidelidad es más necesaria que nunca en un tiempo como el nuestro en el que no faltan ideologías y estilos de vida que obstaculizan y se oponen a los principios que inspiran las raíces cristianas de la sociedad argentina. La misma complejidad de los problemas éticos que se plantean al cristiano en la sociedad contemporánea, a causa de los cambios culturales y de los avances científicos, reclaman un renovado espíritu de fidelidad a la verdad en la reflexión y en la acción de los laicos.

5. Amadísimos hermanos: Habría muchos otros temas que tratar, pero el tiempo no me permite abordarlos en esta ocasión. Basten estas reflexiones, que desearía prolongar con vosotros, para mostrar el interés y el afecto con que sigo vuestra meritoria obra pastoral. Os ofrezco estas consideraciones como una invitación a continuar, con ánimo ardiente y corazón siempre dispuesto, el trabajo que os espera. Sé de vuestro constante esfuerzo y preocupación en los momentos difíciles en que la violencia quebró profundamente, en el dolor y la muerte, la paz, la convivencia y la prosperidad de vuestra patria. Sé de severos documentos condenando esa violencia e invitando a la reconciliación. Sé de vuestras abnegadas gestiones que salvaron vidas, dando así testimonio de las exigencias del Evangelio, silenciados u olvidados: Dios conoce vuestra fidelidad. Sé, y lo sabéis vosotros también, que para un Pastor esa exigencia de fidelidad a Dios y servicio a los hombres desde el Evangelio, permanece siempre porque Jesús, el Buen Pastor, amó hasta la muerte.

E
vuestro ministerio episcopal acordaos siempre de que os asiste la gracia del Espíritu. Iluminados y fortalecidos por ella, sabed avizorar los signos de los tiempos, señalar a vuestros fieles el rumbo a seguir, guiados con paso seguro en la marcha hacia la casa del Padre.

Vivid, además, intensa y profundamente, vuestra unión con Cristo presente en la Eucaristía, para derramar abundantemente su gracia sobre las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral, de modo que ese don sea en ellas fuente de vida eterna (cf. Jn Jn 4,14).

Tal ha sido mi ardiente deseo durante las celebraciones de fe y amor que, junto con tantos amados hijos de la Argentina, he vivido en esta visita pastoral que ya llega a su fin. A lo largo y ancho de vuestra inmensa y variada geografía, he podido apreciar la religiosidad y fervor del pueblo fiel. Ruego a Dios, nuestro Padre, que el mensaje del Evangelio cale hondo en el alma de cada persona y que se traduzca en frutos abundantes de vida cristiana, a nivel individual, familiar y social.

101 6. Para concluir, quisiera evocar aquella escena del capítulo del Evangelio de San Juan, en la que se relata la segunda pesca milagrosa, como “signo” de Jesús resucitado.

Estaban varios de los Apóstoles junto a Simón Pedro y éste les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros contigo”. Y la presencia de Cristo, todavía velada a sus ojos, llenó las redes de ciento cincuenta y tres peces grandes. Esa pesca es signo, también, de la misión universal de la Iglesia hasta el fin de los tiempos; del incesante navegar mar adentro”(cf
Lc 5,4) de los obispos, unidos al Sucesor de Pedro. Signo que la gracia del Señor, invisiblemente presente, renueva hoy entre nosotros como en aquel amanecer junto al lago, impulsándonos con nuevo fervor en nuestra misión de “pescadores de hombres” (cf. Mt Mt 4,19 Mc 1,17).

Vamos a continuar la pesca; ¡mar adentro, pues, en el nombre del Señor! Y que la Virgen Santísima de Luján nos acompañe.





VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA


A LOS REPRESENTANTES DEL MUNDO


DE LA CULTURA ARGENTINA


Teatro Colón - Buenos Aires

Domingo 12 de abril de 1987



1. Al iniciar este encuentro, para mi tan lleno de significado, quiero saludar a todos los representantes del mundo de la cultura argentina, reunidos aquí, en este marco sugestivo del Teatro Colón, escenario y testigo de tantas manifestaciones culturales. He esperado este momento con particular interés. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha vivido en alianza con las letras, las artes y las ciencias; y esta ininterrumpida asociación, que se ha manifestado recíprocamente fecunda, está llamada a seguir siendo fuente de creatividad y vitalidad intelectual en el futuro. Es una necesidad apremiante, ya que la decadencia humana y el progresivo agotamiento cultural que se notan también en nuestra época, coinciden en gran parte con la contemporánea degradación de algunos sistemas filosóficos que pretenden hacer del hombre un rival de Dios, orientan al individuo y a la sociedad por caminos que alejan de Aquel que es la causa de su existencia y el término final de todo afán verdaderamente humano.

Miro a los hombres de cultura argentinos con particular esperanza. Vuestro país se precia justamente de un rico patrimonio cultural, que puede enorgullecerse de tener tras de sí una amplia y variada tradición en las artes figurativas, en la música, en la literatura, y una no menor pujanza en las investigaciones científicas. Me complace recordar además algo que es bien conocido por vosotros: la cultura ostenta en América Latina, desde sus orígenes, una honda raigambre cristiana, que aquí, en Argentina, ha asumido una peculiar polivalencia, propiciada por el encuentro de razas y pueblos diversos, especialmente europeos. Y a todo esto se une el empuje y el vigor propios de una nación joven y creadora.

Ante una realidad tan prometedora, el hombre de cultura no puede sustraerse a un hondo sentido de responsabilidad. Sabéis que vuestra labor cultural se refleja en todo el ámbito de la convivencia argentina, y constituye un punto de referencia para tantas personas deseosas de saber y de crecer en el espíritu. Pido a Dios que os dé su sabiduría y su fortaleza para que podáis llevar a cabo vuestra misión científica y profesional ofreciendo a la sociedad vuestra aportación cultural, con originalidad, seriedad y profundidad.

Junto con esta petición, quisiera proponeros esta tarde algunas reflexiones, con la esperanza de que os puedan ser de ayuda en vuestra tarea. Son consideraciones dictadas por el deseo de alentaros en la consecución de los ideales que sostienen y dan vigor a vuestros nobilísimos anhelos. Me refiero a los valores más auténticos que deben estar presentes en toda cultura: la comunicación, la universalidad y el sentido de humanidad.

2. Pienso, en particular, en la comunicación de la misma cultura. En efecto, todo lo que el hombre conoce y experimenta en su interioridad –sus pensamientos, sus inquietudes, sus proyectos–, puede transmitirlo a los demás en la medida en que consigue plasmarlo en gestos, símbolos, palabras. Los usos, las tradiciones, el lenguaje, las obras de arte, las ciencias, son cauces de mediación entre los hombres, tanto entre los contemporáneos como en perspectiva histórica, ya que, en cuanto son transmisores de verdad, de belleza y de conocimiento recíproco, hacen posible la unión de voluntades en la búsqueda concertada de soluciones a los problemas de la existencia humana.

La verdadera cultura es, pues, instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad. Por eso, el auténtico hombre de cultura tiende siempre a unir, no a dividir; no crea barreras entre sus semejantes, sino que difunde entendimiento y concordia; no le mueve la rivalidad ni la revancha, sino el deseo de abrir nuevos cauces a la creatividad y al progreso.


Discursos 1987 88