Discursos 1987 117


A UN GRUPO DE NOTARIOS COLOMBIANOS


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Sala del Consistorio

Sábado 4 de julio de 1987



Señoras y Señores:

Como representantes del Notariado de la siempre recordada Nación colombiana, que tuve la gran dicha de visitar pastoralmente hace precisamente un año, en el ejercicio de mi ministerio universal, Ustedes han querido venir a visitar al Papa. Deseo ante todo agradecerles esta presencia signo de afecto a la Sede Apostólica.

La noble y delicada profesión de notario, como bien saben, es un servicio que ocupa un importante lugar en la estructura interna de toda sociedad. De ahí la necesidad de tomar conciencia de unas cualidades fundamentales: garantía para poder ejercer rectamente esa importante función social. Como decía mi venerado Predecesor Pío XII éstas son “ competencia técnica e integridad moral ” (Pío XII, Discorso al V Congresso dell’Unione Internazionale del Notariato Latino, 5 oct. 1958: Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, XX 429ss.). Estos valores, tan necesarios en el ejercicio de la actividad profesional de toda persona, se hacen imprescindibles en Ustedes, que son los intermediarios oficiales entre el individuo o grupo social particular que recurren a sus servicios, y el orden jurídico establecido del que deben ser siempre fieles intérpretes y ejecutores. Todo ello les tiene que impulsar a un conocimiento cada vez más profundo del ordenamiento legal, con la mirada puesta en todo instante en el bien superior del ser humano y de la misma sociedad, es decir del bien común.

En el marco de su actividad, el notario, si quiere ser consecuente con su profesión, ha de tener una gran sensibilidad por la dignidad y los derechos de las personas que recurren a él; debe defender como principios irrenunciables lo que es justo y verdadero; sin olvidar la caridad, rostro agradable de la justicia, virtud tan importante y necesaria en las relaciones interpersonales.

Nos acercamos al umbral del tercer milenio de la era cristiana y, como afirma con claridad el Concilio Vaticano II, “somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre se define por su sentido de responsabilidad hacia sus hermanos y hacia su historia” (Gaudium et Spes GS 55). Es ésta una fase particularmente importante. Ustedes, al igual que otros sectores de la vida pública, desde su profesión, mediante un servicio eficaz y fraternalmente justo, deberán colaborar en la implantación de un orden social, que responda más fielmente a la ley de Dios y a las normas éticas que de ella derivan.

Colombia es un gran país, rico en valores espirituales y morales. A Ustedes también les corresponde esforzarse, como dije en el transcurso de mi viaje apostólico a tierras colombianas, en “reavivar, rescatar y tutelar los sólidos valores arraigados en vuestro pueblo” (Al Presidente della Repúbblica en la Casa de Nariño, 8 de julio de 1986: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, IX/2 [1986] 34). Así serán un importante eslabón en la tarea de lograr la reconciliación, la convivencia pacífica y un equilibrado progreso social.

Estos fervientes deseos, por la mediación maternal de Nuestra Señora de Chiquinquirá, presento confiado al Todopoderoso, con la seguridad de que sean una gozosa realidad. A Ustedes y a sus respectivas familias, así como a los miembros de los Ilustres Colegios de Notarios de Colombia, les imparto, en prueba de benevolencia, la Bendición Apostólica.





                                                                                  Septiembre de 1987

VIAJE APOSTÓLICO A ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ


A LA COMUNIDAD CATÓLICA HISPANA


Plaza de Nuestra Señora de Guadalupe, San Antonio

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Domingo 13 de septiembre de 1987



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Este es un momento de gran gozo para mí. He esperado con anhelo este encuentro con vosotros, miembros de la comunidad hispana de San Antonio que con vuestra presencia representáis también a todos vuestros hermanos y hermanas hispanos de los Estados Unidos. Os encontráis aquí, a la vez, como una comunidad parroquial y, por consiguiente, a través de vosotros mis palabras se dirigen a cada parroquia a lo largo y ancho de los Estados Unidos.

Os saludo a cada uno de vosotros con gran amor en Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Me llena de satisfacción el poder hablaros en español y en esta plaza dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe. Nuestro encuentro aquí, en este Año Mariano, es una viva evocación del lugar especial que la Madre del Redentor ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Al mismo tiempo, nos quiere recordar que nuestra Madre bendita ha sido siempre venerada por vosotros, fieles de cultura hispánica, y cómo ella ha ocupado y continúa ocupando un lugar importante en vuestra vida de fe y en vuestras devociones. Los santuarios marianos y los lugares de peregrinación vienen a ser como una especie de “geografía” de fe mediante la cual tratamos de encontrarnos con la Madre de Dios para que nos dé fuerzas en nuestra vida cristiana (Redemptoris Mater RMA 28 La devoción popular a la Santísima Virgen María se fundamenta en una sólida doctrina, y la experiencia religiosa auténtica es algo apropiado e importante en la vida de todo seguidor de Cristo.

2. La herencia hispana de San Antonio y de todo el suroeste es algo muy importante para la Iglesia. El español fue la lengua de los primeros evangelizadores de este continente, y precisamente en esta región. Las misiones aquí en San Antonio y a lo largo de todo el suroeste, son signos visibles de largos años de evangelización y de servicio asistencial prestado por los primeros misioneros. El anuncio de la salvación en Jesucristo venía refrendado por la integridad de sus vidas y por las obras de misericordia tanto espirituales como corporales, que ellos practicaban. Siguiendo su ejemplo, miles de abnegados sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos han trabajado con denuedo para construir aquí la Iglesia de Dios. Hoy os toca a vosotros, mediante vuestra fidelidad al Evangelio de Jesucristo, poner los fundamentos de vuestras vidas sobre la roca de la fe cristiana. Toca a vosotros ser evangelizadores para con cada uno y, particularmente, para con aquellas personas cuya fe se tambalea o que se resisten a entregarse al Señor de lleno. ¡Que no pueda decirse que vuestro celo en ser evangelizadores y dar testimonio de caridad cristiana es menor que el de vuestros antepasados!

3. Hoy, queridos amigos, quiero hablaros sobre la parroquia, que es el lugar y el centro de comunión en el que vosotros alimentáis y dais expresión a vuestra vida cristiana. Podría decirse que la parroquia es una familia de familias, pues la vida de la parroquia va íntimamente ligada tanto al vigor como a la debilidad, o a las necesidades de las familias que la componen. Muchos podrían ser los temas a tratar sobre la vida de una parroquia; en la presente circunstancia sólo me es dado poner de relieve algunos aspectos.

Podría ser útil a nuestro propósito iniciar con un conocido pasaje del Nuevo Testamento que nos ayude a evidenciar la razón última por la cual los miembros de la parroquia católica forman una unidad, convocados en el nombre del Señor Jesús. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos lo siguiente acerca de la vida de los primeros cristianos: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Ac 2,42). Instrucción en la fe de los Apóstoles, construcción de una comunidad viva, celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, vida de oración: he aquí los elementos esenciales de la vida de toda parroquia.

4. En primer lugar, la instrucción o catequesis. Todos necesitamos ser instruidos en la fe. San Pablo lo resume de esta manera: “ Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero y ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?” (Rm 10,13-14). En una parroquia la fe viene proclamada y transmitida de muchos modos: mediante la liturgia y especialmente en la Eucaristía con sus homilías adecuadas; mediante la enseñanza religiosa en las escuelas y en los cursos de catequesis; mediante la instrucción religiosa a las personas adultas; en los grupos de oración y asociaciones con miras al apostolado; a través de la prensa católica.

Dos puntos desearía poner particularmente de relieve acerca de la transmisión de la fe. Ante todo hemos de decir que la catequesis responde a unos contenidos objetivos bien determinados. No se puede inventar la fe sobre la marcha o a gusto de cada uno. Hemos de recibirla en y de la comunidad de fe completa, que es la Iglesia a la que el mismo Cristo ha confiado el ministerio de enseñar bajo la guía del Espíritu de Verdad. Cada catequista ha de aplicarse a sí mismo, con toda humildad y reverencia, las palabras de Jesús: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado” (Jn 7,16 cf. Catechesi Tradendae CTR 6). De la misma manera, todo bautizado, por el hecho de haber recibido el bautismo, tiene derecho a recibir la enseñanza auténtica de la Iglesia sobre los aspectos doctrinales y morales de la vida cristiana (c. CIC, can. 229; Catechesi Tradendae CTR 14).

El otro punto que deseo poner de relieve acerca de la instrucción en la fe es que la catequesis familiar precede, acompaña y enriquece cualquier otra forma de catequesis (cf. Catechesi Tradendae CTR 68). Esto significa que la parroquia, al considerar sus programas de catequesis, ha de conceder una atención particular a las familias. Pero, ante todo, ello significa que la familia misma es el lugar preferente y más apropiado para la enseñanza de las verdades de nuestra fe, para la práctica de las virtudes cristianas y para el cultivo de los valores esenciales de la vida humana.

5. El segundo aspecto de la vida de una parroquia, como nos lo presenta el texto de los Hechos de los Apóstoles que estarnos considerando, se refiere a la tarea parroquial de construir una comunidad viva. Hemos dicho más arriba que la parroquia ha de ser una familia de familias. La vitalidad de una parroquia depende en gran parte del vigor espiritual, del empeño y de la actividad de sus familias. La familia, en efecto, es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia. Es una “Iglesia doméstica”. Las familias son las células vivas que, en su unidad, constituyen la verdadera sustancia de la vida parroquial. Muchas de ellas gozan de buena salud, están llenas de aquel amor de Dios que el Espíritu Santo ha puesto en los corazones como don (cf. Rm Rm 5,5). Hay, sin embargo, otras que tienen poca vitalidad para la vida del Espíritu. No faltan tampoco aquellas que han fracasado. Los sacerdotes y sus colaboradores en la parroquia han de poner todos los medios para hacerse cercanos a las familias en sus necesidades en el cuidado pastoral, así como para proveer aquella ayuda espiritual que precisan.

120 La cura pastoral de las familias es un vasto y complejo ministerio de la Iglesia, pero sobre todo representa un servicio urgente y acuciante a potenciar. Cada parroquia ha de dedicar a esto sus mejores esfuerzos, especialmente en consideración del hecho de que en la sociedad presente la vida familiar se ve amenazada y en peligro de disolución.

Dirijo un llamado a los sacerdotes —párrocos, asistentes y demás responsables— a los diáconos permanentes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos para que, en una pastoral de conjunto, hagan cuanto esté en su mano para servir a la familia y sus necesidades en el modo más eficaz posible. Esto implica la proclamación sin reservas de toda la verdad sobre el matrimonio y la vida familiar: la naturaleza exclusiva del amor conyugal, la indisolubilidad del matrimonio, las enseñanzas auténticas de la Iglesia sobre la transmisión de la vida y el respeto debido a toda vida humana desde el momento de su concepción hasta la muerte natural, los derechos y deberes de los padres a educar a los hijos, particularmente en lo que se refiere a la formación religiosa y a la educación en materia de moral, sin olvidar una adecuada educación sexual. Además, los padres y demás miembros de la familia han de ser ayudados y sostenidos en su empeño por vivir las verdades sagradas de la fe. La Iglesia, por consiguiente, ha de proveer a las familias aquella ayuda espiritual que es necesaria para perseverar en su vocación sublime, y para crecer en la santidad a la que Cristo nos ha llamado.

6. Al igual que la parroquia es responsable de la familia, la familia por su parte, ha de ser consciente de sus obligaciones hacia la gran familia que la parroquia representa. En nuestros días, los esposos católicos y las familias han de tener muy en cuenta el servicio que están llamados a desempeñar en favor de aquellos esposos y familias que atraviesan particulares dificultades. Este apostolado de las parejas para con otras parejas y de unas familias para con otras, puede realizarse de variadas maneras: oración, buen ejemplo, aconsejando o instruyendo de modo formal e informal, ayudando en lo material según las posibilidades (cf. Familiaris consortio
FC 71). Me dirijo a vosotros, las familias católicas de Estados Unidos: sed familias verdaderas —unidas, reconciliadas, donde reine el amor—, y sed verdaderas familias católicas: comunidades de oración donde se viva intensamente la fe católica, abiertas a las necesidades de los demás, que toman parte de lleno en la vida de la parroquia y en la vida de la Iglesia en su conjunto.

7. Otro aspecto fundamental de la vida parroquial es la digna celebración de los Sacramentos, incluyendo el del matrimonio. Este sacramento representa el sólido fundamento de toda la comunidad cristiana. Sin él no se lleva a cumplimiento el designio de Cristo sobre el amor humano, ni se actúa su plan sobre la familia. Es precisamente porque Cristo constituyó el matrimonio como sacramento y quiso que fuera un signo de su amor permanente y fiel para con la Iglesia, por lo que la parroquia ha de poner bien en evidencia a los fieles que los “ensayos de matrimonio”, los matrimonios solamente civiles, las uniones libres, los divorcios, no corresponden al plan de Cristo.

La vida sacramental de la Iglesia se centra ante todo en la Eucaristía, que celebra y hace real la unidad de la comunidad cristiana: unidad con Dios y unidad con los hermanos. En la Santa Misa se perpetúa el sacrificio de la cruz a través de los siglos hasta la segunda venida de Cristo. El Cuerpo y la Sangre del Señor se nos entregan como alimento espiritual. La comunidad parroquial no cuenta con otra tarea más grande y elevada que la de reunir a los fieles, a ejemplo de Cristo con sus discípulos, “en la fracción del pan” (Ac 2,42).

Nuevamente reitero a todas las parroquias la invitación que hice a la Iglesia entera: promover y reforzar la devoción comunitaria e individual a la Sagrada Eucaristía, también fuera de la Misa (cf. Inaestimabile Donum, 20ss).. En efecto, en las palabras del Concilio Vaticano II, “en la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo” (Presbyterorum ordinis PO 5).

La vida sacramental de una parroquia se extiende también a los otros sacramentos que señalan los momentos importantes en la vida de los individuos, de las familias y de toda la comunidad parroquial. En particular, deseo mencionar el sacramento de la Penitencia y la necesidad para los católicos de confesarse con regularidad. En los años recientes, no pocos han mostrado una cierta negligencia respecto a este maravilloso regalo mediante el cual obtenemos de Cristo el perdón de nuestros pecados. Las condiciones relativas al sacramento de la Penitencia en cada parroquia y en cada Iglesia local es un buen índice de la auténtica madurez de la fe en los feligreses y en los sacerdotes. Es necesario que las familias católicas inculquen en sus miembros un amor profundo a la belleza que dimana de la reconciliación con nuestro Padre celestial, con la Iglesia y con el prójimo. Los padres, más con el ejemplo que con las palabras, han de animar a sus hijos a acudir a la confesión frecuente. Las parroquias han de animar a las familias a hacerlo también, contribuyendo a ello con apropiadas catequesis. No es necesario decir que los sacerdotes, que son los ministros de la gracia divina en este sacramento, han de hacer todo lo posible para que la administración del sacramento sea asequible a todos y en las formas autorizadas.

8. Por último, deseo referirme brevemente a la vida de oración como se manifiesta dentro de la comunidad cristiana. Es este un campo en el que la interacción entre la familia y la parroquia es particularmente clara y profunda. La plegaria comienza en el hogar. Las oraciones, que son de tanta ayuda en la vida de cada uno, son frecuentemente aquellas que se aprendieron en casa durante la infancia. Pero la oración en el hogar ha de servir también para introducir a los hijos en la oración litúrgica de la Iglesia; ayuda a aplicar la oración de la Iglesia a los eventos de cada día y a los momentos particulares en las experiencias de la familia (cf. Familiaris consortio FC 61).

Toda persona activa en la vida de la parroquia ha de sentirse responsable en alentar y contribuir por todos los medios a la oración en familia; y las mismas familias han de esforzarse en comprometerse en el rezo en familia y en hacer que esa oración se integre en la plegaria de la entera comunidad eclesial.

Me llena de gozo el saber que el número de los sacerdotes, religiosos y religiosas hispanos va en aumento. Pero aún son necesarios muchos más. Jóvenes hispanos: ¿Sentís la llamada de Cristo? Familias hispanas: ¿Estáis dispuestas a entregar vuestros hijos al ministerio de la Iglesia? ¿Rogáis insistentemente al dueño de la mies que envíe operarios a su mies? Cristo necesita operarios que trabajen en la abundante mies de la comunidad hispana y en toda la Iglesia.

9. Antes de terminar deseo alentar a todas las familias y parroquias a no encerrarse en sí mismas, a no mirar sólo a sus propios problemas o realizaciones. Jesús nos manda salir de nosotros mismos para servir al hermano, para buscar al que tiene necesidad. Yo os pido de modo especial salir al encuentro de aquellos hermanos y hermanas en la fe que viven desorientados a causa de su propia indiferencia o que de alguna manera han sufrido heridas en carne propia. Invito a todos cuantos abrigan dudas acerca de la Iglesia o piensan que acaso no van a ser bien recibidos, a venir a la casa grande de esta familia de familias, a entrar en el hogar de vuestra parroquia. ¡Allí tenéis un sitio que os pertenece! Ella ha de ser como vuestra familia dentro de la Iglesia, y la Iglesia es la morada de Dios en la cual nadie ha de sentirse extraño (cf. Ef Ep 2,19).’

121 Nos encontramos reunidos frente a una parroquia cuya titular es Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, Madre también de las Américas y particularmente de México. Cuando Jesús estaba muriendo en la cruz confió su Madre al discípulo que El amaba, san Juan. El Evangelio nos dice que desde aquel momento el discípulo tomó a María en su casa (Jn 19,27). ¡Qué mejor modo de celebrar este Año Mariano que recibiendo a María, la Madre del Redentor, en vuestras propias casas! Con ello vosotros la imitaréis en su fe y en su seguimiento de Cristo; de esta manera la tendréis también presente en vuestra plegaria familiar especialmente rezando el Rosario en familia. Volveos a Ella, poneos bajo su intercesión pidiéndole la gracia de la conversión, de una vida renovada; encomendaos vosotros y vuestras familias a su protección maternal.

¡Que Dios os bendiga a cada uno de vosotros!
¡Que El bendiga a vuestras familias y a vuestras parroquias!
¡Que la Santísima Virgen de Guadalupe proteja siempre a toda la población hispana de este amado país!
¡Viva la Virgen de Guadalupe!





                                                                                  Octubre de 1987


AL SEÑOR HUBERT WIELAND ALZAMORA


NUEVO EMBAJADOR DEL PERÚ ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 17 de octubre de 1987



Señor Embajador:

He escuchado complacido las amables palabras que Usted me ha dirigido al presentar sus Cartas Credenciales, como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede, pues me ofrecen la oportunidad de comprobar una vez más el filial afecto que los hijos de esa noble Nación, que he tenido el gozo inmenso de visitar pastoralmente, sienten por el Sucesor de Pedro.

Deseo pues agradecerle vivamente los sentimientos de adhesión y cercanía expresados, así como el deferente saludo que Vuestra Excelencia ha tenido a bien transmitirme de parte del Señor Presidente Alan García Pérez. A1 darle, pues, mi más cordial bienvenida, quiero asegurarle mi apoyo para que la alta misión que le ha sido encomendada llegue a feliz término.

En su discurso Usted ha hecho mención de la impelente necesidad de conjugar fuerzas y voluntades con el fin de alcanzar, en este final de siglo y de milenio, unas condiciones básicas, que permitan al Perú, a los países hermanos de América Latina y a todas las naciones, trabajar con espirito firme en la construcción de un mundo donde los valores de la convivencia pacífica y de la solidaridad mutua sean punto de referencia constante. Mas esto exige un decidido esfuerzo por superar cualquier sistema de dependencias que imposibilite su realización.

122 Estos valores son de permanente actualidad. Así pues, no es de extrañar que hayan encontrado gran eco entre los Pastores y el pueblo fiel peruanos. En esta hora, la Iglesia, fiel al mensaje de su divino Fundador, quiere estar cada vez más presente en todos los lugares de la tierra. También en vuestra Nación. Como he tenido ocasión de señalar en la Encíclica Dives in Misericordia, la Comunidad eclesial trata de compartir con los hombres de nuestro tiempo “ este profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a la reflexión los diversos aspectos de la justicia, tal como exige la vida de los hombres y de las sociedades” (Dives in Misericordia DM 12).

A este respecto, la Snta Sede observa con vivo interés cómo las supremas instancias del Estado propugnan a todos los niveles la tutela del bien común y la erradicación de la violencia como tarea irrenunciable. Tenéis un valioso patrimonio, recibido con grandes sacrificios, que merece la pena defender. Mas para ello se debe contar con la participación honesta y leal de cuantos forman parte de la gran familia peruana, ya que la vida política, en su máxima expresión, es un ejercicio de derechos y obligaciones mediante el cual los ciudadanos son llamados de manera ineludible y responsable a trabajar por la consecución del bien común.

Para lograr tales objetivos, el Perú está realizando loables esfuerzos a fin de dar respuesta a los retos del momento presente, entre los que aparece en primer plano la cuestión económica. Las dificultades que se presentan en este campo implica a un elevado número de naciones; y no sólo en el continente americano. Es cierto que el lastre económico es tan pesado que dificulta la dirección y la marcha del País de una manera libre y responsable, también bajo el punto de vista político y moral. Mas el intento de desligarse de la dependencia interna y externa se debe realizar según las normas éticas y no en función de meros criterios relativistas, que pudieran atentar a los derechos fundamentales de la persona y aún de la sociedad. Si quiere recibir tal nombre, el bien común no puede eludir jamás el planteamiento moral. Ciertamente es un camino arduo. Pero es necesario seguirlo.

Este proyecto, además, para que no se reduzca a una quimera, debe ir acompañado de la creación de un nuevo marco financiero internacional, en cuyo ámbito, merced a la solidaridad de las naciones, especialmente de aquéllas implicadas en la resolución de las diferencias en acto, se acometan las reformas convenientes, tan importantes para la superación de otros problemas como la marginación, la violencia, el subdesarrollado.

A lo largo de la historia, la Iglesia ha trabajado en favor de la dignidad del hombre y de los pueblos. Precisamente la Ciudad de los Reyes ha sido uno de los lugares donde más decididamente alzó la voz para proteger los legítimos derechos de los individuos, en especial de los más necesitados. Para conseguir la verdadera liberación del hombre de todas sus ataduras, espirituales y materiales, ha recurrido siempre a los “medios evangélicos con su peculiar eficacia, y no acude a ninguna clase de violencia ni a la dialéctica de la lucha de clases” (Puebla, 485). Que no se diga que la violencia es un acto moral pues, venga de donde venga, al atentar contra la dignidad humana, debe ser considerada moralmente mala y, por tanto, ha de ser rechazada.

En el umbral del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, la Iglesia en Perú, así como en las demás comunidades eclesiales de ese “continente de la esperanza”, se prepara a tan magno acontecimiento con profundo agradecimiento al Señor por el inestimable don de la fe. En perfecta sintonía con los primeros misioneros, entre los que cabe mencionar a Santo Toribio de Mogrovejo, insigne Pastor de la Arquidiócesis de Lima, que se distinguió por su defensa de la dignidad del hombre frente a todo tipo de injusticia y de atropello, esas Comunidades estarán también presentes con su voz y testimonio en los corazones y en los hogares del Perú y de toda América Latina, haciendo gozosa realidad la Buena Nueva de la Salvación.

Señor Embajador, al renovarle mis mejores votos por el éxito de la alta misión que ahora comienza, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso, por mediación de Nuestra Señora del Rosario, para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a los gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo peruano, al que espero volver a visitar dentro de poco.






AL SEÑOR JESÚS EZQUERRA CALVO


NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 17 de octubre de 1987



Señor Embajador:

Le agradezco sinceramente las amables palabras que ha tenido a bien dirigirme al presentarme las Cartas Credenciales, que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España cerca de la Santa Sede.

Antes que nada, deseo corresponder a los sentimientos de cercanía y adhesión que Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I ha querido hacerme llegar por medio de Usted y le ruego que tenga a bien transmitirle mi deferente saludo y mis mejores votos de paz y bienestar.

123 En sus palabras, Señor Embajador, ha aludido Usted a la amplia y profunda presencia de la fe católica en la vida de la mayoría de los españoles y en la misma historia de España. Precisamente dentro de pocos años se celebrará el XIV Centenario del III Concilio de Toledo, a partir del cual la fe católica echó profundas raíces en las gentes de España, como parte esencial de su patrimonio espiritual y cultural. Aunque otras religiones como el judaísmo y el islamismo han tenido también notable presencia en vuestra Patria y han dejado importantes huellas, es indudable que ha sido la fe católica la que ha configurado con mayor profundidad el alma y costumbres de vuestra nación, influyendo de manera decisiva en los acontecimientos de mayor relieve de vuestra historia. Entre los muchos hombres y mujeres insignes que España ha dado al mundo, figuran numerosos santos, obispos, fundadores, misioneros, doctores y mártires, que son a la vez honra de España y de la Iglesia católica.

En efecto, en mis viajes a las queridas tierras de América, he podido comprobar por mí mismo la inmensa obra evangelizadora y de promoción humana y cultural que llevaron a cabo los misioneros españoles colaborando, al mismo tiempo, en modo decisivo al establecimiento de un orden político y social apoyado en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana como ciudadano e hijo de Dios.

En vuestro país han tenido lugar recientemente transformaciones importantes en sus instituciones y estructuras socio-políticas. En un Estado de derecho, el reconocimiento pleno y efectivo de la libertad religiosa es a la vez fruto y garantía de las demás libertades civiles. En este marco jurídico, pues, la no confesionalidad del Estado no impide que las autoridades civiles garanticen, desde el campo que les es propio, la práctica de la fe religiosa y de la vida moral profesadas y vividas libremente por los ciudadanos; en ello se ve una de las manifestaciones más profundas de la libertad del hombre y una contribución de primer orden, para el recto desenvolvimiento de la vida social y la prosecución del bien común.

Quiero manifestarle, Señor Embajador, la voluntad decidida de la Iglesia para colaborar, dentro de su propia misión religiosa y moral recibida de Jesucristo, con las autoridades y las diversas instituciones de su país, en favor de la paz y prosperidad tanto espiritual como material de la nación española. Muchos e importantes son, por tanto, los campos en los que esta colaboración puede desarrollarse siguiendo las pautas señaladas por los Acuerdos firmados en 1979, de cuya fiel aplicación la Iglesia espera que se fomenten relaciones de mutuo respeto y entendimiento, teniendo siempre encuentra tanto las disposiciones constitucionales de su país como la naturaleza propia de la misión de la Iglesia.

Es innegable que la presencia y actuación de la comunidad católica en España es ya por sí misma una contribución importante al bien de la sociedad española. No se debe olvidar que muchos problemas sociales e incluso políticos tienen raíces de orden moral, al cual llega de forma respetuosa la acción evangelizadora y educadora de la Iglesia. Por eso vemos que la vida cristiana consolida la familia, dignifica las relaciones humanas, favorece la convivencia y educa para vivir libremente en el marco de la justicia y del respeto mutuo. Los católicos españoles, pues, en la medida en que sean fieles al Evangelio y a las enseñanzas de la Iglesia, serán también sinceros defensores de la justicia y de la paz, de la libertad y de la honradez, del respeto a la vida en todas las circunstancias y de la solidaridad con los más necesitados. De todo ello resultarán grandes bienes para la sociedad española, que pueden ser favorecidos y aumentados mediante una leal colaboración entre la Iglesia y el Estado, desde el respeto y la libertad.

Quiero aprovechar esta solemne circunstancia para expresar mi vivo deseo de que la nación española, que contribuyó tan singularmente a la expansión de la fe cristiana sobre todo en América, siga encontrando en su arraigada religiosidad una ayuda valiosa para orientar y resolver los problemas internos, y proyectarse así en el campo de las relaciones internacionales en favor de los derechos humanos, de la justicia, del desarrollo y de la consolidación de una paz estable y duradera entre todos los pueblos de la tierra. Son, pues, las grandes causas del hombre las que esta Sede Apostólica, sin otro poder que la autoridad moral de la misión que le ha sido confiada por su Fundador, trata de defender en todos los foros internacionales en que está presente. Será, por tanto, motivo de gozo y de consuelo coincidir con los esfuerzos de España en esta batalla pacifica y generosa en pro de los valores del espíritu.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro, deseo expresarle las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores deseos para que la importante misión que hoy inicia sea fecunda para el bien de su país. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante Sus Majestades los Reyes de España, su Gobierno y Autoridades, mientras invoco la bendición de Dios y los bienes del Espíritu sobre Usted, sobre su familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación española.






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