Audiencias 1988




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Enero de 1988

Miércoles 13 de enero de 1988

Los milagros como signos del orden sobrenatural

1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.

"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es" (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).

2. A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los "milagros-signos" realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es "signo" de que este orden es superior por el "Poder de lo alto", y, por consiguiente, le está también sometido. Este "Poder de lo alto" (cf. Lc 24,49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.

3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta "suspensión" experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad





Miércoles 20 de enero de 1988



1. "...Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

Así oró Jesús por los discípulos, que estaban con Él en la Cena, y por todos los que mediante su palabra creerían en Él. En esta oración se basa toda la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos.

El movimiento ecuménico, en el que participan " todos los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador" (UR 1), encuentra en la plegaria de Jesús su perspectiva última y su criterio de la auténtica eficacia misionera, vivida hoy con tanta intensidad: la unidad como signo e instrumento de evangelización del mundo. El trabajo teológico y pastoral para la recomposición de la unidad plena de los cristianos corresponde a la voluntad misma de Jesucristo. Por esta razón, la Iglesia católica ve aquí una tarea preparatoria, a la que el Concilio Vaticano II ha invitado "tanto a los fieles como a los Pastores, a cada uno según su propia capacidad" (UR 5).

2 Dada la dificultad de la cuestión, cuya solución "excede las fuerzas y la capacidad humana", el Concilio declara que "pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, en la virtud del Espíritu Santo" (UR 24). Y recuerda también el Concilio las palabras de San Pablo a los Romanos "Y la esperanza no quedará confundida" (Rm 5,5).

2. La Semana de oración por la Unidad de los Cristianos, que se viene celebrando anualmente durante estos días o también con ocasión de la fiesta de Pentecostés, quiere integrarse, con fidelidad y espíritu de obediencia, en el corazón de la plegaria misma de Jesús al Padre, para que todos sean una misma cosa, perfectos en la unidad y consagrados en la verdad. Esta iniciativa fecunda que, por la gracia de Dios, se celebra cada vez con mayor intensidad, está fundada sólidamente sobre la base de una fe que es todavía común. Esta iniciativa manifiesta, además, el intento de los cristianos de hacer todo lo posible, cada uno en la parte que le corresponde, para caminar juntos hacia la unidad plena, como el Señor mismo la desea. Nuestra fe nos asegura que el Señor está en medio de nosotros (Mt 18,20). Él, que es "camino y verdad", acompañará a los que creen en Él, como acompañó una vez a los discípulos de Emaús (Lc 24,30), hasta la "mesa" de la Eucaristía, en la unidad de la fe plenamente restablecida. Como aquellos discípulos, también nosotros debemos recorrer este camino con el corazón "ardiéndonos por dentro" y escuchando la explicación de las Escrituras.

En todo esto la oración es de importancia decisiva. Nos libera de las preocupaciones que no pertenecen al plano de Dios, nos concentra sobre "lo único que es necesario" y nos orienta hacia el cumplimiento de la voluntad divina.

3. En esta Semana de oración por la Unidad es también deber nuestro dar gracias a Dios por todo el camino hecho hasta ahora. Es verdad: la unidad que todos deseamos no existe todavía y quedan aún serias dificultades. Pero las relaciones entre los cristianos y el diálogo teológico han creado una situación de fraternidad verdaderamente nueva. A la comunión existente se le ha dado su justo relieve y se han puntualizado las divergencias con mayor precisión. Además, se han conseguido, si bien con no pocos esfuerzos, importantes convergencias sobre algunos temas, en el pasado, muy controvertidos, tales como el bautismo, la justificación, el ministerio, la Eucaristía, la autoridad en la Iglesia. Mientras tanto, el diálogo con las Iglesias y Comuniones cristianas mundiales sigue adelante, sostenido por la esperanza de que finalmente se pueda alcanzar el acuerdo total. Este proceso, delicado en extremo, exige el apoyo de la oración de todos.

También el año pasado, tanto aquí en Roma como en los distintos países que visité, tuve el gozo de encontrarme con responsables de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales. No obstante la diversidad de las situaciones locales, pude constatar que la preocupación por la unidad se advierte con urgencia creciente. ¡Cómo no recordar, entre estos encuentros, de una manera muy particular la reciente visita del Patriarca Ecuménico, Su Santidad Dimitrios I! Juntos hemos conversado, juntos hemos bendecido a los fieles. Juntos hemos querido hacer todo lo que la fe nos permitía. Juntos nos hemos entristecido profundamente por no haber podido participar en el mismo Pan y en el mismo Cáliz. Que esta tristeza sincera sea para todos fuente de nuevo impulso en el empeño de esclarecer y resolver las dificultades que permanecen en nuestro camino común. Y que, al mismo tiempo, la alegría profunda que esta visita ha supuesto reconforte también nuestros corazones y nos dé el coraje de seguir adelante por el camino del Señor, sostenidos por el vigor y la esperanza que infunde el Espíritu presente en nuestros corazones.

4. A esto nos invita precisamente la Semana de oración que celebramos, centrada sobre el tema "El amor de Dios expulsa el temor" (cf. 1Jn 4,18).

El tema nos recuerda, en primer lugar, el amor de Dios que está en la base de la vida cristiana. La Trinidad Santa nos amó "antes de que el mundo existiese". Se nos ha enviado al Hijo de Dios, que nos ha liberado de la esclavitud, nos ha llamado a ser criaturas nuevas, hechas a su imagen y semejanza, nos ha puesto en comunión con su propia vida, asegurándonos un amor del que no nos pueden separar ni la vida ni la muerte.

Si es así, de ello se desprende la exigencia del amor recíproco. "Si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1Jn 4,11). La experiencia ecuménica nos demuestra cada vez con mayor evidencia que el diálogo de la caridad sostiene todo el esfuerzo por la reconciliación. El amor no sólo engendra el perdón recíproco, sino que libera de la sospecha, del miedo al otro, que, por el contrario, se nos revela como hermano en el Señor.

La Comisión mixta, compuesta por responsables de la Iglesia católica y del Consejo Ecuménico de las Iglesias, al proponer este tema, llama nuestra atención sobre el fenómeno del miedo presente en el mundo de hoy y también en las comunidades cristianas. El miedo es un sentimiento que divide, aísla, encarcela. Pero nosotros creemos en el que ha vencido al mundo, en el que ha vencido a la muerte y nos ha devuelto la vida. El restablecimiento de la unidad entre los cristianos, en el amor y en la verdad, será un signo eficaz de la esperanza para una convivencia mejor en el mundo. Si en el seno de las comunidades cristianas hay un amor sincero, este amor libera también del miedo de que la unidad pueda transformarse en uniformidad. La unidad es un bien para todos. La unidad no sólo sabe respetar los auténticos carismas existentes, sino que los fortalece y armoniza para beneficio de todos.

En el amor no hay temor (cf. 1Jn 4,18). Sin falsos temores, pues, y con el corazón reconfortado por el amor de Dios, continuemos con perseverancia en la oración y en las iniciativas oportunas con vistas al restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos.

Invito a todos los presentes a unirse conmigo en la oración por la unidad plena de todos los cristianos.

Saludos

3 Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, saludo a los grupos de jóvenes provenientes de Buenos Aires y de Lima, a quienes aliento a hacer de sus vidas un testimonio de la perenne juventud del Evangelio. Cuando volváis a vuestras familias, llevadles el afectuoso saludo del Papa, que a todos ama y les encomienda en sus oraciones.

En prenda de la constante asistencia divina os imparto la bendición apostólica.



Miércoles 27 de enero de 1988

Jesucristo, verdadero hombre

1. Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre: es el misterio central de nuestra fe y es también la verdad-clave de nuestras catequesis cristológicas. Esta mañana nos proponemos buscar el testimonio de esta verdad en la Sagrada Escritura, especialmente en los Evangelios, y en la Tradición cristiana.

Hemos visto ya que en los Evangelio, Jesucristo se presenta y se da a conocer como Dios-Hijo, especialmente cuando declara: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,30), cuando se atribuye a Sí mismo el nombre de Dios “Yo soy” (cf. Jn 8,58), y los atributos divinos; cuando afirma que le “ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18): el poder del juicio final sobre todos los hombres y el poder sobre la ley (Mt 5,22 Mt 5,28 Mt 5,32 Mt 5,34 Mt 5,39 Mt 5,44) que tiene su origen y su fuerza en Dios, y por último el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23), porque aún habiendo recibido del Padre el poder de pronunciar el “juicio” final sobre el mundo (cf. Jn 5,22), Él viene al mundo “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza “milagros”, es decir, “signos” que testimonian que junto con Él ha venido al mundo el reino de Dios.

2. Pero este Jesús que, a través de todo lo que “hace y enseña” da testimonio de Sí como Hijo de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre. Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios atestiguan de modo inequívoco esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento clarísimo y que los Apóstoles y Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún género de duda. Por tanto, debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y a comentar al menos en un breve bosquejo los datos evangélicos sobre esta verdad, siempre en conexión con cuanto hemos dicho anteriormente sobre Cristo como verdadero Dios.

Este modo de aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy indispensable, dada la tendencia tan difundida a ver y a presentar a Jesús sólo como hombre: un hombre insólito y extraordinario, pero siempre y sólo un hombre. Esta tendencia característica de los tiempos modernos es en cierto modo antitética a la que se manifestó bajo formas diversas en los primeros siglos del cristianismo y que tomó el nombre de “docetismo”. Según los “docetas” Jesucristo era un hombre “aparente”: es decir, tenía la apariencia de un hombre pero en realidad era solamente Dios.

4 Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa y proclama firmemente la verdad sobre Cristo como Dios-hombre: verdadero Dios y verdadero Hombre; una sola Persona —la divina del Verbo— subsistente en dos naturalezas, la divina y la humana, como enseña el catecismo. Es un profundo misterio de nuestra fe: pero encierra en sí muchas luces.

3. Los testimonios bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y claros. Queremos reagruparlos ahora para explicarlos después en las próximas catequesis.

El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación: “Et incarnatus est”, profesamos en el Credo. Más distintamente se expresa esta verdad en e el Prólogo del Evangelio de Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (
Jn 1,14). Carne (en griego “sarx”) significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad, y por tanto la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad (“Toda carne es hierba”, leemos en el libro de Is 40,6).

Jesucristo es hombre en este significado de la palabra “carne”.

Esta carne —y por tanto la naturaleza humana— la ha recibido Jesús de su Madre, María, la Virgen de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “sarcóforos” (Ad Smirn., 5), con esta palabra indica claramente su nacimiento humano de una Mujer, que le ha dado la “carne humana”. San Pablo había dicho ya que “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4).

4. El Evangelista Lucas habla de este nacimiento de una Mujer, cuando describe los acontecimientos de la noche de Belén: “Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lc 2,6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que, el octavo día después del nacimiento, el Niño fue sometido a la circuncisión ritual y “le dieron el nombre de Jesús” (Lc 2,21). El día cuadragésimo fue ofrecido como “primogénito” en el templo jerosolimitano según la ley de Moisés (cf. Lc 2,22-24).

Y, como cualquier otro niño, también esteNiño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría” (Lc 2,40). “Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).

5. Veámoslo de adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios. Como verdadero hombre, hombre de carne (sarx), Jesús experimentó el cansancio, el hambre y la sed. Leemos: “Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre” (Mt 4,2). Y en otro lugar: “Jesús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente... Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber” (Jn 4,6-7).

Jesús tiene pues un cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un cuerpo mortal. Un cuerpo que al final sufre las torturas del martirio mediante la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero de la cruz, Jesús pronuncia aquel su “Tengo sed” (Jn 19,28), en el cual está contenida una última, dolorosa y conmovedora expresión de la verdad de su humanidad.

6. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús en el Gólgota, sólo un verdadero hombre ha podido morir como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la constataron muchos testigos oculares, no sólo amigos y discípulos sino, como leemos en el Evangelio de Juan, los mismos soldados que “llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,33-34).

“Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”: con estas palabras del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia profesa la verdad del nacimiento y de la muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección se atestigua inmediatamente después con las palabras: “al tercer día resucitó de entre los muertos”.

5 7. La Resurrección confirma de modo nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo para nacer en el tiempo “se hizo carne”, cuando resucito volvió a tomar el propio cuerpo de hombre. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir y morir en la cruz, sólo un verdadero hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere decir volver a la vida en el cuerpo. Este cuerpo puede ser transformado, dotado de nuevas cualidades y potencias, y al final incluso glorificado (como en la Ascensión de Cristo y en la futura resurrección de los muertos), pero es cuerpo verdaderamente humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en contacto con los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a las cicatrices que quedaron después de la crucifixión, y Él no sólo habla y se entretiene con ellos, sino que incluso acepta su comida: “Le dieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos” (Lc 24,42-43). Al final Cristo, con este cuerpo resucitado y ya glorificado, pero siempre cuerpo de verdadero hombre, asciende al cielo, para sentarse “a la derecha del Padre”.

8. Por tanto, verdadero Dios y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un “fantasma” (homo phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles y el grupo de creyentes que constituyó la Iglesia de los comienzos. Así nos hablaron en su testimonio.

Notamos desde ahora que, así las cosas, no existe en Cristo una antinomia entre lo que es “divino” y lo que es “humano”. Si el hombre, desde el comienzo, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27 Gn 5,1), y por tanto lo que es “humano” puede manifestar también lo que es “divino”, mucho más ha podido ocurrir esto en Cristo. Él reveló su divinidad mediante la humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su “humanidad” sirvió para revelar su “divinidad”: su Persona de Verbo-Hijo.

Al mismo tiempo Él como Dios-Hijo no era, por ello, “menos” hombre. Para revelarse como Dios no estaba obligado a ser “menos” hombre. Más aún: por este hecho Él era “plenamente” hombre, o sea, en la asunción de la naturaleza humana en unidad con la Persona divina del Verbo, Él realizaba en plenitud la perfección humana. Es una dimensión antropológica de la cristología, sobre la que volveremos a hablar.

Saludos

Amadísimos Hermanos y Hermanas:

Mes es grato saludar cordialmente a los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia, procedentes de España y de América Latina. Que vuestra visita a Roma os llene de la misma fe y valentía que el Apóstol Pedro, para profesar y proclamar que Jesús, verdadero hombre, es también el Hijo de Dios vivo.

A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.



                                                                      

Febrero de 1988

Miércoles 3 de febrero de 1988

Jesucristo, verdadero hombre,

"semejante en todo a nosotros, menos en el pecado"

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1. Jesucristo es verdadero hombre. Continuamos la catequesis anterior dedicada a este tema. Se trata de una verdad fundamental de nuestra fe. Fe basada en la palabra de Cristo mismo, confirmada por el testimonio de los Apóstoles y discípulos, trasmitida de generación en generación en la enseñanza de la Iglesia: "Credimus... Deum verum et hominem verum... non phantasticum, sed unum et unicum Filium Dei" (Concilio Lugdunense II:
DS 852).

Más recientemente, el Concilio Vaticano II ha recordado la misma doctrina al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado con todos y cada uno: "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et spes GS 22).

2. Ya en el marco de la catequesis precedente hemos intentado hacer ver esta "semejanza" de Cristo con nosotros, que se deriva del hecho de que Él era verdadero hombre: "El Verbo se hizo carne", y "carne" ("sarx") indica precisamente el hombre en cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el nacimiento "de una mujer" (cf. Gál Ga 4,4). En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como cualquier hombre, ha experimentado el cansancio, el hambre y la sed. Su cuerpo era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y precisamente en esta carne ("sarx"), fue sometido Él a torturas terribles, para ser, finalmente, crucificado: "Fue crucificado, murió y fue sepultado".

El texto conciliar citado más arriba, completa todavía esta imagen cuando dice "Trabajó con manos del hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre" (Gaudium et spes GS 22).

3. Prestemos hoy un atención particular a esta última afirmación, que nos hace entrar en el mundo interior de la vida psicológica de Jesús. Él experimentaba verdaderamente los sentimientos humanos: la alegría, la tristeza, la indignación, la admiración, el amor. Leemos, por ejemplo, que Jesús "se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo" (Lc 10,21); que lloró sobre Jerusalén: "Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!" (Lc 9,41-42); lloró también después de la muerte de su amigo Lázaro: "Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús..." (Jn 11,33-35).

4. Los sentimientos de tristeza alcanzan en Jesús una intensidad particular en el momento de Getsemaní. Leemos: "Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir temor y angustia, y les decía: Triste está mi alma hasta la muerte" (Mc 14,33-34 cf. también Mt 26,37). En Lucas leemos: "Lleno de angustia, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc 22,44). Un hecho de orden psico-físico que atestigua, a su vez, la realidad humana de Jesús.

5. Leemos asimismo episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a Él, para que lo cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús, en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: "¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y fuele restituida la mano" (Mc 3,5).

La misma indignación vemos en el episodio de los vendedores arrojados del templo. Escribe Mateo que "arrojo de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: escrito está: 'Mi casa será llamada Casa de oración' pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones" (Mt 21,12-13 cf. Mc 11,15).

6. En otros lugares leemos que Jesús "se admira": "Se admiraba de su incredulidad" (Mc 6,6). Muestra también admiración cuando dice: "Mirad los lirios cómo crecen... ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos" (Lc 12,27). Admira también la fe de la mujer cananea: "Mujer, ¡qué grande es tu fe!" (Mt 15,28).

7 7. Pero en los Evangelios resulta, sobre todo, que Jesús ha amado. Leemos que, durante el coloquio con el joven que vino a preguntarle qué tenía que hacer para entrar en el reino de los cielos, "Jesús poniendo en él los ojos, lo amó" (Mc 10,21). El Evangelista Juan escribe que "Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lázaro" (Jn 11,5), y se llama a sí mismo "el discípulo a quien Jesús amaba" (Jn 13,23).

Jesús amaba a los niños: "Presentáronle unos niños para que los tocase... y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos" (Mc 10,13-16). Y cuando proclamó el mandamiento del amor, se refiere al amor con el que Él mismo ha amado: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,12).

8. La hora de la pasión, especialmente la agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el zenit del amor con que Jesús, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). "Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Contemporáneamente, éste es también el zenit de la tristeza y del abandono que Él ha experimentado en su vida terrena. Una expresión penetrante de este abandono, permanecerán por siempre aquellas palabras: "Eloí, Eloí, lama sabachtani?... Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34). Son palabras que Jesús toma del Salmo 22 (22, 2) y con ellas expresa el desgarro supremo de su alma y de su cuerpo, incluso la sensación misteriosa de un abandono momentáneo por parte de Dios. ¡El clavo más dramático y lacerante de toda la pasión!

9. Así, pues, Jesús se ha hecho verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de siervo, como proclama la Carta a los Filipenses (cf. 2, 7). Pero la Epístola a los Hebreos, al hablar de Él como "Pontífice de los bienes futuros" (He 9,11), confirma y precisa que "no es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado" (He 4,15). Verdaderamente "no había conocido el pecado", aunque San Pablo dirá que Dios, "a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios" (2Co 5,21).

El mismo Jesús pudo lanzar el desafío: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8,46). Y he aquí la fe de la Iglesia: "Sine peccato conceptus, natus et mortuus". Lo proclama en armonía con toda la Tradición el Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): Jesús "fue concebido, nació y murió sin mancha de pecado". Él es el hombre verdaderamente justo y santo.

10. Repetimos con el Nuevo Testamento, con el Símbolo y con el Concilio: "Jesucristo se ha hecho verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (cf. He 4,15). Y precisamente, gracias a una semejanza tal: "Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes GS 22).

Se puede decir que, mediante esta constatación, el Concilio Vaticano II da respuesta, una vez más, a la pregunta fundamental que lleva por título el celebre tratado de San Anselmo: Cur Deus homo? Es una pregunta del intelecto que ahonda en el misterio del Dios-Hijo, el cual se hace verdadero hombre "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación", como profesamos en el Símbolo de fe niceno-constantinopolitano.

Cristo manifiesta "plenamente" el hombre al propio hombre por el hecho de que Él "no había conocido el pecado". Puesto que el pecado no es de ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo deprecia, lo disminuye, lo priva de la plenitud que le es propia (cf. Gaudium et spes GS 13). La recuperación, la salvación del hombre caído es la respuesta fundamental a la pregunta sobre el porqué de la Encarnación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

8 De modo especial, saludo a los grupos de jóvenes panameños y de estudiantes chilenos, así como a los alumnos y alumnas de los Colegios: “San José” de Asunción y “María Auxiliadora” de Villarrica (Paraguay). A todos os encomiendo bajo la protección de San Juan Bosco, cuyo centenario estamos celebrando, y os aliento a ser, como él, hijos fieles de la Iglesia.

Con gran afecto imparto a todos mi bendición apostólica.



Miércoles 10 de febrero de 1988

Jesús, «amigo de los pecadores» hombre solidario con todos los hombres

1. Jesucristo, verdadero hombre, es "semejante a nosotros en todo excepto en el pecado".Este ha sido el tema de la catequesis precedente. El pecado está esencialmente excluido de Aquél que, siendo verdadero hombre, es también verdadero Dios ("verus homo", pero no "merus homo").

Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión testimonian la verdad de su absoluta impecabilidad. El mismo lanzó el reto: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8,46). Hombre "sin pecado", Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra el pecado, comenzando por Satanás, que es el "padre de la mentira" en la historia del hombre "desde el principio" (cf. Jn 8,44). Esta lucha queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el momento de la tentación (cf. Mc 1,13 Mt 4,1-11 Lc 4,1-13), y alcanza su culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha que, finalmente, termina con la victoria.

2. Esta lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.

3. Bajo este aspecto es importante la "comparación" que hace Jesús entre su persona misma y Juan el Bautista. Dice Jesús: "Porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,18-19).

Es evidente el carácter "polémico" de estas palabras contra los que antes criticaban a Juan el Bautista, profeta solitario y asceta severo que vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican después a Jesús porque se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente, a la luz de estas palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse Jesús hacia los pecadores.

4. Lo acusaban de ser "amigo de publicanos (es decir, de los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados y considerados no observantes: cf. Mt 5,46 Mt 9,11 Mt 18,17) y pecadores". Jesús no rechaza radicalmente este juicio, cuya verdad —aún excluida toda connivencia y toda reticencia— aparece confirmada en muchos episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: "Zaqueo, baja pronto —Zaqueo, siendo de pequeña estatura, estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara— porque hoy me hospedaré en tu casa". Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, oyó que Jesús le decía: "Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (cf. Lc Lc 19,1-10). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.

5. Un acontecimiento parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es tanto más significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto "sentado al mostrador de los impuestos", fue llamado para ser uno de los Apóstoles: "Sígueme", le había dicho Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre aparece en la lista de los Doce como Mateo y sabemos que es el autor de uno de los Evangelios. El Evangelista Marcos dice que Jesús "estaba sentado a la mesa en casa de éste" y que "muchos publicanos y pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos" (cf. Mc 2,13-15). También en este caso "los escribas de la secta de los fariseos" presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mc 2,17).


Audiencias 1988