Audiencias 1988 9

9 6. Sentarse a la mesa con otros —incluidos "los publicanos y los pecadores"— es un modo de ser humano, que se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica. Efectivamente, una de las primeras ocasiones en que Él manifestó su poder mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió acompañado de su Madre y de sus discípulos (cf. Jn 2,1-12). Pero también más adelante Jesús solía aceptar las invitaciones a la mesa no sólo de los "publicanos", sino también de los "fariseos", que eran sus adversarios más encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: "Le invitó un fariseo a comer con él, y entrando en su casa, se puso a la mesa" (Lc 7,36).

7. Durante esta comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento de Jesús para con la pobre humanidad, formada por tantos y tantos "pecadores", despreciados y condenados por los que se consideran "justos". He aquí que una mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los presentes y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se entabla entonces un coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual establece Jesús un vínculo esencial entre la remisión de los pecados y el amor que se inspira en la fe: "...le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho... Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, ¡vete en paz!" (cf. Lc 7,36-50).

8. No es el único caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de "una mujer sorprendida en adulterio" (cf. Jn 8,1-11). También este acontecimiento —como el anterior— explica en qué sentido era Jesús "amigo de publicanos y de pecadores". Dice a la mujer: "Vete y no peques más" (Jn 8,11). El, que era "semejante a nosotros en todo excepto en el pecado", se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente "nueva" respecto del rigor con que trataban a los "pecadores" los que los juzgaban sobre la base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,27 Gn 5,1).

9. ¿En qué consiste esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo particular: El que ama desea compartirlo todo con el amado. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace hombre. De El había predicho Isaías: "Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8,17 cf .Is 53,4). De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición existencial. Y en esto revela Él también la dignidad esencial del hombre: de cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación es una "revalorización" inefable del hombre y de la humanidad.

10. Este "amor-solidaridad" sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará "la entrega de su propia vida para rescate de muchos" (cf. Mc 10,45): el sacrificio redentor de la cruz. Pero, a lo largo del camino que lleva a este sacrificio supremo, la vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con el hombre, sintetizada en estas palabras: "El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10,45). Era niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto a José de Nazaret, de la misma manera como trabajan los demás hombres (cf. Laborem Exercens LE 26). Era un hijo de Israel, participaba en la cultura, tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a menudo acontece en la vida de los hombres llamados a una determinada misión: la incomprensión e incluso la traición de uno de los que Él había elegido como sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor (cf. Jn 13,21).

Y cuando se acercó el momento en que debía "dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28), se ofreció voluntariamente a Sí mismo (cf. Jn 10,18), consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. El gobernador romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra fuera de éstas: "Ahí tenéis al hombre" (Jn 19,5).

Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible a la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice todo sobre la realidad humana de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, se ha hecho víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato presentar ahora mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, deseo saludar al grupo salesiano procedente de Buenos Aires, que conmemora con esta venida a Roma el centenario de la muerte de San Juan Bosco.

Igualmente saludo a los miembros del Movimiento de Apostolado “Regnum Christi”, a los estudiantes de la Universidad Católica de Chile y a los jóvenes del Perú y de Mallorca.

10 A todos imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 17 de febrero de 1988

Jesucristo: aquel que "se despojó de sí mismo"

1. "Aquí tenéis al hombre" (Jn 19,5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.

"Aquí tenéis al hombre". Esta expresión encierra en cierto sentido toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquél que se ha hecho "en todo semejante a nosotros excepto en el pecado"; sobre Aquél que "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (cf. Gaudium et spes GS 22). Lo llamaron "amigo de publicanos y pecadores". Y justamente como víctima por el pecado se hace solidario con todos, incluso con los "pecadores", hasta la muerte de cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, a la que Jesús está reducido, resalta un último aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente a la luz del misterio de su "despojamiento" (Kenosis). Según San Pablo, Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Ph 2,6-8).

2. El texto paulino de la Carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la "Kenosis" de Cristo. Para expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra "se despojó", y ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación: "la Palabra se hizo carne" (Jn 1,14). ¡Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre Cristo-hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. "Se despojó de sí mismo" no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡sería un absurdo! Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que "no retuvo ávidamente el ser "igual a Dios", sino que "siendo de condición divina" ("in forma Dei") —como verdadero Dios-Hijo—, Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y a la muerte, en la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.

3. En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se extendió incluso a los "privilegios" que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió "la condición de siervo". No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues, "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10,45).

4. De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que "no tenían sitio (María y José) en el alojamiento" y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2,7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2,13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13,55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6,3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. "Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc 9,58).

5. La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los "signos" que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la más infamante de todas las clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad especialmente, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió, literalmente, la "condición de siervo" (Ph 2,7).

6. Con este "despojamiento de sí mismo", que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero hombre, podernos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se "repara". Efectivamente, cuando leemos que el Hijo "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", no podemos dejar de percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer cedieron "en el principio": "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gn 3,5). El hombre había caído en la tentación para ser "igual a Dios", aunque era sólo una criatura. Aquél que es Dios-Hijo, "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios" y al hacerse hombre "se despojó de sí mismo", rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado que sea. en su dignidad originaria.

7. Pero para expresar este misterio de la "Kenosis" de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: "se humilló a sí mismo". Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Ph 2,8). Aquí se describe la "Kenosis" de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenía que salvar. En ese momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Ph 2,9).

11 8. He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: "Esta expresión le exaltó, no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado" (Atanasio, Adversus Arianos Oratio I, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana —toda la humanidad— humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.

9. No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del "Hijo del hombre" (por ejemplo
Mc 2,10 Mc 2,28 Mc 14,67 Mt 8,20 Mt 16,27 Mt 24,27 Lc 9,22 Lc 11,30 Jn 1,51 Jn 8,28 Jn 13, 31, etc. ). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.

Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn Da 7,13-14). "Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.

En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: "a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En modo particular, saludo al grupo de Religiosas del Instituto Pureza de María, provenientes de Nicaragua, junto con sus familiares. Igualmente, a las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción y a los componentes de la peregrinación de Colombia.

Con mi afecto imparto a todos la bendición apostólica.



Marzo de 1988

Miércoles 2 de marzo de 1988

La formulación de la fe de la Iglesia en Cristo Jesús: los comienzos

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1. La fe es la respuesta por parte del hombre a la palabra de la Revelación divina. Las catequesis sobre Jesucristo, que estamos desarrollando en el ámbito del presente ciclo, hacen referencia a los símbolos de la fe, especialmente, al Símbolo apostólico y al nicenoconstantinopolitano. Con su ayuda, la Iglesia expresa y profesa la fe que se formó en su seno desde el principio, como respuesta a la palabra de la Revelación de Dios en Jesucristo. A lo largo de todo el ciclo de estas catequesis hemos recurrido a esta palabra para extraer la verdad en ella revelada sobre Cristo mismo. Jesús de Nazaret es el Mesías anunciado en la Antigua Alianza. El Mesías (es decir, el Cristo) -verdadero hombre (el "Hijo del hombre")- es, en su misma persona Hijo de Dios, verdadero Dios. Esta verdad sobre Él emerge del conjunto de las obras y palabras que culminan definitivamente en el acontecimiento pascual de la muerte en cruz y de la resurrección.

2. Este conjunto vivo de datos de la Revelación (la autorrevelación de Dios en Jesucristo) se encuentra con la respuesta de la fe, en primer lugar, en la persona de los que han sido testigos directos de la vida y magisterio del Mesías, en la persona de los que "han visto y oído"... y cuyas manos "tocaron" la realidad corpórea del Verbo de la vida (cf.
1Jn 1,1); y, más tarde, en las generaciones de creyentes en Cristo que se han ido sucediendo en el seno de la comunidad de la Iglesia ¿Cómo se ha formado la fe de la Iglesia en Jesucristo? A este problema dedicaremos las próximas catequesis. Intentaremos ver especialmente cómo se ha formado y expresado esta fe en los comienzos mismos de la Iglesia, a lo largo de los primeros siglos, que tuvieron una importancia particular para la formación de la fe de la Iglesia, porque representan el primer desarrollo de la Tradición viva que proviene de los Apóstoles.

3. Antes, es necesario hacer notar que todos los testimonios escritos sobre este tema provienen del período que siguió a la salida de Cristo de esta tierra. Ciertamente se ve reflejado e impreso en estos documentos el conocimiento directo de los acontecimientos definitivos: la muerte en la cruz y la resurrección de Cristo. Al mismo tiempo, sin embargo, estos testimonios escritos hablan también de toda la actividad de Jesús, es más, de toda su vida, comenzando por su nacimiento e infancia. Vemos, además, que estos documentos testimonian un hecho: que la fe de los Apóstoles y, por consiguiente, la fe de la primerísima comunidad de la Iglesia, se formó ya en la etapa prepascual de la vida y ministerio de Cristo, para manifestarse con potencia definitiva después de Pentecostés.

4. Una expresión particularmente significativa de este hecho la encontramos en la respuesta de Pedro a la pregunta que Jesús hizo un día a los Apóstoles en los alrededores de Cesarea de Filipo: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?". Y a continuación: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?" (Mt 16,13 Mt 16,15). Y he aquí la respuesta: "Tú eres el Cristo ( = el Mesías), el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Así suena la respuesta que registra Mateo. En

el texto de los otros dos sinópticos se habla del Cristo (Mc 8,29) o del Cristo de Dios (Lc 9,20), expresiones a las que corresponde también el "Tú eres el Santo de Dios", como nos dice Juan (Jn 6,69). En Mateo encontramos la respuesta más completa: Jesús de Nazaret es el Cristo, es decir, el Mesías, el Hijo de Dios.

5. La misma expresión de esta fe originaria de la Iglesia la hallamos en las primeras palabras del Evangelio según Marcos: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1). Se sabe que el Evangelista estaba estrechamente vinculado a Pedro. La misma fe se encuentra a continuación a lo largo de toda la enseñanza del Apóstol Pablo, el cual, desde el tiempo de su conversión, "se puso a predicar a Jesús en las sinagogas", anunciando "que él era el Hijo de Dios" (Ac 9,20). Y después, en muchas de sus Cartas expresaba la misma fe de distintos modos (cf. Gál Ga 4,4 Rm 1,3-4 Col 1,15-18 Ph 2,6-11 también He 1,14). Se puede decir que en el origen de esta fe de la Iglesia están los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo.

6. También el Apóstol Juan, autor del último Evangelio, escrito después de los demás, lo cierra con las famosas palabras, con las que da testimonio de que esto se ha escrito "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20,31). Porque "quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios" (1Jn 4,15). Así, pues, también la autorizada voz de este Evangelista nos da a conocer lo que se profesaba sobre Jesucristo en la Iglesia primitiva.

7. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Esta es la verdad fundamental de la fe en Cristo (Mesías), que se formó entre los Apóstoles a partir de las obras y palabras de su Maestro en el período prepascual. Después de la resurrección, la fe se consolidó aún más profundamente y encontró expresión en los testimonios escritos.

Es, con todo, muy significativo que la confesión "verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54), la oímos, también a los pies de la cruz, de labios del centurión romano, es decir, de labios de pagano (cf. Mc 15,39). En aquella hora suprema, ¡qué misterio de gracia y de inspiración divina actuaba en los ánimos tanto de israelitas como de paganos, en una palabra, de los hombres!

8. Después de la resurrección, uno de los Apóstoles, Tomás, hace una confesión que se refiere aún más directamente a la divinidad de Cristo. Él, que no había querido creer en la resurrección, viendo ante sí al Resucitado, exclama: "¡Señor mio y Dios mio!" (Jn 20,28). Significativo en esta expresión no es solamente el "Dios mío", sino también el "Señor mio". Puesto que "Señor" ( = Kyrios) significaba ya en la tradición veterotestamentaria también "Dios". En efecto, cada vez que se leía en la Biblia el "inefable" nombre propio de Dios, Yahweh, se pronunciaba en su lugar "Adonai", equivalente a "Señor mío". Por tanto, también para Tomás, Cristo es "Señor", es decir, Dios.

13 A la luz de esta multiplicidad de testimonios apostólicos, cobran su sentido pleno aquellas palabras pronunciadas por Pedro el día de Pentecostés, en el primer discurso que dirige a la muchedumbre reunida en torno a los Apóstoles: "Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Ac 2,36). En otros términos: Jesús de Nazaret, verdadero hombre, que como tal ha sufrido la muerte de cruz, no sólo es el Mesías esperado, sino que es también "el Señor" (Kyrios); es, por tanto, verdadero Dios.

9. "Jesús es Señor... el Señor... el Señor Jesús": esta confesión resuena en los labios del primer mártir, Esteban, mientras es lapidado (cf. Ac 7,59-60). Es la confesión que resuena también frecuentemente en el anuncio de Pablo, como podemos ver en muchos pasajes de sus Cartas (cf 1Co 12,3 Rm 10,9 1Co 16,22-23 1Co 8,6 1Co 10,21 1Th 1,8 1Th 4,15 2Co 3,18).

En la primera Carta a los Corintios (12, 3), el Apóstol afirma: "nadie puede decir: '¡Jesús es Señor!' sino con el Espiritu Santo". Ya Pedro, después de su confesión de fe en Cesarea, había podido escuchar de labios de Jesús: "...porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre" (Mt 16,17). Jesús había advertido: "sólo el Padre conoce al Hijo..." (cf. Mt 11,27). Y solamente el Espíritu de Verdad puede dar de Él testimonio adecuado (cf. Jn 15,26).

10. Podemos decir, pues, que la fe en Cristo, en los comienzos de la Iglesia, se expresa en estas dos palabras: "Hijo de Dios" y "Señor" (es decir, Kyrios-Adonai). Esta es fe en la divinidad del Hijo del hombre. En este sentido pleno, Él y sólo Él, es el "Salvador", es decir, el Artífice y Dador de la salvación que sólo Dios puede conceder al hombre. Esta salvación consiste no sólo en la liberación del mal y del pecado, sino también en el don de una nueva vida: una participación en la vida de Dios mismo. En este sentido "en ningún otro hay salvación" (cf. Ac 4,12), según las palabras del Apóstol Pedro en su primera evangelización.

La misma fe halla expresión en otros numerosos textos de los tiempos apostólicos, como en los Hechos (por ej. ,Ac 5,31 Ac 13,23), en las Cartas Paulinas (Rm 10,9-13 Ep 5,23 Ph 3,20 s.; 1Tm 1,1 1Tm 2,3-4 1Tm 4,10 2Tm 1,10 Tt 1,3 s.; Tt 2,13 Tt 3,6) en las Cartas de Pedro (1P 1,11 2P 2,20 2P 3,18), de Juan (1Jn 4,14) y también de Judas (v. 25). Se encuentra igualmente en el Evangelio de la infancia (cf. Mt 1,21 Lc 2,11).

11. Podemos concluir: el Jesús de Nazaret que habitualmente se llamaba a Sí mismo "el Hijo del hombre", es el Cristo (es decir, el Mesías), es el Hijo de Dios, es el Señor (Kyrios), es el Salvador: tal es la fe de los Apóstoles, que está en la base de la Iglesia desde el comienzo.

La Iglesia ha custodiado esta fe con sumo amor y veneración, transmitiéndola a las nuevas generaciones de discípulos y seguidores de Cristo bajo la guía del Espíritu de Verdad. La Iglesia ha enseñado y defendido esta fe, procurando a lo largo de los siglos no sólo custodiar íntegramente su contenido esencial revelado, sino profundizar en él constantemente y explicarlo según las necesidades y posibilidades de los hombres. Esta es la tarea que la Iglesia está llamada a realizar hasta el momento de la venida definitiva de su Salvador y Señor.

Saludos

Saludo ahora con afecto a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

De modo especial me complace saludar a las Religiosas Franciscanas de la Madre del Divino Pastor, procedentes de varios países, las cuales, con un curso de renovación espiritual, celebran el 25° aniversario de su profesión religiosa. Que el Señor os ayude a ser fieles a su llamada al servicio de la Iglesia y de los hermanos, especialmente los más necesitados.

Saludo igualmente al grupo de muchachas “quinceañeras” de Panamá. Que vuestra celebración juvenil signifique un mayor empeño en vuestra vida cristiana y en prepararos responsablemente para el día de mañana.

14 A todos agradezco vuestra presencia aquí y os imparto de corazón mi bendición apostólica.



Marzo de 1988

Miércoles 9 de marzo de 1988

La formulación de la fe de la Iglesia en Jesucristo: definiciones conciliares (I)

1. "Creemos... en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito (µ????e??) del Padre, es decir, de la sustancia del Padre. Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre (?µ???s??? t? pat??) por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos..." (cf. DS DS 125).

Este es el texto de la definición con la que el Concilio de Nicea (año 325) enunció la fe de la Iglesia en Jesucristo: verdadero Dios y verdadero hombre; Dios-Hijo, consubstancial al Padre Eterno y hombre verdadero, con una naturaleza como la nuestra. Este texto conciliar entró casi al pie de la letra en la profesión de fe que repite la Iglesia en la liturgia y en otros momentos solemnes, en la versión del Símbolo niceno-constantinopolitano (año 381; cf. DS DS 150), en torno al cual gira todo el ciclo de nuestras catequesis.

2. El texto de la definición dogmática conciliar reproduce los elementos esenciales de la cristología bíblica, que hemos venido analizando a lo largo de las catequesis precedentes de este ciclo. Estos elementos constituían, desde el principio, el contenido de la fe viva de la Iglesia de los tiempos apostólicos, como ya hemos visto en la última catequesis. Siguiendo el testimonio de los Apóstoles la Iglesia creía y profesaba, desde el principio, que Jesús de Nazaret, hijo de María, y, por tanto, verdadero hombre, crucificado y resucitado, es el Hijo de Dios, es el Señor (Kyrios), es el único Salvador del mundo, dado a la humanidad al cumplirse la "plenitud de los tiempos" (cf. Gál Ga 4,4).

3. La Iglesia ha custodiado, desde el principio, esta fe y la ha transmitido a las sucesivas generaciones cristianas. La ha enseñado y la ha defendido, intentando —bajo la guía del Espíritu de Verdad— profundizar en ella y explicar su contenido esencial, encerrado en los datos de la Revelación. El Concilio de Nicea (año 325) ha sido, en este itinerario de conocimiento y formulación del dogma, una auténtica piedra miliar. Ha sido un acontecimiento importante y solemne, que señaló, desde entonces, el camino de la fe verdadera a todos los seguidores de Cristo, mucho antes de las divisiones de la cristiandad en tiempos sucesivos. Es particularmente significativo el hecho de que este Concilio se reuniera poco después de que la Iglesia (año 313) hubiera adquirido libertad de acción en la vida pública sobre todo el territorio del Imperio romano, como si quisiera significar con ello la voluntad de permanecer en la una fides de los Apóstoles, cuando se abrían al cristianismo nuevas vías de expansión.

4. En aquella época, la definición conciliar refleja no sólo la verdad sobre Jesucristo, heredada de los Apóstoles y fijada en los libros del Nuevo Testamento, sino que refleja también, de igual manera, la enseñanza de los Padres del período postapostólico, que —como se sabe— era también el período de las persecuciones y de las catacumbas. Es un deber, aunque agradable, para nosotros, nombrar aquí al menos a los dos primeros Padres que, con su enseñanza y santidad de vida, contribuyeron decididamente a transmitir la tradición y el patrimonio permanente de la Iglesia: San Ignacio de Antioquía, arrojado a las fieras en Roma, en el año 107 ó 106, y San Ireneo de Lión, que sufrió el martirio probablemente en el año 202. Fueron ambos Obispos y Pastores de sus Iglesias. De San Ireneo queremos recordar aquí que, al enseñar que Cristo es "verdadero hombre y verdadero Dios", escribía: "¿Cómo podrían los hombres lograr la salvación, si Dios no hubiese obrado su salvación sobre la tierra? ¿O cómo habría ido el hombre a Dios, si Dios no hubiese venido al hombre?" (Adv. haer. IV, 33. 4). Argumento —como se ve— soteriológico, que, a su vez, halló también expresión en la definición del Concilio de Nicea.

5. El texto de San Ireneo que acabamos de citar está tomado de la obra "Adversus haereses", o sea, de un libro que salía en defensa de la verdad cristiana contra los errores de los herejes, que, en este caso, eran los ebionitas. Los Padres Apostólicos, en su enseñanza, tenían que asumir muy a menudo la defensa de la auténtica verdad revelada frente a los errores que continuamente se oían de modos diversos. A principios del siglo IV, fue famoso Arrio, quien dio origen a una herejía que tomó el nombre de arrianismo. Según Arrio, Jesucristo no es Dios: aunque es preexistente al nacimiento del seno de María, fue creado en el tiempo. El Concilio de Nicea rechazó este error de Arrio y, al hacerlo, explicó y formuló la verdadera doctrina de la fe de la Iglesia con las palabras que citábamos al comienzo de esta catequesis. Al afirmar que Cristo, como Hijo unigénito de Dios es consubstancial al Padre (?µ???s??? t? pat??), el Concilio expresó, en una fórmula adaptada a la cultura (griega) de entonces, la verdad que encontramos en todo el Nuevo Testamento. En efecto, sabemos que Jesús dice de Sí mismo que es "uno" con el Padre ("Yo y el Padre somos uno": Jn 10,30), y lo afirma en presencia de un auditorio que, por esta causa, quiere apedrearlo por blasfemo (cf. Jn 10,31). Lo afirma ulteriormente durante el juicio, ante el Sanedrín, hecho éste que va a costarle la condena a muerte. Una relación más detallada de los lugares bíblicos sobre este tema se encuentra en las catequesis precedentes. De su conjunto, resulta claramente que el Concilio de Nicea, al hablar de Cristo como Hijo de Dios, "de la misma substancia que el Padre" (?? t?? ??s?a? t?? pat??? ), "Dios de Dios", eternamente "nacido, no hecho", no hace sino confirmar una verdad precisa, contenida en la Revelación divina, hecha verdad de fe de la Iglesia, verdad central de todo el cristianismo.


Audiencias 1988 9