Audiencias 1988 15

15 6. Cuando el Concilio la definió, se puede decir que ya estaba todo maduro en el pensamiento y en la conciencia de la Iglesia para llegar a una definición como ésta. Se puede decir igualmente que la definición no cesa de ser actual también para nuestros tiempos, en los que antiguas y nuevas tendencias a reconocer a Cristo solamente como un hombre, aunque sea como un hombre extraordinario, y no como Dios, se manifiestan de muchos modos. Admitirlas o secundarlas sería destruir el dogma cristológico, pero significaría, al mismo tiempo, la aniquilación de toda la soteriología cristiana. Si Cristo no es verdadero Dios, entonces no transmite a la humanidad la vida divina. No es, por consiguiente, el Salvador del hombre en el sentido puesto de relieve por la Revelación y la Tradición. Al violar esta verdad de fe de la Iglesia, se desmorona toda la construcción del dogma cristiano, se anula la lógica integral de la fe y de la vida cristiana. porque se elimina la piedra angular de todo el edificio.

7. Pero hemos de añadir inmediatamente que, al confirmar de modo solemne y definitivo esta verdad, en el Concilio de Nicea la Iglesia, al mismo tiempo, sostuvo, enseñó y defendió la verdad sobre la verdadera humanidad de Cristo. También esta otra verdad había llegado a ser objeto de opiniones erradas y de teorías heréticas. En particular, hay que recordar en este punto el docetismo (de la expresión griega "d??e??" = parecer). Esta concepción anulaba la naturaleza humana de Cristo, sosteniendo que Él no poseía un cuerpo verdadero, sino solamente una apariencia de carne humana. Los docetas consideraban que Dios no habría podido nacer realmente de una mujer, que no habría podido morir verdaderamente en la cruz. De esta posición se seguía que en toda la esfera de la encarnación y de la redención teníamos sólo una ilusión de la carne, en abierto contraste con la Revelación contenida en los distintos textos del Nuevo Testamento, entre los cuales se encuentra el se San Juan: "... Jesucristo, venido en carne" (
1Jn 4,2); "El Verbo se hizo carne" (Jn 1,14), y aquel otro de San Pablo, según el cual, en esta carne, Cristo se hizo "obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (cf. Flp Ph 2,8).

8. Según la fe de la Iglesia, sacada de la Revelación, Jesucristo era verdadero hombre. Precisamente por esto, su cuerpo humano estaba animado por un alma verdaderamente humana. Al testimonio de los Apóstoles y de los Evangelistas, unívoco sobre este punto, correspondía la enseñanza de la Iglesia primitiva, como también la de los primeros escritores eclesiásticos, por ejemplo, Tertuliano (De carne Christi, 13, 4), que escribía: "En Cristo... encontramos alma y carne, es decir, un alma alma (humana) y una carne carne". Sin embargo, corrían opiniones contrarias también sobre este punto, en particular, las de Apolinar, obispo de Laodicea (nacido alrededor del año 310 en Laodicea de Siria y muerto alrededor del 390), y sus seguidores (llamados apolinaristas), según los cuales no habría habido en Cristo una verdadera alma humana, porque habría sido sustituida por el Verbo de Dios. Pero está claro que también en este caso se negaba la verdadera humanidad de Cristo.

9. De hecho, el Papa Dámaso I (366-384), en una carta dirigida a los obispos orientales (a. 374), indicaba y rechazaba contemporáneamente los errores tanto de Arrio como de Apolinar: "Aquellos (o sea, los arrianos) ponen en el Hijo de Dios una divinidad imperfecta: éstos (es decir, los apolinaristas) afirman falsamente una humanidad incompleta en el Hijo del hombre. Pero, si verdaderamente ha sido asumido un hombre incompleto, imperfecta es la obra de Dios, imperfecta nuestra salvación, porque no ha sido salvado todo el hombre... Y nosotros, que sabemos que hemos sido salvados en la plenitud del ser humano, según la fe de la Iglesia católica, profesamos que Dios, en la plenitud de su ser, ha asumido al hombre en la plenitud de su ser". El documento damasiano, redactado cincuenta años después de Nicea, iba principalmente contra los apolinaristas (cf. DS DS 146). Pocos años después, el Concilio I de Constantinopla (año 381) condenó todas las herejías del tiempo, incluidos el arrianismo y el apolinarismo, confirmando lo que el Papa Dámaso I había enunciado sobre la humanidad de Cristo, a la que pertenece por su naturaleza una verdadera alma humana (y, por tanto, un verdadero intelecto humano, una libre voluntad) (cf. DS DS 146, 149, 151).

10. El argumento soteriológico con el que el Concilio de Nicea explicó la encarnación, enseñando que el Hijo, consubstancial al Padre, se hizo hombre, " por nosotros los hombres y por nuestra salvación", halló nueva expresión en la defensa de la verdad íntegra sobre Cristo, tanto frente al arrianismo como contra el apolinarismo, por parte del Papa Dámaso y del Concilio de Constantinopla. En particular, respecto de los que negaban la verdadera humanidad del Hijo de Dios, el argumento soteriológico fue presentado de un modo nuevo: para que el hombre entero pudiera ser salvado, la entera (perfecta) humanidad debía ser asumida en la unidad del Hijo: "quod non est assumptum, non est sanatum" (cf. S. Gregorio Nacianceno, Cledon.).

11. El Concilio de Calcedonia (año 451), al condenar una vez más el apolinarismo, completó en cierto sentido el Símbolo niceno de la fe, proclamando a Cristo "perfectum in deitate, eundem perfectum in humanitate": "nuestro Señor Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre (compuesto) de alma racional y del cuerpo, consubstancial al Padre por la divinidad, y consubstancial a nosotros por la humanidad (?µ???s??? ?µ?? ... ?at? t?? ??d??p?t?ta") 'semejante a nosotros en todo menos en el pecado' (cf He 4 He 15), engendrado por el Padre antes de los siglos según la divinidad, y en estos últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, de María Virgen y Madre de Dios, según la humanidad, uno y mismo Cristo Señor unigénito..." (Symbolum Chalcedonense DS 301).

Como se ve, la fatigosa elaboración del dogma cristológico realizada por los Padres y Concilios, nos remite siempre al misterio del único Cristo, Verbo encarnado por nuestra salvación, como nos lo ha hecho conocer la Revelación, para que creyendo en Él y amándolo, seamos salvados y tengamos la vida (cf. Jn 20,31).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con afecto saludo a todos los peregrinos, llegados de América Latina o España, que están presentes en esta Audiencia.

Asimismo me complace saludar a las Religiosas Esclavas del Sagrado Corazón. Pido de modo particular al Señor por vosotras para que sepáis entregaros siempre con plena generosidad al Esposo que un día llamó a las puertas de vuestro corazón.

16 Deseo saludar también a los profesores y alumnos del Colegio “Nuestra Señora de la Consolación”, de Castellón de la Plana, así como a la peregrinación de la Tercera Edad, de las Islas Baleares. Que la Virgen Santísima os ilumine en esta Cuaresma y os conceda la gracia de llegar purificados a las celebraciones del Misterio Pascual.

Agradecido por vuestra cariñosa acogida, os imparto mi bendición apostólica, que extiendo a vuestros seres queridos.





Miércoles 16 de marzo de 1988

La formulación de la fe en Jesucristo: definiciones conciliares (II)

1. Los grandes Concilios cristológicos de Nicea y Constantinopla formularon la verdad fundamental de nuestra fe, fijada también en el Símbolo: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, consubstancial al Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad. Al llegar aquí, en nuestra catequesis, es necesario hacer notar que, después de las explicaciones conciliares acerca de la verdad revelada sobre la verdadera divinidad y la verdadera humanidad de Cristo, surgió el interrogante sobre la comprensión correcta de la unidad de Cristo, que es, al mismo tiempo, plenamente Dios y plenamente hombre.

La cuestión estaba en relación directa con el contenido esencial del misterio de la Encarnación y, por consiguiente, con la concepción y nacimiento humano de Cristo en el seno de la Virgen María. Desde el siglo III se había extendido el uso de dirigirse a la Virgen con el nombre de Theotokos = Madre de Dios: expresión que se encuentra, por otra parte, en la más antigua oración mariana que conocemos: el "Sub tuum praesidium": "Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios...". Es una antífona que la Iglesia ha venido recitando con mucha frecuencia hasta el día de hoy: el texto más antiguo de esta plegaria se conserva en un papiro encontrado en Egipto, que se puede datar en el período a caballo entre los siglos III y IV.

2. Pero precisamente esta invocación, Theotokos, fue objeto de contestación por parte de Nestorio y sus discípulos, a comienzos del siglo V. Sostenía Nestorio que María puede ser llamada solamente Madre de Cristo y no Madre de Dios (Engendradora de Dios). Esta posición formaba parte de la actitud de Nestorio con relación al problema de la unidad de Cristo. Según Nestorio, la divinidad y la humanidad no se habían unido, como en un solo sujeto personal, en el ser terreno que había comenzado a existir en el seno de la Virgen María desde el momento de la Anunciación. En contraposición al arrianismo, que presentaba al Hijo de Dios como inferior al Padre, y al docetismo, que reducía la humanidad de Cristo a una simple apariencia Nestorio hablaba de una presencia especial de Dios en la humanidad de Cristo, como en un ser santo, como en un templo, de manera que subsistía en Cristo una dualidad no sólo de naturaleza, sino también de persona, la divina y la humana; y la Virgen María, siendo Madre de Cristo-Hombre, no podía ser considerada ni llamada Madre de Dios.

3. El Concilio de Éfeso (año 431) confirmó, contra las ideas nestorianas, la unidad de Cristo como resultaba de la Revelación y había sido creída y afirmada por la tradición cristiana —"sancti patres"— (cf. DS DS 250-266), y definió que Cristo es el mismo Verbo eterno, Dios de Dios, que como Hijo es "engendrado" desde siempre por el Padre, y, según la carne, nació, en el tiempo, de la Virgen María. Por consiguiente, siendo Cristo un solo ser, María tiene derecho pleno de gozar del título de Madre de Dios, cómo se afirmaba ya desde hacía tiempo en la oración cristiana y en el pensamiento de los "padres" (cf. DS DS 251).

4. La doctrina del Concilio de Éfeso fue formulada sucesivamente en el llamado "símbolo de la unión" (año 433), que puso fin a las controversias residuales del post-concilio con las siguientes palabras: "Confesamos, consiguientemente, a Nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios perfecto y hombre perfecto compuesto de alma racional y de cuerpo, antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y el mismo en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María Virgen según la humanidad, el mismo consubstancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consubstancial con nosotros según la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas (humana y divina), por lo cual confesamos a un solo Señor y a un solo Cristo" (DS 272).

"Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la Santa Virgen por Madre de Dios, por haberse encarnado y hecho hombre el Verbo de Dios y por haber unido consigo, desde la misma concepción, en María, el templo que de ella tomó" (DS 272). ¡Estupendo concepto de la humanidad-templo verdaderamente asunta por el Verbo en unidad de persona en el seno de María!

17 5. El documento que lleva el nombre de "formula unionis" fue el resultado de relaciones ulteriores entre el obispo Juan de Antioquía y San Cirilo de Alejandría, los cuales recibieron por este motivo las felicitaciones del Papa San Sixto III (432-440). El texto hablaba ya de la unión de las dos naturalezas en el mismo y único sujeto, Jesucristo. Pero, puesto que habían surgido nuevas controversias, especialmente por obra de Eutiques y de los monofisistas —que sostenían la unificación y casi la fusión de las dos naturalezas en el único Cristo—, algunos años más tarde, se reunió el Concilio de Calcedonia (año 451), que, en consonancia con la enseñanza del Papa San León Magno (440-461), para una mejor precisión del sujeto de esta unión de naturalezas, introdujo el término "persona". Fue ésta una nueva piedra miliar en el camino del dogma cristológico.

6. En la fórmula de la definición dogmática el Concilio de Calcedonia repetía la de Nicea y Constantinopla y hacía suya la doctrina de San Cirilo, en Éfeso, y la contenida en la "carta a Flaviano del prelado León, beatísimo y santísimo arzobispo de la grandísima y antiquísima ciudad de Roma... en armonía con la confesión del gran Pedro... y para nosotros columna segura" (cf . DS
DS 300), y, finalmente, precisaba: "Siguiendo, pues, a los santos Padres, unánimemente enseñamos a confesar a un solo y mismo Hijo: el Señor Nuestro Jesucristo..., uno y mismo Cristo Señor unigénito: en dos naturalezas, sin confusión, inmutables, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el símbolo de los Padres" (cf. DS DS 301-302).

Era una síntesis, clara y vigorosa, de la fe en el misterio de Cristo, recibida de la Sagrada Escritura y de la Sagrada Tradición ("sanctos Patres sequentes"), que se servía de conceptos y expresiones racionales: naturaleza, persona, pertenecientes al lenguaje corriente. Posteriormente, sobre todo a raíz de dicha definición conciliar, estos términos se verán elevados a la dignidad de la terminología filosófica y teológica; pero el Concilio los asumía según el uso de la lengua corriente, sin referencia a un sistema filosófico particular. Hay que hacer notar también la preocupación de aquellos Padres conciliares por la elección precisa de los vocablos. En el texto griego la palabra "p??s?p??", correspondiente a "persona", indicaba más bien el lado externo, fenomenológico (literalmente, la máscara en el teatro) del hombre, y, por esta razón, los Padres se servían, junto con esta palabra, de otro término: "hipóstasis" (?p?stas??), que indicaba la especificidad óntica de la persona.

Renovemos también nosotros la profesión de la fe en Cristo, Salvador nuestro, con las palabras de aquella fórmula venerada, a la que tantas y tantas generaciones de cristianos se han remitido, obteniendo de ella luz y fuerza para un testimonio, que los ha llevado, a veces, hasta la prueba suprema del derramamiento de la sangre.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora con afecto a los peregrinos de lengua española, procedentes de España y de América Latina. De modo especial, saludo al grupo de estudiantes del Colegio Sagrado Corazón de Arequipa, Perú. Que vuestra visita a la tumba de San Pedro os ayude a amar más y más a la Iglesia y a dar testimonio de vuestra vida cristiana en medio de la sociedad.

A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.





Miércoles 23 de marzo 1988

La formulación de la fe en Jesucristo: definiciones conciliares (III)

1. En nuestras catequesis estamos reflexionando sobre las antiguas definiciones conciliares con las que se ha venido formulando la fe de la Iglesia. En el desarrollo de esta formulación un punto firme lo constituye el Concilio de Calcedonia (año 451) el cual, con una definición solemne, precisó que en Jesucristo, las dos naturalezas, la divina y la humana, se han unido (sin confusión) en un único Sujeto personal, que es la Persona divina del Verbo-Dios. Con motivo del término "?p?stas??" se suele hablar de unión hipostática. En efecto, la misma persona del Verbo-Hijo es engendrada eternamente por el Padre, en lo que concierne a su divinidad; por el contrario, en el tiempo esa misma persona fue concebida y nació de la Virgen María en cuanto a su humanidad. Así, pues, la definición de Calcedonia reafirma, desarrolla y explica lo que la Iglesia había enseñado en los Concilios precedentes y lo que habían testimoniado los Padres, por ejemplo, San Ireneo, que hablaba de "Cristo, uno y el mismo" (cf., por ej., Adv, Haer III 17,4).

18 Hay que hacer notar aquí que, con la doctrina sobre la Persona divina del Verbo-Hijo, el cual, asumiendo la naturaleza humana, entró en el mundo de las personas humanas, el Concilio puso de relieve también la dignidad del hombre-persona y las relaciones existentes entre las distintas personas. Es más, se puede decir que se ha llamado la atención sobre la realidad y dignidad de cada hombre en particular, de cada hombre como sujeto inconfundible de existencia, de vida y, por consiguiente, de derechos y deberes. ¿Cómo no ver en esto el punto de partida de toda una nueva historia de pensamiento y de vida? Por ello, la encarnación del Hijo de Dios es el fundamento, la fuente y el modelo, tanto de un nuevo orden sobrenatural de existencia para todos los hombres, que precisamente de ese misterio obtienen la gracia que los santifica y los salva, como de una antropología cristiana, que se proyecta también en la esfera natural del pensamiento y de la vida con su exaltación del hombre como persona, colocada en el centro de la sociedad y —se puede decir— del mundo entero.

2. Volvamos al Concilio de Calcedonia para decir que este Concilio confirmó la enseñanza tradicional sobre las dos naturalezas en Cristo contra la doctrina monofisista (mono-physis = una naturaleza), que se había propagado después del mismo. Precisando que la unión de las dos naturalezas acontece en una Persona, el Concilio de Calcedonia puso de relieve, aún en mayor medida, la dualidad de estas dos naturalezas (?? d?? f?ses??), como leíamos ya en el texto de la definición de la que hacíamos mención precedentemente: "Enseñamos que ha de confesarse... que se debe reconocer al único y mismo Cristo, Hijo unigénito y Señor subsistente en las dos naturalezas, sin confusión, inmutable, indiviso, inseparable, no siendo suprimida de ningún modo la diferencia de las naturalezas a causa de la unión, es más, quedando salvaguardada la propiedad de una y otra naturaleza" (
DS 302). Esto significa que la naturaleza humana, de ningún modo, ha sido "absorbida" por la divina. Gracias a su naturaleza divina, Cristo es "consubstancial al Padre, según la divinidad"; gracias a su naturaleza humana, es "consubstancial también a nosotros, según la humanidad" (?µ???s??? ?µ??...?at? t?? ??d??p?t?ta).

Por tanto, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Por otra parte, la dualidad de las naturalezas no hiere, de manera alguna, a la unidad de Cristo, que es dada por la unidad perfecta de la Persona divina.

3. Hay que observar aún que, según la lógica del dogma cristológico, el efecto de la dualidad de naturalezas en Cristo es la dualidad de voluntad y operaciones, aún en la unidad de la persona. Esta verdad fue definida por el Concilio III de Constantinopla (VI Concilio Ecuménico), en el año 681 —como, por otra parte lo hizo ya el Concilio Lateranense del 649 (cf. DS DS 500)— contra los errores de los monotelitas, que atribuían a Cristo una sola voluntad.

El Concilio condenó la "herejía de una sola voluntad y una sola operación en dos naturalezas... de Cristo", que mutilaba en el mismo Cristo una parte esencial de su humanidad, y "siguiendo a los cinco santos Concilios Ecuménicos y a los santos e insignes Padres", de acuerdo con ellos, "definía y confesaba" que en Cristo hay "dos voluntades naturales y dos operaciones naturales...; dos voluntades que no están en contraste entre sí... , sino (que son) tales que la voluntad humana permanece sin oposición o repugnancia, o mejor, esté sometida a su voluntad divina omnipotente..., según lo que Él mismo dice: 'Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado´ (Jn 6,38)" (cf. DS DS 556).

4. Esta es la enseñanza de los primeros Concilios: en ellos, junto con la divinidad, queda totalmente clara la dimensión humana de Cristo. Él es verdadero hombre por naturaleza, capaz de actividad humana, conocimiento humano, voluntad humana, conciencia humana y, añadamos, de sufrimiento humano, paciencia, obediencia, pasión y muerte. Sólo por la fuerza de esta plenitud humana se pueden comprender y explicar los textos sobre la obediencia de Cristo hasta la muerte (cf. Flp Ph 2,8 Rm 5,19 He 5,8), y, sobre todo, la oración de Getsemaní: "...no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42 cf. Mc 14,36). Pero es verdad igualmente que la voluntad humana y el obrar humano de Jesús pertenecen a la Persona divina del Hijo: precisamente en Getsemani tiene lugar la invocación: "Abbá, Padre" (Mc 14,36). De su Persona divina Él es bien consciente, como revela por ejemplo, cuando declara: "Antes de que Abraham existiera, Yo Soy" (Jn 8,58), y en otros pasajes evangélicos que examinamos ya a su debido tiempo. Es cierto que, como verdadero hombre, Jesús posee una conciencia específicamente humana, conciencia que descubrimos continuamente en los Evangelios. Pero, al mismo tiempo, su conciencia humana pertenece a ese "Yo" divino, por el cual puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30). No hay ningún texto evangélico del que resulte que Cristo habla de Sí mismo como de una persona humana, aún cuando de buen grado se presenta como "Hijo del hombre": palabra densa de significado que, bajo los velos de la expresión bíblica y mesiánica, parece indicar ya la pertenencia de Aquel que la aplica a sí mismo a un orden diverso y superior al del común de los mortales en cuanto a la realidad de su Yo. Palabra en la que resuena el testimonio de la conciencia íntima de su propia identidad divina.

5. Como conclusión de nuestra exposición de la cristología de los grandes Concilios, podemos saborear toda la densidad de la página del Papa San León Magno en su Carta al obispo Flaviano de Constantinopla (Tomus Leonis, 13 de junio, 449), que fue como la premisa del Concilio de Calcedonia y que resume el dogma cristológico de la Iglesia antigua: "...el Hijo de Dios, bajando de su trono celeste, pero no alejándose de la gloria del Padre, entra en las flaquezas de este mundo, engendrado por nuevo orden, por nuevo nacimiento... Porque Él que es verdadero Dios es también verdadero hombre, y no hay en esta unidad mentira alguna, al darse juntamente (realmente) la humildad del hombre y la alteza de la divinidad. Pues al modo que Dios no se muda por la misericordia (con la que se hace hombre), así tampoco el hombre se aniquila por la dignidad (divina). Una y otra forma, en efecto, obra lo que le es propio en comunión con la otra, es decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo, la carne cumple lo que atañe a la carne. Uno de ellos resplandece por los milagros, el otro sucumbe por las injurias. Y así como el Verbo no se aparta de la igualdad de la gloria paterna, así tampoco la carne abandona la naturaleza de nuestro género". Y, después de referirse a numerosos textos evangélicos que constituyen la base de su doctrina, San León concluye: "No es de la misma naturaleza decir: 'Yo y el Padre somos uno' (Jn 10,30), que decir: 'El Padre es más grande que Yo´ (Jn 14,28). De hecho, aunque en el Señor Jesucristo haya una sola persona de Dios y del hombre, sin embargo, una cosa es aquello de lo que se deriva para el uno y para el otro la ofensa, y otra cosa es aquello de lo que emana para el uno y para el otro la gloria. De nuestra naturaleza Él tiene una humanidad inferior al Padre; del Padre le deriva una divinidad igual a la del Padre" (cf. DS DS 294-295).

Estas formulaciones del dogma cristológico, aún pudiendo aparecer difíciles, encierran y dejan traslucir el misterio del Verbum caro factum, anunciado en el prólogo del Evangelio de San Juan ante el cual sentimos la necesidad de postrarnos en adoración junto con aquellos altos espíritus que lo han honrado también con sus estudios y reflexiones para nuestra utilidad y la de toda la Iglesia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar a los peregrinos de España y América Latina presentes en este encuentro.

19 Mi saludo se dirige, en especial, al grupo de matrimonios de Barcelona. Agradezco profundamente a los profesores y alumnos de diversos colegios españoles, entre los que cabe mencionar a los de Madrid, Barcelona, Segovia, Sevilla, Murcia y Logroño, su presencia en esta Audiencia, así como las significativas muestras de filial cercanía y simpatía que han tenido a bien demostrarme. Mis queridos jóvenes, estamos a las puertas de la Semana Santa, tiempo dedicado por la Iglesia a la meditación y a la conmemoración de la muerte y resurrección del Hijo de Dios. Que esos días sean motivo de purificación de vuestras almas y de plegaria íntima con Cristo Señor. Así encontraréis la generosidad y el entusiasmo, propio del joven, para vivir mejor la fe y testimoniarla ante vuestros compañeros.

A todos los presentes de lengua española imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 30 de marzo de 1988


1. "El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás" (Is 50,5).

Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras del Profeta Isaías, tomadas de las lecturas de la liturgia de hoy, nos ayudan a comprender y a revivir los mismos sentimientos que Cristo tuvo en los días que precedieron inmediatamente al sacrificio pascual.

Jesús sabía lo que le iba a suceder, y su psicología humana obviamente estaba profundamente turbada por ello, si bien en lo íntimo de su corazón aceptaba plenamente, con espíritu de filial obediencia, la voluntad del Padre.

Jesús "no se echa atrás".

Ha escuchado al Padre, se ha fiado de Él, ha penetrado profundamente el sentido de su voluntad, ha comprendido su sabiduría, y la ha hecho propia con total convicción a pesar de la prueba terrible que le esperaba.

2. Jesús confía en ese mismo Dios que lo manda morir en la Cruz. Sabe que, más allá de la apariencia, ese mandamiento del Padre es en realidad un plan de amor, de rescate y de misericordia. Sabe que es el camino que lo lleva a la gloria.

Esta es la gran lección de la Semana Santa, durante la cual, en un intenso sucederse de acontecimientos, aparece en plena luz, a quien tiene ojos para ver, todo el sentido de la vida de Jesús y el porqué último de toda lo que Él había hecho anteriormente: de sus enseñanzas, viajes, milagros, directrices dadas a los discípulos y a los apóstoles.

20 A la luz de la Semana Santa comprendemos el sentido profundo de la vida de Cristo; en estos días de sufrimiento y de gloria se revela con plena claridad la grandeza de su amor por nosotros y adquiere significado conclusivo todo el conjunto de sus gestos anteriores, que aparecen ordenados al cumplimiento de su "hora", del acontecimiento dramático y sublime de la lucha y de la victoria final contra el poder de las tinieblas.

3. También nosotros, queridos hermanos y hermanas, estamos llamados a revivir, en estos días, las mismas disposiciones intimas de Jesús.

Muchos, en el mundo, están viviendo sentimientos semejantes por causas ajenas a su voluntad: amenazas inminentes, enfermedades mortales, incertidumbre del futuro, peligros a su seguridad y a su misma vida. Y si a nosotros se nos ahorran semejantes experiencias, queridísimos hermanos y hermanas, unámonos igualmente como creyentes, a los sentimientos del "Christus patiens", ofreciéndoles las pruebas del pasado y declarándonos dispuestos a aceptar las que Dios nos quiera mandar. "No nos echemos atrás".

Ofrezcamos también los sufrimientos de todos los que, no teniendo la luz de la fe, no saben por qué sufren. Oremos por ellos, para que puedan ser iluminados sobre el sentido de su sufrimiento. Y al mismo tiempo hagamos lo que esté de nuestra parte a fin de aliviar y, si es posible, eliminar dicho sufrimiento. Esta es también una enseñanza del Miércoles Santo, de la Semana Santa.

4. Los Evangelios aluden con breves pero intensísimas expresiones al crecimiento de la angustia de Jesús según se va acercando el momento del supremo sacrificio. Cinco días antes de la pascua judía Jesús dice que su alma está "turbada" (
Jn 12,27); la noche anterior al sacrificio en el huerto de los olivos, su alma "está triste hasta el punto de morir" (Mt 26,38 Mc 14,34).

Este "crescendo" del sufrimiento interior de Cristo, que responde tan bien a las leyes naturales de la psicología humana en semejantes circunstancias, nos hace comprender de modo muy emocionante cuán profundamente el Hijo de Dios encarnado es solidario con nuestros sufrimientos, cuán intensa y efectivamente ha vivido nuestra humanidad y ha participado de nuestra fragilidad.

Nunca como en estos días que preceden a la Pasión, Jesús parece abandonado a su humanidad, como uno cualquiera de nosotros, sin socorro y sin consuelo; pero, precisamente en esos días de aparente debilidad realiza Él, a través del sufrimiento y la deyección, la obra divina de la salvación. Efectivamente, el Hijo divino no abandona la propia divinidad, sino que sencillamente la esconde y hace operante la Vida precisamente allí donde parece triunfar la Muerte.

5. Queridos hermanos y hermanas: Confiemos en Aquel que nos manda la prueba. Confiemos y no nos rebelemos. Pidámosle tener en Él esta confianza. Efectivamente, aquí está el secreto de la vida y de la salvación. Pidámosle poder comprender lo que Él pretende decirnos mediante el sufrimiento. A través del sufrimiento Dios nos habla, nos instruye, nos guía. Nos salva. ¡Oh, qué importante es comprender estas cosas! Ciertamente es algo que va más allá de nuestras capacidades humanas, de las leyes de nuestra psicología. Es una sabiduría superior, que no aniquila la humana, sino que la enriquece, superándola y acogiendo la "lógica" del pensamiento de Dios.

Dichosos nosotros si sabemos ver la bondad de Dios incluso en el momento en el que nos manda la prueba. ¿Qué nos enseña Jesús? Precisamente esto: a confiar siempre en el Padre, aun en el momento de la cruz. Si el Padre manda la cruz existe un porqué. Y puesto que el Padre es bueno, ello no puede ser más que para nuestro bien. Esto nos dice la fe. Esto nos enseña Cristo en estos días antes de la Pasión.

"Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado" (Is 50,7-8).

Así prosigue el Profeta después del versículo que he citado al comienzo, en el que se declara dispuesto a aceptar 1a voluntad de Dios. Es el mismo estado de ánimo de Cristo al aproximarse la Cruz. Es la actitud de confianza. La naturaleza sugeriría decir: "¡Padre, líbrame de esta hora!" (Jn 12,27).

21 "¡He llegado a esta hora para esto!". Jesús no puede pedir ser librado de una "hora" que en el fondo, por obediencia al Padre, ha deseado siempre y es el momento decisivo y el evento que da sentido a toda su vida.

La Semana Santa nos pide de modo especial que hagamos nuestros estos sentimientos de Cristo, abriendo con confianza nuestro corazón a la voluntad del Padre, sabiendo que no quedaremos avergonzados, que está cerca de nosotros nuestro Abogado.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los visitantes y peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina.

De modo particular, saludo a las Religiosas Misioneras de la Enseñanza de España, al grupo de la Organización Nacional de Ciegos de Valencia, a un coro parroquial de Sevilla, al grupo de la misión católica española en Münster (Alemania), a dos grupos de visitantes guatemaltecos, y finalmente, saludo cordialmente a los numerosos grupos de estudiantes de diversas ciudades españolas y también de México.

Amadísimos todos: la Semana Santa nos invita de manera especial a hacer nuestros los sentimientos de Cristo, abriendo con confianza nuestro corazón a la voluntad del Padre, sabiendo que no quedaremos defraudados porque nos ama y nos salva.

A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.






Audiencias 1988 15