Audiencias 1988 69

69 6. En los tres encuentros fundamentales de Estrasburgo he lanzado un grito de alarma sobre la necesidad de salvaguardar algunos valores humanos que se hallan en serio peligro. Entre éstos, el sentido de la familia "que se desestabiliza y se disgrega por concepciones que desvalorizan el amor"; el respeto a los procesos genéticos cada vez más expuestos a "manipulaciones abusivas"; la defensa de la vida humana contra la práctica del aborto y la tentación de la eutanasia: la cuestión ecológica que ha llegado a ser hoy en día algo inaplazable; el problema de una sana educación de los jóvenes, y de su integración en el trabajo en un contexto social particularmente difícil. Al expresar el deseo de que se haga más eficaz la cooperación ya iniciada con las otras naciones, también con las del tercer mundo, pero en particular con las del Este europeo, me he constituido en intérprete de millones de hombres y mujeres "que se sienten vinculados por una historia común y que esperan en un destino de unidad y solidaridad a la medida de este continente".

Finalmente, en el discurso programático al Parlamento Europeo, he reafirmado el interés y el apoyo de la Iglesia para la integración de Europa, puesto que el cristianismo es la heredad común de todos sus pueblos; y he subrayado de nuevo que la fe cristiana es elemento fundamental de la identidad europea, exhortando a Europa a que vuelva a ser un faro de civilización mundial mediante la fe en Dios, la paz entre los hombres y el respeto de la naturaleza.

7. Echando ahora una mirada global a este viaje apostólico, que acabo de realizar en el centro de Europa, siento la necesidad de poner de relieve una vez más, como lo he hecho allí, el problema verdaderamente apremiante de la "segunda evangelización" de Europa, es decir, de la necesidad de reaccionar con coraje y decisión a la descristianización y de reconstruir las conciencias a la luz del Evangelio de Cristo, corazón de la civilización europea, como ya tuve ocasión de decir a los obispos europeos participantes en el VI Simposio (11 de octubre, 1985) y de escribir en la Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas (2 de enero, 1986). Debemos comprometernos todos a reconstruir la unidad en la verdad, escuchando el mensaje de Cristo y viviéndolo con coherencia.

Nos asista, nos inspire, nos ayude María Santísima, a quien pedimos que sostenga la fe de sus hijos en toda Europa.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España aquí presentes. En particular, saludo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y almas consagradas y les invito a un renovado empeño en testimoniar con ilusión y alegría la Buena Nueva de Cristo que nos salva y que nos hace sentir hermanos.

A todas les personas, familias y grupos de lengua española imparto con gran afecto mi bendición apostólica.



Miércoles 19 de octubre de 1988

Valor del sufrimiento y de la muerte de Cristo

1. Los datos bíblicos e históricos sobre la muerte de Cristo que hemos resumido en las catequesis precedentes, han sido objeto de reflexión en la Iglesia de todos los tiempos, por parte de los primeros Padres y Doctores, por los Concilios Ecuménicos, por los teólogos de las diversas escuelas que se han formado y sucedido durante los siglos hasta hoy.

70 El objeto principal del estudio y de la investigación ha sido y es el del valor de la pasión y muerte de Jesús de cara a nuestra salvación. Los resultados conseguidos sobre este punto, además de hacemos conocer mejor el misterio de la redención, han servido para arrojar nueva luz también sobre el misterio del sufrimiento humano, del cual se han podido descubrir dimensiones impensables de grandeza, de finalidad, de fecundidad, ya desde que se ha hecho posible su comparación, y más aún, su vinculación con la Cruz de Cristo.

2. Elevemos los ojos, ante todo, hacia Él que cuelga de la Cruz y preguntémonos: ¿quién es éste que sufre? Es el Hijo de Dios: hombre verdadero, pero también Dios verdadero, como sabemos por los Símbolos de la fe. Por ejemplo el de Nicea lo proclama "Dios verdadero de Dios verdadero... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo, se encarnó y... padeció" (
DS 125). El Concilio de Éfeso, por su parte, precisa que "el Verbo de Dios sufrió en la carne" (DS 263).

"Dei Verbum passum carne": es una síntesis admirable del gran misterio del Verbo encarnado, Jesucristo, cuyos sufrimientos humanos pertenecen a la naturaleza humana, pero se deben atribuir, como todas sus acciones, a la Persona divina. ¡Se tiene, pues, en Cristo a un Dios que sufre!

3. Es una verdad desconcertante. Ya Tertuliano preguntaba a Marción: "¿Sería quizá muy necio creer en un Dios que ha nacido de una Virgen, precisamente carnal y que ha pasado por la humillación de la naturaleza...? Por el contrario di que es sabiduría de un Dios crucificado" (De carne Christi, 4, 6-5, 1).

La teología ha precisado que lo que no podemos atribuir a Dios como Dios, sino por un metáfora antropomórfica que nos hace hablar de su sufrimiento de sus arrepentimientos de sus arrepentimientos, etc., Dios lo ha realizado en su Hijo, el Verbo, que ha asumido la naturaleza humana en Cristo. Y si Cristo es Dios que sufre en la naturaleza humana, como hombre verdadero nacido de María Virgen y sometido a los acontecimientos y a los dolores de todo hijo de mujer, siendo Él una persona divina, como Verbo, da un valor infinito a su sufrimiento y a su muerte, que así entra en el ámbito misterioso de la realidad humano-divina y toca, sin deteriorarla, la gloria y la felicidad infinita de la Trinidad.

Sin duda, Dios en su esencia permanece más allá del horizonte del sufrimiento humano-divino: pero la pasión y muerte de Cristo penetran, rescatan y ennoblecen todo el sufrimiento humano, ya que Él, al encarnarse, ha querido ser solidario con la humanidad, la cual, poco a poco, se abre a la comunión con Él en la fe y el amor.

4. El Hijo de Dios, que asumió el sufrimiento humano es, pues, un modelo divino para todos los que sufren, especialmente para los cristianos que conocen y aceptan en la fe el significado y el valor de la Cruz. El Verbo encarnado sufrió según el designio del Padre también para que pudiéramos "seguir sus huellas", como recomienda San Pedro (1P 2,21 cf. S. Th. ). Sufrió y nos enseñó a sufrir.

5. Lo que más destaca en la pasión y muerte de Cristo es su perfecta conformidad con la voluntad del Padre, con aquella obediencia que siempre ha sido considerada como la disposición más característica y esencial del sacrificio.

San Pablo dice de Cristo que se "hizo obediente hasta la muerte de Cruz" (Ph 2,8), alcanzando, así, el máximo desarrollo de la kénosis incluida en la encarnación del Hijo de Dios, en contraste con la desobediencia de Adán, que quiso "retener" la igualdad con Dios (cf. Ph 2,6).

El "nuevo Adán" realizó de esta forma un vuelco de la condición humana (una "recirculatio", como dice San Ireneo): Él, "siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo" (Ph 2,6-7). La Carta a los Hebreos recalca el mismo concepto. "Aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencial" (He 5,8). Pero es Él mismo el que en vida y en muerte, según los Evangelios, se ofreció a sí mismo al Padre en plenitud de obediencia. "No sea lo que yo quiero sino lo que quieras Tú" (Mc 14,36). "Padre en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46). San Pablo sintetiza todo esto cuando dice que el Hijo de Dios hecho hombre se "humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz" (Ph 2,8).

6. En Getsemaní vemos lo dolorosa que fue esta obediencia: "¡Abbá, Padre!: todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14,36). En ese momento se produce en Cristo una agonía del alma, mucho más dolorosa que la corporal (cf. S. Th. III 46,6), por el conflicto interior entre las "razones supremas" de la pasión, fijada en el designio de Dios, y la percepción que tiene Jesús en la finísima sensibilidad de su alma, de la enorme maldad del pecado que parece volcarse sobre Él, hecho casi "pecado" (es decir, víctima del pecado), como dice San Pablo (cf. 2Co 5,21), para que el pecado universal fuera expiado en Él. Así, Jesús llega a la muerte como el acto supremo de obediencia: "Padre en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46): el espíritu, o sea, el principio de la vida humana.

71 Sufrimiento y muerte son la manifestación definitiva de la obediencia total del Hijo al Padre. ¡El homenaje y el sacrificio de la obediencia del Verbo encarnado son una admirable concreción de disponibilidad filial, que desde el misterio de la encarnación sufre, y, de alguna forma, penetra en el misterio de la Trinidad! Con el homenaje perfecto de su obediencia Jesucristo lora una perfecta victoria sobre la desobediencia de Adán y sobre todas las rebeliones que pueden nacer en los corazones humanos, muy especialmente por causa del sufrimiento y de la muerte, de manera que aquí también puede decirse que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). Jesús reparaba, en efecto, la desobediencia, que siempre está incluida en el pecado humano, satisfaciendo en nuestro lugar las exigencias de la justicia divina.

7. En toda obra salvífica, consumada en la pasión y en la muerte en Cruz, Jesús llevó al extremo la manifestación del amor divino hacia los hombres, que está en el origen tanto de su oblación, como del designio del Padre.

"Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias" (Is 53,3), Jesús mostró toda la verdad contenida en aquellas palabras proféticas: "Nadie tiene amor mayor, que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Haciéndose "varón de dolores" estableció una nueva solidaridad de Dios con los sufrimientos humanos. Hijo eterno del Padre, en comunión con Él en su gloria eterna, al hacerse hombre se guardó bien la de reivindicar privilegios la gloria terrena o al menos de exención del dolor, pero entró en el camino de la cruz y escogió como suyos los sufrimientos, no sólo físicos, sino morales que le acompañaron hasta la muerte; todo por amor nuestro, para dar a los hombres la prueba decisiva de su amor, para reparar el pecado de los hombres y reconducirlos desde la dispersión hasta la unidad (cf. Jn 11,52). Todo porque en el amor de Cristo se reflejaba el amor de Dios hacia la humanidad.

Así puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que explica la liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que "de esta forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación humana" (III 46,3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que escribe: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).

8. Ante este misterio, podemos decir que sin el sufrimiento y la muerte de Cristo, el amor de Dios hacia los hombres no se habría manifestado en toda su profundidad y grandeza. Por otra parte, el sufrimiento y la muerte se han convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más generoso, como ha ocurrido con tantos Santos que pueden ser justamente llamados los "héroes de la Cruz" y como sucede siempre con muchas criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor reflejando en sí mismas el rostro llagado de Cristo. Se asocian así a su oblación redentora.

9. Falta añadir que Cristo, en su humanidad unida a la divinidad, y hecha capaz, en virtud de la abundancia de la caridad y de la obediencia, de reconciliar al hombre con Dios (cf. 2Co 5,19), se establece como único Mediador entre la humanidad y Dios, a un nivel muy superior al que ocupan los Santos del Antiguo y Nuevo Testamento, y la misma Santísima Virgen María, cuando se habla de su mediación o se invoca su intercesión.

Estamos, pues, ante nuestro Redentor, Jesucristo crucificado, muerto por nosotros por amor y convertido por ello en autor de nuestra salvación.

Santa Catalina de Siena, con una de sus imágenes tan viva y expresivas, lo compara a un "puente sobre el mundo". Sí, Él es verdaderamente el Puente y el Mediador, porque a través de Él viene todo don del cielo a los hombres y suben a Dios todos nuestros suspiros e invocaciones de salvación (cf. S. Th. III 26,2). Abracémonos, con Catalina y tantos otros "Santos de la Cruz" a este Redentor nuestro dulcísimo y misericordiosísimo, que la Santa de Siena llamaba Cristo-Amor. En su corazón traspasado está nuestra esperanza y nuestra paz.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más cordial saludo se dirige a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta audiencia.

72 De modo especial deseo saludar a las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia. Vosotras, que por amor al Reino de Dios, habéis elegido libremente un peculiar estilo de vida para servir así mejor a la Iglesia y a los hermanos, manteneos firmes en vuestra vocación, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.

Me es grato saludar a la peregrinación de Panamá. Cuando regreséis a vuestros hogares, decid que el Papa sigue muy de cerca la delicada situación por la que atraviesa vuestra nación y que reza insistentemente para que las exigencias del bien común, en un clima de respeto a la dignidad de la persona humana, sean las normas de conducta que inspiren a los responsables de la gestión pública.

A todos vosotros, así como a los llegados de América Latina y de España, imparto complacido mi bendición apostólica.



Miércoles 26 de octubre de 1988

Valor sustitutivo y representativo del sacrificio de Cristo,

víctima de expiación "por los pecados" de todo el mundo

1. Tomemos de nuevo algunos conceptos que la tradición de los Padres ha sacado de las fuentes bíblicas en el intento de explicar las "riquezas insondables" (Ep 3,8) de la redención.

Ya hemos aludido a ellos en las últimas catequesis, pero merecen ser ilustrados, de forma más particularizada por su importancia teológica y espiritual.

2. Cuando Jesús dice: "El Hijo del hombre... no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45) resume en estas palabras el objetivo esencial de su misión mesiánica: "dar su vida en rescate". Es una misión redentora. Lo es para toda la humanidad, porque decir, "en rescate por muchos", según el modo semítico de expresar los pensamientos, no excluye a nadie. A la luz de este valor redentor habla sido ya vista la misión del Mesías en el libro del Profeta Isaías, y, particularmente, en los "Cánticos del Siervo de Yahvé": "¡Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (Is 53,4-5).

3. Estas palabras proféticas nos hacen comprender mejor lo que Jesús quiere decir cuando habla de que el Hijo del hombre ha venido "para dar su vida en rescate por muchos". Quiere decir que ha dado su vida "en nombre" y en sustitución de toda la humanidad, para liberar a todos del pecado. Esta "sustitución" excluye cualquier participación en el pecado por parte del Redentor. Él fue absolutamente inocente y santo. Tu solus sanctus! Decir que una persona ha sufrido un castigo en lugar de otra implica, evidentemente, que ella no ha cometido la culpa. En su sustitución redentora (substitutio), Cristo, precisamente por su inocencia y santidad "vale ciertamente lo que todos", como escribe San Cirilo de Alejandría (In Isaiam 5, 1; PG 70,1 176; In 2CO 5,21, PG 74, 945). Precisamente porque "no cometió pecado" (1P 2,22), pudo tomar sobre sí lo que es efecto del pecado, es decir, el sufrimiento y la muerte, dando al sacrificio de la propia vida un valor real y un significado redentor perfecto.

4. Lo que confiere a la sustitución su valor redentor no es el hecho material de que un inocente haya sufrido el castigo merecido por los culpables y que así la justicia haya sido satisfecha de algún modo (en realidad, en tal caso se debería más bien hablar de grave injusticia). El valor redentor, por el contrario, viene de la realidad de que Jesús, siendo inocente, se ha hecho, por puro amor, solidario con los culpables y así ha transformado, desde dentro, su situación. En efecto, cuando una situación catastrófica como la provocada por el pecado es asumida por puro amor en favor de los pecadores, entonces tal situación ya no está más bajo el signo de la oposición a Dios, sino, al contrario, bajo el de la docilidad al amor que viene de Dios (cf. Gál Ga 1,4) y se convierte, de esta forma, en fuente de bendición (Ga 3,13-14). Cristo, ofreciéndose a sí mismo "en rescate por muchos" ha llevado a cabo hasta el fin su solidaridad con el hombre, con cada hombre, con cada pecador. Lo manifiesta el Apóstol cuando escribe: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron" (2Co 5,14). Cristo, pues, se hizo solidario con cada hombre en la muerte, que es un efecto del pecado. Pero esta solidaridad de ninguna forma era en Él efecto del pecado; era, por el contrario, un acto gratuito de amor purísimo.El amor "indujo" a Cristo a "dar la vida", aceptando la muerte en la cruz. Su solidaridad con el hombre en la muerte consiste, pues en el hecho de que sólo Él murió como muere el hombre ?como muere cada hombre? pero murió por cada hombre. De tal forma, esta "sustitución" significa la "sobreabundancia" del amor, que permite superar todas las "carencias" o insuficiencias del amor humano, todas las negaciones y contrariedades ligadas con el pecado del hombre en toda dimensión, interior e histórica, en la que este pecado ha gravado la relación del hombre con Dios.

73 5. Sin embargo, en este punto vamos más allá de la medida puramente humana del "rescate" que Cristo ha ofrecido "por todos". Ningún hombre, aunque fuera el más santo, podía tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio "por todos". Sólo Jesucristo era capaz de ello, porque, aún siendo verdadero hombre, era Dios-Hijo, de la misma sustancia del Padre. El sacrificio de su vida humana tuvo por este motivo un valor infinito. La subsistencia en Cristo de la Persona divina del Hijo, la cual supera y abraza al mismo tiempo a todas las personas humanas, hace posible su sacrificio redentor "por todos". "Jesucristo valía por todos nosotros", escribe San Cirilo de Alejandría (cf. In Isaiam 5, 1; PG 70,1 176). La misma trascendencia divina de la persona de Cristo hace que Él pueda "representar" ante el Padre a todos los hombres. En este sentido se explica el carácter "sustitutivo" de la redención realizada por Cristo: en nombre de todos y por todos. "Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis iustificationem meruit" enseña el Concilio de Trento (Decreto sobre la justificación, cap. 7: DS 1 DS 529), subrayando su valor meritorio del sacrificio de Cristo.

6. Aquí se ha de notar que este mérito es universal, es decir, valedero para todos los hombres y para cada uno, porque está basado en una representatividad universal, puesta a la luz por los textos que hemos visto sobre la sustitución de Cristo en el sacrificio por todos los demás hombres. Él valía "lo que todos nosotros", como ha dicho San Cirilo de Alejandría, podía por sí solo sufrir por todos (cf. In Isaiam 5, 1: PG 70,1 176 In 2CO 5,21, PG 74, 945). Todo ello está incluido en el designio salvífico de Dios y en la vocación mesiánica de Cristo.

7. Se trata de una verdad de fe, basada en palabras de Jesús, claras e inequívocas, repetidas por Él también en el momento de la institución de la Eucaristía. Nos las transmite San Pablo en un texto que es considerado como el más antiguo sobre este punto: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" (1Co 11,23). Con este texto concuerdan los sinópticos que hablan del cuerpo que "se da" y de la sangre que será "derramada... en remisión de los pecados" (cf. Mc 14,22-24 Mt 26, 26-28, Lc 22,19-20). También en la oración sacerdotal de la última Cena, Jesús dice: "Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,19). El eco y, en cierto modo, la precisión del significado de estas palabras de Jesús se encuentra en la primera carta de San Juan: "Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1Jn 2,2). Como se ve, San Juan nos ofrece la interpretación auténtica de los demás textos sobre el valor sustitutivo del sacrificio de Cristo, en el sentido de la universalidad de la redención.

8. Esta verdad de nuestra fe no excluye, sino que exige, la participación del hombre, de cada hombre, en el sacrificio de Cristo, la colaboración con el Redentor. Sí, como hemos dicho más arriba, ningún hombre podía llevar a cabo la redención, ofreciendo un sacrificio sustitutivo "por los pecados de todo el mundo" (cf. 1Jn 2,2), también es verdad que cada uno es llamado a participar en el sacrificio de Cristo, a colaborar con Él en la obra de la redención que Él mismo ha realizado. Lo dice explícitamente el Apóstol Pablo cuando escribe a los Colosenses: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). El mismo Apóstol escribe también: "Estoy crucificado con Cristo" (Ga 2,20). Estas afirmaciones no parten sólo de una experiencia y de una interpretación personal de Pablo, sino que expresan la verdad sobre el hombre, redimido sin duda a precio de la Cruz de Cristo, y también llamado al mismo tiempo a "completar en la propia carne lo que falta" a los sufrimientos de Cristo por la redención del mundo. Todo esto se sitúa en la lógica de la alianza entre Dios y el hombre y supone, en éste último, la fe como vía fundamental de su participación en la salvación que viene del sacrificio de Jesús sobre la Cruz.

9. Cristo mismo ha llamado y llama constantemente a sus discípulos a esta participación: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mc 8,34). Más de una vez también habla de las persecuciones que esperan a sus discípulos: "El siervo no es más que su Señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15,20). "Lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn 16,20). Estos y otros textos del Nuevo Testamento han basado, justamente, la tradición teológica, espiritual y ascética que desde los tiempos más antiguos ha mantenido la necesidad y mostrado los caminos del seguimiento de Cristo en la pasión, no sólo como imitación de sus virtudes, sino también como cooperación en la redención universal con la participación en su sacrificio.

10. He aquí uno de los puntos de referencia de la espiritualidad cristiana específica que estamos llamados a reactivar en nuestra vida por fuerza del mismo bautismo que, según el decir de San Pablo (cf. Rom Rm 6,3-4), actúa sacramentalmente nuestra muerte y sepultura sumergiéndonos en el sacrificio salvífico de Cristo: si Cristo ha redimido a la humanidad, aceptando la cruz y la muerte "por todos", esta solidaridad de Cristo con cada hombre contiene en sí la llamada a la cooperación solidaria con Él en la obra de la redención. Tal es la elocuencia del Evangelio. Así es, sobre todo, la elocuencia de la cruz. Así, la importancia del bautismo que, como veremos en su momento, actúa ya en sí la participación del hombre, de todo hombre, en la obra salvífica, en la que está asociado a Cristo por una misma vocación divina.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos de lengua española. En particular a las Religiosas de María Reparadora que hacen en Roma un curso de renovación espiritual.

Igualmente a la nutrida representación de la Familia Salesiana de México, que peregrina a Roma y Turín con ocasión del centenario de la muerte de San Juan Bosco.

Finalmente saludo a los componentes de la peregrinación organizada por “Mundo Cristiano” con motivo del 25° aniversario de su fundación. A todos aliento a un decidido compromiso cristiano, dando testimonio de los valores evangélicos en la sociedad, en la vida profesional y familiar.

74 A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Noviembre de 1988

Miércoles 2 de noviembre de 1988

Meditar en la muerte desde la victoria de Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

1. La festividad litúrgica de hoy, 2 de noviembre, nos orienta hacia pensamientos de eternidad. Esta abre ante nosotros la perspectiva de aquel "cielo nuevo" y de aquella "tierra nueva" (Ap 21,1) que serán la "morada de Dios con los hombres" (v. 3). Entonces Dios "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (v. 4).

Esta perspectiva es ya una realidad vivida por la inmensa constelación de Santos que gozan en el cielo de la visión beatífica de Dios. Ayer nos detuvimos a contemplar su gloria, alegrándonos en la esperanza de poder compartir un día con ellos la misma gloria, acordándonos de la promesa de Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Voy a prepararos un lugar" (Jn 14,2).

En esta certeza se funda la serenidad del cristiano de cara a la muerte. No deriva de una especie de insensibilidad o de resignación apática ante este hecho como tal, sino de la convicción de que la muerte no tiene la última palabra en el destino humano, contrariamente a lo que parece. La muerte puede y debe ser vencida desde la vida. La perspectiva última, la esperanza para el cristiano que vive en gracia de Dios no es la muerte, sino la vida. Y la vida eterna, como dice la Escritura. es una participación plena e indefectible en la vida misma infinita de Dios, más allá de los límites de la vida presente y de la muerte.

2. La conmemoración hoy de todos los fieles difuntos nos lleva lógicamente a meditar en la muerte, este hecho misterioso y desconcertante, que conocemos todos bien, pero que quizá a veces tratamos de apartar del horizonte de nuestra conciencia como un pensamiento inoportuno y molesto, creyendo que así se lleva una vida más serena. Sucede así que hasta en ciertas circunstancias -por ejemplo ciertas enfermedades graves- en las que viene espontáneamente tal pensamiento, se trate más bien de alejarlo de nosotros y de los demás, creyendo quizá así ser piadosos y delicados. Deberíamos quizá preguntarnos, también nosotros cristianos, si, cómo y cuánto sabemos pensar en la muerte.

Con todo, una de las verdades fundamentales de nuestro Credo ¿no es quizá una cierta concepción sobre la muerte? ¿No ofrece nuestra fe una luz decisiva sobre el significado y, podríamos decir, sobre el valor de la muerte? De hecho, precisamente así es, queridos hermanos y hermanas: para nosotros cristianos, es y permanece como un hecho negativo, hacia el que se rebela nuestra naturaleza: sin embargo, como sabemos, Cristo supo hacer de la muerte un acto de ofrecimiento, un acto de amor, un acto de rescate y de liberación del pecado y de la misma muerte. Aceptando cristianamente la muerte vencemos para siempre a la muerte.

3. ¿Qué pedimos, queridos hermanos, para nuestros difuntos? ¿Qué esperamos? Su liberación de todo mal, tanto de la culpa como del sufrimiento. Es la esperanza inspirada por la palabra indestructible de Cristo y por el mensaje trascendente de la Sagrada Escritura. El cristianismo es victoria final y cierta sobre toda forma de mal: sobre el pecado, primeramente, y "en el último día" sobre la muerte y sobre todo sufrimiento.

75 Aquí abajo nuestra liberación comienza con la del pecado, que es lo fundamental y la condición para todo lo demás. Queda el sufrimiento, como medio de expiación y rescate. Pero si morimos en gracia de Dios, sabemos con certeza que entraremos en la vida y en la felicidad y que nuestra alma se unirá un día a ese cuerpo que fue deshecho por la muerte, para que también él participe, de alguna forma, de la visión beatífica del paraíso.

4. "El Señor es mi luz y mí salvación, / ¿a quién temeré? / El Señor es la defensa de mi vida, / ¿quién me hará temblar? / Una cosa pido al Señor, / eso buscaré: / habitar en la casa del Señor / por los días de mi vida" (Sal 26/27, 1. 4 ).

La vida de aquí abajo no es un camino hacia la muerte, sino hacia la vida, hacia la luz, hacia el Señor. La muerte, empezando por la del pecado, puede y debe ser vencida.

Oremos por nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido en el camino aquí combatiendo la "buena batalla" de la fe y pidamos por ellos: "Dales Señor el descanso eterno, / y brille para ellos la luz perpetua".

Les recordamos así para que estén en el descanso, en la paz. Para que puedan gozar de los frutos de sus fatigas y renuncias. Para que sus sufrimientos no hayan sido vanos. Para que gocen lo que desearon "Habitar en la casa del Señor por los días de su vida".

Con mi bendición.

Saludos

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.




Miércoles 9 de noviembre de 1988

Sentido del sufrimiento a la luz de la pasión del Señor

"Si el grano de trigo... muere, da mucho fruto"

(Jn 12,24).

76 1. La redención realizada por Cristo al precio de la pasión y muerte de cruz, es un acontecimiento decisivo y determinante en la historia de la humanidad, no sólo porque cumple el supremo designio divino de justicia y misericordia, sino también porque revela a la conciencia del hombre un nuevo significado del sufrimiento. Sabemos que no hay un problema que pese más sobre el hombre que éste, particularmente en su relación con Dios. Sabemos que desde la solución del problema del sufrimiento se condiciona el valor de la existencia del hombre sobre la tierra. Sabemos que coincide, en cierta medida, con el problema del mal, cuya presencia en el mundo cuesta tanto aceptar.

La cruz de Cristo ?la pasión? arroja una luz completamente nueva sobre este problema, dando otro sentido al sufrimiento humano en general.

2. En el Antiguo Testamento el sufrimiento es considerado, globalmente, como pena que debe sufrir el hombre, por parte de Dios justo, por sus pecados. Sin embargo, permaneciendo en el ámbito de tal horizonte de pensamiento, basado en una revelación divina inicial, el hombre encuentra dificultad al dar razón del sufrimiento del que no tiene culpa, o lo que es lo mismo, del inocente. Problema tremendo cuya expresión "clásica" se encuentra en el Libro de Job. Añádase, sin embargo, que en el Libro de Isaías el problema se ve ya desde una luz nueva, cuando parece que la figura del Siervo de Yahvé constituye una preparación particularmente significativa y eficaz en relación con el misterio pascual, en cuyo centro se colocará, junto al "Varón de dolores", Cristo, el hombre sufriente de todos los tiempos y de todos los pueblos.

El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, "el Santo que sufre", el Inocente que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene una profundidad mucho mayor en relación con la de todos los otros hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los que sufren en el mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél ?el único? que no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo es también el que lo ha aceptado en la forma más plena y decidida, lo ha aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa ese deseo suyo, esa especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf.
Jn 18,11), y esto "por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo el mundo", como explica el Apóstol San Juan (1Jn 2,2). En tal deseo, que se comunica también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de la redención del mundo mediante la cruz. La potencia redentora del sufrimiento está en el amor.

3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento. Ya no basta ver en él un castigo por los pecados. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa "lo que falta a las tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo" (cf. Col Col 1,24): el Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal.

4. En su enseñanza, llamada normalmente prepascual, Jesús dio a conocer más de una vez que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente como pena por el pecado, es insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le hablaron de algunos galileos "cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios", Jesús preguntó: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas...? aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?" (Lc 13,1-2 Lc 13,4). Jesús cuestiona claramente tal modo de pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel tiempo, y hace comprender que la "desgracia" que comporta sufrimiento no se puede entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. "No, os lo aseguro" ?declara Jesús?, y añade: "Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13,3-4). En el contexto, confrontando estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que Jesús trata de subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal, el mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los seres humanos, la raíz última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado sólo por miedo al castigo que se puede derivar de él para el que lo comete. Es menester "convertirse" verdaderamente al bien, de forma que la ley de la solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la comunión con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás miembros de la familia humana.

5. En ese sentido suenan las palabras pronunciadas por Jesús mientras curaba al ciego de nacimiento. Cuando los discípulos le preguntaron. "Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Jesús respondió: "Ni él pecó, ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9,1-3). Jesús, dando la vista al ciego, dio a conocer las "obras de Dios", que debían revelarse en aquel hombre disminuido, en favor de él y de cuantos llegaran a conocer el hecho. La curación milagrosa del ciego fue un "signo" que llevó al curado a creer en Cristo e introdujo en el ánimo de otros un germen saludable de inquietud (cf. Jn 9,16). En la profesión de fe del que recibió el milagro se manifestó la esencial "obra de Dios", el don salvífico que recibió junto con el don de la vista: "¿Tú crees en el Hijo del hombre? ... ¿Y quién es, Señor, para que crea en él?... Le has visto; el que está hablando contigo, ese es... ¡Creo, Señor!" (Jn 9,35-38).

6. En el fondo de este acontecimiento vislumbramos algún aspecto de la verdad del dolor a la luz de la cruz. En realidad, un juicio que vea el sufrimiento exclusivamente como castigo del pecado, va contra el amor del hombre. Es lo que aparece ya en el caso de los interlocutores de Job, que le acusan sobre la base de argumentos deducidos de una concepción de la justicia carente de toda apertura al amor (cf. Job Jb 4 ss). Esto se ve mejor aún en el caso del ciego de nacimiento: "¿Quién pecó, el o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9,2). Es como señalar con el dedo a alguno. Es un sentenciar que pasa del sufrimiento visto como tormento físico, al entendido como castigo por el pecado: alguno debe haber pecado en ese caso, el interesado o sus padres. Es una censura moral: ¡sufre, por eso, debe haber sido culpable!

¡Para poner fin a este modo mezquino e injusto de pensar, era necesario que se revelase en su radicalidad el misterio del sufrimiento del Inocente, del Santo, del "Varón de dolores"! Desde que Cristo escogió la cruz y murió en el Gólgota, todos los que sufren, particularmente los que sufren sin culpa, pueden encontrarse con el rostro del "Santo que sufre", y hallar en su pasión la verdad total sobre el sufrimiento, su sentido pleno, su importancia.

7. A la luz de esta verdad, todos los que sufren pueden sentirse llamados a participar en la obra de la redención realizada por medio de la cruz. Participar en la cruz de Cristo quiere decir creer en la potencia salvífica del sacrificio que todo creyente puede ofrecer junto al Redentor. Entonces el sufrimiento se libera de la sombra del absurdo, que parece recubrirlo, y adquiere una dimensión profunda, revela su significado y valor creativo. Se diría, entonces, que cambia el escenario de la existencia, del que se aleja cada vez más la potencia destructiva del mal, precisamente porque el sufrimiento produce frutos copiosos. Jesús mismo nos lo revela y promete, cuando dice: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12,23-24) ¡Desde la cruz a la gloria!

8. Es necesario iluminar con la luz del Evangelio otro aspecto de la verdad del sufrimiento. Mateo nos dice que "Jesús recorría las aldeas... proclamando la Buena Nueva del reino y sanando toda enfermedad y dolencia" (Mt 9,35). Lucas a su vez narra que cuando interrogaron a Jesús sobre el significado correcto del mandamiento del amor, respondió con la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,30-37). De estos textos se deduce que, según Jesús, el sufrimiento debe impulsar, de forma particular, al amor al prójimo y al compromiso por prestarle los servicios necesarios. Tal amor y tales servicios, desarrollados en cualquier forma posible, constituyen un valor moral fundamental que "acompaña" al sufrimiento. Más aún, Jesús, hablando del juicio final, ha dado particular relieve al concepto de que toda obra de amor llevada a cabo en favor del hombre que sufre, se dirige al Redentor mismo: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25,35-36). En estas palabras se basa toda la ética "cristiana del servicio, también el social, y la valoración definitiva del sufrimiento aceptado a la luz de la cruz.

77 ¿No se podía sacar de aquí la respuesta que, también hoy, espera la humanidad? Esa sólo se puede recibir de Cristo crucificado, "el Santo que sufre", que puede penetrar en el corazón mismo de los problemas humanos más tormentosos, porque ya está junto a todos los que sufren y le piden la infusión de una esperanza nueva.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todas las personas, familias y peregrinaciones procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, saludo al grupo de Religiosas de María Inmaculada, que están haciendo en Roma un curso de renovación, y las aliento a un ilusionado dinamismo apostólico, que encuentre en Cristo su fuente y motivo de alegría.

Saludo igualmente al grupo de muchachos del “Hogar del Niño”, de Chinandega, Nicaragua. Llevad con vosotros el saludo afectuoso del Papa a todos los niños y niñas de vuestro país; el cual acompaño con mi oración para que el Señor infunda deseos de paz y entendimiento entre todos los nicaragüenses.

Complacido imparto a todos mi bendición apostólica.






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