Audiencias 1988 84

84 Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo 30/31: el Salmo del afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que la va a realizar: "A tus manos encomiendo mi espíritu, tú el Dios leal me librarás" (Sal 30/31, 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea también algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su vida. Pero en la narración del Evangelista, aquellas palabras en boca de Jesús adquieren un nuevo valor.

3. Con la invocación "Padre" ("Abbá"), Jesús confiere un acento filial a su abandono en las manos de! Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en perfecta conformidad con el querer del Padre, con la finalidad de amor que el Padre le ha confiado y que el Hijo conoce bien.

En la perspectiva del Salmista el hombre, afectado por la desventura y afligido por el dolor, pone su espíritu en manos de Dios para huir de la muerte que le amenaza. Jesús, por el contrario, acepta la muerte y pone su espíritu en manos del Padre para atestiguarle su obediencia y manifestarle su confianza en una nueva vida. Su abandono es, pues, más pleno y radical, más audaz, más definitivo, más cargado de voluntad oblativa.

4. Además, este último grito completa el primero, como hemos notado desde el principio. Retomemos los dos textos y veamos qué resulta de su comparación. Ante todo bajo el aspecto meramente lingüístico y casi semántico.

El término "Dios" del Salmo 21/22 se toma, en el primer grito, como una invocación que puede significar extravío del hombre en la propia nada ante la experiencia del abandono por parte de Dios, considerado en su trascendencia y experimentado casi en un estado de "separación" (el "Santo", el Eterno, el Inmutable). En el grito posterior Jesús recurre al Salmo 30/31 insertando la invocación de Dios como Padre (Abbá), apelativo que le es habitual y con el que se expresa bien la familiaridad de un intercambio de calor paterno y de actitud filial.

Además: en el primer grito Jesús también incluye un "por qué" a Dios, ciertamente con profundo respeto hacia su voluntad, su potencia, su grandeza infinita, pero sin reprimir el sentido de turbación humana que suscita una muerte como aquella. Ahora, por el contrario, en el segundo grito, está la expresión de abandono confiado en los brazos del Padre sabio y benigno, que lo dispone y rige todo con amor. Ha habido un momento de desolación, en el que Jesús se ha sentido sin apoyo y defensa por parte de todos, incluso hasta de Dios: un momento tremendo; pero ha sido superado pronto gracias al acto de entrega de Sí en manos del Padre, cuya presencia amorosa e inmediata advierte Jesús en la estructura más profunda de su propio Yo, ya que Él esta en el Padre como el Padre está en Él (cf.
Jn 10,38 Jn 14,10 s. ), ¡también en la cruz!

5. Las palabras y gritos de Jesús en la cruz, para que puedan comprenderse, deben considerarse en relación a lo que Él mismo había anunciado anteriormente, en las predicciones de su muerte y en la enseñanza sobre el destino del hombre a una nueva vida. La muerte es para todos un paso a la existencia en el más allá; para Jesús es, más todavía, la premisa de la resurrección que tendrá lugar al tercer día. La muerte, pues, tiene siempre un carácter de disolución del compuesto humano, disolución que suscita repulsa; pero tras el grito primero, Jesús pone con gran serenidad su espíritu en manos del Padre, en vistas a la nueva vida y, más aún, a la resurrección de la muerte, que señalará la coronación de misterio pascual. Así, después de todos los tormentos de los sufrimientos padecidos, físicos y morales, Jesús abraza la muerte como una entrada en la paz inalterable de ese "seno del Padre" hacia el que ha estado dirigida toda su vida.

6. Jesús con su muerte revela que al final de la vida el hombre no está destinado a sumergirse en la oscuridad, en el vacío existencial, en la vorágine de la nada, sino que está invitado al encuentro con el Padre, hacia el que se ha movido en el camino de la fe y del amor durante la vida, y en cuyos brazos se ha arrojado con santo abandono en la hora de la muerte. Un abandono que, como el de Jesús, comporta el don total de sí por parte de un alma que acepta ser despojada de su cuerpo y de la vida terrestre, pero que sabe que encontrará la nueva vida, la participación en la vida misma de Dios en el misterio trinitario, en los brazos y en el corazón del Padre.

7. Mediante el misterio inefable de la muerte, el alma del Hijo llega a gozar de la gloria del Padre en la comunión del Espíritu (Amor del Padre y del Hijo). Esta es la "vida eterna", hecha de conocimiento, de amor, de alegría y de paz infinita.

El Evangelista Juan dice de Jesús que "entregó el espíritu" (Jn 19,30). Mateo, que "exaló el espíritu" (Mt 27,50), Marcos y Lucas, que "expiró" (Mc 15,37 Lc 23,46). Es el alma de Jesús que entra en la visión beatífica en el seno de la Trinidad. En esta luz de eternidad puede captarse algo de la misteriosa relación entre la humanidad de Cristo y la Trinidad, que aflora en la Carta a los Hebreos cuando, hablando de la eficacia salvífica de la Sangre de Cristo, muy superior a la sangre de los animales ofrecidos en los sacrificios de la Antigua Alianza, escribe que Cristo en su muerte, "por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios (He 9,14).

Saludos

85 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, en particular a los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás almas consagradas. Saludo también a las peregrinaciones venidas de las diócesis de Sevilla, Madrid y Alicante.

Con particular afecto imparto a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España la bendición apostólica.





Miércoles 14 de diciembre de 1988

Primeros signos de la fecundidad de la muerte redentora de Cristo

1. El Evangelista Marcos escribe que, cuando Jesús murió, el centurión que estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15,39). Esto significa que en aquel momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe.

El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido a Jesús sus adversarios y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz ni hacer nada para salvarse a sí mismo.

Mirando al Crucificado, quizá ya durante a agonía pero de modo mas intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón. Si, Jesús es un hombre, y muere de hecho; pero en Él hay más que un hombre; es un hombre que verdaderamente, como él mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al Calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha imaginado algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano que busca algún testigo revelador de Dios.

2. El hecho es notable también porque en aquella hora los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe (cf. Mc 14,50 Jn 16,32). El centurión, por el contrario, precisamente en esa hora inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testificar los Hechos de los Apóstoles.

El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión?

El centurión, por su parte, no he dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato (cf. Jn 19,8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida.

86 3. San Juan registra otro signo cuando escribe que "uno de los soldados con una lanza le abrió el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19,34).

Nótese que Jesús ya está muerto. Ha muerto antes que los dos malhechores crucificados con Él. Esto prueba la intensidad de sus sufrimientos.

La lanzada no es por tanto un nuevo sufrimiento infligido a Jesús. Más bien sirve como signo del don total que Él ha hecho de sí mismo, signo inscrito en su misma carne con la transfixión del costado, y puede decirse que con la apertura de su corazón, manifiesta simbólicamente aquel amor por el que Jesús dio y continuará dando todo a la humanidad.

4. De aquella abertura del corazón corren el agua y la sangre. Es un hecho que puede explicarse fisiológicamente. Pero el Evangelio lo cita por su valor simbólico: es un signo y anuncio de la fecundidad del sacrificio. Es tan grande la importancia que le atribuye el Evangelista que, apenas narrado el episodio, añade: "El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis" (Jn 19,35). Se apela por tanto a una constatación directa, realizada por el mismo, para subrayar que se trata de un acontecimiento cargado de un valor significativo respecto a los motivos y efectos del sacrificio de Cristo.

5. De hecho el Evangelista reconoce en el suceso el cumplimiento de lo que había sido predicho en dos textos proféticos. El primero, respecto al cordero pascual de los hebreos, al cual, "no se le quebrará hueso alguno" (Ex 12,46 Nb 9,12 cf. Ps 34,21). Para el Evangelista Cristo crucificado es, pues, el Cordero pascual y el "Cordero desangrado", como dice Santa Catalina de Siena, el Cordero de la Nueva Alianza prefigurado en la pascua de la ley antigua y "signo eficaz" de la nueva liberación de la esclavitud del pecado no sólo de Israel sino de toda la humanidad.

6. La otra cita bíblica que hace Juan es un texto oscuro atribuido al Profeta Zacarías que dice: "Mirarán al que traspasaron" (Za 12,10). La profecía se refiere a la liberación de Jerusalén y Judá por manos de un Rey, por cuya venida la nación reconoce su culpa y se lamenta sobre aquel que ella ha traspasado de la misma manera que se llora por un hijo único que se ha perdido. El Evangelista aplica el texto a Jesús traspasado y crucificado, ahora contemplado con amor. A las miradas hostiles del enemigo suceden las miradas contemplativas y amorosas de los que se convierten. Esta posible interpretación sirve para comprender la perspectiva teológico-profética en la que el Evangelista considera la historia que ve desarrollarse desde el corazón abierto de Jesús.

7. La sangre y el agua han sido interpretados de diversa forma en su valor simbólico.

En el Evangelio de Juan es posible observar una relación entre el agua que brota del corazón traspasado y la invitación de Jesús en la fiesta de los Tabernáculos: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7,37-38 cf. Jn 4,10-14 Ap 22,1). El Evangelista precisa después que Jesús se refería al Espíritu que iban a recibirlos que creyeran en Él (Jn 7,39).

Algunos han interpretado la sangre como símbolo de la remisión de los pecados por el sacrificio expiatorio y el agua como símbolo de purificación.

Otros han puesto en relación el agua y la sangre con el bautismo y la Eucaristía.

El Evangelista no ha ofrecido los elementos suficientes para interpretaciones precisas. Pero parece que se haya dado una indicación en el texto sobre el corazón traspasado, del que manan sangre y agua; la efusión de gracia que proviene del sacrificio, como él mismo dice del Verbo encarnado desde el comienzo de su Evangelio: "De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1,16).

87 8. Queremos concluir observando que el testimonio del discípulo predilecto asume todo su sentido si pensamos que este discípulo había reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús durante la ultima Cena. Ahora él veía ese pecho desgarrado. Por esto sentía la necesidad de subrayar el símbolo de la caridad infinita que había descubierto en aquel corazón e invitaba a los lectores de su Evangelio y a todos los cristianos a que contemplaran ese corazón "que tanto había amado a los hombres" que se habían entregado en sacrificio por ellos.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de América Latina y de España. En particular al grupo de sacerdotes que hacen un curso de espiritualidad en el Centro Internacional de Animación Misionera, aquí en Roma; a las religiosas Hijas de Jesús y a la peregrinación de Benasal que conmemora el milenario de la fundación de aquel pueblo castellonense.

A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 21 de diciembre de 1988

El misterio de la Encarnación

1. El Apóstol Juan, en su primera Carta, nos anuncia con alegre entusiasmo que la "Vida", es decir, la vida divina, la vida eterna, Dios mismo como Vida, "se manifestó" (1Jn 1,2). La Vida se puede alcanzar, se puede "ver" y "tocar". Este es el contenido esencial del mensaje evangélico, en el que insiste de modo especial Juan. Es el misterio de la Encarnación. El misterio del Verbo "que se hace carne", y viene a "habitar entre nosotros". Es el misterio de la Navidad, que celebraremos dentro de pocos días.

La vida infinita de Dios, vida bienaventurada, vida de perfecta plenitud, vida transcendente y sobrenatural, se acerca a nosotros, se ofrece a nosotros, se hace accesible al hombre, se propone como posible, más aún, como la plena felicidad del hombre. ¿Quién habría podido pensar que nosotros, pobres y frágiles criaturas, a menudo incapaces de custodiar y respetar nuestra misma vida física y natural, estamos creados para una vida divina y eterna? ¿Quién lo habría podido imaginar, si no lo hubiera revelado el amor de Dios infinitamente misericordioso?

Y sin embargo éste es el destino del hombre. Esta es la suerte dichosa ofrecida a todos. Incluso a los más miserables pecadores, incluso a los más odiosos despreciadores de la vida. Todos pueden ascender a participar de la misma vida divina, porque así lo ha querido, en Cristo, el Padre celestial. Este es el mensaje cristiano. Y éste es el mensaje de la Navidad.

2. "La vida se manifestó ?dice Juan (v. 2)?, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna". Ciertamente nosotros hoy, después de 2.000 años de la presencia física de Jesús en la tierra, no podemos tener la misma experiencia que tuvo de Él Juan y los otros Apóstoles; y sin embargo también nosotros, hoy, podemos y debemos ser sus testigos. ¿Y quién es el "testigo"? Es aquel que ha estado "presente en los hechos", que ?por decirlo así? "ha visto y tocado" lo que testimonia. Ha tenido un conocimiento directo, experimental.

88 Pero nosotros, después de 2.000 años, ¿cómo podemos tener tal conocimiento de Cristo? ¿Cómo podemos, pues, "testimoniarlo"?

Se dan hoy y se darán siempre, hasta el fin del mundo, como sabemos y como nos recuerda el Concilio, varias formas de presencia de Cristo entre nosotros: en la liturgia, en su Palabra, en el sacerdote, en el pequeño, en el pobre... Hay que saber ver en estas presencias, "tener ojos para ver y oídos para escuchar": con un conocimiento directo que es verdadera comunión de vida. Comunión de vida con Él. Porque, ¿qué es, en efecto, la vida de gracia, la comunión sacramental, una liturgia verdaderamente participada, sino comunión de vida con Cristo? ¿Y qué conocimiento mejor que el que nace de la comunión con Él, que acogemos en la fe?

3. Queridos hermanos: Que la próxima Navidad sea, pues, para vosotros un crecimiento de comunión de vida con Cristo. Dejaos iluminar dócilmente por la luz de la fe. Abríos con sencillez y confianza a las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia sobre la Navidad. La verdad de estas enseñanzas os permitirá vivir intensamente la realidad de la Navidad. Os permitirá, un poco como al Apóstol Juan, "ver y tocar la Vida". Por lo demás, hasta que no lleguemos a este punto, no podemos considerarnos todavía plenamente discípulos de Jesús el Señor. Nuestro camino queda incompleto y nuestra edad espiritual inmadura. No somos aún "hombres maduros", según expresión de San Pablo (
1Co 14,20).

Para un conocimiento verdaderamente profundo del misterio de la Navidad, es necesario, además de la fe, la caridad, mediante el ejercicio de las buenas obras, de la justicia y de la misericordia. Sólo así podremos tener esa misteriosa "experiencia" de la que habla San Juan y que nace de la comunión y lleva a la comunión. "Lo que hemos visto y oído ?dice en efecto el Apóstol (v. 3)?, os lo anunciamos, para que también vosotros estáis en comunión con nosotros". La experiencia de la Navidad nace del amor, está iluminada por el amor, suscita el amor y difunde el amor.

"Y nosotros ?explica luego Juan (ib.)? estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo". El misterio de la Navidad es fuente de comunión, porque es comunión con Dios en su Hijo Jesucristo. "Tocando y viendo" la Vida hecha visible, pasamos de la muerte a la vida, curamos de nuestras enfermedades, nos llenamos de la vida y podemos por tanto transmitir la vida.

4. "Para qué, pues, esta comunión? Nos lo dice también Juan: "Para que nuestro gozo sea completo" (cf. v. 4). Finalidad y efecto de la comunión de vida con Dios y con los hermanos es la verdadera alegría. Todos buscamos instintivamente la felicidad. Es en sí algo natural. ¿Pero sabemos siempre dónde está la verdadera alegría? ¿Lo sabéis vosotros, jóvenes? ¿Lo sabéis vosotros, adultos? Nosotros cristianos sabemos dónde está la verdadera alegría: en la comunión con Dios y con los hermanos. En la apertura de nuestra mente a la venida entre nosotros, en la Navidad, del Dios que se hace hombre, que nace como cualquier otro niño en la tierra, pobre entre los pobres, necesitado entre los necesitados. El Dios altísimo que se hace pequeñísimo. Sin perder su infinita dignidad, Él asume y hace suya nuestra infinita miseria, y esconde detrás de ella, en cierto modo, la divinidad.

Mi deseo, queridos hermanos, es que también vosotros podáis tener en abundancia estos "frutos de vida eterna". El Espíritu Santo, con sus dones de sabiduría e inteligencia, os guíe a un conocimiento más profundo del misterio de la Navidad, misterio de luz, de comunión, de gozo en el Señor.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, entre los cuales se encuentra un nutrido grupo de familias procedentes de Colombia.

A todos los aquí presentes así como a vuestros seres queridos en los diversos países de América Latina y de España, os deseo paz y felicidad en las próximas fiestas navideñas, mientras imparto con afecto la bendición apostólica.





89

Miércoles 28 de diciembre de 1988

La navidad ilumina el Año Nuevo

1. En esta audiencia general, que es la última del año, surge espontáneamente reflexionar, a la luz de la Navidad, sobre el significado del año que termina.

Aún estamos viviendo en la atmósfera mística y solemne del gran misterio, que hemos celebrado con alegría y emoción, al revivir el nacimiento del Redentor en la pobreza y en el silencio de la gruta de Belén. Nos hemos arrodillado con fe ante el portal, adorando en ese Niño a la majestad infinita de Dios.

La Navidad es una fiesta esencialmente religiosa y cristiana, porque el mismo Hijo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación, se reveló en el humilde pesebre donde fue colocado. Él es el Verbo divino, la inefable Palabra en que Dios se expresa a Sí mismo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarnó en el seno virginal de María, como escribe San Juan en el Prólogo del cuarto Evangelio: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. (Jn 1,1 Jn 1,14). Así también escribe el autor de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo... el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su Palabra poderosas (He 1,1-3).

Precisamente por eso la Navidad se llama también la “Fiesta de la Luz”, porque Jesús es la Verdad que nace en Belén para ser la “ Luz” del mundo. San Pablo dice que “Él es imagen de Dios invisible”, que nos “libró del poder de las tinieblas (cf. Col Col 1,13-15). El Concilio Vaticano II, por su parte, después de haber puesto de relieve que el hombre con sus dramáticos interrogantes “resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad”, afirma que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes y 22a).

Y es precisamente el mensaje de la Navidad el que arroja luz sobre el hecho temporal, pero también profundamente existencial, del final del año.

2. La primera reflexión que suscita el paso de un año a otro es la del correr inexorable del tiempo: Unos días empujan a otros, las semanas se suceden con ritmo imparable, un mes sustituye a otro casi imperceptiblemente, y nos encontramos en la mano un nuevo calendario. Nuestra vida se consume; nuestros años se van... Y ¿dónde? ¿Dónde va a parar este tiempo, que arrastra inexorablemente a la historia humana y la existencia personal de cada uno? Y aquí es donde la Navidad extiende ya su primera y maravillosa luz: La historia humana no es un laberinto absurdo y nuestra vida no va a parar a la muerte y a la nada. Jesús, con su divina e inefable Palabra, nos dice que Dios ha creado al hombre por amor y que espera de él, durante la existencia terrena, una respuesta de amor, para hacerlo partícipe después, más allá del tiempo, de su Amor eterno. Sabemos por la Sagrada Escritura que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (He 13,14). “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Ph 3,20-21). Ciertamente, cada uno debe dedicarse activamente a la construcción de la ciudad terrena, realizando su trabajo y haciendo producir los propios talentos. Pero debe hacerlo recordando siempre que “si esta tienda que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en el cielo” (2Co 5,1). Más aún, podemos decir que en el bien y en el mal, en el gozo y en el dolor, todo sucede para que podamos anhelar a Dios, nuestro Bien absoluto, y sentir la nostalgia del paraíso, para el que fuimos exclusivamente creados.

3. Una segunda reflexión de final de año surge del recuerdo del pasado: Los medios de comunicación recuerdan y sintetizan estos días los acontecimientos más destacados del período transcurrido. Al repasar los sucesos personales o públicos del año pasado, es fácil que nos invada un sentimiento de haber errado y de amargura, por las abundantes miserias humanas y los muchos sufrimientos que la crónica diaria nos ha dado a conocer... Pensemos sólo, en este momento, en la reciente tragedia del terremoto de Armenia y también en ciertas situaciones que han entristecido a la Iglesia. Pues bien, también y sobre todo por estos sucesos dolorosos, la Navidad desata su luz sobrenatural, trayendo la consolación de la verdad y el don de la paz interior. Pues Jesús dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29). Dios es misericordia infinita, y no abandona a nadie; suceda lo que suceda, antes o después, ¡abandonémonos a su amor de Padre! Y respecto a la Iglesia, recordemos lo que San Ambrosio escribía en su tiempo: “Entre tantas corrientes del mundo, la Iglesia permanece inmóvil, construida sobre la piedra apostólica, y continúa sobre su fundamento indestructible en contra de las tempestades del mar embravecido. Es abatida por las olas, pero no derribada, y aunque con frecuencia los elementos de este mundo, al estrellarse contra ella, retumben con gran estruendo, sin embargo tiene un puerto segurísimo de salvación, donde poder acoger al fatigado” (Carta, 2, 1-2).

4. Por último, la luz de Belén ilumina también el paso al Año Nuevo. En efecto, a Belén ?como dice el Evangelista Juan? llegó “la luz verdadera que ilumina a todo hombre... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1,9 Jn 1,16). La Navidad nos exhorta y nos impele a tener confianza y valor para hacer el bien, para dar testimonio de la fe cristiana con la integridad de la doctrina y la coherencia de vida, para comprometernos en la labor de santificación personal, levantando siempre la mirada del tiempo hacia la eternidad: “¡Oh día luminosísimo de la eternidad ?exclama el autor de la Imitación de Cristo?, que la noche no puede oscurecer porque la suma Verdad lo hace siempre resplandecer: Día siempre alegre, siempre seguro y que nunca sufre cambios!” (L. III, cap. 48, n. 1).

5. ¡Amadísimos! La luz de Navidad ilumine y acompañe a cada uno de vosotros en vuestro trabajo, en vuestros afanes, en la dedicación a vuestras familias, durante todo el Año Nuevo que vamos a comenzar, y para el que os doy mis felicitaciones más cordiales. ¡Que María, a la que hemos consagrado todo un año de especial meditación y de devoción más intensa, os asista y os inspire con la fascinación de su ejemplo y con la ternura de su amor materno!

Saludos

90 Amadísimos hermanos y hermanas:

Con mis mejores deseos de un feliz Año Nuevo, me es grato aseguraros mi plegaria al Todopoderoso, en la que pido, por la maternal intercesión de la Virgen María, proteja con su gracia a vosotros y a vuestros seres queridos, para que permanezcáis siempre en El y deis abundantes frutos.

Con afecto saludo ahora a todas las personas de América Latina de España aquí presentes. De modo especial mi saludo se dirige a las Religiosas de San José, de Gerona, que llevan a cabo un curso de renovación espiritual en Roma, así como a los profesores y alumnos del Colegio “Nuestra Señora del Pilar” de Madrid, y a las estudiantes mexicanas de las Academias “Overbrook” (Orange, California) y “Dal Riada” en Dublín.

Me es particularmente grato saludar asimismo a los nuevos sacerdotes de la Congregación “Legionarios de Cristo” que, en unión de sus familiares, formadores y amigos, han deseado expresar con su presencia sentimientos de filial adhesión al Papa. Muy agradecido por este significativo gesto, quiero aseguraros que, por medio de la Bienaventurada Madre del Salvador, pido al Todopoderoso que os mantenga siempre fieles a las promesas del día de vuestra ordenación sacerdotal y así podáis servir con plena generosidad a la Iglesia.

A vosotros y a los demás peregrinos de lengua castellana imparto, en prueba de benevolencia, mi bendición apostólica.







Audiencias 1988 84