Discursos 1989 79


A LOS OBISPOS DE PERÚ


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 29 de septiembre de 1989

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Sed bienvenidos a este encuentro colegial que es para mí motivo de profundo gozo y que me permite compartir vuestras preocupaciones y alegrías, y conocer los anhelos y esperanzas que os animan en la edificación de las comunidades que el Señor ha confiado a vuestros cuidados pastorales.

En estos momentos de intimidad, mi pensamiento se dirige a todas las diócesis que representáis, a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles todos. Agradezco vivamente esta visita, que habéis preparado con tanto esmero y que viene a reforzar el vínculo interior que nos une en la oración, en la fe y en el amor operante.

Durante los coloquios personales que hemos tenido he podido comprobar una vez más la vitalidad de vuestras Iglesias particulares, que tan cercanas siento en mi corazón de Pastor. Continúan vivas en mi mente las intensas jornadas de mis peregrinaciones apostólicas a vuestro país, durante las cuales los católicos peruanos mostraron en todo momento un especial afecto y adhesión al Sucesor de Pedro.

Este encuentro me brinda además la oportunidad de manifestaros mi gozo y mi gratitud por vuestra abnegada labor de perpetuar la obra del anuncio del Evangelio para que “la Palabra de Dios sea difundida y glorificada” (2Th 3,1) y se proclame e instaure el señorío de Dios en toda la tierra. Vosotros, como Obispos, sois los responsables principales en la edificación y crecimiento de las Iglesias locales que se os han encomendado. Como principio visible de comunión (cf. Lumen gentium LG 23) es vuestra misión la de asentar la unidad del Pueblo de Dios sobre las bases sólidas y firmes de la verdad, de la fe y de la caridad. Para alcanzar esos objetivos no debéis cejar en promover la recta transmisión de la fe y el respeto a la disciplina común de toda la Iglesia (cf. Ibíd.) viendo en ello una plasmación concreta de vuestro amor hacia el rebaño de Cristo.

80 2. Alguna vez se ha podido erróneamente pensar que la libertad de investigación del teólogo y el pluralismo eclesial recortan los alcances de la vigilancia del Pastor sobre doctrinas que ponen en peligro la unidad de la grey y la misma vida cristiana. Sin embargo, bien sabemos por el testimonio del Buen Pastor (cf. Mt Mt 18,12-14 ss; Mt 26,31, Mc 6, 34; Jn 10,1-15 Jn 10,26-29 Jn 21,15-17), que nada debe obstaculizar los desvelos de un Obispo por el crecimiento de la porción del Pueblo de Dios puesto bajo su cuidado, aspirando constantemente a que los fieles en Cristo crezcan en la verdad de la fe, se fortalezcan en la esperanza y ardan celosamente en la caridad (cf. Christus Dominus CD 12 Christus Dominus CD 15). Por el contrario, el ardor de la caridad debe llevar a que el Pastor salga al encuentro de quienes han errado el camino, invitándolos, con apremio, a la rectificación y llamándolos nuevamente a la plenitud de la fe de la Iglesia, y a hacer explícita su adhesión a las enseñanzas y orientaciones del Magisterio (cf. Conf. Episc. Peruana, Documentum de teologia liberationis, 73).

Por otra parte, como tuve ocasión de haceros presente durante nuestro último encuentro en Lima, “la vida ciudadana del Perú, azotada desde hace años por la violencia y el terrorismo, la pobreza,. el narcotráfico, el deterioro de la moralidad y otros males, no puede quedar en ningún modo al margen de vuestra palabra orientadora” (Alocución a la Conferencia episcopal peruana, 15 de mayo de 1988).

3. La gran tarea en el momento actual es la de favorecer la renovada evangelización y reconciliación de vuestras Iglesias locales, para que así evangelizadas y reconciliadas sean a su vez evangelizadoras y reconciliadoras de todos cuantos lo necesitan (cf. Evangelii Nuntiandi EN 13 Reconciliatio et Paenitentia, 8-9) . Las múltiples fracturas que nacen del pecado de los hombres y que se reflejan en una crisis de valores y en estructuras injustas, son obstáculos a la realización de las personas y a su crecimiento en dignidad. Mostrando su contraste con el plan de Dios, dichas fracturas manifiestan la urgente necesidad de una evangelización portadora de amor, de autentica paz, de perdón, de fraternidad que lleve la reconciliación a los corazones quebrados por el dolor, víctimas de la violencia, enajenados por el odio.

La nueva evangelización, en la que, con la Iglesia que peregrina en otras naciones latinoamericanas estáis empeñados, implica una profunda renovación en la vida de cada cristiano y de la comunidad eclesial toda. La Iglesia, formada por hombres que llevan la huella del pecado, es a la vez “santa y necesitada de purificación”; y ello requiere avanzar sin descanso por la “senda de la penitencia y la renovación” (cf. Lumen gentium LG 8) reafirmando la plena fidelidad, así como el rechazo de todo reduccionismo de la verdad evangélica. “Vuestro oficio de Pastores y maestros de la fe incluye ineludiblemente la obligación de discernir, clarificar y proponer remedios a las desviaciones que se presenten cuando ello sea preciso” (Alocución a la Conferencia episcopal peruana, 15 de mayo de 1988).

4. Las urgencias más apremiantes que vosotros veis en la realidad del Perú las encabezan el conjunto de circunstancias que amenazan al hombre concreto que sufre ante los embates de la crisis económica, ante situaciones que afectan su dignidad humana y su derecho a una vida que corresponda a su condición de persona, y ante la inseguridad y la violencia que quiebra la fraternidad entre connacionales. Y precisamente por tratar de dar una respuesta a tan angustiosa situación y a las causas profundas que apuntan al pecado y a la crisis de valores, habéis proclamado que la mayor riqueza que la Iglesia puede ofrecer a los peruanos para lograr la renovación de la vida personal y la reconciliación social es Jesucristo (cf. Conf. Episc. Peruana, Nuntius de hodierna situatione, 1). Sólo un encuentro personal y sincero con el Señor puede ayudar a obtener la paz verdadera, la justicia, la fortaleza, el amor, la reconciliación que anhelan los corazones de los peruanos.

Como bien decís, la crisis tiene su origen en el corazón de los hombres. Ante tanta confusión y dolor es indispensable volver al hombre, ahondar en su propia identidad para descubrir los caminos auténticos que conducen al pleno sentido de la vida humana, y a la realización del plan de Dios para la sociedad. ¿Y cómo hacerlo sin la luz de Cristo? ¿Cómo hacerlo sin recurrir a Aquel que muestra al hombre su identidad en cuanto hombre? (cf. Gaudium et spes GS 22). Es por esto que la Iglesia aspira a “que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella” (Redemptor hominis RH 13).

5. La renovación de la vida social pasa por el anuncio del Señor Jesús, que salva, libera y reconcilia el ser humano. La Iglesia, por consiguiente, en fidelidad a su misión, debe brindar una atención especialísima al anuncio del Evangelio al tiempo que sale al encuentro del hombre, en su realidad concreta, con sus angustias y esperanzas. La tarea de anunciar el Evangelio de Jesucristo incumbe a todos los creyentes. Sin embargo, los sacerdotes, “hechos de manera especial partícipes en el sacerdocio de Cristo” (Presbyterorurm ordinis, 5), como inmediatos colaboradores de los Obispos (cf. Lumen gentium LG 21) y cooperadores al designio saludable de Dios, hacen manifiesta la salvación en Cristo mediante la celebración de los sagrados misterios (Presbyterorurm ordinis, 22), como anunciadores y ministros de la reconciliación de Cristo hasta los confines de la tierra (cf. 2Co 2Co 5,18 Ac 1,8).

Cuidad, por tanto, de que los sacerdotes, convocados por el Señor como colaboradores vuestros, tengan una sólida formación humana, intelectual y espiritual. Observad bien las cualidades de los llamados al sacerdocio, pues es preferible contar con menos sacerdotes, que permitir que quienes no tienen las condiciones debidas accedan a la vida sacerdotal.

Hace poco hemos recordado con la Iglesia en América Latina el vigésimo aniversario de la Conferencia de Medellín. Ya entonces, acogiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II, los Obispos latino-americanos decían: “Cuídese la firmeza doctrinal ante una tendencia a novedades no suficientemente fundamentadas. Insístase además en una profundización que alcance, a ser posible, un alto nivel intelectual, teniendo en cuenta sobre todo la formación del Pastor” (Medellín, 13. 17; cf. Optatam totius OT 15 y 16; Pablo VI, Inauguración de la II Asamblea general de los obispos de América Latina, 24 de agosto de 1968).

Junto con el Obispo, servidor de una Iglesia sierva de Dios, el sacerdote debe dejarse penetrar para que el servicio de Cristo se adhiera a su ser y se exprese en una actitud cordial, fraterna, en la que salga al encuentro de los hermanos, sin distinciones, por encima de ideologías o banderías, para anunciar al Señor, para comunicar salud, para llevar alegría y consuelo a los que más sufren, a los pobres, a los que no tienen voz, a quienes ven atropellada su dignidad humana.

6. La Iglesia reconoce con gratitud y aprecio la ingente labor que las familias religiosas desarrollaron en la implantación de la fe en América Latina. También hoy desempeñan un papel insustituible en el apostolado y acción ministerial en muchas de vuestras circunscripciones eclesiásticas. Junto al testimonio de sus carismas específicos, es particularmente importante profundizar en la conciencia de la unidad eclesial, que haga posible la superación de las dificultades que puedan presentarse y fortalezca la plena integración de los religiosos y religiosas en la pastoral de conjunto. La unión íntima con los legítimos Pastores y la docilidad a las enseñanzas de la Iglesia hará también fomentar “la fraternidad y los vínculos de cooperación entre el clero diocesano y las comunidades religiosas. Por eso, se da gran importancia a todo aquello que favorezca, aunque sea en plan sencillo y no formal, la confianza recíproca, la solidaridad apostólica y la concordia fraterna” (cf. Ecclesiae Sanctae, I, 28; Mutuae Relationes, 37).

81 Ante la escasez de clero para atender a las necesidades espirituales de vuestros pueblos más alejados habéis de recurrir a los catequistas y a otros agentes pastorales, que realizan una encomiable labor como colaboradores vuestros y de los sacerdotes. Al estar en vísperas del V Centenario de la Evangelización de América Latina, no puedo por menos de recordar a aquellos valientes y fieles doctrineros, que en el pasado instruían en la fe y en las buenas costumbres a los habitantes del Perú, siendo eficaces cooperadores de los sacerdotes con cura de almas en las vastas serranías de vuestra nación. En nuestros días los catequistas deben recibir una formación intensa y adecuada que haga su acción pastoral cada vez más apropiada a la renovación de la Iglesia de cara al III Milenio del Cristianismo. Particular solicitud debéis mostrar hacia las comunidades indígenas en la necesaria labor de evangelización integral, que lleve, al mismo tiempo, a la consolidación de los grupos étnicos y a un mayor desarrollo de sus valores autóctonos.

7. En el marco de la acción evangelizadora, objeto prioritario de vuestros desvelos ha de constituirlo la familia cristiana, cuja santidad de vida ha de fomentarse a partir de los hogares recordando a los esposos cristianos que el Señor los llama a profundizar en el amor, que es a la vez afecto humano y caridad sobrenatural. Como Pastores de la Iglesia, habéis de recordar el plan de Dios sobre la familia cristiana y su misión de hacer presente el amor y donación de Cristo a su Iglesia. Importa, hoy más que nunca, insistir en los grandes principios de actuación que han de inspirar a los esposos cristianos, su tarea propia en la sociedad, su papel de formadores y su misión de evangelizadores desde el mismo seno familiar. La familia es, en efecto, el lugar de encuentro con Dios y el ámbito propicio para que se perfeccione la gracia propia del sacramento del matrimonio.

8. Como lo habéis puesto repetidamente de manifiesto, sois conscientes de los males que aquejan a la institución familiar en vuestro País. A este propósito, no habéis dejado de señalar el bajo índice de nupcialidad que es manifiestamente inferior al de parejas que se declaran católicas, la inveterada costumbre de uniones ilícitas a prueba, la disgregación de la vida familiar por el divorcio, la infidelidad o el abandono, la violación del derecho a la vida y la exclusión de la fecundidad. A todo ello se unen otros factores que se derivan de la situación de pobreza en que viven muchas de vuestras familias: la falta de vivienda digna, el desempleo, la desigual remuneración del trabajo con respecto al costo de la vida, los deletéreos efectos del consumismo, la corrupción, la pornografía desafiante.

Se hace, pues, urgente intensificar una acción pastoral que, respondiendo a los diversos retos que se presentan, lleve a las familias a cumplir con la misión de ser cenáculo de amor y espacio de santificación para sus miembros, en una apertura real a los demás, en un compromiso solidario y efectivo, que torne concretos los ideales de la caridad cristiana. A través de la unión estable y de la fidelidad conyugal, la familia está llamada a ser testimonio de la fuerza unitiva del amor en medio de una sociedad no pocas veces dividida, enfrentada en conflictos entre hermanos, víctimas en ocasiones de la tentación de la violencia. Así lo habéis reiterado en vuestro documento colectivo del pasado mes de abril: “¡Perú, escoge la vida!”.

9. Cuando pienso en vuestro País, uno de los recuerdos que vienen a mi mente es la impresionante imagen de aquellos centenares de miles de jóvenes, alegres, bulliciosos, pero también silenciosos y dispuestos a la escucha, que se encontraron con el Sucesor de Pedro para acoger su mensaje, en cada una de mis inolvidables visitas como peregrino del Evangelio a vuestra querida tierra. Allí pude comprobar personalmente, queridos hermanos en el Episcopado, que los jóvenes del Perú tienen hambre de Dios, un bendito hambre de Dios. Ciertamente hay también en muchas personas hambre de pan, angustia y dolor; pero esas situaciones, que deben ser resueltas con urgencia y con la colaboración de todos, no acallan el hambre de Dios, cuyo clamor resuena audible en las manifestaciones de aquellos jóvenes que anhelan convertirse de corazón, que buscan un sentido para sus vidas, que reclaman ideales altos y nobles, que de no recibirlos adecuadamente pueden extraviarse y caer víctimas de “sucedáneos, como las ideologías que conducen a exacerbar los conflictos y el odio”, o de otras versiones del materialismo que siembra por el mundo una cultura de muerte.

Me complace saber que en el Perú actúan diversos movimientos eclesiales orientados a la juventud. En vuestro País, donde surgió la primera floración de santidad en América Latina, han nacido por la acción del Espíritu de Dios, manifestaciones apostólicas vigorosas y originales que quieren responder a sus inquietudes más profundas, y que por su idiosincrasia latinoamericana ya empiezan a extenderse a otras naciones hermanas. Los movimientos apostólicos son una nueva bendición del Señor a su Iglesia, por lo que, como Obispos, debéis prestar gran solicitud, alentándolos y cuidando que sean fieles a la fe de la Iglesia y dóciles a las orientaciones de sus Pastores. Ellos serán la alborada del mañana si, como la Madre del Señor, los jóvenes acogen a Jesús en su intimidad y se identifican con El, para ser testigos de Cristo ante el mundo y ante los demás jóvenes, anunciando al Salvador del mundo y Señor de la historia.

10. Al reflexionar sobre las semillas de la fe que sembradas en los surcos de vuestras tierras dieron a luz un pueblo creyente –cuya identidad más profunda se encuentra ligada a la Iglesia– encontraréis, sin duda, estímulo y entusiasmo para llevar a cabo la renovada evangelización de cada una de vuestras comunidades eclesiales y para anunciar la esperanza que la vida cristiana puede aportar como camino eficaz y concreto de superación individual y social.

Bajo vuestra solícita orientación, las Iglesias locales, a cuya cabeza estáis, deben convertirse en verdaderos y resplandecientes faros de esperanza para todos los que buscan soluciones a los problemas humanos conforme al designio liberador y reconciliador que Dios ha manifestado.

Es la hora de la esperanza cristiana, hora en la que la Iglesia en el Perú, enarbolando la bandera de la justicia, muestre a los hombres que el mensaje de Jesús tiene vigencia y que se expresa en forma concreta en la vida de cada cristiano comprometido y consciente de su dignidad de hijo de Dios. Es la hora de la esperanza cristiana, en la que la fidelidad a los principios del Evangelio exigirá, en no pocas ocasiones, dolorosas renuncias y martirios silenciosos, tan sólo conocidos por Dios. Es la hora de la confianza, en que es preciso que el trigo siga creciendo en el seno de la tierra, para que una mañana luminosa se convierta en espiga dorada de abundante fruto.

Al volver a vuestras diócesis os ruego que transmitáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, agentes pastorales y fieles el saludo entrañable del Papa que a todos encomienda en sus oraciones para que el Señor de los Milagros derrame en todo el Perú sus dones de paz y justicia en la concordia y el amor fraterno.

A todos bendigo de corazón.





82                                                                                   Octubre de 1989




A LOS PARTICIPANTES EN EL VII SIMPOSIO


DE OBISPOS EUROPEOS


Martes 17 de octubre de 1989


Venerados hermanos en el Episcopado:

1. Una vez más tengo la alegría de encontrarme con vosotros al término de un simposio en el que os habéis reunido para reflexionar sobre los problemas de la evangelización en la Europa contemporánea.

Con vivo afecto os dirijo mi saludo, agradeciendo al cardenal Carlo María Martini las nobles palabras con las que interpretó vuestros sentimientos de sincera comunión con el Sucesor de Pedro. Un primer fruto de este fraterno encuentro consiste precisamente en el reforzamiento de los vínculos de caridad eclesial que nos unen, pues de la intensidad de tales vínculos depende en gran parte la eficacia de nuestro ministerio en medio del Pueblo de Dios, al que hemos sido enviados.

Servir al Pueblo de Dios: este es el anhelo que estimula nuestro esfuerzo cotidiano, impulsando a cada uno de nosotros a interrogarse sobre los medios y sobre los modos más adecuados para alcanzar ese objetivo. También en este simposio, venerados hermanos, os habéis planteado esta misma y siempre central pregunta, afrontándola desde un ángulo particular, de singular actualidad en la Europa de hoy. Habéis escogido reflexionar acerca de "las actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte", viendo en ellas, con plena razón, "un desafío para la evangelización".

Habéis hecho una elección valiente, que os ha permitido examinar, a la luz del mensaje evangélico, las situaciones cruciales y, en ocasiones, profundamente dramáticas que agitan al hombre del mundo contemporáneo.

2. El tema del simposio, tal como suena, plantea un problema esencial a la evangelización y a la pastoral de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se encuentra hoy frente a un verdadero y real desafío constituido, hoy más que en cualquier otro tiempo, por el nacimiento y por la muerte.

Si el nacer y el morir del hombre han sido siempre, en cierto sentido, un desafío para la Iglesia, por causa de las incógnitas y los riesgos que llevan consigo, hoy lo han llegado a ser mucho más. En otras épocas, el hombre se ponía ante la muerte y ante la vida con un sentido de arcano estupor, de reverente temor, de respeto, que, en el fondo, nacía del sentido de lo sagrado, insito en el hombre. Hoy el desafío de siempre es percibido de modo más vivo y radical a causa del contexto cultural creado por el progreso científico y tecnológico de nuestro siglo. La civilización unilateral —tecnocéntrica— en la que vivimos, impulsa al hombre a una visión reductiva del nacimiento y de la muerte, en la que la dimensión trascendente de la persona aparece ofuscada, cuando no es incluso ignorada o negada.

A lo largo de vuestros trabajos, venerados hermanos, habéis analizado atentamente las actitudes con las que la Europa de hoy vive los acontecimientos del nacimiento y de la muerte, y habéis descubierto profundas diferencias con respecto al pasado. La creciente "medicalización" de las fases iniciales y terminales de la vida, su traslado de la casa a los hospitales, y el hecho de que se confía su gestión a la decisión de los expertos, han llevado a muchos europeos a perder la dimensión del misterio que desde siempre ha rodeado esos momentos y a percibir casi solamente su dimensión científicamente controlable. "La experiencia de la vida —habéis dicho— no es ya ontológica, sino tecnológica". Si el diagnóstico es exacto, entonces es preciso decir que muchas personas hoy se mueven dentro de un horizonte cognoscitivo privado de aquellos respiraderos hacia la trascendencia que abren el camino a la fe.

Además, a este aspecto preocupante, que está constituido por la creciente tecnificación de los momentos fundamentales de la vida humana, se añade el peso que ante la opinión pública adquiere la legislación, vigente en varios países y que se intenta introducir en otros aún inmunes, referente al aborto, de modo que en varios estratos de la población, ya de por sí atraída por los falsos espejismos del hedonismo consumista y permisivo, se consolida la opinión de que es lícito lo que es posible y está autorizado por la ley.

83 3. Es evidente que todo esto constituye un grave problema para la acción pastoral de la Iglesia, cuya tarea es anunciar la presencia amorosa de Dios en la vida del hombre, una presencia que no sólo crea la vida en su comienzo, sino que también la vuelve a crear durante su curso con la gracia redentora, para acogerla al final en el abrazo de la comunión trinitaria, que llena de felicidad. Por tanto, se impone también, y sobre todo desde este punto de vista, la urgente necesidad de una obra de profunda re-evangelización de nuestra Europa, que a veces parece haber perdido el contacto con sus mismos orígenes cristianos.

Para decir verdad, no faltan en el actual contexto sociocultural signos precisos de cambio de mentalidad acerca del modo en que el nacimiento y la muerte son percibidos y vividos: en círculos cada vez más anchos de la opinión pública se notan perplejidades acerca de la creciente tecnificación a que está sometido el surgir de la vida, y se registran reacciones frente a la invasión de la medicina en su última fase, que acaba por sustraer al moribundo su misma muerte.

En efecto, el hombre, por más que haga, nunca logrará apartarse "fundamentalmente" de la realidad óntica de su naturaleza de ser creado; así no podrá anular el hecho de la redención obrada por Cristo y de la consiguiente llamada a participar con Él en la plenitud de la vida tras la muerte. Sin embargo, puede intentar vivir y comportarse como si no hubiese sido creado y redimido (o, incluso, como si Dios no existiese). Esta es, precisamente, la situación con la que la Iglesia se debe enfrentar en el ámbito de la civilización occidental; este es el contexto humano en el que debe afrontar el compromiso del anuncio evangélico.

La cuestión del nacimiento y de la muerte tiene aquí una importancia clave. Precisamente por esto el "desafío" a la evangelización, que esa cuestión encierra, debe considerarse decisivo. En efecto, el modo en que hoy se vive la realidad del nacimiento y de la muerte se proyecta sobre todo el conjunto de la vida del hombre, sobre su misma concepción del ser y del actuar en relación con una norma moral cierta y objetiva.

4. Como consecuencia, al afrontar tal "desafío", la evangelización no podrá menos de ponerse en la perspectiva global de la existencia humana.Ciertamente, el nacimiento y la muerte tienen siempre una dimensión concreta e irrepetible, pero se insertan en todo el conjunto de la existencia del hombre y en ese contexto más amplio deben entenderse y valorarse.

La Iglesia tiene a su disposición la única medida válida para interpretar esos momentos decisivos de la vida humana y para afrontar su evangelización de modo global. Y esta medida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado: en Cristo nacido, muerto y resucitado, la Iglesia puede leer el verdadero sentido, el sentido pleno, del nacer y del morir de todo ser humano.

Ya Pascal anotaba: "No sólo conocemos a Dios a través de Jesucristo, sino que además no nos conocemos a nosotros mismos si no es por medio de Jesucristo, y sólo mediante Él conocemos la vida y la muerte. Fuera de Jesucristo no sabemos qué son la vida y la muerte, Dios, nosotros mismos" (Pensamientos, n. 548). Es una intuición que el Concilio Vaticano II expresó con palabras merecidamente famosas: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes
GS 22).

Adoctrinada por Cristo, la Iglesia tiene la tarea de llevar al hombre de hoy a descubrir nuevamente la plena verdad sobre sí mismo, para recuperar así la justa actitud con respecto al nacimiento y a la muerte, los dos acontecimientos dentro de los cuales se inscribe su entera existencia sobre la tierra. En efecto, de la recta interpretación de tales acontecimientos depende la orientación que se imprimirá a la vida concreta de cada hombre y, en definitiva, su éxito o su fracaso.

5. La Iglesia debe, en primer lugar, recordar al hombre de hoy la plena verdad acerca del hecho de que es creatura venida a la existencia como fruto de un don de amor: de parte de Dios, ante todo, pues el ingreso de un nuevo ser humano en el mundo no sucede sin una intervención directa de Dios mediante la creación del alma espiritual, y es sólo el amor lo que lo mueve a poner en el mundo a un nuevo sujeto personal al que El de hecho pretende ofrecer la posibilidad de compartir su misma vida. A la misma conclusión se llega mirando las cosas desde el punto de vista humano, pues el surgir de la nueva vida depende de la unión sexual del hombre y de la mujer, que encuentra su plena verdad en el don interpersonal de si mismos que los cónyuges se hacen recíprocamente. El nuevo ser se asoma al escenario de la vida gracias a un acto de donación interpersonal, del que él constituye la coronación: una coronación posible, pero no segura. El eco psicológico de ese hecho se manifiesta en el sentimiento de espera de los padres, que saben que pueden esperar, pero no exigir el hijo. Este, si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: ¡un don que brota del don!

Mirándolo bien, este, y sólo este, es el contexto adecuado a la dignidad de la persona, la cual no puede nunca ser reducida a objeto del que se dispone. Sólo la lógica del amor que se dona, y no la de la técnica que fabrica un producto, conviene a la persona, porque sólo la primera respeta su superior dignidad. En efecto, la lógica de la producción significa un esencial salto de cualidad entre aquel que preside el proceso productivo y lo que de tal proceso resulta: si el "resultado" es, de hecho, una persona, y no una cosa, es preciso concluir que la persona misma de ese modo no es reconocida en su específica e irreductible dignidad personal.

La Iglesia debe recordar con maternal solicitud esta verdad al hombre de hoy. En efecto, los sorprendentes progresos científicos de la genética y de la biogenética lo tientan con la perspectiva de resultados extraordinarios por perfección técnica pero viciados en su raíz por su colocación dentro de la lógica de la fabricación de un producto y no de la procreación de una persona.

84 Y la Iglesia debe recordar esto al hombre contemporáneo con tanto mayor empeño cuanto que sabe que Dios llama al nuevo ser no sólo a nacer a la dignidad de hombre, sino también a renacer a la dignidad de hijo suyo en el Hijo unigénito. La perspectiva de la adopción divina, que en la actual economía de salvación está reservada a todo ser humano, subraya de modo singularmente elocuente la altísima dignidad de la persona, impidiendo cualquier instrumentalización de la misma, que la degradaría a simple objeto, contradiciendo su destino trascendente.

6. Y también en lo que se refiere a la muerte la Iglesia tiene su palabra, capaz de arrojar luz sobre ese oscuro abismo que tanta aprensión suscita en el hombre; y esto, porque Ella tiene la Palabra, el Verbo de Dios encarnado, el cual ha asumido sobre sí no sólo la vida sino también la muerte del hombre. Cristo ha sobrepasado ese abismo y ya está, con su cuerpo vivo de resucitado, en la otra orilla, la orilla de la eternidad. Mirándolo a Él, la Iglesia puede proclamar con gozosa certeza: "El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección y lo transformó en una nueva criatura" (Lumen gentium
LG 7).

Hasta el fin de los siglos la muerte de Cristo, juntamente con su resurrección, constituirá el centro del anuncio misionero, transmitido de boca en boca a partir de la primera generación cristiana: "Os transmití... —son palabras de Pablo— lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó..." (1Co 15,3-4). La muerte de Jesús fue una muerte libremente aceptada, en un acto de suprema oblación de si al Padre, para la redención del mundo (cf. Jn 15,13 1Jn 3,16).

A la luz del misterio pascual, el cristiano es capaz de interpretar y de vivir su muerte en perspectiva de esperanza: la muerte de Cristo ha alterado también el significado de su muerte. Esta, aun siendo fruto del pecado, puede ser acogida por él con una actitud de amorosa —y, como tal, libre— adhesión a la voluntad del Padre, y por consiguiente como prueba suprema de obediencia, en conformidad con la obediencia misma de Cristo: un acto capaz de expiar, en unión con la muerte de Cristo, las múltiples formas de rebelión que realizó durante la vida.

El cristiano que acoge de ese modo la propia muerte y, reconociendo la propia condición de creatura como también las propias responsabilidades de pecador, se pone confiadamente en las manos misericordiosas del Padre ("In manus tuas, Domine..."), alcanza el culmen de la propia identidad humana y cristiana, y consigue la realización definitiva de su propio destino.

7. Venerados hermanos: La Iglesia, llamada a dar testimonio de Cristo en Europa en el umbral del tercer milenio, debe encontrar los modos concretos para llevar esta Buena Nueva a todos los que, en el viejo continente, dan signos de haberlo perdido. Las enseñanzas de san Pablo sobre el bautismo y sobre el misterio de muerte y vida que en él se realiza, proporcionan luz para una acción evangelizadora, sobre cuya urgencia no es necesario insistir. Hace falta explicar de nuevo aquella doctrina, hacerla comprender y vivir sobre todo a las nuevas generaciones, y sacar sus consecuencias para la vida cristiana de cada día, como en los primeros siglos hicieron los Padres de la Iglesia en catequesis siempre ricas y siempre actuales.

Al mismo tiempo, será importante hacer entender a todos que, si la Iglesia defiende la vida humana desde su primer inicio hasta su término natural, no lo hace sólo para obedecer a las exigencias de la fe cristiana, sino también porque se sabe intérprete de una obligación que encuentra eco en la conciencia moral de la humanidad entera. Precisamente por esto, la sociedad civil, que es responsable del bien común, tiene el deber de garantizar, mediante la ley, el derecho a la vida para todos y el respeto de toda vida humana hasta su último instante.

Una ayuda eficaz en este campo podrá venir de los "Movimientos por la vida", que van multiplicándose providencialmente en todas partes de Europa y del mundo. Su contribución, ya tan benemérita, podrá cobrar más valor en nuestra apreciación de Pastores si saben hacer objeto de su actividad de animación y de ilustración no sólo el momento inicial sino también el momento terminal de la vida. Esto permitirá encontrar en estos Movimientos un precioso aliado a fin de responder cada vez más incisivamente a aquel "desafío" que el nacimiento y la muerte plantean hoy a la evangelización.

Como bien veis, venerados hermanos, la tarea que tenemos por delante en este último tramo del milenio es ardua pero también exaltante. La Iglesia tiene la tarea histórica de ayudar al hombre contemporáneo a recuperar el sentido de la vida y de la muerte, que en muchos casos parece hoy escapársele. Una vez más el esfuerzo por la evangelización con vistas a la salvación eterna resulta determinante para la auténtica promoción del hombre sobre la tierra. El cristianismo que un tiempo ofreció a la Europa en formación los valores ideales sobre los cuales iba a construir la propia unidad, tiene hoy la responsabilidad de revitalizar desde dentro una civilización que muestra síntomas de preocupante decrepitud.

A nosotros, obispos, antes que a cualquier otro, corresponde la tarea de hacernos animadores y guías de esta renovación espiritual: anunciando a Cristo, Señor de la vida, luchamos por el hombre, por la defensa de su dignidad, por la tutela de sus derechos. Nuestra batalla no es sólo por la fe, sino también por la civilización.

Fortalecidos por esta conciencia, venerados hermanos, prosigamos con renovado impulso en nuestro compromiso apostólico. No dejará de estar a nuestro lado con su ayuda el Señor Jesús, a quien elevo mi constante oración por vosotros y por vuestras Iglesias, y en el nombre del cual, como signo de sincera comunión, os imparto mi afectuosa bendición.






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