Discursos 1988 143


AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE MÉXICO


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Lunes 26 de septiembre de 1988





Venerables Hermanos en el Episcopado:

1. Es sumamente grato para mí este encuentro comunitario con el primer grupo de Pastores de la Iglesia en México, con ocasión de la visita “ad Limina” de 1988. Mi gozo es grande y deseo expresarlo con las palabras del Apóstol San Pablo: “Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo...” (1Co 4-5).

144 Agradezco de todo corazón las amables palabras que me ha dirigido Monseñor Sergio Obeso Rivera, Presidente de esa Conferencia Episcopal, en nombre de todos los presentes haciéndose portavoz de vuestros colaboradores diocesanos y de vuestros fieles.

Bien sabéis vosotros cómo estos encuentros tienen, antes de nada, un profundo sentido teológico, donde destaca la unidad del Episcopado y la comunión con la Sede Apostólica. En este sentido, asumo con satisfacción el gozoso deber de animar a mis Hermanos confirmándolos en la fe (cf. Lc
Lc 22,32), y de participar con ellos en sus alegrías y en sus preocupaciones, en sus logros y en sus dificultades.

Deseo iniciar expresando mi vivo aprecio por vuestra voluntad decidida en mantener y reforzar la unidad en el seno de vuestra Conferencia Episcopal y en la Iglesia en general. Esta Sede Apostólica conoce la fraterna cohesión que caracteriza a los Pastores de la Iglesia en México y vosotros sois conscientes de la importancia de este testimonio, que, sin duda, edifica grandemente a las comunidades confiadas a vuestros cuidados.

Las palabras del Maestro “que todos sean uno” (Jn 17,21) han de representar una exigencia constante en todo el Pueblo de Dios y una garantía de vuestra eficacia apostólica. Mas, para que dicha unidad y comunión íntima sea mantenida y acrecentada ha de estar basada necesariamente en motivaciones profundas y sobrenaturales que faciliten el mejor entendimiento entre todos, el diálogo constante, el carácter de servicio de todo ministerio eclesial, la obediencia responsable.

Por otra parte, no podemos olvidar que la unidad de la Iglesia en torno a sus legítimos Pastores es, además, un valioso aporte a la misma sociedad civil y al florecimiento de solidarias iniciativas en favor del bien común.

No se borran fácilmente mis recuerdos del viaje apostólico que realicé a vuestra Patria, cuando apenas comenzaba mi Pontificado universal, en enero de 1979, durante el cual tuve la satisfacción de asistir también a la inauguración de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Puebla de los Ángeles.

Entonces pude ver directamente la rica religiosidad de vuestro pueblo, adornada de la sencillez propia del alma mexicana, y, a la vez, de una profundidad heredada de siglos y cultivada con esmero, con la gracia del Señor. Esto lo he podido ver confirmado frecuentemente en los grupos mexicanos que llegan a Roma y que toman parte en las audiencias y en las diversas celebraciones.

2. Con esta reunión comunitaria se completa vuestra visita “ad Limina”. En nuestras conversaciones individuales, hemos podido asomarnos juntos al latido de cada una de vuestras Iglesias particulares; mas quisiera que este encuentro colectivo de todo el grupo nos sirviera ahora para reflexionar acerca de algunas de las cuestiones de mayor trascendencia en el momento actual de la Iglesia en México, proyectado en el panorama actual de la Iglesia en el mundo entero.

No es éste el momento de hacer estudios profundos sobre cada una de las cuestiones que atraen con mayor urgencia vuestra solicitud de Pastores; tales estudios, por lo demás, sé que los hacéis en vuestras Asambleas Episcopales con sabiduría, celo y prudencia, como en la reciente celebrada en Toluca, el pasado mes de abril. Se trata ahora de considerar, en éste y en los sucesivos encuentros con los restantes grupos del Episcopado mexicano, los temas más salientes de la vida eclesial mexicana, teniendo en cuenta vuestros documentos colectivos, así como la problemática reflejada en vuestra anterior visita “ad Limina” y en los inolvidables encuentros con las diversas categorías del Pueblo de Dios durante mi viaje apostólico a vuestra Nación.

En efecto, vuestra presencia en Roma os ha ofrecido una ocasión para un examen sincero y una programación fundamental en vuestra acción de Pastores, según ha destacado recientemente el «Directorio para la visita “ad Limina”», promulgado por la Congregación para los Obispos.

3. En la solemne ceremonia de Beatificación de ayer, tuve la dicha de elevar al honor de los altares al padre Miguel Agustín Pro, que viene a sumarse a San Felipe de Jesús en la corona de mártires de la fe. Estos dos modelos de sacerdotes me sugieren compartir hoy con vosotros algunas reflexiones sobre el tema del ministerio sacerdotal.

145 De vuestras relaciones quinquenales y directamente de vuestros labios he podido comprobar algo que llena de gozo mi corazón de Pastor: el aumento de las vocaciones sacerdotales en México. Al mismo tiempo que os felicito por este resurgir de la respuesta a la llamada del Señor para el sacerdocio entre la juventud católica mexicana, os agradezco la parte importante que habéis tenido como Obispos en este crecimiento. Hay que agradecer también al Señor el despertar de las vocaciones laicales especialmente consagradas y de las vocaciones apostólicas seglares. Ellas son parte esencial de la Iglesia, y bien sabéis cómo nos alegra a todos esta madurez del laicado en su participación en la obra evangelizadora.

Precisamente a la hora de pensar en las causas inmediatas que han producido ese aumento de vocaciones sacerdotales, no podemos olvidar que una de ellas, y muy importante, ha sido la acción de los movimientos apostólicos de seglares, en los que tantos jóvenes han sentido la llamada divina como una opción concreta dentro del ambiente de entrega generosa y de acción apostólica intensa que ellos han vivido en sus respectivos movimientos eclesiales.

Hoy invito a todos a tomar la promoción de las vocaciones sacerdotales como una tarea primordial, a la vez que como un signo de la propia gratitud por nuestra misión de Pastores.

Esta promoción –bien lo sabéis– ha de llevarse a cabo en la familia, donde el ambiente cristiano haga normal ese paso de entrega generosa a la Iglesia en el ministerio sacerdotal; en las parroquias, desde la vivencia intensa de la oración litúrgica, común y personal, que vaya creando en el corazón y en la mente de los niños y de los jóvenes el ambiente para una intervención providencial del Señor que los llame; en las escuelas, por medio de maestros cristianos que sepan orientar a los alumnos en la decisión de una dedicación completa de su vida al sacerdocio; en los movimientos eclesiales, que en México han tenido en los últimos anos tanta preponderancia, y que suponen una gran riqueza para la Iglesia.

Si vosotros, Pastores de la Iglesia, dedicáis lo mejor de vuestro entusiasmo y una selección cuidada de vuestros sacerdotes al fomento de las vocaciones sacerdotales, hemos de confiar en la Providencia que nos premiará a todos con un aumento de sacerdotes y con el consiguiente resurgir de la vida cristiana en que las Iglesias particulares de México se encuentran seria y generosamente empeñadas.

4. Pero de nada serviría la promoción intensa de vocaciones sacerdotales si no cuidamos a la vez, con todo el corazón, los seminarios, que han de ser como la pupila de vuestros ojos. En efecto, el seminario es verdaderamente la palanca del futuro de la diócesis. En ellos sé muy bien que estáis verdaderamente empeñados y esto nos permite mirar al futuro con optimismo, pues dichos centros de formación representan la fragua y la mina de donde la Iglesia en México podrá contar con las fuerzas sacerdotales necesarias sin las cuales sería vano abrigar ninguna esperanza apostólica.

Cuidad con cariño la marcha de los seminarios, de forma que se atienda adecuadamente al número de vocaciones y de alumnos, ya sea en los propios seminarios diocesanos, que tanta vida y alegría difunden en la diócesis respectiva, ya sea, cuando ello no sea posible por la escasez de alumnos o de posible profesorado, con los seminarios interdiocesanos o regionales, o con los seminarios para seminaristas alumnos de universidades eclesiásticas.

Considerad el seminario como la parcela que más cuidados pide al Obispo Pastor, y volcad sobre él vuestros afanes más preciosos y vuestro tiempo más generoso. Dedicad al seminario los sacerdotes más preparados para esa misión trascendente, confiando que el Señor multiplicará cualquier siembra y cualquier esfuerzo con el ciento por uno.

Naturalmente, todos sois conscientes de que el problema de los seminarios va más allá del simple aumento numérico de los candidatos.

En efecto, un elemento central de toda pastoral vocacional es la sólida formación y el oportuno seguimiento de los llamados al sacerdocio. Por ello, la búsqueda diligente de las vocaciones ha de ir siempre acompañada por la adecuada preparación y el cuidado de su perseverancia.

Los seminaristas han de ser formados teórica y prácticamente para que se asegure en el futuro un genuino florecimiento de la vida cristiana a todos los niveles, como lo expresan insistentemente las recomendaciones del Concilio Vaticano II y de la Santa Sede. A tal propósito, han de ser objeto de vuestra particular atención los documentos difundidos por la Congregación para la Educación Católica relativos a la formación de los aspirantes al sacerdocio.

146 5. Debiendo ser el sacerdote hombre de oración, el liturgo que conduce la comunidad a rendir a Dios el culto de toda la Iglesia, es necesario que los candidatos, ya desde el seminario, adquieran una conciencia clara de su misión específica, evitando desviaciones que pudieran llevarles más tarde a asumir métodos reñidos con el Evangelio, al fundarse sobre principios meramente humanos u orientados a metas puramente temporales.

La formación del candidato al sacerdocio no puede prescindir de una sólida eclesiología, que se funda en la persona de Cristo tal como es presentada en los Evangelios, evitando dudosas relecturas que siembran confusión y desorientan. La actividad educativa ha de tener como objetivo la configuración de equilibradas personalidades humanas, abiertas a las exigencias pastorales del momento actual, y con una base espiritual, moral e intelectual que les lleve a una generosa entrega al Señor y a las almas.

Evitad que los valiosos esfuerzos realizados en los seminarios para la adecuada preparación de los candidatos puedan perderle por un descuido posterior. Por consiguiente, atended con gran diligencia a la perseverancia de quienes viven ya su consagración total. Seguid muy de cerca a vuestros sacerdotes con solicitud y confianza, con amor de padres para que, a medida que se van integrando al apostolado, puedan ser vuestros fieles colaboradores. No temáis en consumir en ello vuestro tiempo y mejores energías. Sed ante todo sus amigos y sostenedores en sus necesidades espirituales y materiales, procurando que vuestra palabra y vuestro luminoso ejemplo sirva de preciosa ayuda para mantener en ellos la conciencia clara de su propia identidad de elegidos.

En esta línea de acción pastoral, deseo alentaros también a la promoción de las vocaciones a la vida consagrada. La suma de las energías de las diversas Ordenes, Congregaciones e Institutos en vuestro País representa una fuerza apostólica de vital importancia. Apoyad desde la perspectiva unitaria de las diócesis y de toda la nación, las iniciativas en pro de las vocaciones religiosas y de la consagración secular, seguros de que ello redundará copiosamente en la vida cristiana de las Iglesias particulares que presidís como Pastores.

6. Si he querido hoy recordaros, amados Hermanos, la urgencia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, como punto clave en la pastoral diocesana, es porque éste es uno de los grandes dones que la Iglesia en México ha recibido del Señor en estos últimos tiempos.

Esa gracia ha de ser secundada por la colaboración de todos, de tal manera que se pongan las bases y los cimientos de una auténtica renovación en vuestras respectivas comunidades diocesanas. Es motivo de consuelo comprobar que la Iglesia cuenta en México con un potencial de sacerdotes, de religiosos y religiosas, como de personas consagradas –sin olvidar a los seglares dedicados al apostolado– con los que el Episcopado puede mirar al futuro con realismo esperanzador.

Muchos son los problemas pastorales que os preocupan. En efecto, considerando cualquier aspecto de la vida humana, personal y social, de hoy, nos encontramos con campos que reclaman a voces la atención del Pastor: la niñez necesitada de una primera formación cristiana; la juventud ansiosa de una ayuda eficaz y respetuosa con sus afanes, así como necesitada de una profunda preparación cristiana para ir avanzando en la vida hacia unos compromisos serios de la fe; atención a las familias cristianas para la resolución de problemas específicos de hoy, como son la moralidad pública, la droga, la pobreza extrema, el desempleo. De ahí que yo aproveche nuestro encuentro de hoy para hacer un llamamiento a todos y cada uno de los católicos mexicanos para que secunden con decisión y generosidad vuestras directrices pastorales. Como Sucesor de Pedro, deseo exhortar a todos a un esfuerzo apostólico bien madurado, coherente, exigente y sostenido, conscientes de que la acción de la Iglesia en vuestro país exige disciplina y cooperación, docilidad al Espíritu y gran confianza en Dios nuestro Padre.

7. Para concluir, quiero pediros que llevéis mi saludo afectuoso a todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas: a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos y seminaristas, a los cristianos comprometidos en el apostolado; a los jóvenes y a las familias; a los ancianos, a los enfermos y a los que sufren. De modo particular, a los sacerdotes, seminaristas y almas consagradas decidles que el Papa les agradece sus trabajos por el Señor y por la causa del Evangelio, y que espera y tiene confianza en su fidelidad.

A vosotros, Obispos de México, os agradezco en nombre del Señor vuestra solicitud pastoral por la Iglesia de Dios. En vuestra dedicación generosa al Evangelio contáis con la bendición y la intercesión de la Madre de Dios. Yo pido hoy a Nuestra Señora de Guadalupe que, como la “primera evangelizadora de México y de América”, acompañe con su cariño maternal a los Pastores de México, en esta hora histórica en que nos preparamos ya para celebrar el quinto centenario de la llegada del Evangelio al nuevo mundo. Y a San Felipe de Jesús y al Beato Miguel Agustín Pro Juárez que sean con Ella intercesores ante el Padre que está en los cielos.

Os acompaño en vuestras tareas con mi plegaria y mi solicitud apostólica, mientras imparto mi Bendición, que hago extensiva a todos los amados hijos de México, a quienes recuerdo con gran afecto.










A LOS OBISPOS DE HONDURAS


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 2o de octubre de 1988



147 Queridos hermanos en el Episcopado:

1. “Ved: qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos” (
Ps 133 [132], 1). Con estas palabras del Salmista quiero daros hoy mi cordial bienvenida como Obispos de la Iglesia de Dios en Honduras. En este encuentro colectivo de la visita “ad Limina” deseáis expresar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro, al mismo tiempo que transmitís los anhelos y esperanzas de todo vuestro pueblo fiel.

En mi mente están presentes no sólo vuestra tarea pastoral, sino también vuestras personas e intenciones; las dificultades y sufrimientos tantas veces desconocidos por los demás, que debéis afrontar; los momentos de soledad o la sensación de impotencia que, a la vista de vuestro arduo cometido, puedan quizás aflorar en vuestro ánimo. En todo ello, sabed que estoy muy unido a vosotros, que os acompaño con afecto fraterno y que esta solicitud se traduce en frecuente recuerdo en la plegaria. En ella también presento al Señor las necesidades de todos los miembros de vuestras diócesis.

En este espíritu de amor eclesial deseo ahora compartir con vosotros unas reflexiones sobre algunos puntos que considero oportunos para el bien de la Iglesia que peregrina hacia el Padre en las recordadas tierras hondureñas.

2. A través de los coloquios con cada uno de vosotros he podido percibir la realidad eclesial y humana en la que desempeñáis vuestra misión de Pastores. Al respecto, me alegra constatar que, a pesar de los aún escasos recursos de personal y de medios materiales, se está profundizando en la acción evangelizadora, cada vez más acorde con las orientaciones del Concilio Vaticano II y con las Conferencias de Medellín y Puebla.

En vuestro ministerio pastoral os esforzáis por mantener y testimoniar la fidelidad a Cristo, lo cual influye no poco en la promoción humana del pueblo, al llevar en sí una fuerza incomparable para el desarrollo integral de la persona humana, que favorece la edificación de la sociedad animada por la fraternidad. Por eso doy gracias a Dios al comprobar que resplandece en vosotros el amor de Cristo con sentido de responsabilidad personal y de corresponsabilidad apostólica, al servicio de la grey de la que el Señor os ha constituido pontífices, maestros y pastores (cf. Christus Dominus CD 12, 15, 16).

Varios y complejos son los campos que exigen sin cesar vuestra atención y dedicación ministerial: la evangelización del mundo de la cultura; la presencia de la Iglesia en el mundo del trabajo; las emigraciones forzadas y las desigualdades sociales que hay que superar en busca de una sociedad más justa y fraterna; la presencia cada vez más fuerte de las sectas que desconciertan al pueblo sencillo y desprevenido; las dificultades particulares de la pastoral urbana y rural; la adaptación adecuada de la catequesis que no autoriza a reducir la doctrina ni a escamotear las verdades de la fe; el compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia y su participación en la vida pública.

3. Ante la variedad de temas enunciados, pero teniendo en cuenta particularmente el reducido número de sacerdotes con que cuenta Honduras, quisiera detenerme en la función de formador de sus sacerdotes que incumbe a todo obispo diocesano; primero, la formación en el seminario y luego la formación permanente a lo largo de la vida ministerial.

El enfoque de la problemática en este campo no puede ser diferente del indicado por el Espíritu de Verdad y Amor a través del autor sagrado. El sacerdote, “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (He 5,1).

En cinco direcciones, por tanto, ha de desarrollarse la formación de los sacerdotes: la “selección” a través de la llamada y del oportuno discernimiento de los candidatos; el servicio al hombre en las cosas de Dios; el sacrificio y la reconciliación. Seria hermoso y provechoso exponer cada uno de estos puntos siguiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II; en ellas se basa la definición de sacerdote, la identidad del “padre”, como se le llama frecuentemente entre vosotros.

Pero ante todo es necesario tomar en consideración esa formación desde el mismo momento en que aflora la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. La vocación es y sigue siendo siempre un don de Dios que El no niega a ninguna comunidad; pero es como la buena simiente que sólo prospera, crece y llega a fructificar donde encuentra “tierra buena” (cf. Mt Mt 13,8).

148 Un florecimiento de nuevas vocaciones sólo resultará fructuoso en la medida en que se proceda con acierto a la formación de los “llamados”. Esta formación es algo más que la mera adquisición de conocimientos o una formación académica; tiene que ser una formación integral de la persona, que va desde las dotes o cualidades humanas que hay que desarrollar y orientar para la misión de la Iglesia, hasta la globalidad de la vida ascético-espiritual de cada uno, que sirva de base a la doctrina en las varias ramas de las ciencias sagradas debidamente integradas por las ciencias humanas, y hasta la preparación pastoral.

Comparto vuestra preocupación por proporcionar una formación sólida a los futuros sacerdotes y no puedo dejar de encomiar la importancia que tiene el seminario para lograr este objetivo. La vida comunitaria en estas instituciones, tal como deseó el Concilio Vaticano II, y lo ha confirmado el Código de Derecho Canónico, sigue siendo una necesidad en la preparación para el sacerdocio. La renovación que los seminarios puedan necesitar para adaptarse a los nuevos tiempos exige en quien la realiza equilibrio y buen sentido, así como las cualidades debidas, sobre todo, espíritu evangélico y sacerdotal bien arraigado y encuadrado en la misión de la Iglesia.

4. No se dude, por tanto, en destinar y preparar adecuadamente para esa tarea de formadores en el seminario a los mejores miembros del presbiterio o de la familia religiosa, incluso a costa de privarse de su valiosa ayuda en otros trabajos pastorales. Esta es una tarea vital para el futuro de las comunidades.

Humanamente hablando, es una buena “inversión” que dará fruto a corto y a largo plazo. La configuración de las comunidades cristianas, sean parroquiales o de otro tipo, así como de la misma comunidad diocesana, depende en gran medida de la persona y capacidades –“instrumentos” de Dios siempre, se entiende– de los Pastores que las guían y sirven.

5. Conozco ciertamente el amor en Cristo que tenéis a los sacerdotes de vuestro presbiterio, lo cual se manifiesta también en la preocupación de que lleven una vida humanamente digna y socialmente decorosa, incluso en el aspecto material. Quiero animaros a seguir en esta dedicación preferencial para que vuestros colaboradores directos estén bien y vivan con alegría y plenitud su identidad sacerdotal con fidelidad a Dios y a los hombres, presentes en el mundo sin ser del mundo, como auténticos “embajadores de Cristo” (cf. 2Co
2Co 5,20).

La formación que los sacerdotes adquieren en el seminario, a la luz de los decretos conciliares “Optatam Totius” y “Presbyterorum Ordinis”, consta de un acervo de virtudes, de cualidades morales, ascético-espirituales y pastorales. Esta formación o dote debe ser renovada y enriquecida constantemente para que no disminuya en los mismos sacerdotes el “buen olor de Cristo” (cf. 2Co 2Co 2,15). A fin de guardar el tesoro contenido en “recipientes de barro” (cf. Ibíd., 4, 7), constituido por quienes forman vuestro presbiterio, es importantísimo que ellos vean en su obispo a un amigo a quien confían su vida, a un hermano en el sacerdocio y a un padre en la fe. Sin mengua de vuestra autoridad que os ha sido conferida, en ello se basará la actitud de los sacerdotes para el diálogo, que es viable si va unido a la humildad y pobreza de espíritu, a la colaboración que exige estima recíproca y a la obediencia que presupone en ambas partes fe viva y caridad sobrenatural.

Ello facilitará mucho el testimonio, el cual dará eficacia a la misión: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Un amor capaz de crear unidad: “Para que todos sean uno... y el mundo crea” en aquel que el Padre envió (cf Ibíd., 17, 21), el cual, a su vez, nos envía a nosotros.

6. Pero el carácter complejo de la sociedad en que vivimos para poder interpelarla con los medios de la salvación exige, junto con el testimonio, la actualización de posturas y métodos mientras se desempeña el ministerio pastoral. Los campos que se han de impregnar del espíritu evangélico son muchos y variados. Sin embargo, el Mensaje es único, sencillo, siempre idéntico y destinado a todos los hombres. Es preciso adaptarlo de modo equilibrado y sabio a las personas a quienes va dirigido, sabiendo poner en práctica la norma del Apóstol: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Co 9,22). Dice al respecto el Concilio Vaticano II: “Todos los presbíteros son enviados para colaborar en la misma obra, aunque estén ocupados en funciones diferentes” (cf. Presbyterorum Ordinis PO 7 Presbyterorum Ordinis PO 8). Y esta obra es fundamentalmente la actuación del designio de Dios “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4). De modo que la misión del sacerdote, dentro de la misión propia de la Iglesia, no es de orden político, económico o social (cf. Gaudium et spes GS 42).

El sacerdote –hombre de Iglesia, “elegido” de entre los hombres para servirlos como dispensador de los misterios de Dios–, debe ser un testigo de la fe y un guía seguro de los hombres hacia Dios.

Por tanto, una de las funciones más importantes del obispo diocesano consiste precisamente en ser un formador permanente de sus sacerdotes, estimulador de su fidelidad a la vocación e impulsor y orientador de su celo y de su trabajo pastoral. Al presidir su presbiterio, el obispo deberá mostrarse iluminado y firme en el mantenimiento de la sana doctrina y en la observancia de las normas jurídicas, litúrgicas y pastorales; y al mismo tiempo, siempre acogedor y misericordioso con las personas de sus sacerdotes, como buen padre de familia, de la familia sacerdotal.

7. A partir de estas consideraciones se encuadra con mejor perspectiva el vasto campo que vosotros, junto con vuestros sacerdotes y demás agentes de pastoral, tenéis que afrontar constantemente.

149 Directamente relacionada con el tema de las vocaciones está la familia, célula básica de la sociedad. Conozco bien las complejas circunstancias que en vuestro País amenazan esta institución primordial. Entre los factores que inciden negativamente sobre ella cabe citar el número elevado de parejas que conviven sin haber recibido el sacramento del matrimonio; el notable porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio mismo, con el consiguiente perjuicio para su educación y crecimiento integral a nivel humano; a ello van unidos los casos de madres solteras, que han de afrontar solas el peso y la responsabilidad de su maternidad (cf. Mulieris Dignitatem MD 14).

Desde otras esferas, los valores de la familia son atacados cuando se difunden campañas de control de la natalidad, a veces casi impuestas como condición para poder subsanar focos de pobreza, cuando en realidad no hacen más que atacar el derecho de los esposos a la procreación y a la decisión sobre el número de hijos.

Ante ello es ciertamente urgente que vosotros, obispos de Honduras, propongáis, en fidelidad al Magisterio universal de la Iglesia, una doctrina clara sobre los valores y derechos de la familia. Sé que ya trabajáis en este sentido y yo os aliento en esta ineludible e inaplazable tarea. Sin entrar en conflicto con otras instancias públicas, es necesario exponer decididamente la doctrina católica a través de una catequesis capilar a todos los niveles.

Con este objetivo, será oportuno instruir previamente a los Delegados de la Palabra, así como a los demás agentes de pastoral, para que en sus respectivas comunidades vayan difundiendo estas enseñanzas.

Ante todo, habrá que ayudar a los padres y madres de familia para que tengan una conciencia rectamente formada, que respete la ley divina. Esto será posible en la medida en que se mejoren las condiciones pedagógicas y sociales, se dé una formación religiosa junto con una educación moral íntegra (cf. Gaudium et spes GS 87).

Sólo en el ámbito de las familias formadas cristianamente, donde se respete la ley divina y se proporcione una esmerada educación religiosa a los hijos, es donde se creará el ambiente propicio, la “tierra buena” de la que habla el Evangelio, para que alguno de sus miembros reciba el don de la vocación, ese don de Dios que es siempre una bendición para el “elegido” y para los demás.

8. No olvido tampoco que entre vuestros motivos de preocupación está la suerte de tantos miles de refugiados, a los que procuráis que no falte la asistencia religiosa y el calor humano al sentirse arrancados de su ambiente natural, muchas veces independientemente de su voluntad y de sus ideas políticas. Ante este problema humanitario, en el que la Iglesia debe ponerse siempre a favor del más pobre y necesitado, conviene trabajar para encontrar en las instancias públicas un amparo y el respeto de los derechos humanos contemplados en los acuerdos internacionales.

9. Amados hermanos: Que estas consideraciones, que brotan de lo más profundo de mi corazón en la solicitud por todas las Iglesias (cf. 2Co 2Co 11,28), os sirvan de aliento constante en vuestro ministerio pastoral para que la sociedad hondureña sea cada vez más reconciliada, más cristiana y, por lo mismo, más humana y más fraterna, y así reinen en ella el amor y la paz.

Que Nuestra Señora de Suyapa, Patrona de Honduras, os ayude siempre a vosotros, así como a vuestros sacerdotes y demás colaboradores, a construir incesantemente el reino de Dios. En esta hermosa tarea os acompaño siempre con mi plegaria y mi Bendición Apostólica.










A LOS OBISPOS DE EL SALVADOR


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 21 de octubre de 1988



Amadísimos Hermanos Obispos de El Salvador:

150 1. Con verdadero afecto fraterno y gozo en el Señor os recibo en este encuentro colectivo, después de los coloquios personales con cada uno de vosotros acerca de la situación de cada una de vuestras circunscripciones eclesiásticas.

Sé que esta visita colegial a Roma representa no pocos sacrificios, mas todo ello lo sobrepuja vuestro vivo deseo de reforzar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y, a la vez, hacerle partícipe de vuestros anhelos, propósitos y esperanzas.

La visita “ad limina Apostolorum”, como ha sido puesto de relieve una vez más en la Constitución Apostólica “Pastor Bonus”, no es un encuentro esporádico con el Obispo de Roma, sino un punto álgido de aquella profunda realidad permanente que nos une en el vínculo interior de la oración, de la unidad en la fe y en el amor operante.

2. A través de vuestras conversaciones y por les relaciones que habéis presentado, he podido comprobar que la Iglesia en vuestro país se esfuerza denodadamente por cumplir el mandato de Jesucristo de anunciar su mensaje de salvación y reconciliación a todas las gentes haciéndolas renacer a una comunidad de vida nueva que a todos hace hermanos e hijos del mismo Padre Dios. En esta labor, el Obispo desempeña ciertamente un papel central como educador en la fe. Bien sabéis que Cristo os ha escogido y os ha enviado para que anunciéis al hombre de hoy su mensaje y su verdad salvífica con toda vuestra vida. Debéis, por lo tanto, conocer y comprender a este hombre en su realidad, a veces dramática; debéis captar la necesidad profunda de amar y de ser amado que encierra en sí mismo; debéis valorar sus aspiraciones a la justicia y a la paz.

Y puesto que sólo Cristo conoce el corazón del hombre y sólo de su Palabra emana la verdad del amor, ¡cuán hondo deberá ser vuestro amor al Señor y cuán atenta y asidua deberá ser la escucha orante de su Palabra!

Vuestra misión primaria es la de ser “pregoneros de la fe” y “maestros auténticos” (Lumen gentium
LG 25) que transmitan con audacia la fe en Cristo, para que todos puedan descubrir en cada acontecimiento el designio de Dios (Apostolicam Actuositatem AA 4). Dicha predicación de la Palabra ha de representar un testimonio de vuestro encuentro personal con Cristo y de vuestra fidelidad sin fisuras. Los Pastores no predican una “sabiduría humana”, ni una simple erudición, sino la Palabra de Dios que ellos mismos han asimilado en la contemplación (cf. 1Co 1Co 2,6-10).

El Concilio Vaticano II reafirma que Cristo “está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla” (Sacrosanctum Concilium SC 7). Por ello es necesario que los pastores se preocupen de presentar siempre y con fidelidad, la Palabra de Dios, recogida con esmero de “les fuentes de la Sagrada Escritura y la liturgia” (Ibíd., 35).

Haced también partícipes a vuestros presbíteros de la experiencia de vuestro camino espiritual, para que ellos sean igualmente predicadores de la Palabra de Dios conforme a la sana doctrina de la Iglesia y puedan ayudar, al mismo tiempo, a sus fieles a comprender las grandes verdades de nuestra fe transmitiéndolas con auténtico sentido eclesial. Esto, sin duda, llevará a un progresivo descubrimiento de la misión de reconciliación y de solidaridad que deben tener las comunidades eclesiales. Con San Pablo hemos de estar persuadidos de que la predicación del Evangelio es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16); ella es, pues, “capaz de salvar vuestras almas” (Jc 1,21), puesto que “permanece operando en vosotros, los creyentes” (1Th 2,13)

3. El Papa os agradece vivamente, amados Hermanos, la abnegada entrega a vuestras comunidades y vuestra cercanía y solicitud por aquellos que más sufren. Mirando a la realidad de El Salvador, continúa siendo motivo de preocupación y pena para mi corazón de Pastor el panorama de incertidumbre y dolor que afecta a amplios sectores de los habitantes de vuestro país, donde la violencia no cesa de dejar su secuela de destrucción y muerte. En efecto, los largos años de lucha entre hermanos siguen cubriendo de luto multitud de hogares salvadoreños, que claman por la paz y que anhelan ardientemente una patria reconciliada y justa. Por ello, deseo dirigir en esta ocasión un llamado para que todos, líderes políticos y sindicales, empresarios y trabajadores, hombres de cultura y de ciencia, padres y madres de familia, se empeñen en una renovada ofensiva moral a fin de que, con espíritu solidario, pueda lograrse la ansiada paz, estable y duradera, a la que el pueblo de El Salvador aspira y tiene derecho.

Bien sabéis cómo esta Sede Apostólica ve con aprecio y esperanza todas aquellas iniciativas encaminadas a superar las divisiones y a lograr la reconciliación entre las partes enfrentadas. A este propósito, son encomiables los esfuerzos realizados por los Pastores de El Salvador con miras a acercar posiciones encontradas y a crear un marco de comprensión y tolerancia que permita el diálogo entre las partes en conflicto. En nombre del Evangelio y junto con los demás Episcopados de América Central, habéis hecho oír repetidamente vuestra voz para que cese el lenguaje de las armas que ensangrientan vuestro suelo; y así, en la última reunión del SEDAC (Secretariado Episcopal de América Central y Panamá) habéis dirigido un mensaje en el que, entre otras instancias, pedíais “a todas les naciones involucradas... que no envíen más armas a la región centroamericana”.

4. Aun en medio de la tensión y lucha, sed siempre esos “signos e instrumentos de comunión” que el Concilio Vaticano II reconoce en vosotros (Lumen gentium LG 4). No siempre, lamentablemente, se logrará derribar los muros que separan a los hombres, pero en virtud del “ministerio de la reconciliación que os fue confiado” (2Co 5,18) tratad siempre de que vuestra palabra sea una profecía de la fuerza del misterio de Cristo y una encarnación histórica de ese Amor que ha sido fuente de innumerables iniciativas y creatividad fecunda.

151 Cristo es también el centro del cual sacaréis la luz y la fuerza para ser constructores de la paz. Incentivad, pues, una pastoral, no sólo de reconciliación como eliminación de los enfrentamientos, sino, más aún, de promoción y desarrollo del bien común, convencidos de que la dialéctica de la enemistad puede ser vencida por la civilización del amor (cf. Gaudium et spes GS 73).

¡También en esto, mirad a Cristo! San Pablo nos dice que Cristo “es nuestra paz: de dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca” (Ep 2,14-17).

El “evangelio de la paz” de Cristo posee, en efecto, una fuerte energía de transformación, de comunión. La Iglesia proclama su convencimiento de que el núcleo del Evangelio es el amor fraterno que brota del amor de Dios. Proclama además que ninguna violencia puede ser aceptada como solución a la violencia y que la vía de solución a toda divergencia ha de pasar por la conversión de los corazones.

5. En esta urgente tarea de pacificación, de perdón y reconciliación entre los hermanos, no estáis solos. Contáis, en primer lugar, con la colaboración de vuestros presbíteros. Ellos, como nos dice el Concilio, son “próvidos cooperadores” del Obispo (cf. Lumen gentium LG 28), servidores del anuncio de la verdad salvífica, maestros y guías responsables de santidad, coordinadores de comunión. Una sólida formación de los presbíteros es el don más precioso que podéis dar a vuestras comunidades cristianas, que tienen necesidad de encontrar en ellos “la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral... y el testimonio de verdad y de vida” (Lumen gentium LG 28). Al sacerdote se le pide una adecuada formación doctrinal, espiritual y pastoral. Una formación doctrinal que deberá reflejar siempre el mensaje íntegro de Cristo, respondiendo a las exigencias de nuestro tiempo. Ello será posible si el sacerdote tiene una clara amistad personas con el Señor y la alimenta con una intensa vida de oración, de acogida de la Palabra de Dios, de contemplación; si tiene una profunda “ascesis” vivida como compromiso evangélico que contrasta con la actual sociedad permisiva.

La dimensión contemplativa es inseparable de la misión, porque la misión, según la conocida definición de Santo Tomás, es “contemplata aliis tradere” (S. Tomas de Aquino, Summa Theologiae, IIª-IIae, q. 188, 1.7).

6. Íntimamente relacionado con la vida de los presbíteros está el problema de las vocaciones sacerdotales y religiosas, que me consta es ya objeto de vuestra preocupación prioritaria por la trascendencia que ello tiene para el presente y el futuro de la Iglesia en vuestro país.

En efecto, el seminario es de tal importancia para la vida eclesial, que con razón lo llama el Vaticano II el “corazón de la diócesis” (Optatam totius OT 5). En él ha de impartirse la sana doctrina, evitando arbitrarias relecturas, reduccionismos mutiladores, ambigüedades engañosas que siembran confusión y amenazan la integridad y la pureza de la fe. Como lo indican repetidamente las instrucciones emanadas de la Sede Apostólica, el seminario ha de ser centro de preparación integral de la persona, con una sólida base espiritual, moral e intelectual, con una adecuada disciplina y espíritu de sacrificio. Sólo así podrá responderse a las necesidades de los fieles, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, maestros en la fe y testigos del amor al prójimo.

Hago votos para que el 50 aniversario del Seminario Mayor Central “San José de la Montaña”, que estáis celebrando, constituya una ocasión de gracia para una pastoral vocacional más incisiva y haga que cuantos componen la gran familia de ese centro encuentren en la imitación de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, el ideal de sus desvelos.

Una consecuente pastoral vocacional ha de prestar necesariamente especial atención a la familia, pequeña “iglesia doméstica”, donde la semilla del Evangelio ha de hacerse fecunda. Esforzaos, por tanto, en proclamar y defender la unidad e indisolubilidad del matrimonio. “Pensad en les campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto que destruye la sociedad” (Discurso a la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, IV, 28 de enero de 1979).

Un problema particular que requiere vuestra solicitud de Pastores es sin duda el de los hijos nacidos fuera del matrimonio. Sed conscientes de que los grandes retos del momento presente a la familia son, a la vez, los grandes desafíos a la pastoral, y han de ser tomados como tarea prioritaria para que el hogar familiar sea realmente “el espacio donde el Evangelio sea transmitido y desde donde éste se irradie” (Evangelii Nuntiandi EN 71).

7. En continuidad con la familia, como ámbito de educación en la fe, quiero hacer especial referencia a la escuela y demás centros de educación, que tan importante papel juegan en formar la personalidad de los niños y de los jóvenes. Conozco las particulares dificultades que se os presentan en este campo, mas siempre habéis de evitar que pueda darse la peligrosa dicotomía entre la vivencia de la fe y la educación de esa misma fe. Por ello, la presencia de los católicos en la escuela, en los liceos, en la Universidad, ha de ser inteligente y coordinada para que sea eficaz. Sois conscientes del grave obstáculo que puede representar para la acción evangelizadora de la Iglesia unas orientaciones impartidas en centros católicos que pretendan disociarse de las indicaciones del Magisterio o de las líneas trazadas por los legítimos Pastores.

152 La juventud, que constituye una parte relevante de la población de El Salvador, ha de ocupar también un lugar especial en vuestros desvelos pastorales. La Iglesia ha de hacer cuanto esté en su mano para ofrecer esperanza y alternativas a una juventud que se siente amenazada por la inseguridad del futuro, el desempleo, la drogadicción, la delincuencia, la opción por la violencia. Es necesario estar cerca de los jóvenes y darles ideales altos y nobles para que sientan que Cristo puede satisfacer las ansias de sus corazones.

8. Por último, deseo alentaros a un particular empeño en favor de un laicado adulto bien formado. Laicos cristianos que puedan encontrar siempre apoyo en los sacerdotes y religiosos, pero que puedan actuar libre y responsablemente en las realidades temporales, en la vida social y política. Son ellos quienes han de animar los movimientos apostólicos, pues, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, “el apostolado de los seglares... brota de la esencia misma de su vocación cristiana” (Apostolicam Actuositatem
AA 2). Formad, por tanto, un laicado abierto a la gracia divina y capaz de transformar las relaciones sociales y la sociedad misma según los designios de Dios, que quiere que todos vivamos como hermanos en paz y armonía.

Exigencia específica de su vocación ha de ser un decidido compromiso por la justicia, por el respeto de los derechos humanos, por la moralidad y la honradez en la vida pública, denunciando todo aquello que atenta al bien común y a la pacífica convivencia. El cristiano no puede permanecer impasible cuando tantos hermanos suyos se debaten aún en situaciones de pobreza. Por ello, la paz, que es esencialmente obra de la justicia, hallará su camino de realización en una más equitativa participación de todos en los bienes de la creación y en la promoción de unas condiciones de vida –espiritual y material– que sean más dignas del hombre, ciudadano e hijo de Dios.

9. La religiosidad del pueblo salvadoreño, así como los muchos valores que pude apreciar durante mi visita de hace cinco años, necesitan de vuestra guía doctrinal para, de esta manera, poder dar mayor solidez a sus creencias cristianas, en unos tiempos en que el agresivo proselitismo de sectas de corte fundamentalista pone en peligro la coherencia y unidad del mensaje evangélico.

Ya sé, queridos hermanos, que vuestra tarea de Pastores es ardua y exigente, pero contáis con la asistencia del Espíritu que guía a su Iglesia y que le da la fuerza y el entusiasmo apostólico necesario para llevar a cabo una auténtica renovación eclesial.

A la intercesión de la Santísima Virgen confío vuestras intenciones y anhelos pastorales, mientras con afecto os imparto mi Bendición Apostólica, que hago extensiva a cuantos colaboran en vuestro ministerio episcopal: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles.








Discursos 1988 143