Audiencias 1989




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Enero de 1989

Miércoles 4 de enero de 1989



1. El designio salvífico de Dios se manifiesta, durante el período navideño que estamos viviendo intensamente, con una cadena de festividades litúrgicas muy idóneas para presentarnos a lo largo de pocos días una amplia visión de conjunto. De la contemplación del Hijo de Dios, que se hizo Niño por nosotros en la gruta de Belén, pasamos a través del modelo inalcanzable de la Sagrada Familia, y así sucesivamente hasta llegar al acontecimiento del Bautismo del Señor, al comienzo de su vida pública.

La audiencia general de este miércoles cae en medio de dos festividades características: La Maternidad divina de María, y la Epifanía. Son dos misterios altamente significativos, que tienen entre ellos una profunda vinculación, sobre la cual hay que reflexionar.

2. El término “epifanía” significa manifestación: en ella se celebra la primera manifestación al mundo pagano del Salvador recién nacido.

En la historia de la Iglesia, la Epifanía aparece como una de las fiestas más antiguas, con vestigios ya en el siglo II, y es vivida como el día “teofánico” por excelencia, “dies sanctus”. En los primeros tiempos, la celebración estuvo sobre todo vinculada al recuerdo del Bautismo del Señor, cuando el Padre celestial dio testimonio público de su Hijo en la tierra, invitando a todos a escuchar su Palabra. Pero muy pronto prevaleció la visita de los Magos, en los cuales se reconocen los representantes de los pueblos, llamados a conocer a Cristo desde fuera de la comunidad de Israel.

San Agustín, testigo atento de la tradición eclesial, explica sus razones de alcance universal afirmando que los Magos, primeros paganos en conocer al Redentor, merecieron significar la salvación de todas las gentes (cf. Hom. 203). Y así, en el arte cristiano primitivo, la escena fascinante de hombres doctos, ricos y poderosos, que hablan venido de lejos para arrodillarse ante el Niño, mereció el honor de ser la más representada de entre los acontecimientos de la infancia de Jesús.

Más tarde, en la misma festividad, se empezó a celebrar también la teofanía de las Bodas de Caná, cuando Jesús, al realizar su primer milagro, se manifestó públicamente como Dios. Muchas son, pues, las epifanías, porque son varios los caminos por los que Dios se manifiesta a los hombres. Hoy quiero subrayar cómo una de ellas, más aún, la que es fundamento de todas las demás, es la Maternidad de María.

3. En la antiquísima profesión de fe, llamada “Símbolo Apostólico”, el cristiano proclama que Jesús nació “de” la Virgen María. En este artículo del “Credo” están contenidas dos Verdades esenciales del Evangelio.

La primera es que Dios nació de una Mujer (Ga 4,4). Él quiso ser concebido, permanecer nueve meses en el seno de la Madre y nacer de Ella de modo virginal. Todo esto indica claramente que la Maternidad de María entra como parte integrante en el misterio de Cristo para el plan divino de salvación.

2 La segunda es que la concepción de Jesús en el seno de María sucedió por obra del Espíritu Santo, es decir, sin colaboración de padre humano. “No conozco varón” (Lc 1,34), puntualiza María al enviado del Señor, y el arcángel le asegura que nada hay imposible para Dios (Lc 1,37). María es el único origen humano del Verbo Encarnado.

4. En este contexto dogmático no es difícil ver cómo la Maternidad de María constituye una epifanía nueva y totalmente característica de Dios en el mundo.

En efecto, la misma opción de virginidad perpetua que hizo María antes de la Anunciación, tiene ya un valor “epifánico” como llamada a las realidades escatológicas, que están más allá de los horizontes de la vida terrena. Pues esa opción indica una voluntad decidida de consagración total a Dios y a su amor, capaz por si solo de apagar plenamente las exigencias del corazón humano. Y el hecho de la concepción del Hijo, que sucede fuera del contexto de las leyes biológicas naturales, es otra manifestación de la presencia activa de Dios. Finalmente, el alegre suceso del nacimiento de Jesús constituye el culmen de la revelación de Dios al mundo en María y por medio de María.

Es significativo que el Evangelio ponga también a la Virgen en el centro de la visita de los Magos, cuando dice que ellos “entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrándose, lo adoraron” (Mt 2,11).

A la luz de la fe, la Maternidad de la Virgen aparece de este modo como signo elocuente de la divinidad de Jesús, que se hace hombre en el seno de una Mujer, sin renunciar a la personalidad de Hijo de Dios. Ya los Santos Padres, como San Juan Damasceno, habían hecho notar que la Maternidad de la Santa Virgen de Nazaret contiene en sí todo el misterio de la salvación, que es puro don proveniente de Dios.

María es la Theotokos, como proclamó el Concilio de Éfeso, pues en su seno virginal se hizo carne el Verbo para revelarse al mundo. Ella es el lugar privilegiado escogido por Dios para hacerse visiblemente presente entre los hombres.

Al mirar a la Virgen Santísima estos días de Navidad, cada uno ha de sentir un interés más vivo en acoger, como Ella, a Cristo en su vida, para convertirse luego en su portador al mundo. Cada uno ha de esforzarse, dentro de su familia y en su ambiente de trabajo, por ser una pequeña, pero luminosa, “epifanía de Cristo”.

Este es el deseo que dirijo a todos vosotros, amadísimos, en esta primera audiencia general del año nuevo.

Saludos

Doy mi más cordial bienvenida a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España presentes en esta audiencia. Junto con los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás almas consagradas, saludo en particular a la peregrinación franciscana que viene de visitar Tierra Santa.

Deseando a todos un año lleno de las gracias y bendiciones de Dios, imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles 11 de enero de 1989

"Descendió a los infiernos"

1. En las catequesis más recientes hemos explicado, con la ayuda de textos bíblicos, el artículo del Símbolo de los Apóstoles que dice de Jesús: “Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado... y sepultado”. No se trataba sólo de narrar la historia de la pasión, sino de penetrar la verdad de fe que encierra y que el Símbolo hace que profesemos: la redención humana realizada por Cristo con su sacrificio. Nos hemos detenido particularmente en la consideración de su muerte y de las palabras pronunciadas por El durante la agonía en la cruz, según la relación que nos han transmitido los evangelistas sobre ello. Tales palabras nos ayudan a descubrir y a entender con mayor profundidad el espíritu con el que Jesús se inmoló por nosotros.

Ese artículo de fe se concluye, como acabamos de repetir, con las palabras: “... y fue sepultado”. Parecería una pura anotación de crónica: sin embargo es un dato cuyo significado se inserta en el horizonte más amplio de toda la Cristología. Jesucristo es el Verbo que se ha hecho carne para asumir la condición humana y hacerse semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cf. He 4,15). Se ha convertido verdaderamente en “uno de nosotros” (cf. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes GS 22), para poder realizar nuestra redención, gracias a la profunda solidaridad instaurada con cada miembro de la familia humana. En esa condición de hombre verdadero, sufrió enteramente la suerte del hombre, hasta la muerte, a la que habitualmente sigue la sepultura, al menos en el mundo cultural y religioso en el que se insertó y vivió. La sepultura de Cristo es, pues, objeto de nuestra fe en cuanto nos propone de nuevo su misterio de Hijo de Dios que se hizo hombre y llegó hasta el extremo del acontecer humano.

2. A estas palabras conclusivas del artículo sobre la pasión y muerte de Cristo, se une en cierto modo el artículo siguiente que dice: “Descendió a los infiernos”. En dicho artículo se reflejan algunos textos del Nuevo Testamento que veremos enseguida. Sin embargo será bueno decir previamente que, si en el período de las controversias con los arrianos, la fórmula arriba indicada se encontraba en los textos de aquellos herejes, sin embargo fue introducida también en el así llamado Símbolo de Aquileya, que era una de las profesiones de la fe católica entonces vigentes, redactada a final del siglo IV (cf. DS DS 16). Entró definitivamente en la enseñanza de los concilios con el Lateranense IV (1215) y con el II Concilio de Lión en la profesión de fe de Miguel el Paleólogo (1274).

Como punto de partida aclárese además que la expresión “infiernos” no significa el infierno, el estado de condena, sino la morada de los muertos, que en hebreo se decía sheol y en griego hades (cf. Ac 2,31).

3. Son numerosos los textos del Nuevo Testamento de los que se deriva aquella fórmula. El primero se encuentra en el discurso de Pentecostés del Apóstol Pedro que, refiriéndose al Salmo 16, para confirmar el anuncio de la resurrección de Cristo allí contenido, afirma que el profeta David “vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción” (Ac 2,31). Un significado parecido tiene la pregunta que hace el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “¿Quién bajará al abismo? Esto significa hacer subir a Cristo de entre los muertos” (Rm 10,7).

También en la Carta a los Efesios hay un texto que, siempre en relación con un versículo del Salmo 68: “Subiendo a la altura ha llevado cautivos y ha distribuido dones a los hombres” (Ps 68,19), plantea una pregunta significativa: “¿Qué quiere decir ‘subió’ sino que antes bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que baló es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ep 4,8-10). De esta manera el Autor parece vincular el “descenso” de Cristo al abismo (entre los muertos), del que habla la Carta a los Romanos, con su ascensión al Padre, que da comienzo a la “realización” escatológica de todo en Dios.

A este concepto corresponden también las palabras puestas en boca de Cristo: “Yo soy el Primero y el Último, el que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades (Ap 1,17-18).

4. Como se ve en los textos mencionados, el artículo del Símbolo de los Apóstoles “descendió a los infiernos” tiene su fundamento en las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre el descenso de Cristo, tras la muerte en la cruz, al “país de la muerte”, al “lugar de los muertos”, que en el lenguaje del Antiguo Testamento se llamaba “abismo”. Si en la Carta a los Efesios se dice “en las regiones inferiores de la tierra”, es porque la tierra acoge el cuerpo humano después de la muerte, y así acogió también el cuerpo de Cristo que expiró en el Gólgota, como lo describen los Evangelistas (cf. Mt 27,59 s. y paralelos; Jn 19,40-42). Cristo pasó a través de una auténtica experiencia de muerte, incluido el momento final que generalmente forma parte de su economía global: fue puesto en el sepulcro.

Es la confirmación de que su muerte fue real, y no sólo aparente. Su alma, separada del cuerpo, fue glorificada en Dios, pero el cuerpo yacía en el sepulcro en estado de cadáver.

4 Durante los tres días (no completos) transcurridos entre el momento en que “expiró” (cf. Mc 15,37) y la resurrección, Jesús experimentó el “estado de muerte”, es decir, la separación de alma y cuerpo, en el estado y condición de todos los hombres. Este es el primer significado de las palabras “descendió a los infiernos”, vinculadas con lo que el mismo Jesús había anunciado previamente cuando, refiriéndose a la historia de Jonás, dijo: “Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12,40).

5. Precisamente se trataba de esto; el corazón o el seno de la tierra. Muriendo en la cruz, Jesús entregó su espíritu en manos del Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Si la muerte comporta la separación de alma y cuerpo, se sigue de ello que también para Jesús se tuvo por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra la glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La primera Carta de Pedro habla de esta dualidad cuando, refiriéndose a la muerte sufrida por Cristo por los pecados, dice de Él: “Muerto en la carne, vivificado en el espíritu” (1P 3,18). Alma y cuerpo se encuentran por tanto en la condición terminal correspondiente a su naturaleza, aunque en el plano ontológico el alma tiende a recomponer la unidad con el propio cuerpo. El Apóstol sin embargo añade: “En el espíritu (Cristo) fue también a predicar a los espíritus encarcelados” (1P 3,19). Esto parece ser una representación metafórica de la extensión, también a los que murieron antes que El, del poder de Cristo crucificado.

6. Aún en su oscuridad, el texto petrino confirma los demás textos en cuanto a la concepción del “descenso a los infiernos” como cumplimiento, hasta la plenitud, del mensaje evangélico de la salvación. Es Cristo el que, puesto en el sepulcro en cuanto al cuerpo, pero glorificado en su alma admitida en la plenitud de la visión beatífica de Dios, comunica su estado de beatitud a todos los justos con los que, en cuanto al cuerpo, comparte el estado de muerte.

En la Carta a los Hebreos se encuentra la descripción de la obra de liberación de los justos realizada por Él: “Por tanto... así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud” (He 2,14-15). Como muerto ?y al mismo tiempo como vivo “para siempre”?, Cristo tiene «las llaves de la Muerte y del Hades” (cf. Ap 1,17-18). En esto se manifiesta y realiza la potencia salvífica de la muerte sacrificial de Cristo, operadora de redención respecto a todos los hombres, también de aquellos que murieron antes de su venida y de su “descenso a los infiernos”, pero que fueron alcanzados por su gracia justificadora.

7. Leemos también en la Primera Carta de San Pedro: “...por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios” (1P 4,6). También este versículo, aún no siendo de fácil interpretación, remarca el concepto del “descenso a los infiernos” como la última fase de la misión del Mesías: fase “condensada” en pocos días por los textos que tratan de hacer una presentación accesible a quien está habituado a razonar y a hablar en metáforas espacio-temporales, pero inmensamente amplio en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y lugares, también de aquellos que en los días de la muerte y sepultura de Cristo yacían ya en el “reino de los muertos”. La Palabra del Evangelio y de la cruz llega a todos, incluso a los que pertenecen a las generaciones pasadas más lejanas, porque todos los que se salvan han sido hechos partícipes de la Redención, aún antes de que sucediera el acontecimiento histórico del sacrificio de Cristo en el Gólgota. La concentración de su evangelización y redención en los días de la sepultura quiere subrayar que en el hecho histórico de la muerte de Cristo está inserto el misterio suprahistórico de la causalidad redentora de la humanidad de Cristo, “instrumento” de la divinidad omnipotente. Con el ingreso del alma de Cristo en la visión beatífica en el seno de la Trinidad, encuentra su punto de referencia y de explicación la “liberación de la prisión” de los justos, que hablan descendido al reino de la muerte antes de Cristo. Por Cristo y en Cristo se abre ante ellos la libertad definitiva de la vida del Espíritu, como participación en la Vida de Dios (cf. Santo Tomás, III 52,6). Esta es la “verdad” que puede deducirse de los textos bíblicos citados y que se expresa en el artículo del Credo que habla del “descenso a los infiernos”.

8. Podemos decir, por tanto, que la verdad expresada por el Símbolo de los Apóstoles con las palabras “descendió a los infiernos”, al tiempo que contiene una confirmación de la realidad de la muerte de Cristo, proclama también el inicio de su glorificación. No sólo de Él, sino de todos los que por medio de su sacrificio redentor han madurado en la participación de su gloria en la felicidad del reino de Dios.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina. En particular, saludo al grupo de niños mexicanos que realizan un curso de sus estudios en Irlanda. Os exhorto a todos a seguir siempre a Cristo, para poder participar con El eternamente de su gloria.

Con gran afecto os imparto mi bendición apostólica





Miércoles 18 de enero de 1989



5 1. Nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros” (Rm 12,5).

Estas palabras de San Pablo describen, del modo más eficaz, la misteriosa y vital comunión orgánica que hay entre los bautizados en Cristo.

Por ello el texto ha sido propuesto como tema para la oración y reflexión en esta “Semana de Oración por la Unidad de todos los Cristianos”, que comienza hoy y se prolongará, como es sabido, hasta el próximo 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo Apóstol.

Esta “semana” verá unidos en la oración a los católicos con los ortodoxos, los anglicanos y los protestantes. Esto corresponde al espíritu del Concilio Vaticano II que ha definido bien la oración misma, junto con la conversión del corazón y la santidad de vida, “como el alma de todo el movimiento ecuménico” (Unitatis redintegratio UR 8).

En el contexto general de la oración por la unidad, cada año se propone un tema particular. Ya desde hace veinte años, el Secretariado para la Unión de los Cristianos y el Consejo Ecuménico de las Iglesias, deciden conjuntamente cuál ha de ser, confirmando la voluntad compartida de recorrer juntos el camino que conduce a la plena unidad por la que rezó el Señor.

La escucha de la Palabra de Dios y la unánime invocación al Padre celestial ponen a los cristianos en la mejor disposición para recibir y comprender el don de la unidad.

2. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, describe lo que él considera como una situación normal en la vida de comunidad: “Siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo” (Rm 12,5). La comunidad es considerada como un conjunto orgánico de personas animadas por la misma fe, por una sola esperanza y, sobre todo, por la caridad recíproca. Participan en la misma vida que San Pablo, en la Carta a los Romanos, como en otros lugares, sintetiza con la imagen del “cuerpo”, expresando la naturaleza orgánica de la comunidad cristiana.

No obstante la variedad de miembros, la diversidad y la complementariedad de las funciones, el cuerpo sano es uno, tanto en su ser como en su obrar.

Así es sobre todo también la Iglesia que es llamada precisamente “Cuerpo de Cristo”.

El Hijo de Dios, que ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva criatura (cf. Ga 6,15 2Co 5,17), al comunicar su Espíritu “a sus hermanos, congregados de todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo” (Lumen gentium LG 7). La fe y los sacramentos dan forma a esta misteriosa comunión: “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un solo cuerpo” (1Co 12,13). El bautismo realiza una verdadera y propia incorporación a Cristo, que llega a su plenitud con la participación en la Eucaristía.

La división, desgraciadamente, ha hecho mella profunda en la vida de los cristianos que, precisamente por que están desunidos entre sí, no pueden celebrar juntos la Eucaristía, signo de comunión perfecta. La división es contraria a la voluntad del Señor sobre sus discípulos y genera un malestar profundo en los cristianos sensibles. Sin embargo, no ha podido destruir totalmente la comunión generada por la fe en Cristo y por el único bautismo.

6 El Concilio Vaticano II, al definir el empeño de la Iglesia católica en el movimiento ecuménico, ha subrayado claramente este hecho, poniéndolo en la base de la búsqueda, paciente y sufrida, de la recomposición de la plena unidad. El Decreto sobre el ecumenismo declara: “Estos que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo, están en una cierta comunión con la Iglesia católica, aunque no sea perfecta” (Unitatis redintegratio UR 3). En efecto, los demás cristianos, hermanos nuestros en el Señor, “justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo” (Unitatis redintegratio UR 3). Por ello el bautismo “constituye el vínculo sacramental de la unidad” del Cuerpo de Cristo, y por su naturaleza se ordena a la comunión plena en la profesión de la fe, en la participación en la institución de la salvación y en la celebración de la Eucaristía (cf. Unitatis redintegratio UR 22).

El bautismo común exige la plenitud de la comunión.

3. San Pablo desarrolla la imagen del cuerpo y especifica: “Nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos la misma función” (Rm 12,4).

Aplica esta imagen al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. A la idea de la multiplicidad y de la variedad de miembros, añade la de la recíproca solidaridad y complementariedad, afirmando que somos “cada uno por su parte los unos miembros de los otros” (Rm 12,5) y tenemos “dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada” (Rm 12,6).

La comunidad cristiana unida se expresa en una sinfonía y sinergia real, es decir, en una cooperación armónica de voces diversas y de acciones múltiples, unidas con el intento de vivir y anunciar el único Evangelio de Jesucristo. La pluriformidad en la unidad es una característica de la comunidad cristiana, diversificada en sus ministerios y carismas de sus miembros y, al mismo tiempo, siempre abierta a todo el mundo en la diversidad de sus culturas.

El Concilio Vaticano II ha recordado la tradicional experiencia histórica de la Iglesia, afirmando que “la tradición transmitida por los Apóstoles fue recibida de diversas formas y maneras. Por esto, desde los mismos comienzos de la Iglesia se explicó diversamente en cada sitio debido a la distinta manera de ser y a la diferente forma de vida” (Unitatis redintegratio UR 14). El Concilio ha recordado al mismo tiempo que, a pesar de la división, también entre los demás cristianos todavía “la fe con la que se cree en Cristo produce frutos de alabanza y de acción de gracias” por los beneficios recibidos de Dios y obra en favor de la caridad hacia el prójimo y de la justicia en el mundo. En efecto, “la vida cristiana de estos hermanos se nutre de la fe en Cristo y se robustece con la gracia del bautismo y con la Palabra de Dios oída” (Unitatis redintegratio UR 23).

La variedad de auténticas experiencias de vida según el Evangelio no puede, también entre los demás cristianos, dejar de provenir del Espíritu Santo, “ya que Él ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias, y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre” (Lumen gentium LG 15).

4. Nada de todo esto se podrá perder con la unidad. La unidad no mortifica la auténtica variedad, más aún, obra de tal forma que la vida en Cristo sea cada vez más intensa, reflorezca y se exprese en formas cada vez más completas.

El fin de todo el movimiento ecuménico, que gracias a Dios penetra cada vez más profundamente, es precisamente la Unitatis redintegratio, es decir, el restablecimiento de la plena unidad visible y orgánica de todos los cristianos “en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios” (Unitatis redintegratio UR 2). Esto podrá suceder en el respeto riguroso de las legítimas diversidades de expresiones espirituales, disciplinares, litúrgicas y teológicas.

Esta visión fue afirmada por el Concilio Vaticano II (Unitatis redintegratio UR 14-18) y con alegría la hemos confirmado en la declaración común, que concluyó la visita a Roma de Su Santidad Dimitrios I, Patriarca Ecuménico. Hemos dicho juntos: “Cuando la unidad de la fe es asegurada, una cierta diversidad de expresiones -a menudo complementarias- y de usos propios, no obstaculiza, sino que enriquece la vida de la Iglesia y el conocimiento, siempre imperfecto, del misterio revelado (cf. 1Co 13,12)”.

En el espíritu de esta Semana, que acaba de comenzar, terminemos ahora orando juntos, para que Dios, que en Jesucristo quiso unir a todos los hombres en una sola comunidad de salvación, conceda a sus discípulos dar testimonio de unidad en nuestro tiempo.

Repitamos, pues:

7 “Bendito eres, Señor”.

Santo Padre: Señor, tú enviaste a tu Hijo unigénito para redimir y salvar a la humanidad entera:

Todos: Bendito eres, Señor.

Santo Padre: Tú nos has dado tu Espíritu, Tú nos reúnes en nuestras comunidades:

Todos: Bendito eres, Señor.

Santo Padre: Tú quieres hacer de todos los hombres tu pueblo santo; Tú dispensas dones y talentos y llamas a todos a la unidad de un solo cuerpo:

Todos: Bendito eres, Señor.

Santo Padre: Concede, Señor, que con confianza podamos dirigirnos a Ti como Padre, y decir con un solo corazón: Padre nuestro...

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi afectuoso saludo se dirige ahora a todas las personas de América Latina y España presentes en esta Audiencia. Doy mi más cordial saludo a los alumnos de la Asociación Educacional “Antonio Raimondi”, de Lima, y a la peregrinación de jóvenes argentinos.

8 Asimismo me es grato saludar al grupo de Carmelitas Misioneras Teresianas, así como a las Junioras de la Congregación “Religiosas de María Inmaculada”. Os invito a un fiel y constante seguimiento de Cristo, según el camino de vida trazado por vuestros respectivos Fundadores. Así podréis servir generosamente a la Iglesia y a los hermanos.

A vosotras y a los demás peregrinos de lengua española imparto mi bendición apostólica.





Miércoles 25 de enero de 1989

La resurrección: hecho histórico y afirmación de la fe

1. En esta catequesis afrontamos la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como verdad central por las primeras comunidades cristianas, transmitida como fundamental por la tradición, nunca olvidada por los cristianos verdaderos y hoy muy profundizada, estudiada y predicada como parte esencial del misterio pascual, junto con la cruz: es decir la resurrección de Cristo. De Él, en efecto, dice el Símbolo de los Apóstoles que “al tercer día resucitó de entre los muertos”; y el Símbolo nicenoconstantinopolitano precisa: “ Resucitó al tercer día, según las Escrituras”.

Es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y constatado históricamente. Trataremos de investigar “con las rodillas de la mente inclinadas” el misterio enunciado por el dogma y encerrado en el acontecimiento, comenzando con el examen de los textos bíblicos que lo atestiguan.

2. El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios. En ella el Apóstol recuerda a los destinatarios de la Carta (hacia la Pascua del año 57 d. C.): “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo” (1Co 15,3-8).

Como se ve, el Apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección, de la que él había tenido conocimiento tras su conversión a las puertas de Damasco (cf. Ac 9,3-18). Durante su viaje a Jerusalén se encontró con el Apóstol Pedro, y también con Santiago, como lo precisa la Carta a los Gálatas (1, 18 s.), que ahora ha citado como los dos principales testigos de Cristo resucitado.

3. Debe también notarse que, en el texto citado, San Pablo no habla sólo de la resurrección ocurrida el tercer día “según las Escrituras” (referencia bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes, expresada por Pablo en la Carta a los Corintios, se basa en el testimonio de hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían todavía entre ellos. Estos “testigos de la resurrección de Cristo” (cf. Ac 1,22), son ante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de la aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles.

4. Frente a este texto paulino pierden toda admisibilidad las hipótesis con las que se ha tratado, en manera diversa, de interpretar la resurrección de Cristo abstrayéndola del orden físico, de modo que no se reconocía como un hecho histórico: por ejemplo, la hipótesis, según la cual la resurrección no sería otra cosa que una especie de interpretación del estado en el que Cristo se encuentra tras la muerte (estado de vida, y no de muerte), o la otra hipótesis que reduce la resurrección al influjo que Cristo, tras su muerte, no dejó de ejercer ?y más aún reanudó con nuevo e irresistible vigor? sobre sus discípulos. Estas hipótesis parecen implicar un prejuicio de rechazo de la realidad de la resurrección, considerada solamente como el “producto” del ambiente, o sea de la comunidad de Jerusalén. Ni la interpretación ni el prejuicio hallan comprobación en los hechos. San Pablo, por el contrario, en el texto citado recurre a los testigos oculares del “hecho”: su convicción sobre la resurrección de Cristo, tiene por tanto una base experimental. Está vinculada a ese argumento “ex factis”, que vemos escogido y seguido por los Apóstoles precisamente en aquella primera comunidad de Jerusalén. Efectivamente, cuando se trata de la elección de Matías, uno de los discípulos más asiduos de Jesús, para completar el número de los “Doce” que había quedado incompleto por la traición y la muerte de Judas Iscariote, los Apóstoles requieren como condición que el que sea elegido no solo haya sido “compañero” de ellos en el período en que Jesús enseñaba y actuaba, sino que sobre todo pueda ser “testigo de su resurrección” gracias a la experiencia realizada en los días anteriores al momento en el que Cristo ?como dicen ellos? “fue ascendido al cielo de entre nosotros”. (Ac 1,22).

5. Por tanto no se puede presentar la resurrección, como hace cierta crítica neotestamentaria poco respetuosa de los datos históricos, como un “producto” de la primera comunidad cristiana, la de Jerusalén. La verdad sobre la resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los demás discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la fe “prepascual” de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. Él mismo había anunciado esta prueba, especialmente con las palabras dirigidas a Simón Pedro cuando ya estaba a las puertas de los sucesos trágicos de Jerusalén: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22,31-32). La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las mujeres, “regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea el sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás..., todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían” (Lc 24,9 Lc 24,11).


Audiencias 1989