Audiencias 1989 23

Miércoles 22 de marzo de 1989

1. “Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25).

“Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Co 5,15).

Estas afirmaciones del Apóstol Pablo siempre nos confortan y consuelan en la peregrinación de nuestra vida; pero sobre todo en la “Semana Santa”, al prepararnos a la solemnidad de la Pascua, nos hacen reflexionar sobre el “sentido pascual” de la vida cristiana.

Sabemos que “Pascua” significa “paso”, palabra que se interpreta de diversos modos: en primer lugar, recuerda el histórico y venturoso “paso” del pueblo hebreo, guiado por Moisés, de la esclavitud de los egipcios a la libertad de nación elegido por Dios en función de la venida del Mesías; indica, además, el sacrificio del cordero inmolado por los hebreos antes de partir, así como la perenne memoria anual de ese “paso”; define también al mismo Jesús, el Mesías, el verdadero Cordero, cuya inmolación liberó a la humanidad de la opresión del pecado y determinó el “paso” del Antiguo al Nuevo Testamento; y finalmente “Pascua” significa el paso de Jesús de la muerte a la nueva vida: en efecto, la acepción común del término “Pascua” indica precisamente la resurrección gloriosa de Cristo, al tercer día después de su muerte en cruz, como había anunciado.

2. Así, pues, para el cristiano tener el “sentido pascual” de la vida significa ante todo poseer la profunda e inquebrantable convicción de que Cristo es de verdad el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, la Verdad absoluta, la Luz del mundo.

Precisamente las sugestivas ceremonias de la Vigilia pascual del Sábado Santo, con los símbolos del fuego, de la luz, del agua bautismal, del solemne canto del “Exsultet”, quieren indicar que Cristo es la Luz del mundo: el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, se enciende del fuego bendecido en el atrio del templo; en el cirio se graban las letras “alfa” y “omega” y los números del año en curso, para indicar que el principio y el fin del tiempo están inscritos en la eternidad de Dios; cuando el diácono canta Lumen Christi, de la llama del cirio se encienden las velas de los fieles y poco a poco las luces del templo, a medida que se avanza hacia el altar: escena sugestiva, con la que se subraya que sólo Cristo, el Redentor, lleva la Luz de la divina Revelación, disipa las tinieblas y resuelve el enigma de la historia.

Por eso el cristiano siente ante Cristo resucitado el coraje, el fervor, el entusiasmo para anunciar a todo el mundo la Verdad: “¡Convertíos y creed en el Evangelio!”.

3. Tener el “sentido pascual” de la vida significa también comprender profundamente la realidad y el valor de la redención, que se ha realizado por la pasión y muerte en cruz de Jesús, y que precisamente la Semana Santa quiere recordarnos con sus ritos elocuentes, al proponer los trágicos sucesos que tuvieron lugar desde la agonía de Getsemaní hasta el grito de Jesús cuando morra clavado en la cruz. La muerte de Jesús en la cruz es el supremo acto de adoración al Padre, es el único y verdadero sacrificio ofrecido a Dios en nombre de la humanidad, como expresión máxima de oración, la cual encierra en sí misma cualquier otro tipo de adoración y de oración.

La muerte en cruz, penosa y desgarradora, fue también “sacrificio de expiación”, que nos hace comprender tanto la gravedad del pecado, que es rebelión contra Dios y rechazo de su amor, como la maravillosa obra redentora de Cristo, que al expiar por la humanidad nos ha devuelto la “gracia”, es decir, la participación en la misma vida trinitaria de Dios y la herencia de su felicidad eterna. La pasión y la muerte en cruz de Jesús dan el verdadero y definitivo sentido del acontecer humano, en el cual se realiza ya la redención en perspectiva de eternidad. Como Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos gloriosos, si hemos aceptado su mensaje y su misión. El Viernes Santo doblamos la rodilla ante el Crucifijo y repetimos con San Pablo: “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

4. En fin, el “sentido pascual” de la vida también emerge espléndidamente en la Misa vespertina del Jueves Santo in Cena Domini, que recuerda la institución del Sacrificio-Sacramento de la Eucaristía. El mismo Jesús, con su infinita y amorosa sabiduría, quiso que el único e irrepetible Sacrificio del Calvario, acto supremo de adoración y de expiación, permaneciera para siempre presente en la historia por medio de los sacerdotes y de los obispos, encargados para ello expresamente por Él.

24 Por eso, el Jueves Santo nos recuerda que la vida del cristiano ha de ser “eucarística”: ¡El cristiano lúcido y coherente no puede pasar sin la Santa Misa y la Santa Comunión, porque ha comprendido que no puede pasar sin la “Pascua” del Señor! Y de este “sentido pascual” de la vida también surge necesariamente el sentimiento y el compromiso de caridad hacia los hermanos, de comprensión, de paciencia, de perdón, de sensibilidad hacia el que sufre, recordando el ejemplo del Divino Maestro quien, antes de la institución de la Eucaristía, lavó humildemente los pies a los Apóstoles.

5. Amadísimos: La Semana Santa que estamos celebrando, os ayude a reflexionar sobre el mensaje fundamental de la Pascua. En la medida de lo posible, tomad parte vosotros también en el Triduo Sacro en vuestras parroquias, para que no pase en balde la gracia que ofrece la liturgia; acercaos a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, a fin de que vuestra Pascua sea de verdad un gran acontecimiento espiritual, que se prolongue después a todos los días del año y se abra a la vida eterna.

Esta es mi exhortación cordial, que os dejo junto con mi felicitación y mi bendición.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, saludo al grupo de Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, a todos los sacerdotes y demás almas consagradas aquí presentes a quienes aliento a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia.

Asimismo saludo a los integrantes de la peregrinación de la diócesis de Ávila y a la organizada por el Consejo General de Colegios de Agentes comerciales de España.

Mi bienvenida y particular bendición a los numerosos grupos de jóvenes procedentes de tantos lugares de España y de países de América Latina, como México y Argentina.

A todos bendigo de corazón.





Miércoles 29 de marzo de 1989

25
1. “¡Cristo nuestra Pascua, se ha inmolado en la cruz por nuestros pecados y ha resucitado glorioso: hagamos fiesta en el Señor!”.

Este es el sentimiento que invade la liturgia en estos días, tras la celebración de la Pascua; en estos días repetimos con júbilo, en la Santa Misa, las palabras de la Secuencia: “Mors et vita duello conflixere mirando, dux vitae mortuus regnat vivus!”: “¡Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta!”.

Cristo, victorioso sobre la muerte, está presente activamente también en la historia de hoy.

El cristianismo continúa su camino, porque cuenta con la acción del Verbo encarnado, que se hizo hombre, murió en cruz, fue sepultado y resucitó, como lo había predicho. “La fe cristiana ?ha escrito el conocido teólogo Romano Guardini?, se mantiene o se pierde según se crea o no en la resurrección del Señor. La resurrección no es un fenómeno marginal de esta fe; ni siquiera un desenlace mitológico que la fe haya tomado de la historia y del que más tarde haya podido deshacerse sin daño para su contenido: es su corazón” (“Il Signore”, Parte sexta, resurrección y transfiguración).

Y así, la Iglesia, junto al sepulcro vacío, advierte siempre a los hombres: “¡No busquéis entre los muertos al que vive! No está aquí: ha resucitado!”. “Acordaos ?dice la Iglesia con las palabras de los ángeles a las mujeres piadosas atemorizadas ante la piedra corrida?, de lo que os dijo estando todavía en Galilea: ‘El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar’”. (
Lc 24,6-7).

Pedro, que entró con Juan en el sepulcro vacío, vio “las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6-7). Él, después, con los Apóstoles y los discípulos, le vio resucitado y se entretuvo con Él, como afirmó en el discurso en la casa del centurión Cornelio: “Los judíos lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Ac 10,39-42).

Pedro, los Apóstoles y los discípulos comprendieron perfectamente que les tocaba a ellos la tarea de ser esencialmente y sobre todo los “testigos” de la resurrección de Cristo, porque de este acontecimiento único y sorprendente dependería la fe en Él y la aceptación de su mensaje salvífico.

2. También el cristiano, en la época y en el lugar en que vive, es un testigo de Cristo resucitado: ve con los mismos ojos de Pedro y de los Apóstoles; está convencido de la resurrección gloriosa de Cristo crucificado y por ello cree totalmente en Él, camino, verdad, vida y luz del mundo, y lo anuncia con serenidad y valentía. El “testimonio pascual” se convierte, de este modo, en la característica específica del cristiano.

Así escribe San Pablo a los Colosenses: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios: aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,1-3).

En un discurso sobre los sacramentos, San Ambrosio observaba justamente: “Dios, por tanto, te ha ungido, Cristo te ha sellado con su sello. ¿De qué forma? Has sido marcado para recibir la impronta de su cruz, para configurarte a su pasión. Has recibido el sello que te ha hecho semejante a Él, para que puedas resucitar a imagen de Él, vivir imitándole a Él que fue crucificado al pecado y vive para Dios. Tu hombre viejo ha sido inmerso en la fuente, ha sido crucificado en el pecado, pero ha resucitado para Dios” (Discurso VI, 2, 7).

El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, tratando de la vocación universal a la santidad, escribe: “Quedan, pues, invitados y aún obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espirita de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta” (Lumen gentium ).

26 3. Obligado al “testimonio pascual”, el cristiano tiene indudablemente una gran dignidad, pero también una fuerte responsabilidad: en efecto, debe hacerse cada vez más creíble con la claridad de la doctrina y con la coherencia de la vida.

El “testimonio pascual”, por lo tanto, se expresa antes que nada mediante el camino de ascesis espiritual, es decir, mediante la tensión constante y decidida hacia la perfección, en valiente adhesión a las exigencias del bautismo y de la confirmación; se expresa, además, mediante el empeño apostólico, aceptando con sano realismo las tribulaciones y las persecuciones, acordándose siempre de lo que dijo Jesús “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros... Tendréis tribulaciones en el mundo, pero tened confianza: ¡Yo he vencido al mundo!” (
Jn 15,18 Jn 16,33); se expresa, por fin, mediante el “ideal de la caridad”, por el que el cristiano, como el buen samaritano, aún sufriendo por tantas situaciones dolorosas en que se encuentra la humanidad, se halla siempre implicado de alguna forma en las obras de misericordia temporales y espirituales, rompiendo constantemente el muro del egoísmo y manifestando así de modo concreto el amor del Padre.

4. Queridísimos: ¡Toda la vida del cristiano debe ser Pascua! ¡Llevad a vuestras familias, a vuestro trabajo, a vuestros intereses, llevad al mundo de la escuela, de la profesión y del tiempo libre, así como al sufrimiento, la serenidad y la paz, la alegría y la confianza que nacen de la certeza de la resurrección de Cristo! ¡Que María Santísima os acompañe y os conforte en este “testimonio pascual” vuestro!

“Scimus Christum surrexisse a mortuis vere: tu nobis victor Rex, miserere!”: “¡Sabemos que en verdad resucitaste de entre los muertos. Rey vencedor, apiádate de nosotros!”.

Saludos

Saludo ahora con particular afecto a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al nutrido grupo de la Arquidiócesis de Monterrey (México), a la peregrinación del la diócesis de Orihuela-Alicante y de la Adoración Nocturna de Albacete (España).

Mi bienvenida cordial a esta audiencia a los numerosos jóvenes aquí presentes, a quienes deseo que su venida a Roma, centro de la catolicidad, les confirme en su fe. Finalmente, un saludo a los miembros de las Misiones Católicas Españolas de Fulda y Offenbach.

Con la alegría pascual, a todos bendigo de corazón.





Abril de 1989

Miércoles 5 de abril de 1989

Ascensión: misterio anunciado

27 1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el “retorno al Padre” iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.

En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores a la Pascua.

2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice “No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (
Jn 20,17).

Ése mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre..., sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía” (Jn 13,1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su muerte ya cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: “Me voy a Aquel que me ha enviado” (Jn 16,5): “Me voy al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16,10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: “Me voy y volveré a vosotros”, e incluso añadía: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14,28). Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.

3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación. Cristo «salido del Padre” (Jn 16,28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre” (cf. Jn 16,28). Es un modo único de «subida”, como lo fue el del “descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo” (Jn 3,13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto.

Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.

4. La ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía de la salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz.Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado (es decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14-15).

Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La “elevación” en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.

5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, “no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (He 9,24). Y entró “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”: “penetró en el santuario una vez para siempre” (He 9,12). Entró como Hijo “el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (He 1,3).

Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3,13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13).

6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y... adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir” (Jn 13,33). Sin embargo dice enseguida: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14,2).

28 Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre ?a la casa del Padre? para “introducir” a los hombres que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3,13), que “salió del Padre” (Jn 16,28) y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (He 9,12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino... nadie ve al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: “Os conviene que yo me vaya”. Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador-Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,3 Jn 14,28).

Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ?verdad claramente enseñada por Jesús?, permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.

8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron” (cf. Jn 6,61), ya que hablaba de Comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?... El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6,61-63).

Jesús habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovando sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la “casa del Padre” (Jn 14,2).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En el gozo pascual que nos viene de Cristo resucitado, dirijo ahora un especial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, doy mi más cordial bienvenida a los Superiores mayores de los Legionarios de Cristo a quienes aliento en su fiel y generoso servicio ministerial mientras pido a Dios bendiga su Instituto con abundantes vocaciones para bien de la Iglesia.

Igualmente saludo a las religiosas Dominicas de la Anunciata que hacen en Roma un curso de formación, así como a los numerosos jóvenes venidos de diversos lugares de España, en particular de Cádiz y de Lorca (Murcia).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 12 de abril de 1989

Ascensión: misterio realizado

29
1. Ya los “anuncios” de la Ascensión, que hemos examinado en la catequesis anterior, iluminan enormemente la verdad expresada por los más antiguos símbolos de la fe con las concisas palabras “subió al cielo”. Ya hemos señalado que se trata de un “misterio”, que es objeto de fe. Forma parte del misterio mismo de la Encarnación y es el cumplimiento último de la misión mesiánica del Hijo de Dios, que ha venido a la tierra para llevar a cabo nuestra redención.

Sin embargo, se trata también de un “hecho” que podemos conocer a través de los elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los Evangelios.

2. Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su Evangelio: “Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo” (
Lc 24,50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la sensación de “movimiento” de toda la figura de Jesús, y de una acción de “separación” de la tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los Apóstoles, indica el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda su misión redentora, está contenida y se da al mundo toda clase de bienes espirituales.

Deteniéndonos en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría que Jesús subió al cielo el mismo día de la resurrección, como conclusión de su aparición a los Apóstoles (cf. Lc Lc 24,36-39). Pero si se lee bien toda la página, se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos finales de la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica, concluida con su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los referirá en otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de los Hechos de los Apóstoles, que reanuda la narración contenida en el Evangelio, para proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.

3. En efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta las apariciones y la Ascensión de manera más detallada: “A estos mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al reino de Dios” (Ac 1,3). Por tanto, el texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la Ascensión: cuarenta días después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da información sobre el lugar.

Respecto al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse que Jesús se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta días, como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que sirve para indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente al cielo. Sin duda el tiempo de Jesús resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro. El Resucitado está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los Apóstoles, pone en marcha la Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el tiempo del mundo humano, adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de la relación eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha hablado.

Ciertamente, cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora invisible y “supratemporal”, como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los corazones.

4. Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús “fue llevado al cielo” (Ac 1,2) en el monte de los Olivos (Ac 1,12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, “les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre”: (Ac 1,4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Ac 1,5), “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...” (Ac 1,8). Y fue entonces cuando “dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Ac 1,9).

El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní, es por tanto el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la Ascensión. Esto sucede después de que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por cuya acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por los caminos de la historia. La Ascensión es, por tanto, el acontecimiento conclusivo de la vida y de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de la vida y de la historia “de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Este es el sentido fundamental del hecho de la Ascensión, más allá de las circunstancias particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos en los que puede ser considerado.

5. Según Lucas, Jesús “fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Ac 1,9). En este texto hay que considerar dos momentos esenciales: “fue levantado” (la elevación-exaltación) y “una nube le ocultó” (entrada en el claroscuro del misterio).

30 “Fue levantado”: con esta expresión, que responde a la experiencia sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a un paso de la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro “paso”: Cristo pasa al estado de glorificación en Dios. El primer significado de la Ascensión es precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad celestial de Dios. Lo prueba “la nube”, signo bíblico de la presencia divina. Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios invisible.

6. También esta última consideración confirma el significado del misterio que es la Ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que “salió del Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre” (cf
Jn 16,28). En este “retorno” al Padre halla su concreción la elevación “a la derecha del Padre”, verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el Evangelista Marcos nos dice que “el Señor Jesús... fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16,19), en sus palabras evoca el “oráculo del Señor” enunciado en el Salmo: “Oráculo de Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies” (Sal 109/110, 1). “Sentarse a la derecha de Dios” significa co-participar en su poder real y en su dignidad divina.

Lo había predicho Jesús: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo”, como leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14,62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22,69): “El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer mártir de Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su muerte: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios” (Ac 7,56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús habla conseguido con la Ascensión al cielo.

7 . También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad sobre Jesucristo, “el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros” (Rm 8,34). En la Carta a los Colosenses escribe: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3,1 cf. Ep 1,20). En la Carta a los Hebreos leemos (He 1,3 He 8,1): “Tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos”. Y de nuevo (He 10,12 y He 12,2): “...soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”.

A su vez, Pedro proclama que Cristo “habiendo ido al cielo está a la diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades” (1P 3,22).

8. El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de Pentecostés, dirá de Cristo que, “exaltado por la diestra Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Ac 2, 33, cf. también Ac 5,31). Aquí se inserta en la verdad de la Ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo, referido al Espíritu Santo.

Reflexionemos sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la Ascensión al cielo se asocia a la elevación del Mesías al reino del Padre: “Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre”. Esto significa la inauguración del reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reinó, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás” (Da 7,13-14).

El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de Cristo a la derecha del Padre está ligada sobre todo con la venida del Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los Apóstoles de que sólo con la Ascensión Jesús “ha recibido el Espíritu Santo del Padre” para derramarlo como lo había prometido.

9. El discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu Santo, en la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la visión de ese reino que Cristo había anunciado desde el principio y del que había hablado también tras la resurrección (cf. Ac 1,3). Hasta entonces los oyentes le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel (cf. Ac 1,6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misiona mesiánica. Sólo después de haber reconocido “la potencia” del Espíritu de verdad, “se convirtieron en testigos” de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de modo definitivo, cuando Cristo glorificado “se sentó a la derecha del Padre”. En la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento los Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá fin. En esta perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después de la Ascensión de Cristo: “Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo”. (Ac 1,11). Anuncio de una plenitud final y definitiva que se tendrá cuando, en la potencia del Espíritu de Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la historia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

31 Deseo ahora saludar a todos los peregrinos y visitantes venidos de los diversos países de América Latina y de España.

En la alegría del tiempo pascual, deseo dar a todos mi más cordial bienvenida, mientras ruego a Señor que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, os reafirme en vuestra fe y en los valores cristianos.

En particular, deseo saludar a las peregrinaciones procedentes de Buñol (Valencia) y de Burgos, así como a los Profesores y alumnos del Colegio Dominico “Virgen de Atocha”, de Madrid.

Imparto con afecto mi bendición apostólica.



Audiencias 1989 23