Audiencias 1989 47

47 4. Además, la oración de la comunidad de los Apóstoles y discípulos antes de Pentecostés era perseverante: “perseveraban en la oración” (en griego: prosk asteountes). Por tanto, no fue una oración de momentánea exaltación. La palabra griega empleada por el autor de los Hechos de los Apóstoles indica una perseverancia paciente, en cierto sentido incluso “obstinada”, que incluye un sacrificio y superar dificultades. Fue, por consiguiente, una oración que compromete completamente no sólo el corazón sino también la voluntad.Los Apóstoles eran conscientes de la misión que les esperaba.

5. Aquella oración era ya un fruto de la acción interior del Espíritu Santo, porque es Él quien inspira la oración y ayuda a perseverar en ella. Vuelve de nuevo a la mente la analogía con Jesús mismo, quien, antes de comenzar su actividad mesiánica, se dirigió al desierto. Los Evangelios subrayan que “el Espíritu lo empujó” (
Mc 1, 12, cf. Mt 4,1), que “era conducido por el Espíritu al desierto” (Lc 4,1).

Si son múltiples los dones del Espíritu Santo, hay que decir que, durante la permanencia en el Cenáculo de Jerusalén, el Espíritu Santo ya actuaba en los Apóstoles en lo oculto de la oración, para que el día de Pentecostés estuviesen dispuestos para recibir este don grande y “decisivo”, por medio del cual debía comenzar definitivamente sobre la tierra la vida de la Iglesia de Cristo.

6. En la comunidad unida en la oración, además de los Apóstoles, estaban igualmente presentes otras personas, hombres y también mujeres.

La recomendación de Cristo, en el momento de su partida para volver al Padre, tenía como destinatarios directos a los Apóstoles. Sabemos que les ordenó “que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre” (Ac 1,4). A ellos Jesús les había encomendado una misión especial en su Iglesia.

Ahora bien, el hecho de que en la preparación de Pentecostés tomaran parte también otras personas, y especialmente las mujeres, constituye una simple continuación del comportamiento de Jesús mismo, como aparece en diversos pasajes de los Evangelios. Lucas nos da incluso los nombres de estas mujeres que seguían, colaboraban y ayudaban a Jesús: María, llamada Magdalena, Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana y muchas otras (cf. Lc 8,1-3). El anuncio evangélico del reino de Dios se desarrollaba no sólo en presencia de los “doce” y de los discípulos en general, sino también de estas mujeres en particular, de las que habla el Evangelista diciendo que ellas “les (a Jesús y a los Apóstoles) servían con sus bienes” (Lc 8,3).

De ello se deduce que las mujeres, de la misma manera que los hombres, están llamadas a participar en el reino de Dios que Jesús anunciaba: a formar parte de él, y a contribuir a su crecimiento entre los hombres, como expliqué ampliamente en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem.

7. Bajo este punto de vista, la presencia de las mujeres en el Cenáculo de Jerusalén durante la preparación de Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia reviste una especial importancia. Hombres y mujeres, simples fieles, participaban en el acontecimiento entero junto a los Apóstoles, y en unión con ellos. Desde el inicio, la Iglesia es una comunidad de Apóstoles y discípulos, tanto hombres como mujeres.

No puede ponerse en duda que la presencia de la Madre de Cristo tuvo una importancia especial en aquella preparación de la comunidad primitiva para Pentecostés. Pero a este tema convendrá dedicar una catequesis aparte.

Saludos

Me es grato saludar a las personas, familias y grupos provenientes de América Latina y España, presentes en esta Audiencia.

48 Mi más cordial saludo se dirige también a todos los estudiantes españoles, a los cuales deseo recordar nuestra gran cita en Santiago de Compostela, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud. Saludo igualmente a la peregrinación franciscana de Puerto Rico y a la procedente de España.

Me complace asimismo dar mi afectuoso saludo de bienvenida al grupo de Religiosas de la Congregación “Hijas de Jesús”, así como a los religiosos Franciscanos, de América Latina, participantes en el curso de formación permanente “Experiencia Asís-89”, y a los seminaristas teólogos de Tarazona (España). Ante todo, quiero manifestaros mi aprecio por la abnegada y eficiente labor que realizáis en vuestros lugares de trabajo. En el umbral ya del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, os invito, queridos hermanos y hermanas, a mantener viva la llama evangelizadora, que movió en tiempos pasados a tantos religiosos y religiosas a dejar todo por la causa de Cristo, buscando unidos a la Jerarquía el mismo fin: la edificación de la Iglesia. Así Jesucristo y su Mensaje de Salvación ocuparán un lugar privilegiado en ese querido continente de la esperanza. Que la Bienaventurada Virgen María, la cual por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en Sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, os acompañe siempre.

A vosotros, a vuestras comunidades, y a todos los venidos de España y América Latina, imparto de corazón mi bendición apostólica.



Miércoles 28 de junio de 1989

Preparación a la venida del Espíritu Santo

María presente en el Cenáculo

1. “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos” (Ac 1,14). Con estas sencillas palabras el autor de los Hechos de los Apóstoles, señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés.

En la catequesis precedente ya entramos al Cenáculo y vimos que los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y “perseveraban... con un mismo espíritu” en la oración. No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. Entre estas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén, San Lucas autor de los Hechos, nombra también a María, Madre de Cristo. La nombra entre los demás presentes, sin añadir nada de particular respecto a Ella. Pero sabemos que Lucas es también el Evangelista que manifestó de forma más completa la maternidad divina y virginal de María, utilizando las informaciones que consiguió con una precisa intención metodológica (cf. Lc 1,1 ss.; Ac 1,1 ss.) en las comunidades cristianas, informaciones que al menos indirectamente se remontaban a la primerísima fuente de todo dato mariológico: la misma Madre de Jesús. Por ello, en la doble narración de Lucas, así como la venida al mundo del Hijo de Dios está presentada en estrecha relación con la persona de María, así ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la importancia que Lucas atribuye a este detalle.

2. En los Hechos María aparece como una de las personas que participan, en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. Sobre la base del Evangelio de Lucas y otros textos del Nuevo Testamento, se formó una tradición cristiana acerca de la presencia de María en la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha resumido afirmando que Ella es un miembro excelentísimo y enteramente singular (cf. Lumen gentium LG 53) por ser Madre de Cristo, Hombre-Dios, y por consiguiente Madre de Dios. Los Padres conciliares recordaron, en el mensaje introductorio, las palabras de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, como si quisieran subrayar que, como María había estado presente en aquella primera hora de la Iglesia, así deseaban que estuviese en su reunión de sucesores de los Apóstoles, congregados en la segunda mitad del siglo XX en continuidad con la comunidad del Cenáculo. Reuniéndose para los trabajos conciliares también los Padres querían perseverar “en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús” (cf. Ac 1,14).

3. Ya en el momento de la anunciación María había experimentado la venida del Espíritu Santo. El Ángel Gabriel le había dicho: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra: por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). Por medio de esta venida del Espíritu Santo a Ella, María fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo. En la Encíclica Redemptoris Mater escribí: “En el misterio de Cristo María está presente ya ‘antes de la creación del mundo’ (cf. Ep 1,4) como Aquella que el Padre ‘ha elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad” (RMA 8).

4. Ahora bien, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia. Es verdad que Ella misma es ya “templo del Espíritu Santo” (Lumen gentium LG 53) por su plenitud de gracia y su maternidad divina, pero Ella participa en las súplicas por la venida del Paráclito a fin de que con su poder suscite en la comunidad apostólica el impulso hacia la misión que Jesucristo, al venir al mundo, recibió del Padre (cf. Jn 5,36), y, al volver al Padre, transmitió a la Iglesia (cf. Jn Jn 17,18). María, desde el inicio, está unida a la Iglesia, como uno de los “discípulos” de su Hijo, pero al mismo tiempo destaca en todos los tiempos como “tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y en la caridad” (Lumen gentium LG 53).

49 5. Lo ha puesto muy bien de relieve el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, donde leemos: “La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo” (Lumen gentium LG 63).

“Pues en el misterio de la Iglesia -prosigue el Concilio-,... precedió la Santísima Virgen presentándose de forma eminente... Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo” (Lumen gentium LG 63).

La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Ahora bien, este vínculo vuelve a presentarse, enriqueciéndose con una nueva relación.

6. Al afirmar que María “precedió” en el orden de la fe, la Constitución parece referirse a la “bienaventuranza” escuchada por la Virgen de Nazaret durante la visita a su parienta Isabel tras la anunciación: “¡Feliz la que ha creído!” (Lc 1,45). El Evangelista escribe que “Isabel quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1,41) mientras respondía al saludo de María y pronunciaba aquellas palabras. También en el Cenáculo de Pentecostés en Jerusalén según el mismo Lucas, “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Ac 2,4). Por lo tanto, también Aquella que había concebido “por obra del Espíritu Santo” (cf. Mt 1,18) recibió una nueva plenitud de Él. Toda su vida de fe, de caridad, de perfecta unión con Cristo, desde aquella hora de Pentecostés quedó unida al camino de la Iglesia.

La comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia en la oración en compañía de Ella, la Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración “en compañía de María” se trasluce su particular mediación, nacida de la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Como su mística Esposa, María imploraba su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo.

7. Como se ve, la breve mención que hace el autor de los Hechos de los Apóstoles acerca de la presencia de María entre los Apóstoles y todos aquellos que “perseveraban en la oración” como preparación a Pentecostés y a la “efusión” del Espíritu Santo, encierra un contenido sumamente rico.

En la Constitución Lumen gentium el Concilio Vaticano II ha dado expresión a esta riqueza de contenido. Según el importante texto conciliar, Aquella que en el Cenáculo en medio de los discípulos perseveraba en la oración, es la Madre del Hijo, predestinado por Dios a ser “el primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8,29). Pero el Concilio añade que Ella misma cooperó “a la regeneración y formación” de estos “hermanos” de Cristo, con su amor de Madre. La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés, “por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios” (Lumen gentium LG 64). La Iglesia, por consiguiente, convirtiéndose así también ella en madre, mira a la Madre de Cristo como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo su inicio en el Cenáculo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los numerosos peregrinos y visitantes venidos de España y de América Latina. De modo especial, saludo a los Religiosos Legionarios de Cristo, que parten de Roma para dedicarse al apostolado; a los seminaristas españoles del “Amor Misericordioso”, de La Nora del Río (León); y a las Religiosas del Amor de Dios. A todos exhorto a trabajar abnegadamente para que, mediante vuestra labor apostólica, el Reino de Dios se haga presente cada vez más en vuestros ambientes.

Saludo igualmente a los diversos grupos parroquiales de España y de Guatemala; así como a los grupos de estudiantes, de modo particular a los de Arquitectura, de Asunción (Paraguay).

50 A los representantes de la Red Mexicana de Distribuidores Chrysler deseo agradecerles su presencia aquí, y también el obsequio que han tenido a bien ofrecerme.

Me complace dirigir también mi saludo a los periodistas y personal técnico de la “Televisión de Galicia”, que están grabando algunos momentos de esta Audiencia. En vosotros saludo a todos los compañeros de los medios de comunicación social que estarán presentes en mi próximo viaje a Santiago de Compostela y Asturias, para celebrar la IV Jornada Mundial de la Juventud. Os aliento a realizar vuestra valiosa labor informativa y gráfica, sirviendo siempre a la verdad y respetando los superiores valores éticos y profesionales. Por medio de vosotros saludo a todas las personas, especialmente a los jóvenes, con quienes me encontraré en España.

Con mi sincero afecto imparto a todos mi bendición apostólica.



Julio de 1989

Miércoles 5 de julio de 1989

Pentecostés: fiesta de la nueva mies

1. De las catequesis que hemos dedicado al artículo de los Símbolos de la fe acerca del Espíritu Santo se puede deducir el rico fundamento bíblico de la verdad neumatológica. Sin embargo, es preciso al mismo tiempo señalar el diferente matiz que, en la Revelación divina, tiene esta verdad en relación con la verdad cristológica. En efecto, de los textos sagrados se deduce que el Hijo eterno, consubstancial con el Padre, es la plenitud de la autorrevelación de Dios en la historia de la humanidad. Al hacerse “hijo del hombre”, “nacido de mujer” (cf. Ga 4,4), Él se manifestó y actuó como verdadero hombre. Como tal también reveló definitivamente al Espíritu Santo, anunciando su venida y dando a conocer su relación con el Padre y con el Hijo en la misión salvífica, y por consiguiente en el misterio de la Trinidad. Según el anuncio y la promesa de Jesús, con la venida del Paráclito comienza la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12,27) y sacramento de su presencia “con nosotros hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28,20).

Sin embargo, el Espíritu Santo, consubstancial con el Padre y el Hijo, permanece como el “Dios escondido”. Aún obrando en la Iglesia y en el mundo, no se manifiesta visiblemente, a diferencia del Hijo, que asumió la naturaleza humana y se hizo semejante a nosotros, de forma que los discípulos, durante su vida mortal, pudieron verlo y “tocarlo con la mano”, a Él, la Palabra de vida (cf. 1Jn 1,1).

Por el contrario, el conocimiento del Espíritu Santo, fundado en la fe en la revelación de Cristo, no tiene para su consuelo la visión de una Persona divina viviente en medio de nosotros de forma humana, sino sólo la constatación de los efectos de su presencia y de su actuación en nosotros y en el mundo. El punto clave para este conocimiento es el acontecimiento de Pentecostés.

2. Según la tradición religiosa de Israel, Pentecostés era originariamente la fiesta de la siega. “Tres veces al año se presentarán todos tus varones ante Yahveh, el Señor, el Dios de Israel” (Ex 34,23). La primera vez era con ocasión de la fiesta de Pascua; la segunda, con ocasión de la fiesta de la siega, y la tercera, con ocasión de la fiesta de las Tiendas.

La fiesta de la siega, de las primicias de tus trabajos, de lo que hayas sembrado en el campo” (Ex 23,16) se llamaba en griego Pentecostés, puesto que se celebraba 50 días después de la fiesta de Pascua. Solía también llamarse fiesta de las semanas, por el hecho de que caía siete semanas después de la fiesta de Pascua. Luego se celebraba por separado la fiesta de la cosecha, hacia el fin del año (cf. Ex 23,16 Ex 34,22). Los libros de la Ley contenían prescripciones detalladas acerca de la celebración de Pentecostés (cf. Lv Lv 23,15 ss.; NM 28,26-31), que a continuación se transformó también en la fiesta de la renovación de la Alianza (cf. 2Co 15,10-13), como veremos a su tiempo.

51 3. La bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre la primera comunidad de los discípulos de Cristo que en el Cenáculo “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu” en compañía de María, la madre de Jesús (cf. Ac 1,14), hace referencia al significado veterotestamentario de Pentecostés. La fiesta de la siega se convierte en la fiesta de la nueva “mies” que es obra del Espíritu Santo: la mies en el Espíritu.

Esta mies es el fruto de la siembra de Cristo-Sembrador.Recordemos las palabras de Jesús que nos refiere el Evangelio de Juan: “Pues bien, yo os digo: alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn 4,35). Jesús daba a entender que los Apóstoles recogerían ya tras su muerte la mies de esta siembra: “Uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga” (Jn 4,37-38).

Desde el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, los Apóstoles se transformarán en segadores de la siembra de Cristo. “El segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador” (Jn 4,36). Y, en verdad, ya el día de Pentecostés, tras el primer discurso de Pedro, la mies se manifiesta abundante porque se convirtieron “cerca de tres mil personas” (Ac 2,41) de forma que eso constituyó motivo de una alegría común: la alegría de los apóstoles y de su Maestro, el divino Sembrador.

4. Efectivamente, la mies es fruto de su sacrificio.Si Jesús habla de la “fatiga” del sembrador, ella consiste sobre todo en su pasión y muerte en la Cruz. Cristo es aquel “Otro” que se ha fatigado para esta siega. “Otro” que ha abierto el camino al Espíritu de verdad, que, desde el día de Pentecostés, comienza a obrar eficazmente por medio del kerigma apostólico.

El camino ha sido abierto mediante la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo en la Cruz: mediante la muerte redentora, confirmada por el costado atravesado del Crucificado. En efecto, de su corazón “al instante salió sangre y agua” (Jn 19,34), señal de la muerte física. Pero en este hecho se puede ver también el cumplimiento de las misteriosas palabras que dijo en una ocasión Jesús, el último día de la fiesta de las Tiendas, acerca de la venida del Espíritu Santo. “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva”. El Evangelista comenta: “Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39). Quiere decir que los creyentes recibirían mucho más que la lluvia implorada en la fiesta de las Tiendas, alcanzando una fuente de la que vendría en verdad el agua regeneradora de Sión, anunciada por los profetas (cf. Za Za 14,8 Ez 47,1 ss. ).

5. Acerca del Espíritu Santo Jesús había prometido: “Si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Verdaderamente el agua que mana del costado atravesado de Cristo (cf. Jn 19,34) es la señal de este “envío”. Será una efusión “abundante”: incluso, un “río de agua viva”, metáfora que expresa una especial generosidad y benevolencia de Dios que se da al hombre.

Pentecostés, en Jerusalén, es la confirmación de esta abundancia divina, prometida y concedida por Cristo mediante el Espíritu.

Las mismas circunstancias de la fiesta parecen tener en la narración de Lucas un significado simbólico. La bajada del Paráclito sucede efectivamente, en el apogeo de la fiesta. La expresión usada por el Evangelista alude a una plenitud, ya que dice: “Al llegar el día de Pentecostés...” (Ac 2,1). Por otra parte, San Lucas refiere incluso que “estaban todos reunidos en un mismo lugar”, lo que indica la totalidad de la comunidad reunida: “todos reunidos”, no sólo los Apóstoles, sino también la totalidad del grupo originario de la Iglesia naciente, hombres y mujeres, en compañía de la Madre de Jesús. Es un primer detalle que conviene tener presente. Pero en la descripción de aquel acontecimiento hay también otros detalles que, siempre desde el punto de vista de la “plenitud”, se revelan igualmente importantes.

Como escribe Lucas, “de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Ac 2,2 Ac 2,4). Observemos la insistencia en la plenitud (“llenó”, “quedaron todos llenos”). Esta observación puede relacionarse con lo que dijo Jesús al irse a su Padre: “pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Ac 1,5). Bautizados” quiere decir “inmersos” en el Espíritu Santo: es lo que expresa el rito de la inmersión en el agua durante el bautismo. La “inmersión” y el “estar llenos” significan la misma realidad espiritual, obrada en los Apóstoles, y en todos los que se hallaban presentes en el Cenáculo, por la bajada del Espíritu Santo.

6. Aquel “estar llenos”, vivido por la pequeña comunidad de los comienzos el día de Pentecostés, se puede considerar casi una prolongación espiritual de la plenitud del Espíritu Santo que “habita” en Cristo, en quien reside “toda plenitud” (cf. Col 1,19). Como leemos en la Encíclica Dominum et Vivificantem todo “lo que dice (Jesús) del Padre y de sí como Hijo, brota de la plenitud del Espíritu, que está en Él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo ‘yo’, inspira y vivifica profundamente su acción” (DEV 21). Por eso el Evangelio puede decir que Jesús “se llenó de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10,21). Así la “plenitud” del Espíritu Santo, que se halla en Cristo, se manifestó el día de Pentecostés “llenando de Espíritu Santo” a todos aquellos que estaban reunidos en el Cenáculo. Así se constituyó aquella realidad cristológico-eclesiológica a que alude el apóstol Pablo: “alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza” (Col 2,10).

7. Se puede añadir que el Espíritu Santo en Pentecostés “se transforma en amo” de los Apóstoles, demostrando su poder sobre la comunidad. La manifestación de este poder reviste el carácter de una plenitud del don espiritual que se manifiesta como poder del espíritu, poder de la mente, de la voluntad y del corazón. En efecto, San Juan escribe que “Aquel a quien Dios ha enviado... da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34): esto vale en primer lugar para Cristo, pero puede aplicarse también a los Apóstoles, a quienes Cristo dio el Espíritu, para que ellos, a su vez lo transmitieran a los demás.

52 8. Por último, observemos que en Pentecostés se han cumplido también las palabras de Ezequiel: “infundiré en vosotros un espíritu nuevo” (Ez 36,26). Y verdaderamente este “soplo” ha producido la alegría de los segadores, de forma que se puede decir con Isaías: “Alegría por su presencia, cual la alegría en la siega” (Is 9,2).

Pentecostés, ?la antigua fiesta de la siega?, ha adquirido ahora en Jerusalén un significado nuevo, como una especial “mies” del divino paráclito. Así se ha cumplido la profecía de Joel: “... yo derramaré mi Espíritu en toda carne” (Jl 3,1).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar a las personas, familias y peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. En particular, mi afectuoso saludo se dirige al grupo de misioneras “Hijas de María Auxiliadora“, así como a los Religiosos Escolapios y profesores seglares de Valencia (España). Me es grato extender mi saludo a las delegaciones juveniles de balonmano de Centro América, a los estudiantes argentinos que acaban de participar en los “Juegos de la Juventud”, de Roma, y a la peregrinación de México. Como recuerdo de vuestra visita a la tumba del Apóstol Pedro, os invito a dejaros guiar por los designios amorosos de Dios, abandonándoos plenamente a su voluntad.

Deseo dirigir finalmente mi más cordial saludo a la peregrinación de Puerto Rico, presidida por el Señor Cardenal Luis Aponte Martínez, Arzobispo de San Juan. Agradezco, ante todo, vuestra presencia en este encuentro, lo cual demuestra el filial afecto y devoción de los portorriqueños por el Papa, como pude experimentar en mi visita pastoral a vuestra hermosa Isla. Confío que esta peregrinación que estáis llevando a cabo, estimule vuestra vida cristiana, y cuando regreséis a casa testimoniéis con mayor valentía a Cristo en todos los momentos de la jornada. Que Nuestra Señora de la Providencia os ayude en tan generoso cometido.

A vosotros y a todos los presentes imparto de corazón mi bendición apostólica.



Miércoles 12 de julio de 1989

Pentecostés como teofanía

1. Nuestro conocimiento del Espíritu Santo se basa en los anuncios que de Él nos da Jesús, sobre todo cuando habla de su partida y de su vuelta al Padre. “Si me voy,... vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7). Esta “partida” pascual de Cristo, que se realiza mediante la cruz, la resurrección y la ascensión, halla su “coronamiento” en Pentecostés, es decir, en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, “que perseveraban en la oración" en el Cenáculo “en compañía de la Madre de Jesús” (cf. Ac 1,14), y del grupo de personas que formaban el núcleo de la Iglesia originaria.

En aquel acontecimiento el Espíritu Santo permanece el Dios “misterioso” (cf. Is 45,15), y como tal permanecerá durante toda la historia de la Iglesia y del mundo. Se podría decir que Él está “escondido” en la sombra de Cristo, el Hijo-Verbo consubstancial con el Padre, que de forma visible “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14).

53 2. En el acontecimiento de la Encarnación el Espíritu Santo no se manifiesta visiblemente ?permanece el “Dios escondido”?, y envuelve a María en su misterio. A la Virgen, mujer elegida para el decisivo acercamiento de Dios al hombre, dice el Ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35).

De la misma manera en Pentecostés el Espíritu Santo “extiende su sombra” sobre la Iglesia naciente, a fin de que bajo su soplo reciba la fuerza para anunciar “las maravillas de Dios” (cf. Ac 2,11). Lo que había sucedido en el seno de María en la Encarnación, encuentra ahora una nueva realización. El Espíritu obra como el “Dios escondido”, invisible en su persona.

3. Sin embargo, Pentecostés es una teofanía, es decir, una poderosa manifestación divina, que completa la teofanía del Sinaí cuando salió Israel de la esclavitud de Egipto bajo la guía de Moisés. Según las tradiciones rabínicas, la teofanía del Sinaí tuvo lugar cincuenta días después de la Pascua del éxodo, el día de Pentecostés.

“Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahveh había descendido sobre Él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia” (Ex 19,18). Esa había sido una manifestación de la majestad de Dios, de la absoluta trascendencia de “Aquel que es” (cf. Ex 3,14). Y a los pies del monte Horeb Moisés había escuchado aquellas palabras que salían de la zarza que ardía y no se consumía: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3,5). Y a los pies del Sinaí el Señor ordena: “Baja y conjura al pueblo que no traspase las lindes para ver a Yahveh, porque morirían muchos de ellos” (Ex 19,21).

4. La teofanía de Pentecostés es el punto de llegada de la serie de manifestaciones con que Dios se ha dado a conocer progresivamente al hombre. Con ella alcanza su culmen aquella autorrevelación de Dios mediante la que Él ha querido infundir a su pueblo la fe en su majestad y trascendencia, y al mismo tiempo en su presencia inmanente de “Emmanuel”, de “Dios con nosotros”.

En Pentecostés se realiza una teofanía que, con María, toca directamente a toda la Iglesia en su núcleo inicial, completándose así el largo proceso iniciado en la antigua Alianza. Si analizamos los detalles del acontecimiento del Cenáculo, como los presentan los Hechos de los Apóstoles (2, 1-13), encontramos en ellos diversos elementos que nos recuerdan las teofanías precedentes, sobre todo la del Sinaí, que Lucas parece tener presente al describir la venida del Espíritu Santo. La teofanía del Cenáculo, según la descripción de Lucas, se realiza mediante fenómenos semejantes a los del Sinaí: “Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Ac 2,1-4).

Se trata de tres elementos ?el ruido del viento, las lenguas de fuego, el carisma del lenguaje?, ricos por su valor simbólico, que conviene tener presente. A la luz de estos elementos se comprende mejor qué pretende decir el autor de los Hechos cuando afirma que los presentes en el Cenáculo “quedaron todos llenos del Espíritu Santo”.

5. “Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso”. Desde el punto de vista lingüístico aflora aquí la afinidad entre el viento (el soplo) y el “espíritu”. En hebreo, así como en griego, para decir “viento” se usa la misma palabra que para “espíritu”: “ruah”-“pneuma”. Leemos en el Libro del Génesis (1, 2): “Un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”, y, en el Evangelio de Juan: “El viento (pneuma) sopla donde quiere” (Jn 3,8).

El viento fuerte en la Biblia “anuncia” la presencia de Dios. Es la señal de una teofanía. “Sobre las alas de los vientos planeó” leemos en el segundo Libro de Samuel (22, 11). “Vi un viento huracanado que venía del Norte, una gran nube con fuego fulgurante”: es la teofanía descrita al comienzo del Libro del Profeta Ezequiel (1, 4). En particular, el soplo del viento es la expresión del poder divino que saca del caos el orden de la creación (cf. Gn 1,2). Y es también la expresión de la libertad del Espíritu: “EI viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8).

“Un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso” es el primer elemento de la teofanía de Pentecostés, manifestación del poder divino operante en el Espíritu Santo.

6. El segundo elemento es el fuego: “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego” (Ac 2,3).

54 El fuego siempre está presente en las teofanías del Antiguo Testamento: por ejemplo, con ocasión de la alianza establecida por Dios con Abraham (cf. Gn 15,17); también en la zarza que ardía sin consumirse cuando el Señor se manifestó a Moisés (Ex 3,2); e igualmente en la columna de fuego que guiaba por la noche a Israel a lo largo del camino en el desierto (cf. Ex 13,21-22). El fuego está presente, de manera especial, en la teofanía del monte Sinaí (cf. Ex 19,18), y en las teofanías escatológicas descritas por los profetas (cf. Is 4,5 Is 64,1 Da 7, 9, etc. ). El fuego simboliza, por tanto, la presencia de Dios. La Sagrada Escritura afirma muchas veces que “nuestro Dios es fuego devorador” (He 12,29 Dt 4,24 Dt 9,3). En los ritos de holocausto lo que más importaba no era la destrucción del objeto ofrecido sino más bien el “suave perfume” que simbolizaba el “elevarse” de la ofrenda hacia Dios, mientras el fuego, llamado también “ministro de Dios” (cf. Sal 103/104, 4), simbolizaba la purificación del hombre del pecado, así como la plata es “purificada” y el oro es “probado” en el fuego (cf. Za Za 13,8-9).

En la teofanía de Pentecostés está también el símbolo de las lenguas de fuego, que se posan sobre cada uno de los presentes en el Cenáculo. Si el fuego simboliza la presencia de Dios, las lenguas de fuego que se dividen sobre las cabezas, parecen indicar la “venida” de Dios-Espíritu Santo sobre los presentes, su donarse a cada uno de ellos para su misión.

7. El donarse del Espíritu, fuego de Dios, toma una forma especial, la de “lenguas”, cuyo significado queda explicado inmediatamente cuando el autor añade: “Se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Ac 2,4). Las palabras que provienen del Espíritu Santo son “como fuego” (cf. Jr 5,14 Jr 23,29), tienen una eficacia que las simples palabras humanas no poseen. En este tercer elemento de la teofanía de Pentecostés, Dios-Espíritu Santo, donándose a los hombres, produce en ellos un efecto que es al mismo tiempo real y simbólico. Es real en cuanto fenómeno que se refiere a la lengua como facultad del lenguaje, propiedad natural del hombre. Pero también es simbólico porque las personas, que son “de Galilea” y por tanto capaces de servirse en la lengua o dialecto de su propia región, hablan “en otras lenguas” de manera que, en la muchedumbre reunida rápidamente en torno al Cenáculo, cada uno oye “la propia lengua”, aunque se encontraban representados en ella diferentes pueblos (cf. Ac 2,6).

Este simbolismo de la “multiplicación de las lenguas” está lleno de significado. Según la Biblia, la diversidad de las lenguas era señal de la multiplicidad de los pueblos y de las naciones; más aún, de su dispersión tras la construcción de la torre de Babel (cf. Gen Gn 11,5-9), cuando la única lengua común y comprendida por todos se disgregó en muchas lenguas, recíprocamente incomprensibles. Ahora bien, al simbolismo de la torre de Babel sucede el de las lenguas de Pentecostés, que indica lo contrario de aquella “confusión de lenguas”. Se podría decir que las muchas lenguas incomprensibles han perdido su carácter específico, o por lo menos han dejado de ser símbolo de división, cediendo el lugar a la nueva obra del Espíritu Santo, que mediante los Apóstoles y la Iglesia lleva a la unidad espiritual pueblos de orígenes, lenguas y culturas diversas, para la perfecta comunión en Dios anunciada e invocada por Jesús (cf. Jn 17,11 Jn 17,21-22).

8. Concluyamos con las palabras del Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación: “Cristo... se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32), pues es el único que posee palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68). A otras edades no fue revelado este misterio como lo ha revelado ahora el Espíritu Santo a los Apóstoles y Profetas (cf. Ep 3,4-6) para que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías y Señor, y congreguen la Iglesia” (Dei Verbum DV 17). Esta es la gran obra del Espíritu Santo y de la Iglesia en los corazones y en la historia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar a los numerosos peregrinos de España y de América Latina. En particular, saludo a las Hermanas Marianistas, Hijas de María Inmaculada; a las Misioneras de “Nuestra Señora del Pilar” y a las Religiosas de la “Sagrada Familia de Urgel”. A todas aliento a seguir con plena disponibilidad a Cristo, siendo testigos fieles de su mensaje salvífico en los diversos apostolados que lleváis a cabo.

Me es grato saludar igualmente a los diferentes grupos parroquiales de España; al Centro de rehabilitación “Villa San José” de Palencia; a la peregrinación de los Padres Franciscanos y a los alumnos y, profesores de las Escuelas profesionales de Valencia.

Saludo también a los jóvenes colombianos del “Equipo Calima” de balonvolea, así como a los peregrinos del Hogar Hispano de la diócesis de Arlington, Estados Unidos.

Al agradecer a todos vuestra presencia, os deseo unas felices vacaciones, a la vez que os imparto mi bendición apostólica.



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Sábado 22 de julio de 1989


Audiencias 1989 47