Audiencias 1989 69

69 5. Escribí en la Encíclica Dominum et Vivificantem: “En el Antiguo Testamento se habla varias veces del ‘fuego del cielo’, que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el ‘fuego del cielo’ que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz... Como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la Tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él ‘recibe’ el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después ?Él solo con Dios Padre? puede ‘darlo’ a los Apóstoles, a la Iglesia, y a la humanidad. Él solo lo ‘envía’ desde el Padre. Él solo se presenta ante los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, ‘sopla sobre ellos’ y les dice: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados’ (Jn 20,23)” (DEV 41).

6. Así encuentra su realización el anuncio mesiánico de Juan en el Jordán: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11 cf. Lc 3,16). Aquí encuentra también su realización el simbolismo bíblico, con el que Dios mismo se manifestó como la columna de fuego que guiaba a su pueblo a través del desierto (cf. Ex 13,21-22), como palabra de fuego por la que “la montaña (del Sinaí) ardía en llamas hasta el mismo cielo” (Dt 4,11), como luz en el fuego (Is 10,17), como fuego de ardiente gloria en el amor a Israel (cf. Dt Dt 4,24). Encuentra realización lo que Cristo mismo prometió cuando dijo que había venido a encender el fuego sobre la tierra (cf. Lc Lc 12,49), mientras el Apocalipsis dirá de él que sus ojos son como llama de fuego (cf. Ap 1,14 Ap 2,18 Ap 19,12). Se explica así que el Espíritu Santo sea enviado en el fuego (cf. Ac 2,3). Todo esto sucede en el misterio pascual, cuando Cristo en el sacrificio de la cruz recibe el bautismo con el que Él mismo debía ser bautizado (cf. Mc 10,38) y en el misterio de Pentecostés, cuando Cristo resucitado y glorificado comunica su Espíritu a los Apóstoles y a la Iglesia.

Por aquel “bautismo de fuego” recibido en su sacrificio, según San Pablo, Cristo en su resurrección se convirtió, como “último Adán”, en “espíritu que da vida” (1Co 15,45). Por esto, Cristo resucitado anuncia a los Apóstoles: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Ac 1,5). Por obra del “último Adán”, Cristo, será dado a los Apóstoles y a la Iglesia “el Espíritu que da vida” (Jn 6,63).

7. El día de Pentecostés se da la revelación de este bautismo: el bautismo nuevo y definitivo, que obra la purificación y la santificación para una vida nueva; el bautismo, en virtud del cual nace la Iglesia en la perspectiva escatológica que se extiende “hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28,20): no sólo la “Iglesia de Jerusalén”, de los Apóstoles y de los discípulos inmediatos del Señor, sino la Iglesia “entera” tomada en su universalidad, que se realiza a través de los tiempos y los lugares de su arraigo terreno.

Las lenguas de fuego que acompañan el acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén, son el signo de aquel fuego que Jesucristo trajo y encendió sobre la tierra (cf. Lc Lc 12,49): el fuego del Espíritu Santo.

8. A la luz de Pentecostés también podemos comprender mejor el significado del bautismo como primer sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo. Jesús mismo había aludido a ello en el coloquio con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf. Jn 3,14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3,13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de abrir a los hombres “la entrada al reino de Dios”. En efecto, como escribe San Pablo a los Romanos, “cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,3-4). Este camino bautismal en la vida nueva tiene inicio el día de Pentecostés en Jerusalén.

9. El Apóstol ilustra más veces el significado del bautismo en sus Cartas (cf. 1Co 6,11 Tt 3,5 2Co 1,22 Ep 1,13). Él lo concibe como un “baño de peregrinación y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5), heraldo de justificación “en el nombre del Señor Jesucristo” (1Co 6,11 cf. 2Co 1,22); como un “sello del Espíritu Santo de la Promesa (Ep 1,13); como “arras del Espíritu en nuestros corazones” (2Co 1,22). Dada esta presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo repite también a nosotros hoy: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ep 4,30).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, saludo a los integrantes del Movimiento Apostólico “Regnum Christi”, a la peregrinación franciscana de México y a los jóvenes de Costa Rica. Están también presentes numerosas peregrinaciones parroquiales españolas, a quienes saludo afectuosamente. A todos bendigo de corazón.





Miércoles 13 de septiembre de 1989



70 El Espíritu Santo y la Eucaristía

1. La promesa de Jesús: “...seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (
Ac 1,5) significa que existe un vínculo entre el Espíritu Santo y el bautismo.Lo hemos visto en la anterior catequesis, en la que, partiendo del bautismo de penitencia que Juan impartía en el Jordán anunciando la venida de Cristo, nos hemos acercado a Aquel que bautizará “en Espíritu Santo y fuego”. Nos hemos acercado también a aquel único bautismo con que debía ser bautizado Él mismo (cf. Mc 10,38): el sacrificio de la cruz, que ofreció Cristo “por el Espíritu Eterno” (He 9,14) hasta el punto de hacerse “el último Adán” y, como tal, “espíritu que da vida”, según lo que dice San Pablo (cf. 1Co 15,45). Sabemos que Cristo “dio” a los Apóstoles el Espíritu que da vida el día de la Resurrección (cf. Jn 20,22) y, a continuación, en la solemnidad de Pentecostés, cuando todos quedaron “llenos del Espíritu Santo” (Ac 2,4).

2. Entre el sacrificio pascual de Cristo y el don del Espíritu existe, por tanto, una relación objetiva. Puesto que la Eucaristía renueva místicamente el sacrificio redentor de Cristo, es fácil, por lo demás, entender el vínculo intrínseco que existe entre este sacramento y el don del Espíritu: formando la Iglesia mediante su propia venida el día de Pentecostés, el Espíritu Santo la constituye haciendo referencia objetiva a la Eucaristía y la orienta hacia la Eucaristía.

Jesús había dicho en una de sus parábolas: “El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22,2). La Eucaristía constituye la anticipación sacramental y en cierto sentido una “pregustación” de aquel banquete real que el Apocalipsis llama “el banquete del Cordero” (cf. Ap 19,9). El Esposo que está en el centro de aquella fiesta de bodas, y de su prefiguración y anticipación eucarística, es el Cordero que “borró los pecados del mundo”, el Redentor.

3. En la Iglesia que nace del bautismo en Pentecostés, cuando los Apóstoles, y junto con ellos los demás discípulos y confesores de Cristo, son “bautizados en Espíritu”, la Eucaristía es y permanece hasta el fin de los tiempos el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo.

En Ella está presente “la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios” (He 9,14); la sangre “derramada por muchos” (Mc 14,24) “para perdón de los pecados” (Mt 26,28); la sangre que “purificará de las obras muertas nuestra conciencia” (cf. He 9,14); la “sangre de la alianza” (Mt 26,28). Jesús mismo, al instituir la Eucaristía, declara: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre” (Lc 22,20 cf. 1Co 11,25), y recomienda a los Apóstoles: “haced esto en recuerdo mío” (Lc 22,19).

En la Eucaristía —cada vez— se renueva (es decir, se realiza nuevamente) el sacrificio del cuerpo y de la sangre, ofrecido por Cristo una sola vez al Padre en la cruz para la redención del mundo. Dice la Encíclica Dominum et Vivificantem que “en el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa... El mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción... que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico” (DEV 40).

4. La Eucaristía es el sacramento de este amor redentor, estrechamente vinculado a la presencia del Espíritu Santo y a su acción. ¿Cómo no recordar, en este momento, las palabras pronunciadas por Jesús cuando, en la sinagoga de Cafarnaún, tras la multiplicación del pan (cf. Jn 6,27), proclamaba la necesidad de alimentarse de su carne y de su sangre? A muchos de los que lo escuchaban, su lenguaje sobre el comer su cuerpo y beber su sangre (cf. Jn 6,53) les pareció “duro” (Jn 6,60). Intuyendo esta dificultad Jesús les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿ Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?” (Jn 6,61-62). Era una explícita alusión a la futura ascensión al cielo. Y precisamente en aquel momento añade una referencia al Espíritu Santo, que sólo tras la ascensión adquiriría plenitud de sentido. Dijo: “El espíritu es el que da vida: la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (Jn 6,63)

Los oyentes de Jesús entendieron de modo “material” aquel primer anuncio eucarístico. El Maestro quiso en seguida precisar que su contenido sólo podía aclararse y entenderse por obra del “Espíritu que da vida”. En la Eucaristía Cristo nos da su cuerpo y su sangre como alimento y bebida, bajo las especies del pan y del vino, como durante el banquete pascual de la última Cena. Solamente en virtud del Espíritu, que da vida, el alimento y la bebida eucarísticos pueden obrar en nosotros la “comunión”, es decir, la unión salvífica con el Cristo crucificado y glorificado.

5. Hay un hecho significativo, ligado al acontecimiento de Pentecostés: desde los primeros tiempos después de la venida del Espíritu Santo los Apóstoles y sus seguidores, convertidos y bautizados, “acudían asiduamente... a la fracción del pan y a las oraciones” (Ac 2,42), como si el mismo Espíritu Santo nos hubiera orientado a la Eucaristía. He subrayado en la Encíclica Dominum et Vivificantem que, “guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía” (DEV 62).

La Iglesia primitiva era una comunidad fundada en la enseñanza de los Apóstoles (Ac 2,42) y animada en su totalidad por el Espíritu Santo, el cual infundía luz a los creyentes para que comprendiesen la Palabra, y los congregaba en la caridad en torno a la Eucaristía. Así la Iglesia crecía y se propagaba en una muchedumbre de creyentes que “no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (Ac 4,32).

71 6. En la Encíclica citada leemos también que “mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana” (DEV 62). Es decir, descubren el valor de la vida interior, realizando en sí mismas la imagen de Dios Trinidad que siempre se nos ha presentado en los libros del Nuevo Testamento y especialmente en las Cartas de San Pablo, como Alfa y Omega de nuestra vida, o sea, el principio según el cual el hombre es creado y modelado, y el fin último al que está ordenado y es guiado según el designio y la voluntad del Padre, reflejados en el Hijo-Verbo y en el Espíritu-Amor. Es una hermosa y profunda interpretación que la tradición patrística, resumida y formulada en términos teológicos por Santo Tomás (cf. Summa Theol. I 93,8), ha dado de un principio clave de la espiritualidad y de la antropología cristiana, así expresado en la Carta a los Efesios: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ep 3,14-19)

7. Es Cristo quien nos da esta plenitud divina (cf. Col Col 2,9 ss.) mediante la acción del Espíritu Santo. Así, colmados de vida divina, los cristianos entran y viven en la plenitud del Cristo total, que es la Iglesia, y, a través de la Iglesia, en el nuevo universo que poco a poco se va construyendo (cf. Ep 1,23 Ep 4,12-13 Col 2,10). En el centro de la Iglesia y del nuevo universo está la Eucaristía, donde se halla presente el Cristo que obra en los hombres y en el mundo entero mediante el Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar cordialmente saludo a todos los peregrinos de los diversos países de América Latina y de España.

En particular saludo a las Religiosas Esclavas de Cristo Rey que han venido a venerar las tumbas de los Apóstoles al finalizar su Capítulo general. Os aliento a una entrega sin límites a Dios y a la Iglesia en fidelidad a vuestro carisma.

Saludo igualmente al grupo del Movimiento Schönstatt de Chile, a los integrantes de la Obra “Acies Christi”, a los matrimonios de la parroquia de Polop de La Marina (Alicante) y a los componentes de la Banda Juvenil Don Orione de Santiago de Chile.

A todos bendigo de corazón





Miércoles 20 de septiembre de 1989

Pentecostés, inicio de la misión de la Iglesia

1. En el Decreto conciliar Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, encontramos ligados el acontecimiento de Pentecostés y la puesta en marcha de la Iglesia en la historia: “El día de Pentecostés (el Espíritu Santo) descendió sobre los discípulos... Fue en Pentecostés cuando empezaron los ‘hechos de los Apóstoles’” (Ad gentes AGD 4). Por tanto, si desde el momento de su nacimiento, saliendo al mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como “misionera”, esto sucedió por obra del Espíritu Santo. Y podemos enseguida añadir que la Iglesia permanece siempre así: permanece “en estado de misión” (in statu missionis). El carácter misionero de la Iglesia pertenece a su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la Iglesia de Cristo, porque el Espíritu Santo la hizo “misionera” desde el momento de su nacimiento.

72 2. El análisis del texto de los Hechos de los Apóstoles que narra el acontecimiento de Pentecostés (Ac 2,1-13) nos permite captar la verdad de esta afirmación conciliar, que pertenece al patrimonio común de la Iglesia.

Sabemos que los Apóstoles y los demás discípulos reunidos con María en el Cenáculo, tras haber escuchado “un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso...”, vieron bajar sobre sí unas “lenguas como de fuego” (cf. Ac 2,2-3). En la el tradición judía el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir, guiar y salvar a su pueblo. El recuerdo de la experiencia maravillosa del Sinaí se mantenía vivo en el alma de Israel y lo disponía a entender el significado de las nuevas comunicaciones contenidas bajo aquel simbolismo, como sabemos también por el Talmud de Jerusalén (cf. Hag 2, 77 b, 32; cf. también el Midrash Rabbah 5, 9, sobre Ex 4,27). La misma tradición judía había preparado a los Apóstoles para comprender que las “lenguas” significaban la misión de anuncio, de testimonio, de predicación, que Jesús mismo les había encargado, mientras el “fuego” estaba en relación no sólo con la Ley de Dios, que Jesús había confirmado y completado, sino también con Él mismo, con su persona y su vida, con su muerte y su resurrección, ya que Él era la nueva Torah para proponer al mundo. Y bajo la acción del Espíritu Santo las “lenguas de fuego” se convirtieron en palabra en los labios de los Apóstoles: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les concedía expresarse” (Ac 2,4).

3. Ya en la historia del Antiguo Testamento se había realizado dos manifestaciones análogas, en las que se había dado el espíritu del Señor para un hablar profético (cf. Mi Mi 3,8 Is 61,1 Za 7,12 Ne 9,30). Isaías había visto un serafín que se acercaba teniendo en la mano “una brasa que con las tenazas había tomado de sobre el altar” y con ella le tocaba los labios para purificarlo de toda iniquidad antes de que el Señor le confiase la misión de hablar a su pueblo (cf. Is 6,6-9 ss.). Los Apóstoles conocían este simbolismo tradicional y por ello eran capaces de captar el sentido de lo que sucedía en ellos ese día de Pentecostés, como atestigua Pedro en su primer discurso vinculando el don de las lenguas con la profecía de Joel acerca de la futura efusión del Espíritu divino que debía capacitar a los discípulos para profetizar (Ac 2,17 ss.; cf. Jl Jl 3,1-5).

4. Con la “lengua de fuego” (Ac 2,3) cada uno de los Apóstoles recibió el don multiforme del Espíritu, como los siervos de la parábola evangélica que habían recibido todos un cierto número de talentos para hacer fructificar (cf. Mt 25,14 ss.): y aquella “lengua” era un signo de la conciencia que los Apóstoles poseían y mantenían viva acerca del compromiso misionero al que habían sido llamados y al que se habían consagrado. En efecto, apenas estuvieron y se sintieron “llenos del Espíritu Santo, se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Su poder venía del Espíritu, y ellos ponían en práctica la consigna bajo el impulso interior imprimido desde arriba.

5. Esto sucedió en el Cenáculo, pero en seguida el anuncio misionero y la glosolalia, o don de las lenguas, traspasaron las paredes de aquella habitación. Y entonces se verificaron dos acontecimientos extraordinarios, descritos por los Hechos de los Apóstoles. Ante todo la glosolalia, que expresaba palabras pertenecientes a una multiplicidad de lenguas y empleadas para cantar las alabanzas de Dios (cf. Ac 2,11). La muchedumbre, atraída por el fragor y asombrada por aquel hecho, estaba compuesta, es verdad, por “judíos observantes” que se encontraban en Jerusalén con ocasión de la fiesta, pero pertenecían a “todas las naciones que hay bajo el cielo” (Ac 2,5) y hablaban las lenguas de los pueblos en los que se habían integrado bajo el aspecto civil y administrativo, aunque étnicamente habían permanecido judíos.

Ahora bien, aquella muchedumbre, reunida en torno a los Apóstoles, “se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: ‘¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?’” (Ac 2,6-8). En este momento Lucas no duda en dibujar una especie de mapa del mundo mediterráneo del que procedían aquellos “judíos observantes”, casi para oponer aquella ecumene de los convertidos a Cristo a la Babel de las lenguas y de los pueblos descrita en el Génesis (11, 1-9), sin dejar de nombrar junto a los demás a los “forasteros de Roma”: “Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes” (Ac 2,9-11). A todos esos Lucas, casi reviviendo el hecho acontecido en Jerusalén y transmitido en la primera tradición cristiana, pone en su boca las palabras: “les oímos (a los Apóstoles, galileos de origen) hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios” (Ac 2,11).

6. El acontecimiento de ese día fue ciertamente misterioso, pero también muy significativo. En él podemos descubrir un signo de la universalidad del cristianismo y del carácter misionero de la Iglesia: el hagiógrafo nos la presenta consciente de que el mensaje está destinado a los hombres de “todas las naciones”, y de que, además, es el Espíritu Santo quien interviene para hacer que cada uno entienda al menos algo en su propia lengua: “les oímos en nuestra propia lengua nativa” (Ac 2,8). Hoy hablaríamos de una adaptación a las condiciones lingüísticas y culturales de cada uno. Por tanto se puede ver en todo esto una primera forma de “inculturación”, realizada por obra del Espíritu Santo.

7. El segundo hecho extraordinario es la valentía con que Pedro y los otros once se levantan y toman la palabra para explicar el significado mesiánico y pneumatológico de lo que estaba aconteciendo bajo los ojos de aquella muchedumbre asombrada (Ac 2,14 ss.). Pero sobre este hecho volveremos a su debido tiempo. Aquí conviene hacer una última reflexión acerca de la contraposición (una especie de analogía ex contrariis)entre lo que sucedió en Pentecostés y lo que leemos en el libro del Génesis sobre el tema de la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9). Allí se nos narra la “dispersión” de las lenguas, y por eso también de los hombres que, hablando en diversas lenguas, no logran ya entenderse. En cambio, en el acontecimiento de Pentecostés, bajo la acción del Espíritu, que es Espíritu de verdad (cf. Jn 15,26), la diversidad de las lenguas no impide ya entender lo que se proclama en nombre y para alabanza de Dios. Se tiene así una relación de unión entre los hombres que va más allá de los límites de las lenguas y de las culturas, producida en el mundo por el Espíritu Santo.

8. Se trata de un primer cumplimiento de las palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles al subir al Padre: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8).

«El Espíritu Santo ?comenta el Concilio Vaticano II?“unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos”» (Lumen gentium LG 4) a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo” (Ad gentes AGD 4). De Cristo a los Apóstoles, a la Iglesia, al mundo entero: bajo la acción del Espíritu Santo puede y debe desarrollarse el proceso de la unificación universal en la verdad y en el amor.

Saludos

73 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al grupo de Religiosos Capuchinos provenientes de Colombia, Ecuador y Venezuela, a quienes aliento a ser siempre testimonios vivos de los valores evangélicos.

Igualmente a los integrantes de la Asociación de Jubilados “Arkupeak” así como a todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España.

De corazón imparto la bendición apostólica.





Miércoles 27 de septiembre de 1989

Universalidad y diversidad de la Iglesia

1. Leemos en la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II: “Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ep 2,18). Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14 Jn 7,38-39)... El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1Co 3,16 1Co 6,19) y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6 Rm 8,15-16 y Rm 8,26)” (Lumen gentium LG 4)

Por lo tanto, el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés coincide con la manifestación del Espíritu Santo. Por esto también nuestras catequesis acerca del misterio de la Iglesia con relación al Espíritu Santo se concentran en torno a Pentecostés.

2. El análisis de este acontecimiento nos ha permitido constatar y explicar ?en la anterior catequesis? que la Iglesia, por obra del Espíritu Santo, nace “misionera” y que desde entonces permanece “in statu missionis” en todas las épocas y en todos los lugares de la tierra.

El carácter misionero de la Iglesia está vinculado estrechamente a su universalidad. Al mismo tiempo, la universalidad de la Iglesia, por una parte, implica la más sólida unidad y, por otra, una pluralidad y una multiformidad, es decir, una diversificación, que no resultan un obstáculo para la unidad, sino que por el contrario le confieren el carácter de “comunión”. La Constitución Lumen gentium lo subraya de modo especial cuando habla del “don de unión en el Espíritu Santo” (LG 13), don del que participa la Iglesia desde el día de su nacimiento en Jerusalén.

3. El análisis del pasaje de los Hechos de los Apóstoles que se refiere al día de Pentecostés permite afirmar que la Iglesia, desde el inicio, nació como Iglesia universal, y no sólo como Iglesia particular de Jerusalén a la que sucesivamente se habrían unido otras Iglesias particulares en otros lugares. Ciertamente, la Iglesia nació en Jerusalén como pequeña comunidad originaria de los Apóstoles y de los primeros discípulos, pero las circunstancias de su nacimiento indicaban desde el primer momento la perspectiva de universalidad. Una primera circunstancia es aquel “hablar (de los Apóstoles) en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (cf. Ac 2,4), de forma que las personas de diversas naciones, presentes en Jerusalén, oían “las maravillas de Dios” (Ac 2,11) pronunciadas en sus propias lenguas, aunque los que hablaban “eran galileos” (cf. Ac 2,7). Lo hemos observado ya en la catequesis precedente.

74 4. También la circunstancia del origen galileo de los Apóstoles tiene, en este caso especifico, su propia elocuencia. En efecto, la Galilea era una región de población heterogénea (cf. 1M 5,14-23), donde los judíos tenían muchos contactos con gente de otras naciones. Más aún, la Galilea solía ser designada como “Galilea de las naciones” (Is 9,1 citado en Mt 4, 15; 1M 5,15) y por este motivo era considerada inferior, desde el punto de vista religioso, a la Judea, región de los auténticos judíos.

La Iglesia, por consiguiente, nació en Jerusalén, pero el mensaje de la fe no fue proclamado allí por ciudadanos de Jerusalén, sino por un grupo de galileos y, por otra parte, su predicación no se dirigió exclusivamente a los habitantes de Jerusalén sino a los judíos y prosélitos de toda precedencia.

Como resultado del testimonio de los Apóstoles, surgirán poco después de Pentecostés las comunidades (es decir, las Iglesias locales) en diversos lugares, y naturalmente también y ante todo en Jerusalén. Pero la Iglesia, que nació con la venida del Espíritu Santo, no era sólo Iglesia local de Jerusalén. Ya en el momento de su nacimiento la Iglesia era universal y estaba orientada a la universalidad, que se manifestaría a continuación por medio de todas las Iglesias particulares.

5. La apertura universal de la Iglesia quedó confirmada en el así llamado Concilio de Jerusalén (cf. Ac 15,13-14), del que leemos: “Cuando terminaron de hablar, tomó Santiago la palabra y dijo: ‘Hermanos, escuchadme. Simón ha referido cómo Dios ya al principio intervino para procurarse entre los gentiles un pueblo’” (Ac 15,13-14). Por tanto conviene observar que en aquel “Concilio” Pablo y Bernabé son los testigos de la difusión del Evangelio entre los gentiles; Santiago, que toma la palabra, representa autorizadamente la posición judío-cristiana típica de la Iglesia de Jerusalén (cf. Ga 2,12), de la que será el primer responsable en el momento de la partida de Pedro (cf. Ac 15,13 Ac 21,18); y Simón, es decir Pedro, es el heraldo de la universalidad de la Iglesia, que está abierta a acoger en su seno tanto a los miembros del pueblo elegido como a los paganos.

6. El Espíritu Santo desde el inicio quiso la universalidad, es decir, la catolicidad de la Iglesia en el contexto de todas las comunidades (esto es, las Iglesias) locales y particulares. Se cumplen así las significativas palabras pronunciadas por Jesús en la conversación que tuvo junto al pozo de Sicar, cuando dijo a la samaritana: “Créeme mujer, que llega la hora en que, ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren” (Jn 4,21-23).

La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés da inicio a aquella “adoración del Padre en espíritu y verdad”, que no puede encerrarse en un solo lugar porque se inscribe en la vocación del hombre a reconocer y honrar al único Dios, que es puro Espíritu, y, por tanto está abierta a la universalidad.

7. Bajo la acción del Espíritu queda, por tanto, inaugurada la universalidad cristiana, que se expresa desde el inicio en la multitud y diversidad de las personas que participan en la primera irradiación de Pentecostés y, de alguna manera, en la pluralidad de las lenguas y de las culturas, de los pueblos y de las naciones, que aquellas personas representan en Jerusalén en aquella circunstancia, y de todos los grupos humanos y los estratos sociales de donde procederán los seguidores de Cristo a lo largo de los siglos. Ni para los de los primeros tiempos ni para los de los siglos sucesivos la universalidad querrá decir uniformidad.

Estas exigencias de la universalidad y de la variedad se manifestarán también en la esencial unidad interna de la Iglesia, mediante la multiplicidad y la diversidad de los “dones” o carismas, y también de los ministerios y de las iniciativas. A este respecto observamos en seguida que, el día de Pentecostés, también María, Madre de Cristo, recibió la confirmación de su misión materna, no sólo respecto al Apóstol Juan, sino también respecto a todos los discípulos de su Hijo, es decir, respecto a todos los cristianos (cf. Redemptoris Mater RMA 24 Lumen gentium, 59). Y se puede decir que a todos los que, reunidos aquel día en el Cenáculo de Jerusalén ?tanto hombres como mujeres?, quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf. Ac 2,4), se les concedieron también los diversos dones de los que hablaría San Pablo: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1Co 12,4-7). “Así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas” (1Co 12,28). Mediante este abanico de carismas y ministerios, desde los primeros tiempos, el Espíritu Santo reunía, gobernaba y vivificaba la Iglesia de Cristo.

8. San Pablo reconocía y subrayaba el hecho de que, por efecto de estos bienes regalados por el Espíritu Santo a los creyentes, en la Iglesia la diversidad de los carismas y de los ministerios se orienta hacia la unidad de todo el cuerpo. Como leemos en la Carta a los Efesios: “Él mismo ‘dio’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ep 4,11-13).

Recogiendo las voces de los Apóstoles y de la tradición cristiana, la Constitución Lumen gentium sintetiza así su enseñanza acerca de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: el Espíritu Santo “guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ep 4,11-12 1Co 12,4 Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17)” (LG 4).

Saludos

75 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con especial afecto a todos los peregrinos y visitantes provenientes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, a los Religiosos Terciarios Capuchinos y al numeroso grupo de Legionarios de Cristo, que se disponen a iniciar sus estudios de filosofía y teología en Roma, provenientes de diversos Países, principalmente de México.

Mi cordial bienvenida a esta audiencia a los Representantes de la Confederación Patronal y de la Confederación de Cámaras de Comercio de México. Deseo animaros en vuestro empeño por contribuir a la construcción de una sociedad más justa, próspera y pacífica, para bien de todos los mexicanos sin distinción. Pido a Dios que os asista para llevar a cabo vuestros cometidos como profesionales, animados siempre por la esperanza de un futuro mejor para México. Por nuestra parte, vemos con buen ánimo y optimismo la nueva actitud de las autoridades mexicanas hacia la Iglesia. Os ruego que al regresar a vuestro país hagáis llegar también el saludo del Papa a vuestros familiares y a los demás miembros de vuestras Confederaciones. Finalmente, deseo saludar al grupo de peregrinos de Guatemala y a los integrantes del Movimiento de Schoenstatt de Chile.

A todos bendigo de corazón.




Audiencias 1989 69