Audiencias 1989 75

Octubre 1989

Miércoles de 18 de octubre 1989



1. Christus, Pax nostra. Bajo este lema se reunió en Seúl, capital de Corea del Sur, el Congreso Eucarístico Internacional, al que, en la serie de los Congresos Internacionales, le corresponde el número 44 (Los últimos tuvieron lugar, respectivamente, en Filadelfia, en Lourdes y en Nairobi). La elección de la ciudad de Seúl está ligada a los significativos progresos realizados por la evangelización en aquella nación, que se manifiesta, en particular, en el número de conversiones y de vocaciones eclesiásticas, tanto masculinas como femeninas. Al mismo tiempo prosigue la veloz reconstrucción del país tras las destrucciones de la no lejana guerra, que dividió la nación coreana en dos Estados separados uno del otro por una frontera muy bien vigilada y por diversos sistemas políticos y económicos.

Sobre ese telón de fondo el lema del Congreso: "Christus, Pax nostra" asumió una elocuencia particular. En efecto, la Eucaristía es el sacramento de aquella paz que "Cristo nos da". Y aunque el mundo por sí no es capaz de "dar" una paz semejante, con todo, en sus multiformes aspiraciones a la paz sobre la tierra, puede y debe remontarse a Cristo, que nos ha reconciliado con el Padre, y la humanidad debe participar de esta reconciliación. La teología de la paz, así entendida, ligada a la Eucaristía, ha constituido la temática del Congreso, que se desarrolló en aquella ciudad del 5 al 8 de octubre.

El domingo 8 de octubre la muchedumbre de los participantes en el Congreso se reunió en la misma plaza donde el año 1984 tuvo lugar la canonización de los mártires de la Iglesia en Corea. Precisamente en ese lugar me ha sido posible realizar el ministerio de la "Statio orbis" eucarística junto con cardenales y obispos procedentes de diversas partes del mundo. El Congreso reunió sobre todo a peregrinos de la misma Corea y de los países del Extremo Oriente.

A primera hora de la tarde del día anterior se había celebrado la Liturgia Eucarística, destinada de modo especial a la juventud.

2. "Laetentur insulae multae" (Sal 96/97, 1). Sería preciso hacer referencia a estas palabras, hablando de la ulterior etapa de mi peregrinación de octubre a Extremo Oriente. Indonesia es un enorme archipiélago, compuesto por más de trece mil islas, de las que sólo una pequeña parte está habitada. Algunas de estas islas han acogido la Buena Nueva desde hace tiempo. El Islam apareció pronto en algunas zonas de la actual Indonesia. En el gran archipiélago se distinguen islas como Java, Sumatra, Borneo y Célebes. En estas islas existían diversos reinos. Esa división política facilitó la colonización, realizada aquí principalmente por Holanda, que durante unos 400 años ha dominado las islas del archipiélago.

76 Tras el fin de la última guerra mundial, las aspiraciones y la lucha del pueblo hicieron posible la independencia de Indonesia y la fundación del Estado que abraza todo el archipiélago. Este actualmente constituye un gran país de cerca de 180 millones de habitantes, que ha sabido crear un propio modelo de convivencia, respetuosa del pluralismo étnico, cultural e incluso religioso de sus ciudadanos. Una expresión de ese modelo es el sistema filosófico del "Pancasila", es decir, de los cinco principios que forman como columnas de la cultura y de la sociedad indonesia. Entre estos principios destaca en primer lugar la religión monoteísta, luego el humanitarismo, como características de las iniciativas que tienden a favorecer la convivencia pacífica de todos los ciudadanos.

3. Los cristianos en Indonesia tienen los mismos derechos que los musulmanes, aunque estos sean mucho más numerosos. En esas condiciones la misión de la Iglesia y su actividad se desarrollan de modo armonioso. El episcopado indonesio está compuesto por cerca de 40 obispos, de los que algunos pertenecen al clero misionero, pero la mayoría es de origen indonesio.

A lo largo de cinco días me fue posible visitar algunas de las ciudades principales. Sin embargo, no me fue posible incluir en el programa del viaje la visita a las comunidades cristianas que viven en vastas islas como Borneo (Kalimantan) o Célebes (Sulawesi). Las etapas de la visita fueron: Yakarta - Yogyakarta en la isla de Java, Maumere en la isla Flores, y Medán en la isla de Sumatra. En cada uno de estos lugares el momento central del encuentro fue la Santa Misa. En la liturgia eucarística se manifestó la gran riqueza del canto y de los gestos sagrados que expresan la piedad del pueblo.

El encuentro con la población de la diócesis de Dili, en la isla de Timor, tuvo una importancia particular por causa de la pertenencia a la Iglesia católica de gran parte de sus habitantes. Por eso era oportuno que la peregrinación papal incluyera una etapa entre los miembros de la comunidad católica de esta isla que tanto ha sufrido en los últimos años.

4. Durante este viaje también tuvo lugar el encuentro con los representantes de las religiones de Indonesia: musulmanes, hinduistas y budistas. Aunque los cristianos (católicos y protestantes) constituyen una minoría de la población, es motivo de satisfacción constatar que la Iglesia católica demuestra en diversos campos un gran dinamismo. Lo testimonia el creciente número de bautizados y también la cantidad de las vocaciones masculinas y femeninas. En Maumere me encontré con cerca de 600 seminaristas, procedentes solamente de la Pequeña Sonda. Los ocho seminarios mayores del país albergan más de dos mil alumnos.

Un rasgo particular, que merece subrayarse, es el dinamismo apostólico de los seglares. Me fue posible visitar la Universidad católica Atma Jaya en Yakarta, que en sí misma es una manifestación de la alta calidad del compromiso del laicado. En toda Indonesia existen en la actualidad diez universidades católicas. Además, hay toda una serie de campos diversos, en los que se desarrolla activamente el apostolado de los laicos y la cooperación con los Pastores de la Iglesia.

5. "Laetentur insulae multare", en el primer año de mi servicio a la Sede de Pedro pude realizar la beatificación del Padre Jacques-Désiré Laval, misionero del siglo XIX, que fue un verdadero apóstol de la isla Mauricio. Como tal ha permanecido en la memoria de sus habitantes, de los que sólo una parte son católicos. La herencia espiritual del Beato Laval plasma aún hoy la vida de la Iglesia y de la sociedad en la isla Mauricio. Y la visita lo ha puesto de manifiesto de una forma particular. Esta fue la tercera etapa del viaje: Seúl, Indonesia, Mauricio. El programa de la visita reflejaba los frutos de la vida y de la actividad de la Iglesia, de la que es obispo, desde hace veinte años, el cardenal Jean Margéot. La belleza de la liturgia eucarística celebrada en la capital Port-Louis, y también en la isla Rodríguez, el encuentro con la juventud, con los sacerdotes, con los laicos, y, al final, con los niños: todo esto ha demostrado una particular vitalidad de la Iglesia. Muy sólido y coherente es el trabajo ligado a la formación para una paternidad y maternidad responsables; ese trabajo abarca también notables círculos de no-cristianos (hinduístas y musulmanes). De verdad se puede decir que la heroica misión del Padre Laval permanece y se desarrolla en las generaciones actuales.

6. Para concluir esta catequesis, deseo una vez más expresar mi gratitud a todos aquellos que han colaborado en la realización de este importante viaje. Mi gratitud se dirige, ante todo, a los representantes de la Iglesia: cardenales, obispos, sacerdotes, familias religiosas masculinas y femeninas, y a todo el laicado. Y se dirige también, con particular deferencia, a los gobernantes de los Estados y a las personas e instituciones que de ellos dependen y que han colaborado de modo notable, en cada uno de los países visitados, al sereno desarrollo de la visita.

Por consiguiente digo a todos "Que Dios os lo pague"; y, más allá de los hombres, doy gracias sobre todo a Dios mismo y a su benévola Providencia.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

77 Deseo saludar cordialmente ahora a los grupos y peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina. De modo particular saludo a la “Asociación Misionera Club de Paz” de Costa Rica, que trabaja especialmente por las misiones. Os aliento a todos a intensificar vuestro apostolado y a sensibilizar a los demás en favor de las obras misionales.

A todos vosotros y a vuestras familias imparto con afecto mi bendición apostólica.





Miércoles 25 de octubre de 1989

Pentecostés revela la estructura apostólica de la Iglesia

1. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la venida del Espíritu Santo, cuando los Apóstoles comenzaron a hablar en las diversas lenguas, “todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: ‘¿Qué significa esto?’ ” (Ac 2,12). Los Hechos permiten a los lectores descubrir el significado de aquel hecho extraordinario, porque ya han descrito lo que sucedió en el Cenáculo, cuando los Apóstoles y discípulos de Cristo, hombres y mujeres, reunidos en compañía de María, su Madre, quedaron “llenos del Espíritu Santo” (Ac 2,4). En este acontecimiento el Espíritu-Paráclito en sí mismo permanece invisible. A pesar de eso, es visible el comportamiento de aquellos en los cuales y a través de los cuales el Espíritu actúa. De hecho, desde el momento en que los Apóstoles salen del Cenáculo, su insólito comportamiento es notado por la multitud que acude y se reúne allí en torno a ellos. Por eso, todos se preguntan: “¿Qué significa esto?”. El autor de los Hechos no deja de añadir que entre los testigos del acontecimiento había también algunos que se burlaban del comportamiento de los Apóstoles, insinuando que probablemente estaban “llenos de mosto” (Ac 2,13).

En aquella situación resultaba indispensable una palabra de explicación. Hacía falta una palabra que esclareciese el justo sentido de lo que acababa de acontecer: una palabra que, incluso a quienes se habían reunido fuera del Cenáculo, les hiciese conocer la acción del Espíritu Santo, experimentada por los que se encontraban allí reunidos cuando vino el Espíritu Santo.

2. Esta fue la ocasión propicia para el primer discurso de Pedro que, inspirado por el Espíritu Santo, hablando también en nombre y en comunión con los otros, puso en práctica por primera vez su función de heraldo del Evangelio, de predicador de la verdad divina, de testigo de la Palabra, y dio comienzo, se puede decir, a la misión de los Papas y de los obispos que, a lo largo de los siglos, les sucederían a él y los otros Apóstoles. “Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo” (Ac 2,14).

En esta intervención de Pedro aparece cuál era desde el inicio la estructura apostólica de la Iglesia. Los Once comparten con Pedro la misma misión, la vocación de dar con autoridad el mismo testimonio. Pedro habla como el primero entre ellos en virtud del mandato recibido directamente de Cristo. Nadie pone en duda la tarea y el derecho que precisamente él tiene de hablar en primer lugar y en nombre de los demás. Ya en ese hecho se manifiesta la acción del Espíritu Santo, quien ?según el Concilio Vaticano II ?“guía la Iglesia..., la unifica... y la gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos” (Lumen gentium LG 4).

3. Aquella intervención de Pedro en Jerusalén, en comunión con los otros Once, indica también que el primero de los deberes pastorales es el anuncio de la Palabra: la evangelización. Es lo que enseña también el Concilio Vaticano II: “Los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a su vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13,52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan (cf. 2Tm 4,1-4)” (Lumen gentium LG 25). De igual modo “los presbíteros, como colaboradores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: ‘marchad por el mundo entero y llevad la buena nueva a toda criatura’ (Mc 16,15), formen y acrecienten el Pueblo de Dios” (Presbyteriorum ordinis, 4).

4. Además, se puede también observar que, según esa página de los Hechos, para la evangelización no bastan las “intervenciones” impetuosas de un arrebato carismático. Esas intervenciones proceden del Espíritu Santo y, bajo algunos aspectos, ofrecen el primer testimonio de su acción, como hemos visto en la “glosolalia” del día del Pentecostés. Pero es indispensable también una evangelización autorizada, motivada y, cuando hace falta, “sistemática”, como sucede ya en los tiempos apostólicos y en la primera comunidad de Jerusalén con el kerygma y la catequesis, que, bajo la acción del Espíritu, permiten a las mentes descubrir en su unidad y “comprender” en su significado el plan divino de salvación. Es precisamente esto lo que sucedió el día de Pentecostés. Hacía falta que a las personas de diversas naciones, reunidas fuera del Cenáculo, se les manifestase y explicase el Acontecimiento que acababa de verificarse; hacía falta instruirlas acerca del plan salvífico de Dios, expresado en lo que había sucedido.

5. El discurso de Pedro es importante también desde este punto de vista. Precisamente por esto, antes de pasar al examen de su contenido, detengámonos un momento en la figura del que habla.

78 Pedro, ya en el período pre-pascual, había hecho dos veces la profesión de fe en Cristo.

Una vez, tras el anuncio eucarístico cerca de Cafarnaún, a Jesús, que, viendo alejarse a muchos de sus discípulos, había preguntado a los Apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?” (
Jn 6,67), Pedro había respondido con aquellas palabras de fe inspiradas desde lo alto: “Señor, ¿donde y a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).

En otra ocasión, la profesión de fe de Pedro sucedió en las cercanías de Cesarea de Filipo, cuando Jesús preguntó a los Apóstoles: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Según Mateo, “Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo’ ” (Mt 16,15-16).

Ahora bien, el día de Pentecostés, Pedro, ya librado de la crisis de miedo que los días de la Pasión lo había llevado a la negación, profesa aquella misma fe en Cristo, reforzada por el acontecimiento pascual, y proclama abiertamente ante toda aquella gente que Cristo había resucitado” (cf. Ac 2,24 ss.).

6. Además, tomando la palabra de ese modo, Pedro manifiesta su conciencia y la de los otros Once de que el responsable principal del testimonio y de la enseñanza de la fe en Cristo es él, aunque los Once comparten como él esa tarea y esa responsabilidad. Pedro es consciente de lo que hace cuando, con aquel primer “discurso”, ejercita su misión de maestro, que le deriva de su “oficio” apostólico.

Por otra parte, el discurso de Pedro es, en cierta manera, una prolongación de la enseñanza de Jesús mismo: como Cristo exhortaba a la fe a quienes le escuchaban, así también Pedro, aún cuando Jesús ejercía su ministerio en el período pre-pascual, ?se puede decir?, en la perspectiva de su resurrección; Pedro, en cambio, habla y actúa a la luz de la Pascua ya sucedida, que ha confirmado la verdad de la misión y del Evangelio de Cristo. El habla y actúa bajo el influjo del Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, recordando las obras y las palabras de Cristo, que arrojan luz sobre el acontecimiento mismo de Pentecostés.

7. Y, finalmente, leemos en el texto de los Hechos de los Apóstoles que “Pedro... levantó su voz y les dijo” (2, 14). Parece que aquí el autor no sólo quiere aludir a la fuerza de la voz de Pedro, sino también y sobre todo a la fuerza de convicción y a la autoridad con que tomó la palabra. Sucedía algo semejante a lo que los Evangelios narran acerca de Jesús, es decir, que cuando enseñaba a los oyentes “quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad” (Mc 1,22 cf. también Mt 7,29), “porque hablaba con autoridad” (Lc 4,32).

El día de Pentecostés, Pedro y los demás Apóstoles, habiendo recibido el Espíritu de la verdad, podían con su fuerza hablar, siguiendo el ejemplo de Cristo. Desde el primer discurso, Pedro expresaba en sus palabras la autoridad de la misma verdad revelada.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora cordialmente a los peregrinos venidos de España y de América Latina. Que vuestra visita a Roma os ayude a descubrir mejor que el Papa, como Sucesor de Pedro, ejerce su misma misión docente con la asistencia del Espíritu Santo.

79 A todos vosotros y a vuestras familias imparto con afecto mi bendición apostólica.



Noviembre de 1989

Miércoles 8 de noviembre de 1989

El primer "kerygma"

1. Antes de volver al Padre, Jesús había prometido a los Apóstoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8). Como escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem, “el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los Apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregadas para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente” (DEV 30). Es el primer testimonio dado públicamente, y casi podríamos decir solemnemente, de Cristo resucitado, de Cristo victorioso. Es también el inicio del kerygma apostólico.

2. Ya en la última catequesis hemos hablado de él, examinándolo desde el punto de vista del sujeto que enseña: “Pedro con los otros Once” (cf. Ac 2,14). Ahora queremos analizar este primer kerygma en su contenido, como modelo o esquema de los muchos otros “anuncios” que seguirán en los Hechos de los Apóstoles, y luego en la historia de la Iglesia.

Pedro se dirige a los que se habían reunido en las cercanías del Cenáculo, diciéndoles: “Judíos y habitantes todos de Jerusalén” (Ac 2,14). Son los mismos que habían asistido al fenómeno de la glosolalia, escuchando cada uno en su propia lengua la alabanza pronunciada por los Apóstoles de las “maravillas de Dios” (Ac 2,11). En su discurso, Pedro comienza haciendo una defensa o al menos precisando la condición de los que, “llenos del Espíritu Santo” (Ac 2,4), por el insólito comportamiento mostrado, fueron considerados “llenos de mosto”. Y desde sus primeras palabras ofrece la respuesta: “No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta Joel” (Ac 2,15-16).

3. En los Hechos se recuerda ampliamente el pasaje del profeta: “Sucederá en los últimos días, dice Dios: derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas” (Ac 2,17). Esta “efusión del Espíritu” se refiere tanto a los jóvenes como a los ancianos, tanto a los esclavos como a las esclavas: por tanto, tendrá carácter universal. Y será confirmada por señales: “Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra” (Ac 2,19). Estas serán las señales del “día del Señor” que se está acercando (cf. Ac 2,20): “Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Ac 2,21).

4. En la intención del orador, el texto de Joel sirve para explicar de modo adecuado el significado del acontecimiento, del que los presentes han visto las señales: “la efusión del Espíritu Santo”. Se trata de una acción sobrenatural de Dios unida a las señales típicas de la venida de Dios, predicha por los profetas e identificada por el Nuevo Testamento con la venida misma de Cristo. Este es el contexto en que el Apóstol vierte el contenido esencial de su discurso, que es el núcleo mismo del kerygma apostólico: “Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó, librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio (Ac 2,22-24).

Tal vez no todos los presentes durante el discurso de Pedro, llegados de muchas regiones para la Pascua y Pentecostés, habían participado en los acontecimientos de Jerusalén que habían concluido con la crucifixión de Cristo. Pero el Apóstol se dirige también a ellos como a “israelitas”, es decir, pertenecientes a un mundo antiguo en el que ya habían brillado para todos las señales de la nueva venida del Señor.

5. Las señales y los milagros a los que se refería Pedro se hallaban presentes ciertamente en la memoria de los habitantes de Jerusalén, pero también de muchos otros de sus oyentes que al menos debían haber escuchado hablar de Jesús de Nazaret. De cualquier modo, tras haber recordado todo lo que Cristo había hecho, el Apóstol pasa al hecho de su muerte en cruz y habla directamente de la responsabilidad de los que habían entregado a Jesús a la muerte. Pero añade que Cristo “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Ac 2,23). Por consiguiente, Pedro introduce a sus oyentes en la visión del plan salvífico de Dios que se ha realizado precisamente por medio de la muerte de Cristo. Y se apresura a dar la confirmación decisiva de la acción de Dios mediante y por encima de lo que han hecho los hombres. Esta confirmación es la resurrección de Cristo: “Dios le resucitó, librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio” (Ac 2,24).

80 Es el punto culminante del kerygma apostólico acerca de Cristo salvador y vencedor.

6. Pero, llegado a este punto, el Apóstol recurre nuevamente al Antiguo Testamento. En efecto, cita el salmo mesiánico 15/16 (versículos 8-11):

“Veía constantemente al Señor delante de mí,/ puesto que está a mi derecha, para que no vacile./ Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua,/ y hasta mi carne reposará en la esperanza/ de que no abandonarás mi alma en el Hades/ ni permitirás que tu santo experimente la corrupción./ Me has hecho conocer caminos de vida,/ me llenarás de gozo con tu rostro” (
Ac 2,25-28).

Es una legítima adaptación del salmo davídico, que el autor de los Hechos cita según la versión griega de los Setenta, que acentúa la aspiración del alma judía a huir de la muerte, en el sentido de la esperanza de liberación incluso de la muerte ya sucedida .

7. A Pedro, sin duda, le urge subrayar que las palabras del salmo no aluden a David, cuya tumba ?observa él? “permanece entre nosotros hasta el presente”. Se refieren, en cambio, a su descendiente, Jesucristo: David “vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo” (Ac 2,31). Por consiguiente, se han cumplido las palabras proféticas: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis... Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Ac 2,32-33 Ac 2,36).

8. La víspera de su Pasión, Jesús había dicho a los Apóstoles en el Cenáculo, hablando del Espíritu Santo: “Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio” (Jn 15,26-27). Como escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem, “en el primer discurso de Pedro en Jerusalén este ‘testimonio’ encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los Apóstoles” (DEV 30).

En este testimonio Pedro quiere recordar a sus oyentes el misterio de Cristo resucitado, pero también quiere explicar los hechos a los que han asistido en Pentecostés, mostrándolo como señales de la venida del Espíritu Santo. El Paráclito ha venido realmente en virtud de la Pascua de Cristo. Ha venido y ha transformado a aquellos galileos a los que se había confiado el testimonio acerca de Cristo. Ha venido porque fue enviado por Cristo, “exaltado a la diestra de Dios” (cf. Ac 2,33), decir, exaltado por su victoria sobre la muerte. Su venida es, por tanto, una confirmación del poder divino del resucitado. “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”, concluye Pedro (Ac 2,36). También Pablo, escribiendo a los Romanos, proclamará: “Jesús es Señor” (Rm 10,9).

Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes provenientes de los diversos Países de América Latina y de España, presentes en esta Audiencia. En particular, al grupo de Formadores Claretianos reunidos en Roma para un curso de renovación, a quienes aliento a una ilusionada entrega en su labor apostólica y docente.

Igualmente saludo a los representantes del “Grupo Fénix mutuo”, que han querido conmemorar el veinticinco aniversario de la fundación de la Mutua con esta visita a Roma, centro de la catolicidad. Os animo a un empeño social en favor de los más necesitados. Finalmente mi cordial bienvenida a este encuentro a los peregrinos de Guatemala, Argentina y México.

A todos bendigo de corazón.



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Miércoles 15 de noviembre de 1989

Las primeras conversiones, efecto del discurso de Pedro

1. Después de haber referido el primer discurso de Pedro en el día de Pentecostés, el autor de los Hechos nos informa de que los presentes “al oír esto, dijeron con el corazón compungido” (Ac 2,37). Son palabras elocuentes, que indican la acción del Espíritu Santo en las almas de los que escucharon de Pedro el primer kerygma apostólico, su testimonio acerca de Cristo crucificado y resucitado, su explicación de los hechos extraordinarios acaecidos aquel día. En particular, aquella primera presentación pública del misterio pascual había tocado el centro mismo de las expectativas de los hombres de la antigua Alianza, cuando Pedro había dicho: “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Ac 2,36).

La venida del Espíritu Santo, que había actuado aquel día, ante todo, en los Apóstoles, ahora actuaba en los oyentes de su mensaje. Las palabras de Pedro habían tocado los corazones, despertando en ellos “la convicción de haber pecado”: el inicio de la conversión.

2. Con el corazón así compungido, “... dijeron a Pedro y a los demás Apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Ac 2,37). La pregunta “¿Qué hemos de hacer?” demuestra la disponibilidad de la voluntad. Era la buena disposición interior de los oyentes de Pedro que, al escuchar su palabra, se habían dado cuenta de que era necesario un cambio en su vida. Se dirigieron a Pedro y también a los demás Apóstoles porque sabían que Pedro había hablado y hablaba también en nombre de ellos, y que por eso “los Once” (es decir, todos los Apóstoles) eran testigos de la misma verdad y habían recibido la misma misión. Es también significativo el hecho de que los llamaron “hermanos” haciéndose eco de Pedro que había hablado con espíritu fraterno en su discurso, en cuya última parte se había dirigido a los presentes con el apelativo de “hermanos”.

3. El mismo Pedro responde ahora la pregunta de los presentes. Es una respuesta muy simple, que se puede muy bien definir lapidaria: “Convertíos” (Ac 2,38). Con esta exhortación, Jesús de Nazaret había comenzado su misión mesiánica (cf. Mc 1,15). Ahora Pedro la repite el día de Pentecostés, con el poder del Espíritu de Cristo, que ha venido a él y a los demás Apóstoles.

Es el paso fundamental de la conversión obrada por el Espíritu Santo, como lo he subrayado en la Encíclica Dominum et vivificantem: “Convirtiéndose en ‘luz de los corazones’, es decir, de las conciencias, el Espíritu Santo ‘convence en lo referente al pecado’, o sea hace conocer al hombre su mal (el mal por él cometido) y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien... Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados” (DEV 42).

4. “Convertíos”, en la boca de Pedro significa: pasad del rechazo de Cristo a la fe en el Resucitado. La crucifixión había sido la expresión definitiva del rechazo de Cristo, sellado por una muerte infame sobre el Gólgota. Ahora el Apóstol exhorta a los que crucificaron a Jesús a la fe en el Resucitado: “Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades” (Ac 2,24). Pentecostés es ya la confirmación de la resurrección de Cristo.

La exhortación a la conversión implica sobre todo la fe en Cristo-Redentor, pues la resurrección es la revelación de aquel poder divino que, por medio de la crucifixión y muerte de Cristo, realiza la redención del hombre, su liberación del pecado.

Si, mediante las palabras de Pedro, el Espíritu Santo “convence en lo referente al pecado”, lo hace “en virtud de la Redención realizada por la sangre del Hijo del hombre... La Carta a los Hebreos dice que esta ‘sangre purifica nuestra conciencia’ (cf. 9, 14). Esta sangre, pues, por decirlo de algún modo, abre al Espíritu Santo el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas” (Dominum et vivificantem DEV 42).

A este nivel de profundidad y de interioridad ?nos anuncia y atestigua Pedro en su discurso de Pentecostés? llega la acción del Espíritu Santo en virtud de la redención realizada por Cristo.

82 5. Pedro completa así su mensaje: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Ac 2,38). Aquí escuchamos el eco de lo que Pedro y los demás Apóstoles oyeron de Jesús después de su resurrección, cuando “abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: ‘Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara... y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén’” (Lc 24,45-47).

Cumpliendo fielmente lo que Cristo había establecido (cf. Mc 16,16 Mt 28,19), Pedro exige no sólo “la conversión”, sino también el bautismo en el nombre de Cristo “para remisión de los pecados” (Ac 2,38). En efecto, los Apóstoles, el día de Pentecostés, quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf. Ac 2,4). Por eso, transmitiendo la fe en Cristo Redentor, exhortan al bautismo que es el primer sacramento de esta fe. Puesto que ese bautismo realiza la remisión de los pecados, la fe debe encontrar en el bautismo la propia expresión sacramental para que el hombre se haga partícipe del don del Espíritu Santo.

Este es el camino ordinario, podemos decir, de la conversión y de la gracia. No se excluye que existan también otros caminos, puesto que “el Espíritu sopla donde quiere” (cf. Jn 3,8) y puede realizar la obra de la salvación mediante la santificación del hombre, incluso fuera del sacramento, cuando éste no es posible. Es el misterio del encuentro entre la gracia divina y el alma humana: baste por ahora sólo haber hecho una alusión, porque volveremos a hablar de ello, si Dios quiere, en las catequesis sobre el bautismo.

6. En la Encíclica Dominum et vivificantem me detuve a analizar la victoria sobre el pecado obtenida por el Espíritu Santo en referencia a la acción de Cristo Redentor. Allí escribí: “El convencer en lo referente al pecado, mediante el misterio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado ?bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés? con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: ‘recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’. Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que ‘no creyeron’ y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el mayor pecado que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: ‘Seré tu muerte, oh muerte’, como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios ‘vence’ el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al mayor pecado del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres” (DEV 31).

Por tanto, ¡la victoria es del amor! Esta es la verdad encerrada en la exhortación de Pedro a la conversión mediante el bautismo.

7. En virtud del amor victorioso de Cristo también la Iglesia nace en el bautismo sacramental por obra del Espíritu Santo el día de Pentecostés, cuando suceden las primeras conversiones a Cristo.

En efecto, leemos que “los que acogieron su Palabra (es decir, la verdad encerrada en las palabras de Pedro) fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas” (Ac 2,41): es decir, “se unieron” a los que ya con anterioridad habían quedado “llenos del Espíritu Santo”, los Apóstoles. Una vez bautizados “con el agua y con el Espíritu Santo”, se convierten en comunidad “de los hijos adoptivos de Dios” (cf. Rm 8,15). Como “hijos en el Hijo” (cf. Ep 1,5) se hacen “uno” en el vínculo de una nueva fraternidad. Mediante la acción del Espíritu Santo se transforman en la Iglesia de Dios.

8. A este respecto, conviene recordar el acontecimiento sucedido a Simón Pedro en el lago de Genesaret. El evangelista Lucas narra que Jesús “dijo a Simón: ‘Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar’. Simón le respondió: ‘Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes’. Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse... y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: ‘Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador’... Jesús dijo a Simón: ‘No temas. Desde ahora serás pescador de hombres’. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5,4-8 Lc 5,10-11).

En aquel acontecimiento-signo se encerraba el anuncio de la futura victoria sobre el pecado mediante la fe, el arrepentimiento y el bautismo, predicados por Pedro en nombre de Cristo. Aquel anuncio se hizo realidad el día de Pentecostés, cuando quedó confirmado por obra del Espíritu Santo. Pedro el pescador y sus compañeros del lago de Genesaret encontraron en esta realidad la expresión pascual del poder de Cristo, y al mismo tiempo el significado de su misión apostólica. Encontraron la realización del anuncio: “Desde ahora serás pescador de hombres”.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

83 Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, saludo a las Hermanas Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor y a las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, a quienes aliento a una generosa entrega a Dios y a la Iglesia en fidelidad a su propia vocación religiosa.

Saludo igualmente a la peregrinación de “Rocieros”, que como testimonio de su devoción mariana, han querido venir a Roma, centro de la catolicidad, para orar ante el sepulcro de los Apóstoles. Que vuestro amor a la Santísima Virgen del Rocío, Reina de las marismas, os afiance en vuestra fe cristiana y os impulse a un renovado dinamismo apostólico en la sociedad española. ¡Viva la Blanca Paloma!

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la Bendición Apostólica.




Audiencias 1989 75