Audiencias 1989 83

Miércoles 22 de noviembre de 1989

Pentecostés y presencia del único Reino de Cristo en la historia humana

1. Como hemos visto en el progresivo desarrollo de las catequesis pneumatológicas, en el día de Pentecostés el Espíritu Santo se revela en su potencia salvífica. Se revela como “otro Paráclito” (Jn 14,16) que “procede del Padre” (Jn 15,26) y “que el Padre enviará en el nombre del Hijo” (Jn 14,26). Se revela como “Alguien” distinto del Padre y del Hijo, y al mismo tiempo de la misma sustancia que ellos. Se revela por obra del Hijo, aunque permanece invisible. Se revela por medio de su potencia con una acción propia, distinta de la del Hijo y al mismo tiempo íntimamente unida a Él. Así es el Espíritu Santo según el anuncio de Cristo la víspera de su pasión: “Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14); “no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16,13).

El Paráclito-Consolador no sustituye a Cristo, viene después de Él en virtud de su sacrificio redentor. Viene para que Cristo pueda permanecer en la Iglesia y actuar en Ella como Redentor y Señor.

2. Escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem : “Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste... en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como ‘otro Paráclito’, asegurando de modo permanente la transmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Así, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: ‘Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros’” (DEV 7).

3. La verdad contenida en esta promesa de Jesús en Pentecostés resulta transparente: el Espíritu Santo “revela” plenamente el misterio de Cristo, su misión mesiánica y redentora. La Iglesia primitiva tiene conciencia de este hecho, como se deduce del primer kerygma de Pedro y de muchos episodios sucesivos, anotados en los Hechos de los Apóstoles.

En el día de Pentecostés es significativo el hecho de que Pedro, respondiendo a la pregunta de sus oyentes “¿Qué hemos de hacer?” los exhorta: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo” (Ac 2,38). Ya se sabe que Jesús, enviando a los Apóstoles a todo el mundo, les había ordenado que administraran el bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Pedro se hace eco fiel de aquella palabra del Maestro y el resultado es que, en la circunstancia, “unas tres mil almas” (Ac 2,41) son bautizadas “en el nombre de Jesucristo” (Ac 2,38). Esta expresión, “en el nombre de Jesucristo”, representa la clave para entrar con la fe en la plenitud del misterio trinitario y llegar a ser posesión de Cristo, como personas consagradas a Él. En este sentido los Hechos hablan de la invocación del nombre de Jesús para recibir la salvación (cf. 2, 21; 3, 16; 4, 10-12; 8, 16; 10, 48; 19, 5; 22, 16), y San Pablo en sus Cartas insiste en la misma exigencia de orden salvífico (cf. Rm 6,3 1Co 6,11 Ga 3,27 cf. también Jc 2,7). El bautismo “en el Espíritu Santo”, conferido “en el nombre de Cristo”, hace concreto el don trinitario que Jesús mismo prometió la tarde de la Última Cena, cuando dijo a los Apóstoles: “El Espíritu de la verdad... me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,13-15).

84 4. También en todas las acciones realizadas después de Pentecostés bajo el influjo del Espíritu Santo, los Apóstoles se refieren a Cristo como a razón, a principio, a potencia operante. Así, en la curación del tullido que se encontraba “junto a la puerta del Templo llamada Hermosa” (Ac 3,2), Pedro le dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Ac 3,6). Este signo atrae bajo el pórtico a muchas personas, y Pedro les habla, como el día de Pentecostés, del Cristo crucificado que “Dios... resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Ac 3,15). Es la fe en Cristo la que curó al tullido: “Y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe dada por su medio la que le ha restablecido totalmente ante todos vosotros” (Ac 3,16).

5. Cuando los Apóstoles fueron convocados por primera vez ante el Sanedrín, “Pedro, lleno del Espíritu Santo”, en presencia de los “jefes del pueblo y de los ancianos” (cf. Ac 4,8) dio una vez más testimonio de Cristo crucificado y resucitado, y concluyó su respuesta a los sanedritas de la siguiente manera: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Ac 4,12). Cuando fueron “puestos en libertad”, el autor de los Hechos narra que volvieron “a los suyos” y con ellos dieron gloria al Señor (Ac 4,23-24). Luego hubo una especie de Pentecostés menor: “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Ac 4,31). Y también a continuación, en la primera comunidad cristiana y ante el pueblo, “los Apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía” (Ac 4,33).

Manifestación particular de este intrépido testimonio de Cristo será el diácono Esteban, el primer mártir, del que leemos, en la narración de su muerte: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: ‘Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios’. Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él” (Ac 7,55-59).

6. De estas y de otras narraciones de los Hechos resulta claramente que la enseñanza impartida por los Apóstoles bajo el influjo del Espíritu Santo tiene su punto de referencia, su clave de bóveda en Cristo. El Espíritu Santo permite a los Apóstoles y a sus discípulos penetrar en la verdad del Evangelio anunciado por Cristo, y en particular en su misterio pascual. Enciende en ellos el amor a Cristo hasta el sacrificio de su vida. Hace que la Iglesia realice, desde el principio, el Reino traído por Cristo. Y este Reino, bajo la acción del Espíritu Santo y con la colaboración de los Apóstoles, de sus sucesores y de toda la Iglesia, se desarrollará en la historia hasta el fin de los tiempos.

En los Evangelios, en los Hechos y en las Cartas de los Apóstoles no hay trazas de utopismo pneumatológico, para el que al Reino del Padre (Antiguo Testamento) y de Cristo (Nuevo Testamento) debería suceder un Reino del Espíritu Santo, representado por los pretendidos “espirituales” libres de toda la ley, incluso de la ley evangélica predicada por Jesús. Como escribe Santo Tomás de Aquino, “la antigua ley no era sólo del Padre, sino también del Hijo, puesto que la antigua ley prefiguraba a Cristo... Así también la nueva ley no es sólo de Cristo, sino también del Espíritu Santo, según la expresión paulina: ‘La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús’ (Rm 8,2). Por esto no hay que esperar otra ley que sea del Espíritu Santo” (I-II 106,4, ad 3). Fueron algunos medievales los que soñaron y predijeron, sobre la base de las especulaciones apocalípticas del piadoso monje calabrés Joaquín de Fiore († 1202), el acontecimiento de un “tercer Reino”, en el que se llevaría a cabo la renovación universal que preparará el fin del mundo predicha por Jesús (cf. Mt 24,14). Pero Santo Tomás hace también notar que “desde el principio de la predicación evangélica, Cristo afirmó: ‘el Reino de los cielos ha llegado’ (Mt 4,17). Por eso es algo realmente ridículo decir que el Evangelio de Cristo no es el Evangelio del Reino” (I-II 106,4, ad 4). Es uno de los rarísimos casos en que el Santo Doctor usó palabras severas al juzgar una opinión errónea, porque en el siglo XIII estaba viva la polémica suscitada por las elucubraciones de los “espirituales”, que abusaban de la doctrina de Joaquín de Fiore, y por otra parte él percibía toda la peligrosidad de las pretensiones de los “carismas”, en perjuicio de la causa del Evangelio y del verdadero “Reino de Dios”. Por ello, recordaba la necesidad de la “predicación del Evangelio en todo el mundo con pleno éxito, es decir, con la fundación de la Iglesia en toda nación. Y en tal sentido... el Evangelio no se ha predicado en todo el mundo: y el fin del mundo sucederá después de esta predicación” (I-II 106,4, ad 4).

Esta línea de pensamiento ha sido propia de la Iglesia desde el principio, basándose en el kerygma de Pedro y de los demás Apóstoles, en el que no hay ni sombra siquiera de una dicotomía entre Cristo y el Espíritu Santo, sino más bien confirmación de cuanto Jesús había dicho del Paráclito en la Última Cena: “Él no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,13-14).

7. En este punto no podemos menos de alegrarnos del amplio espacio reservado por la teología de nuestros hermanos de Oriente a la reflexión sobre la relación entre Cristo y el Espíritu Santo, relación que encuentra su expresión más íntima en el Cristo-Pneuma después de la resurrección y Pentecostés, según lo que decía San Pablo acerca del “último Adán, espíritu que da vida” (1Co 15,45). Es un campo abierto al estudio y a la contemplación del misterio, que es al mismo tiempo cristológico y trinitario. En la Encíclica Dominum et vivificantem se dice: “La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo ‘recibir’: ‘recibirá de lo mío y os lo comunicará’. Jesús, para explicar la palabra ‘recibirá’, poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: ‘Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros’. Tomando de lo ‘mío’, por eso mismo recibirá de ‘lo que es del Padre’” (DEV 7).

Reconozcámoslo francamente: este misterio de la presencia trinitaria en la humanidad mediante el Reino de Cristo y del Espíritu es la verdad más bella y más letificante que la Iglesia puede dar al mundo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a este encuentro a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, provenientes de diversos países, reunidas en Roma para la Tercera Probación. Que este nuevo paso en vuestra vida religiosa os afiance más y más en vuestro amor a Cristo y a la Iglesia.

85 Un saludo igualmente al grupo de Padres de familia y alumnos de los Colegios Maristas de El Salvador. Os aliento a ser siempre constructores de paz y armonía en la vida familiar y social de vuestro sufrido país, particularmente cercano a mi corazón y a mis plegarias.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 29 de noviembre de 1989

El Espíritu Santo en la vida de la Iglesia primitiva

1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es un acontecimiento único, que sin embargo, no se agota en sí mismo. Al contrario, es el inicio de un proceso duradero, del que los Hechos de los Apóstoles sólo nos narran las primeras fases. Se refieren, ante todo a la vida de la Iglesia en Jerusalén, donde los Apóstoles, tras haber dado testimonio de Cristo y del Espíritu y después de haber conseguido las primeras conversiones, debieron defender el derecho a la existencia de la primera comunidad de los discípulos y seguidores de Cristo frente al Sanedrín. Los Hechos nos dicen que, también frente a los ancianos, los Apóstoles fueron asistidos por la misma fuerza recibida en Pentecostés: quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf., por ejemplo, Ac 4,8).

Esta fuerza del Espíritu se manifiesta operante en algunos momentos y aspectos de la vida de la comunidad jerosolimitana, de la que los Hechos hacen una particular mención.

2. Resumámoslos sucintamente, comenzando por la oración unánime en que la comunidad se recoge cuando los Apóstoles, de vuelta del Sanedrín, refirieron a los “hermanos” cuanto habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos: “Todos a una elevaron su voz a Dios...” (Ac 4,24). En la hermosa oración que nos refiere Lucas, los orantes reconocen el plan de Dios en la persecución, recordando cómo Dios ha hablado “por el Espíritu Santo” (4, 25) y citan las palabras del Salmo 2 (vv. 1-2) sobre las hostilidades desencadenadas por los reyes y pueblos de la tierra “contra el Señor y contra su Ungido”, aplicándolas a la muerte de Jesús: “Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Ac 4,7-29).

Es una oración llena de fe y de abandono en manos de Dios, y al final de la misma se realiza una nueva manifestación del Espíritu y casi un nuevo acontecimiento de Pentecostés.

3. “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos” (Ac 4,31). Por consiguiente, se realiza una nueva manifestación sensible del poder del Espíritu Santo, como había acontecido en el primer Pentecostés. También la alusión al lugar en que la comunidad se halla reunida confirma la analogía con el Cenáculo, y significa que el Espíritu Santo quiere envolver a toda la comunidad con su acción transformante. Entonces “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”, no sólo los Apóstoles que habían afrontado a los jefes del pueblo, sino también todos los “hermanos” (4, 23) reunidos con ellos, que son el núcleo central y más representativo de la primera comunidad. Con el nuevo entusiasmo suscitado por la nueva “plenitud” del Espíritu Santo ?dicen los Hechos? “predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Ac 4,31). Eso demostraba que había sido escuchada la oración que habían dirigido al Señor: “Concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Ac 4,29).

El “pequeño” Pentecostés marca, por tanto, un nuevo inicio de la misión evangelizadora después del juicio y del encarcelamiento de los Apóstoles por parte del Sanedrín. La fuerza del Espíritu Santo se manifiesta especialmente en la valentía, que ya los miembros del Sanedrín habían notado en Pedro y Juan, no sin quedar maravillados “sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura” y “reconociendo... que habían estado con Jesús” (Ac 4,13). Ahora los Hechos subrayan de nuevo que “llenos del Espíritu Santo predicaban la Palabra de Dios con valentía”.

4. También toda la vida de la comunidad primitiva de Jerusalén lleva las señales del Espíritu Santo, que es su guía y su animador invisible. La visión de conjunto que ofrece Lucas nos permite ver en aquella comunidad casi el tipo de las comunidades cristianas formadas a lo largo de los siglos, desde las parroquiales a las religiosas, en las que el fruto de la “plenitud del Espíritu Santo” se concreta en algunas formas fundamentales de organización, parcialmente recogidas en la misma legislación de la Iglesia.

86 Son principalmente las siguientes: la “comunión” (koinonía) en la fraternidad y en el amor (cf. Ac 2,42), de forma que se podía decir de aquellos cristianos que eran “un solo corazón y una sola alma” (Ac 4,32); el espíritu comunitario en la entrega de los bienes a los Apóstoles para la distribución a cada uno según sus necesidades (Ac 4,34-37) o en su uso cuando se conservaba su propiedad, de modo que “nadie llamaba suyos a sus bienes” (4, 32; cf. 2, 44-45; 4, 34-37); la comunión al escuchar asiduamente la enseñanza de los Apóstoles (Ac 2,42) y su testimonio de la resurrección del Señor Jesús (Ac 4,33); la comunión en la “fracción del pan” (Ac 2,42), o sea, en la comida en común según el uso judío, en la que sin embargo los cristianos insertaban el rito eucarístico (cf. 1Co 10,16 1Co 11,24 Lc 22,19 Lc 24,35); la comunión en la oración (Ac 2,42 Ac 2,46-47). La Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración, la caridad fraterna, eran, por tanto, el ámbito dentro del cual vivía, crecía y se fortalecía la comunidad.

5. Por su parte los Apóstoles “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (4, 33) y realizaban “muchas señales y prodigios” (5, 12), como habían pedido en la oración del Cenáculo: “Extiende tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús” (Ac 4,30). Eran señales de la presencia y de la acción del Espíritu Santo, a la que se refería toda la vida de la comunidad. Incluso la culpa de Ananías y Safira, que fingieron llevar a los Apóstoles y a la comunidad todo el precio de una propiedad vendida, quedándose, sin embargo con una parte, es considerada por Pedro una falta contra el Espíritu Santo: “Has mentido al Espíritu Santo” (5, 3); “¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor?” (Ac 5,9). No se trataba de un “pecado contra el Espíritu Santo” en el sentido en que hablaría el Evangelio (cf. Lc 12,10) y que pasaría a los textos morales y catequísticos de la Iglesia. Era más bien, un dejar de cumplir el compromiso de la “unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”, como diría San Pablo (Ep 4,3) y, por lo tanto, una ficción al profesar aquella comunión cristiana en la caridad, de la que es alma el Espíritu Santo.

6. La conciencia de la presencia y de la acción del Espíritu Santo vuelven a aparecer en la elección de los siete diáconos, hombres “llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” (Ac 6,3) y, en particular, de Esteban, “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Ac 6,5), que muy pronto comenzó a predicar a Jesucristo con pasión, entusiasmo y fortaleza, realizando entre el pueblo “grandes prodigios y señales” (Ac 6,8). Habiendo suscitado la ira y los celos de una parte de los judíos, que se levantaron contra él, Esteban no cesó de predicar y no dudó en acusar a aquellos que se le oponían de ser los herederos de sus padres al “resistir al Espíritu Santo” (Ac 7,51), yendo así serenamente al encuentro del martirio, como narran los Hechos: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente el cielo y vio la gloria Dios y Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios...” (Ac 7,55), y en aquella actitud fue apedreado.

Así la Iglesia primitiva, bajo la acción del Espíritu Santo, añadía a la experiencia de la comunión la del martirio.

7. La comunidad de Jerusalén estaba compuesta por hombres y mujeres provenientes del judaísmo, como los mismos Apóstoles y María. No podemos olvidar este hecho, aunque a continuación aquellos judío-cristianos, reunidos en torno a Santiago cuando Pedro se dirigió a Roma, se dispersaron y desaparecieron poco a poco. Sin embargo, lo que sabemos por los Hechos debe inspirarnos respeto y también gratitud hacia aquellos nuestros lejanos “hermanos mayores”, en cuanto que ellos pertenecían a aquel pueblo jerosolimitano que rodeaba de “simpatía” a los Apóstoles (cf. Ac 2,47), los cuales “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Ac 4,33). No podemos tampoco olvidar que, después de la lapidación de Esteban y la conversión de Pablo, la Iglesia, que se había desarrollado partiendo de aquella primera comunidad, “gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo” (Ac 9,31).

Por consiguiente, los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles nos testimonian que se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, la víspera de su pasión: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17). Como hemos visto a su tiempo, “Consolador” ?en griego “Parakletos”? significa también Patrocinador o “Defensor”. Y ya sea como Patrocinador o “Defensor”, ya sea como “Consolador”, el Espíritu Santo se revela presente y operante en la Iglesia desde sus inicios en el corazón del judaísmo. Veremos que muy pronto el mismo Espíritu llevará a los Apóstoles y a sus colaboradores a extender Pentecostés a todas las gentes.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, así como a las personas y grupos de América Latina y España presentes en esta Audiencia.

Ante todo, agradezco profundamente vuestra presencia en este Encuentro y, como fruto del mismo, os animo a dejaros iluminar en todo momento por las enseñanzas de Jesucristo, tan necesarias para el hombre y la sociedad actual, sedienta y hambrienta de Dios.

De corazón os imparto mi bendición apostólica, que complacido extiendo a vuestros seres queridos.



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Diciembre de 1989

Miércoles 6 de diciembre de 1989

El Pentecostés de los gentiles

1. Con la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, después del cumplimiento del misterio pascual con la “partida” de Cristo mediante el sacrificio de la Cruz, culmina la autorrevelación de Dios por medio de su Hijo hecho hombre.

De ese modo “se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el pueblo elegido de Dios y para toda la humanidad. ‘Mesías’ literalmente significa ‘Cristo’; es decir, ‘Ungido’: y en la historia de la salvación significa ‘ungido con el Espíritu Santo’. Esta era la tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de Cornelio: ‘Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea... después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder’ (Ac 10,37 ss.)” (Encíclica Dominum et vivificantem DEV 15). Pedro prosigue con un breve resumen de la historia evangélica, que es también un embrión del Credo, dando testimonio de Cristo crucificado y resucitado, Redentor y Salvador de los hombres, en la línea de “todos los profetas” (Ac 10,43).

2. Pero si, por una parte, Pedro relaciona la venida del Espíritu Santo con la tradición del Antiguo Testamento, por otra sabe y proclama que el día de Pentecostés constituye el inicio de un proceso nuevo que durará por siglos, dando plena realización a la historia de la salvación. Las primeras fases de este proceso se hallan descritas en los Hechos de los Apóstoles. Y precisamente Pedro se encuentra en el primer lugar en un acontecimiento decisivo de aquel proceso: la entrada del primer pagano en la comunidad de la Iglesia primitiva, bajo el evidente influjo del Espíritu Santo que conduce la acción de los Apóstoles. Se trata del centurión romano Cornelio, que residía en Cesarea. Pedro, que lo había introducido en la comunidad de los bautizados, era consciente de la importancia decisiva de aquel acto sin duda no conforme a las costumbres religiosas vigentes, pero al mismo tiempo sabía con certeza que Dios lo había querido. De hecho, entró en la casa del centurión y “encontró a muchos reunidos. Y les dijo: ‘Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse con un extranjero ni entrar en su casa; pero a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre’”(Ac 10,28).

Fue un gran momento en la historia de la salvación. Con aquella decisión Pedro hacía salir a la Iglesia primitiva de los confines étnico-religiosos de Jerusalén y del judaísmo, y se convertía en instrumento del Espíritu Santo al lanzarla hacia “todas las gentes”, según el mandato de Cristo (cf. Mt 28,19). Se cumplía así de modo pleno y superior la tradición profética sobre la universalidad del Reino de Dios en el mundo, mucho más allá de la visión de los israelitas apegados a la Antigua Ley. Pedro había abierto el camino de la Nueva Ley, en la que el Evangelio de la salvación debía llegar a los hombres más allá de todas las distinciones de nación, cultura y religión, para hacer que todos gocen de los frutos de la Redención.

3. En los Hechos de los Apóstoles encontramos una descripción detallada de este evento. En la primera parte nos dan a conocer el proceso interior a través del cual pasó Pedro para llegar a la conciencia personal sobre el paso que había de dar. En efecto, leemos que Pedro, que se encontraba en Joppe como huésped durante algunos días de “un tal Simón, curtidor” (Ac 9,43), “subió al terrado, sobre la hora sexta, para hacer oración. Sintió hambre y quiso comer. Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis, y vio los cielos abiertos y que bajaba hacia la tierra una cosa como un gran lienzo, atado por las cuatro puntas. Dentro de él había toda suerte de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo. Y una voz le dijo: ‘Levántate, Pedro, sacrifica y come’. Pedro contestó: ‘De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro’. La voz le dijo por segunda vez: ‘Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano’. Esto se repitió tres veces, e inmediatamente la cosa aquella fue elevada hacia el cielo” (Ac 10,9-16).

Era una “visión” en la que tal vez se proyectaban preguntas y perplejidades que ya fermentaban en el ánimo de Pedro bajo la acción del Espíritu Santo a la luz de las experiencias realizadas en las primeras formas de predicación y en conexión con los recuerdos de la enseñanza y del mandato de Cristo sobre la evangelización universal. Era una pausa de reflexión que sobre aquel terrado de Joppe, que daba hacia el Mediterráneo, preparaba a Pedro para el paso decisivo que debía realizar.

4. En efecto, “estaba Pedro perplejo pensando qué podría significar la visión que había visto” (Ac 10,17). Luego, “estando Pedro pensando en la visión, le dijo el Espíritu: ‘Ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja, pues, al momento y vete con ellos sin vacilar, pues yo los he enviado’” (Ac 10,19-20). Por consiguiente, es el Espíritu Santo el que prepara a Pedro para la nueva tarea. Y actúa ante todo mediante la visión, con la que estimula al Apóstol a la reflexión y dispone el encuentro con los tres hombres ?dos siervos y un piadoso soldado (Ac 10,7)? mandados desde Cesarea a buscarle e invitarlo. Cuando el proceso interior hubo concluido, el Espíritu da a Pedro una orden concreta. Cumpliéndola, el Apóstol toma la resolución de dirigirse a Cesarea, a la casa de Cornelio. Acogido por el centurión, y por los que vivían en su casa, con el respeto debido a un mensajero divino, Pedro reflexiona sobre su visión y pregunta a los presentes: “¿Por qué motivo me habéis enviado a llamar?” (Ac 10,29).

Cornelio, “hombre justo y temeroso de Dios” (Ac 10,22), explica al Apóstol cómo había surgido la idea de aquella invitación, debida también ella a una inspiración divina Y concluye diciendo: “Ahora, pues, todos nosotros, en la presencia de Dios, estamos dispuestos para escuchar todo lo que te ha sido ordenado por el Señor” (Ac 10,33).

88 5. La respuesta de Pedro que nos transmiten los Hechos es densa de significado teológico y misionero. Leemos: “Entonces, Pedro tomó la palabra y dijo: ‘Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le tema y practica la justicia le es grato. Él ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles la Buena Nueva de la paz, por medio de Jesucristo que es el Señor de todos. Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con Él; y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a éste Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros, que comimos y bebimos con Él, después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste todos los profetas dan testimonio de que todo el que cree en Él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados’” (Ac 10,34-43).

6. Convenía citar todo el texto porque es una condensación ulterior del kerygma y una primera síntesis de la catequesis que quedará fijada luego en el Credo. Son el kerygma y la catequesis de Jerusalén que tuvieron lugar el día de Pentecostés, repetidos en Cesarea en la casa del pagano Cornelio, donde se renueva el acontecimiento del Cenáculo en lo que se podría llamar el Pentecostés de los paganos, análogo al de Jerusalén, como constata el mismo Pedro (cf. Ac 10,47 Ac 11,15 Ac 15,8). En efecto, leemos que “estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles” (Ac 10,44-45).

7. “Entonces Pedro dijo: ‘¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?’” (Ac 10,47).

Lo dijo ante los “fieles circuncisos”, o sea, los provenientes del judaísmo, quienes se maravillaban porque oían que los parientes y los amigos de Cornelio “hablaban en lenguas y glorificaban a Dios” (cf. Ac 10,46), precisamente como había sucedido en Jerusalén el día del primer Pentecostés. Una analogía de acontecimientos llena de significado; más aún, casi el mismo acontecimiento, un único Pentecostés, que tuvo lugar en diversas circunstancias.

Idéntica es la conclusión: Pedromandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo” (Ac 10,48). Se verificó entonces el bautismo de los primeros paganos. Así, en virtud de su autoridad apostólica, Pedro, guiado por la luz del Espíritu Santo, da inicio a la difusión del Evangelio y de la Iglesia más allá de los confines de Israel.

8. El Espíritu Santo, que había descendido sobre los Apóstoles en virtud del sacrificio redentor de Cristo, ahora ha confirmado que el valor salvífico de este sacrificio engloba a todos los hombres. Pedro había escuchado que se le decía interiormente: “Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano” (Ac 10,15). Sabía muy bien que la purificación se había realizado por medio de la sangre de Cristo, Hijo de Dios, quien, como leemos en la Carta a los Hebreos (He 9,14), “por el mismo Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios”, de forma que estamos seguros de que aquella sangre “purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo”. Pedro se había dado cuenta más claramente de que habían llegado los nuevos tiempos en los que, como habían predicho los profetas, incluso los sacrificios de los paganos resultarían gratos a Yahveh (cf. Is 56,7 Ml 1,11 y también Rm 15,16 Ph 4,18 1P 2,5). Por eso dijo con plena conciencia al centurión Cornelio: “Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas” (Ac 10,34), como Israel había comprendido ya desde el Deuteronomio, que se refleja en las palabras del Apóstol: “Yahveh vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas...” (Dt 10,17). Los Hechos nos atestiguan que Pedro fue el primero en captar el sentido nuevo de esta idea antigua, como fue transmitida en la doctrina de los Apóstoles (cf. 1P 1,17 Ga 2,6 Rm 2,11).

Esta es la génesis interior de aquellas hermosas palabras dirigidas a Cornelio sobre la relación humana con Dios: “...el que le teme y practica la justicia le es grato” (Ac 10,35).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina. En primer lugar saludo al grupo de sacerdotes latinoamericanos, presentes en Roma para un curso de espiritualidad sacerdotal y misionera. Al regresar a vuestro lugar de apostolado os pido que transmitáis vuestra experiencia de Iglesia como comunión de fe en la caridad.

Deseo saludar también a un grupo de colaboradores de la revista “New Magazin 73”, a los alumnos y alumnas del Instituto “Francisco Figueras Pacheco” de Alicante (España), acompañados de sus familiares, así como a los jóvenes guatemaltecos “Europa Juvenil”. En estos días cercanos a la Navidad y a la Jornada Mundial de la Paz, os invito a todos a trabajar siempre por la paz en las familias, en la sociedad y entre los pueblos.

89 Con gran afecto os imparto a todos mi bendición apostólica.




Audiencias 1989 83