Audiencias 1989 89

Miércoles 13 de diciembre de 1989

El Espíritu Santo en la misión entre los paganos

1. Después del bautismo de los primeros paganos, administrado por orden de Pedro en Cesarea en la casa del centurión Cornelio, el Apóstol se detuvo algunos días entre aquellos nuevos cristianos, a invitación suya (cf. Ac 10,48). Eso no agradó a los “Apóstoles” y a los “hermanos” que habían permanecido en Jerusalén, quienes le reprocharon por ello a su regreso (cf. Ac 11,3). Pedro, en vez de defenderse de esa acusación, prefirió “explicarles punto por punto” cómo había sucedido todo (cf. Ac 11,4), de modo que los hermanos procedentes del judaísmo pudieran valorar toda la importancia del hecho de que “también los gentiles habían aceptado la Palabra de Dios” (Ac 11,1).

Por tanto, les puso al corriente de la visión tenida en Joppe, de la invitación de Cornelio, del impulso interior procedente del Espíritu Santo para que superara toda duda (cf. Ac 11,12) y, finalmente, de la venida del Espíritu Santo sobre los que se hallaban presentes en la casa del centurión (cf. Ac 11,16), para concluir así su relación: “Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor: ‘Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo’. Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?” (Ac 11,16-17).

Según Pedro ésta era la verdadera cuestión, y no el hecho de haber aceptado la hospitalidad de un centurión proveniente del paganismo, cosa insólita y considerada ilegítima por los cristianos de origen judío de Jerusalén. Es hermoso constatar la eficacia de la palabra de Pedro, ya que leemos en los Hechos que “al oír esto se tranquilizaron y glorificaron a Dios diciendo: así pues, también a los gentiles les ha dado Dios la conversión que lleva a la vida” (Ac 11,18).

Era la primera victoria sobre la tentación del particularismo socio-religioso que amenazaba a la Iglesia primitiva por haber nacido de la comunidad jerosolimitana y judía. La segunda victoria la conseguiría, de modo aún más resonante, con la ayuda de Pedro, el Apóstol Pablo. De esto hablaremos más adelante.

2. Ahora detengámonos a considerar cómo Pedro prosigue por el camino iniciado con el bautismo de Cornelio: aparecerá de nuevo que es el Espíritu Santo quien guía a los Apóstoles en esta dirección.

Los Hechos nos dicen que los convertidos de Jerusalén, “que se habían dispersado cuando la tribulación originada a la muerte de Esteban”, realizaban una labor de proselitismo en los lugares donde se habían establecido pero “sin predicar la Palabra a nadie más que a los judíos” (Ac 11,19). Sin embargo, algunos de ellos, que eran ciudadanos de Chipre y de Cirene, tras llegar a Antioquía, capital de la Siria, comenzaron a hablar también a los griegos (es decir, a los no judíos), “y les anunciaban la Buena Nueva del Señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor. La noticia de esto llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y enviaron a Bernabé a Antioquía” (Ac 11,20-22).

Era una especie de inspección decidida por la comunidad que, por ser la comunidad originaria, se atribuía la tarea de vigilancia sobre las demás Iglesias (cf. Ac 8,14 Ac 11,1 Ga 2,2).

Bernabé se dirigió a Antioquía, y “cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se agregó al Señor. Partió para Tarso en busca de Saulo y, en cuanto le encontró, le llevó a Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de ‘cristianos’ ” (Ac 11,24-26).

90 Es otro momento decisivo para la nueva fe fundada en la alianza en Cristo, crucificado y resucitado. Incluso la nueva denominación de “cristianos” manifiesta la solidez del vínculo que une entre sí a los miembros de la comunidad. El “Pentecostés de los paganos” iluminado por la predicación y por el comportamiento de Pedro lleva progresivamente a cumplimiento el anuncio de Cristo acerca del Espíritu Santo: “Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14). El afirmarse del cristianismo bajo la acción del Espíritu Santo lleva a cabo con evidencia creciente la glorificación del “Señor Jesús”.

3. En el cuadro de las relaciones entre la Iglesia de Antioquía y la de Jerusalén, hemos visto entrar en escena a Saulo de Tarso, llevado por Bernabé a Antioquía. Los Hechos nos dicen que “estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre” (Ac 11,26). Poco después añaden que un día, “mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: ‘Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado’. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron. Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí navegaron hasta Chipre” (Ac 13,2-4). Conviene recordar que Chipre era la patria de Bernabé. (Ac 4,36). La vocación y la misión de Saulo, junto a Bernabé, se delinea de esta forma como querida por el Espíritu Santo, el cual abre así una nueva fase de desarrollo en la vida de la Iglesia primitiva.

4. Es conocida la historia de la conversión de Saulo de Tarso y su importancia para la evangelización del mundo antiguo, afrontada por él con toda la fuerza y el vigor de su alma gigantesca, cuando de Saulo se convirtió en Pablo; el Apóstol de las naciones (cf. Ac 13,9).

Aquí recordaremos sólo las palabras que le dirigió el discípulo Ananías de Damasco, cuando por orden del Señor fue a encontrar, “en casa de Judas, en la calle Recta” (Ac 9,10), al perseguidor de los cristianos espiritualmente transformado por el encuentro con Cristo.

Según los Hechos, “fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: ‘Saulo, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo’ ” (Ac 9,17). De hecho Saulo recobró la vista y en seguida comenzó a dar testimonio en las sinagogas primero en Damasco, “demostrándoles que aquél era el Cristo” (Ac 9,22), luego en las de Jerusalén donde, presentado por Bernabé, iba y venía “predicando valientemente en el nombre del Señor” y discutiendo “con los helenistas” (Ac 9,29). Estos judíos “helenistas” violentamente opuestos a todos los propagandistas cristianos (cf. Ac 6,9 Ac 7,58 Ac 9,1 Ac 21,27 Ac 24,19), se encarnizaron especialmente contra Saulo, hasta el punto de intentar matarlo (cf. Ac 9,29). “Los hermanos, al saberlo, le llevaron a Cesarea y le hicieron marchar a Tarso” (Ac 9,30). Es aquí donde irá a buscarlo Bernabé para llevarlo consigo a Antioquía (cf. Ac 11,25-26).

5. Ya sabemos que el desarrollo de la Iglesia en Antioquía, debido en gran parte a la afluencia de los “griegos” que se convertían al Evangelio (cf. Ac 11,20), había suscitado el interés de la Iglesia de Jerusalén, en la que sin embargo, incluso después de la inspección de Bernabé, había permanecido cierta perplejidad acerca de la medida tomada al admitir a los paganos al cristianismo sin hacerlos pasar por la vía de Moisés. De hecho, en un momento determinado, “bajaron algunos (a Antioquía) de Judea que enseñaban a los hermanos: ‘Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros. Se produjo con esto una agitación y una discusión no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos; y decidieron que Pablo y Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén, donde los Apóstoles y presbíteros, para tratar esta cuestión” (15, 1-2).

Era un problema fundamental, que tocaba la misma esencia del cristianismo como doctrina y como vida fundada sobre la fe en Cristo, y su originalidad e independencia del judaísmo.

El problema quedó resuelto en el “concilio” de Jerusalén (como se le suele llamar) por obra de los Apóstoles y de los presbíteros, pero bajo la acción del Espíritu Santo. Narran los Hechos que “después de una larga discusión, Pedro se levantó y les dijo: ‘Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe’” (Ac 15,7-9).

Era el momento trascendental de la toma de conciencia del “Pentecostés de los paganos” en la comunidad madre de Jerusalén, donde se hallaban reunidos los máximos representantes de la Iglesia. Esta, en todo su conjunto, se daba cuenta de que vivía y se movía “llena de la consolación del Espíritu Santo” (Ac 9,31). Sabía que no sólo los Apóstoles sino también los demás “hermanos” habían tomado decisiones y realizado acciones bajo la moción del Espíritu, como, por ejemplo, Esteban (Ac 6,5 Ac 7,55), Bernabé y Saulo (Ac 13,2 Ac 13,4 Ac 13,9).

Pronto conocería un hecho acaecido en Éfeso, donde había llegado Saulo convertido en Pablo, y narrado así por los Hechos: “Mientras Apolo (otro predicador evangélico) estaba en Corinto, Pablo atravesó las regiones altas y llegó a Éfeso donde encontró algunos discípulos; les preguntó: ‘¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?’. Ellos contestaron: ‘Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo’... Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y, habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar” (Ac 19,1-2 Ac 19,5-6). La comunidad de Jerusalén sabía, por consiguiente, que aquella especie de epopeya del Espíritu Santo estaba realizándose a través de muchos portadores de carismas y de ministerios apostólicos. Pero en aquel primer concilio se produjo un hecho eclesiástico-institucional, reconocido como determinante para la evangelización del mundo entero, gracias a la íntima conexión entre la asamblea, presidida por Pedro, y el Espíritu Santo.

7. De hecho, los Apóstoles comunicaron las conclusiones a las que habían llegado y las decisiones que habían tomado, con una fórmula muy significativa: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros” (Ac 15,28). Era la expresión de su plena conciencia de actuar bajo la guía de este Espíritu de la verdad que Cristo les había prometido (cf. Jn 14,16-17). Ellos sabían que recibían de Él el prestigio que hacía posible tomar aquella decisión, y la misma certeza de las decisiones tomadas. Era el Paráclito, el Espíritu de la verdad, quien en este momento hacía que el “Pentecostés” de Jerusalén se transformase cada vez más también en el “Pentecostés de los paganos”. Así la Nueva Alianza de Dios con la humanidad “en la sangre de Cristo” (cf. Lc 22,20) se abría hacia todos los pueblos y naciones, hasta los extremos confines de la tierra.

Saludos

91 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, al grupo de Religiosos Capuchinos que están haciendo en Roma un curso de formación permanente. Os aliento a ser siempre sembradores de paz en vuestras actividades apostólicas y asistenciales, dando testimonio de un gran amor a la Iglesia.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 20 de diciembre de 1989

Fecundidad de Pentecostés

1. Las catequesis sobre el Espíritu Santo tenidas hasta hoy estaban ligadas sobre todo al acontecimiento de Pentecostés. Hemos podido ver que, desde el día en que los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, fueron “llenos del Espíritu Santo” (cf. Ac 2,4), tuvo inicio un proceso que, a través de varias etapas descritas por los Hechos de los Apóstoles, muestra la acción del Espíritu Santo como la del “otro Paráclito” prometido por Jesús (cf. Jn 14,16), y que vino a dar cumplimiento a su obra salvífica. Él permanece siempre, el “Dios escondido”, invisible, y a pesar de ello los Apóstoles tienen la plena conciencia de que es precisamente Él quien actúa en ellos y en la Iglesia. Es Él quien los guía, es Él quien les da la fuerza para ser testigos de Cristo crucificado y resucitado hasta el martirio, como en el caso del diácono Esteban; es Él quien les señala el camino hacia los hombres; es Él quien por medio de ellos convierte a cuantos abren su corazón a su acción. Muchos de ellos se encuentran también fuera de Israel. El primero es el centurión romano Cornelio en Cesarea. En Antioquía y en otros lugares se multiplican y el Pentecostés de Jerusalén se difunde ampliamente y alcanza poco a poco a los hombres y a todas las comunidades humanas.

2. Se puede decir que en todo este proceso, descrito por los Hechos de los Apóstoles, se ve realizarse el anuncio dado por Cristo a Pedro con ocasión de la pesca milagrosa: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,10 cf. también Jn 21,11 Jn 21,15-17).

También en el éxtasis de Joppe (cf. Ac 11,5), Pedro tuvo que evocar aquella idea de abundancia, cuando vio que el lienzo bajaba hacia él y luego volvía a subir al cielo lleno de “los cuadrúpedos de la tierra, las bestias, los reptiles y las aves del cielo”, mientras una voz le decía: “Levántate, sacrifica y come” (Ac 11,6-7). Aquella abundancia podía muy bien significar los abundantes frutos del ministerio apostólico, que el Espíritu Santo produciría mediante la acción de Pedro y de los demás Apóstoles, como Jesús lo había anunciado ya la víspera de su pasión: “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14 Jn 12). Ciertamente, no sólo las palabras humanas de los Apóstoles constituían la fuente de aquella abundancia, sino también el Espíritu Santo que actuaba directamente en los corazones y en las conciencias de los hombres. Del Espíritu Santo provenía toda la “fecundidad” espiritual de la misión apostólica.

3. Los Hechos de los Apóstoles anotan el progresivo ensanchamiento del círculo de aquellos que creían y se adherían a la Iglesia, a veces dando su número y a veces hablando de ellos de forma más genérica.

Así, a propósito de cuanto sucedió el día de Pentecostés en Jerusalén, leemos que “aquel día se les unieron unas tres mil almas” (Ac 2,41). Después del segundo discurso de Pedro, nos informan de que “muchos de los que oyeron la Palabra creyeron; y el número de hombres llegó a unos cinco mil” (Ac 4,4).

Lucas quiere subrayar este incremento numérico de los creyentes, sobre el que insiste también a continuación, aún sin ofrecer nuevas cifras: “La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe” (Ac 6,7).

92 Naturalmente lo que más importa no es el número, que podría hacer pensar en conversiones en masa. En realidad Lucas subraya el hecho de la relación de los convertidos con Dios: “El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar” (Ac 2,47). “Los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor, una multitud de hombres y mujeres” (Ac 5,14). Y sin embargo, el número tiene su importancia, como prueba o signo de una fecundidad proveniente de Dios. Por eso Lucas nos da a conocer que el “multiplicarse los discípulos” es el motivo por el que fueron escogidos siete diáconos. Él nos dice también que “la Iglesia... crecía” (Ac 9,31). En otro pasaje nos informa de que “una considerable multitud se agregó al Señor” (Ac 11,24). Y además, “las Iglesias... se afianzaban en la fe y crecían en número de día en día” (Ac 16,5).

4. En este incremento numérico y espiritual el Espíritu Santo se dejaba reconocer como el “Paráclito”anunciado por Cristo. De hecho, Lucas nos dice que “las Iglesias... estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Ac 9,31). Esta consolación no abandonaba a los testigos y a los confesores de Cristo en medio de las persecuciones y las dificultades de la evangelización. Pensamos en la persecución sufrida por Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia, de donde fueron expulsados. Esto no les quita su entusiasmo y su celo apostólico: de hecho, “sacudieron... el polvo de sus pies, y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Ac 13,51-52).

Este gozo, proveniente del Espíritu Santo, refuerza a los Apóstoles y a los discípulos en las pruebas, puesto que sin desanimarse seguían llevando por todas partes el mensaje salvífico de Cristo.

5. Así, desde el día de Pentecostés, el Espíritu Santo se manifiesta como Aquel que da la fuerza interior (don de la fortaleza) y al mismo tiempo ayuda a realizar las oportunas opciones (don del consejo), sobre todo cuando revisten una importancia decisiva, como en la cuestión del bautismo del centurión Cornelio, el primer pagano que Pedro admitió a la Iglesia, o en el “concilio” de Jerusalén, cuando se trató de establecer las condiciones requeridas para admitir entre los cristianos a los que se convertían del paganismo.

6. De la fecundidad de Pentecostés derivan también las “señales”o milagros, de los que hemos hablado en anteriores catequesis. Esas señales acompañaban la actividad de los Apóstoles, como hacen notar con frecuencia los Hechos: “Por mano de los Apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo” (Ac 5,12). Como había acaecido con la enseñanza de Cristo, estas señales se orientaban a confirmar la verdad del mensaje salvífico. Esto se dice abiertamente a propósito de la actividad del diácono Felipe: “La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba” (Ac 8,6). El autor especifica que se trataba de liberación de los endemoniados y de curación de los paralíticos y de los cojos. Luego concluye: “Y hubo una gran alegría en aquella ciudad” (Ac 8,6-8).

Es conveniente notar que se trata de una ciudad de Samaría (cf. Ac 8,9): región habitada por una población que, aún compartiendo con Israel la raza y la religión, estaba separada de él por razones históricas y doctrinales (cf. Mt 10,5-6 Jn 4,9). Y sin embargo también los samaritanos esperaban al Mesías (cf. Jn 4,25). Por entonces el diácono Felipe, conducido por el Espíritu, se había dirigido a ellos para anunciarles que el Mesías había venido, y había ofrecido como confirmación de esa Buena Noticia algunos milagros: por eso se explica la alegría de aquella gente.

7. Los Hechos añaden un episodio, del que debemos hacer al menos una alusión, porque demuestran cuán elevada concepción del Espíritu Santo tenían los predicadores evangélicos.

En aquella ciudad de Samaría, antes de la venida de Felipe, “había ya de tiempo atrás un, hombre llamado Simón que practicaba la magia y tenía atónito al pueblo de Samaría y decía que él era algo grande. Y todos, desde el menor hasta el mayor, le prestaban atención...” (Ac 8,9-10). ¡Cosas de todos los tiempos! “Pero cuando creyeron a Felipe que anunciaba la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres. Hasta el mismo Simón creyó y, una vez bautizado, no se apartaba de Felipe; y estaba atónito al ver las señales y grandes milagros que se realizaban” (Ac 8,12-13).

Cuando en Jerusalén supieron que también “Samaría había aceptado la Palabra de Dios” predicada por Felipe, los Apóstoles “les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo” (Ac 8,14-17).

Fue entonces cuando Simón, deseoso de adquirir también él el poder de “conferir el Espíritu”, como los Apóstoles, mediante la imposición de las manos, les ofreció dinero para obtener a cambio aquel poder sobrenatural. (De aquí deriva la palabra “simonía”, que significa comercio en cosas sagradas). Pero Pedro reaccionó con indignación ante aquel intento de adquirir con dinero “el don de Dios”, que es precisamente el Espíritu Santo (Ac 8,20 cf. Ac 2,38 Ac 10,45 Ac 11,17 Lc 11,9 Lc 11,13), amenazando a Simón con la maldición divina.

Los dos Apóstoles volvieron luego a Jerusalén, evangelizando las aldeas de Samaría por donde pasaron; Felipe, en cambio, bajó hacia Gaza e, impulsado por el Espíritu Santo, se acercó a un funcionario de la reina de Etiopía que pasaba por el camino en su carro, y “se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús” (Ac 8,25-26 Ac 8,27 Ac 8,35) y a esto siguió el bautismo. “Y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe...” (Ac 8,39).

93 Como se ve, Pentecostés se difundía y fructificaba abundantemente, suscitando adhesiones al Evangelio y conversiones en el nombre de Jesucristo. Los Hechos de los Apóstoles son la historia del cumplimiento de la promesa de Cristo: es decir, que el Espíritu Santo, mandado por Él, debía descender sobre los discípulos y realizar su obra cuando Él, terminada su “jornada de trabajo” (cf. Jn 5,17), concluida con la noche de la muerte (cf. Lc 13,33 Jn 9,4), volviera al Padre (cf. Jn 13,1 Jn 16,28). Esta segunda fase de la obra redentora de Cristo comienza con Pentecostés.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora con afecto a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, a quienes, en la inminencia de la Navidad, deseo presentar mi felicitación más cordial. Que la próxima venida del Niño Dios haga nuevo y vivo en el corazón de todos su mensaje de amor. Que la paz que El nos anuncia y nos trae sea una gozosa realidad en las familias, en la sociedad, entre las naciones.

A todas las personas aquí presentes, provenientes de los diversos países de América Latina y de España, imparto complacido la Bendición Apostólica.





Miércoles 27 de diciembre de 1989

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de festejar la Santa Navidad, y aún permanece vivo en nuestros corazones el profundo eco espiritual que esta solemnidad de la liturgia cristiana deja siempre en nosotros.

La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía.

Y como si eso no bastase, esta concentración de fiestas litúrgicas coincide con el inicio del nuevo año, y también esta coincidencia es muy significativa: como si nos quisiera sugerir la idea y el propósito de que hemos de afrontar y vivir el futuro desconocido, que nos espera, bajo el signo de aquella abundantísima gracia divina que se nos concede, si tenemos las debidas disposiciones, en el curso de esta sucesión de festividades.

2. Sobre todo las fiestas de Navidad y Año Nuevo tienen un eco especial en el ánimo de la gente. La Navidad ejerce una fascinación y un atractivo misterioso incluso en muchos que no frecuentan la Iglesia, o que tal vez ya no creen: se diría que la Navidad crea casi, entre las tribulaciones y los afanes de su vida inquieta, una irresistible pausa de paz, de esperanza y como de recuperación de una inocencia perdida. Luego, el Año Nuevo no puede menos de tocar la imaginación y la sensibilidad de todos, creyentes y no creyentes, recordando el fluir inexorable del tiempo y llevándonos a esperar, a pesar de los desencantos, que el año que viene sea mejor que el anterior.

94 Nosotros, los cristianos, no tenemos dudas acerca de esta perspectiva de progreso en luz escatológica, pues sabemos que la historia, a pesar de sus altibajos, se encamina hacia el definitivo triunfo de Cristo. En nuestras manos está el corresponder, día tras día, a aquel continuo aumento de gracia que Dios, en su infinita bondad, quiere regalarnos para hacernos avanzar sin pausas ni estorbos hacia el Reino de Dios.

Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como "luz del mundo" y "sal de la tierra". Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella "vida eterna", celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol Juan: "La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó" (
1Jn 1,2).

3. Los cristianos no sacan esta fuerza de renovación, y esta invencible esperanza de redención y de liberación, de ideologías simplemente humanas, sino más bien, como dice san Pablo, de la "demostración del Espíritu y del poder" (1Co 2,4). Solamente entrando en la escuela de Cristo, del divino Niño que se nos ha dado en Navidad, el hombre puede llegar a ser guía de otros hombres en el camino de una perfección final y definitiva, personal y social, que sobrepasa las débiles fuerzas de la naturaleza humana, herida por el pecado, y rompe de una vez por todas la cadena de las amarguras y de los desengaños que aprisiona nuestra historia terrena.

Amadísimos hermanos y hermanas: que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, "reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos", aquel que nos reveló "las misteriosas profundidades del Verbo divino", el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor, y que podamos, de alguna manera, experimentar su presencia en lo más íntimo de nuestro corazón, de forma que estemos de verdad en comunión con Él y con el Padre, y por tanto con nuestros hermanos, y que seamos anunciadores convencidos y convincentes de cuanto hemos "visto" y "tocado" del Verbo de la Vida.

Así podremos decir que hemos celebrado bien la Navidad.

Así podremos prepararnos de verdad para el año nuevo, que por ello no podrá menos de ser para nosotros un año rico en promesas y en frutos nuevos por el camino del bien. Con mi bendición.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a las personas, familias y grupos de América Latina y España presentes en esta última Audiencia del año que está por concluir.

Mi más afectuoso saludo se dirige también a la Comunidad de los Legionarios de Cristo, de Roma, que de acuerdo con una bella tradición, desean con su numerosa presencia felicitar al Papa en tan entrañables fechas. Ante todo, agradezco vuestro significativo gesto y al mismo tiempo, os aliento a poner generosamente los dones que habéis recibido de Dios en servicio de la Iglesia y de la humanidad. Así colaboraréis positivamente en la construcción del Reino de Cristo.

Asimismo deseo saludar al Coro del Conservatorio de Cuenca (España) que, con sus hermosos villancicos, nos recuerdan la religiosidad popular española. A vosotros, intérpretes de la belleza y armonía del Creador, os invito a mantener siempre fija la mirada en los valores del espíritu, para que, oyéndoos, los que os escuchan dirijan su pensamiento a Dios.

95 Con mis mejores deseos de un feliz Año Nuevo, lleno de paz en el Señor, a vosotros queridos hijos e hijas de América Latina y de España, imparto mi bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.





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