Audiencias 1991 7

Miércoles 30 de enero de 1991

El Espíritu Santo, principio de la vida sacramental de la Iglesia

1. Además de ser fuente de la verdad y principio vital de la identidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, el Espíritu Santo es también fuente y principio de la vida sacramental, mediante la que la Iglesia toma fuerza de Cristo, participa de su santidad, se alimenta de su gracia, crece y avanza en su peregrinar hacia la eternidad. El Espíritu Santo, que está en el origen de la encarnación del Verbo, es la fuente viva de todos los sacramentos instituidos por Cristo y que la Iglesia administra. Precisamente a través de los sacramentos, él da a los hombres la «nueva vida», asociando a sí a la Iglesia como cooperadora en esta acción salvífica.

2. No es el caso de explicar ahora la naturaleza, la propiedad y las finalidades de los sacramentos, a los que dedicaremos, Dios mediante, otras catequesis. Pero podemos remitir siempre a la fórmula sencilla y precisa del antiguo catecismo, según el cual «los sacramentos son los medios de la gracia, instituidos por Jesucristo para salvarnos», y repetir una vez más que el Espíritu Santo es el autor, el difusor y casi el soplo de la gracia de Cristo en nosotros. En esta catequesis veremos cómo, según los textos evangélicos, este vínculo se reconoce en cada uno de los sacramentos.

8 3. El vínculo es especialmente claro en el bautismo, tal como lo describe Jesús en la conversación con Nicodemo, es decir, como «nacimiento de agua y de Espíritu Santo»: «Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,5-7).

Ya el Bautista había anunciado y presentado a Cristo como «el que bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33), «en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). En los Hechos de los Apóstoles y en los escritos apostólicos aparece la misma verdad, aunque expresada de modo diverso. El día de Pentecostés Pedro invitaba a los oyentes de su mensaje: «Que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Ac 2,38). En sus cartas san Pablo habla de un «baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo», que derramó Jesucristo, nuestro Salvador (cf. Tt Tt 3,5-6); y recuerda a los bautizados: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6,11). Y también les dice: «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1Co 12,13). En la doctrina de Pablo, al igual que en el evangelio, el Espíritu Santo y el nombre de Jesucristo están asociados en el anuncio, en la administración y en el reclamo del bautismo como fuente de la santificación y de la salvación, es decir, de la nueva vida de la que habla Jesús con Nicodemo.

4. La confirmación, sacramento unido al del bautismo, es presentada en los Hechos de los Apóstoles bajo la forma de una imposición de las manos, por medio de la cual los Apóstoles comunicaban el don del Espíritu Santo. A los nuevos cristianos, que habían sido ya bautizados, Pedro y Juan «les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (Ac 8,17). Lo mismo se dice del apóstol Pablo con respecto a los otros neófitos: «Habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo» (Ac 19,6).

Por medio de la fe y de los sacramentos, por tanto, hemos sido «sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ep 1,13-14). A los Corintios, Pablo escribe: «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Co 1,21-22 cf. 1Jn 2,20 1Jn 2,27 1Jn 3,24). La carta a los Efesios añade la advertencia significativa de que no entristezcamos al Espíritu Santo con el que «hemos sido sellados para el día de la redención» (Ep 3,30).

De los Hechos de los Apóstoles se puede deducir que el sacramento de la confirmación era administrado mediante la imposición de las manos, tras el bautismo, «en el nombre del Señor Jesús» (cf. Ac 8,15-17 Ac 19,5-6).

5. El vínculo con el Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación (o de la penitencia) lo establecen con firmeza las palabras de Cristo mismo después de la resurrección. En efecto, san Juan nos atestigua que Jesús sopló sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). Y estas palabras pueden referirse también al sacramento de la unción de los enfermos, acerca del cual leemos en la carta de Santiago que «La oración de la fe -juntamente con la unción realizada por los presbíteros “en el nombre del Señor”- salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (Jc 5,14-15). En esta unción y oración, la tradición cristiana ha visto una forma inicial del sacramento (cf. Santo Tomás, Contra gentes, SCG 4,73), y esta identificación fue confirmada por el Concilio de Trento (cf. Denz.-S., DS 1695).

6. Por lo que respecta a la Eucaristía, en el Nuevo Testamento la relación con el Espíritu Santo aparece, al menos de modo indirecto, en el texto del evangelio según san Juan que refiere el anuncio hecho por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre la institución del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, anuncio al que siguen estas significativas palabras: «El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63). Tanto la palabra como el sacramento tienen vida y eficacia operativa por el Espíritu Santo.

La tradición cristiana es consciente de este vínculo entre la Eucaristía y el Espíritu Santo. Así lo ha manifestado y lo manifiesta también hoy en la misa, cuando con la epíclesis la Iglesia pide la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: «con la fuerza del Espíritu Santo» (Plegaria eucarística tercera), o «con la efusión de tu Espíritu» (Plegaria eucarística segunda), o «bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda» (Plegaria eucarística primera). La Iglesia subraya el misterioso poder del Espíritu Santo para la realización de la consagración eucarística, para la transformación sacramental del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para la irradiación de la gracia en los que participan de ella y en toda la comunidad cristiana.

7. También con respecto al sacramento del orden, san Pablo habla del «carisma» (o don del Espíritu Santo) que sigue a la imposición de las manos (cf. 1Tm 4,14 2Tm 1,6), y declara con firmeza que el Espíritu Santo es quien «pone» a los obispos en la Iglesia (cf. Ac 20,28). Otros pasajes de las cartas de san Pablo y de los Hechos de los Apóstoles atestiguan que existe una relación especial entre el Espíritu Santo y los ministros de Cristo, es decir, los Apóstoles y sus colaboradores y luego sucesores como obispos, presbíteros y diáconos, herederos no sólo de su misión, sino también de los carismas, como veremos en la próxima catequesis.

8. Finalmente, deseo recordar que el matrimonio sacramental, «gran misterio..., respecto a Cristo y la Iglesia» (Ep 5,32), en el que tiene lugar, en nombre y por virtud de Cristo, la Alianza de dos personas, un hombre y una mujer, como comunidad de amor que da vida, es la participación humana en aquel amor divino que «ha sido derramado en nuestro corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). La tercera Persona de la Santísima Trinidad, que, según san Agustín, es en Dios la «comunión consustancial» (communio consubstantialis) del Padre y del Hijo (cf. De Trinitate, VI, 5. 7; PL 42, 928), por medio del sacramento del matrimonio forma la «comunión de personas» del hombre y de la mujer.

9. Al concluir esta catequesis, con la que hemos esbozado, por lo menos, la verdad de la presencia activa del Espíritu Santo en la vida sacramental de la Iglesia, como nos la muestra la Sagrada Escritura, la Tradición y, de modo especial, la Liturgia sacramental, no puedo menos de subrayar la necesidad de una continua profundización de esta doctrina maravillosa, y de recomendar a todos el empeño de una práctica sacramental cada vez más conscientemente dócil y fiel al Espíritu Santo que, especialmente a través de los «medios de salvación instituidos por Jesucristo», lleva a cumplimiento la misión confiada a la Iglesia en la realización de la redención universal.

Saludos

9 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar afectuosamente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, entre los cuales se encuentran dos grupos de jóvenes de la Argentina y del Paraguay. Ante las graves amenazas que en nuestros días se ciernen sobre los pueblos, deseo alentaros, queridos jóvenes, a ser siempre instrumentos de paz, de entendimiento y de unidad entre los jóvenes de todo el mundo, conscientes de que somos hijos del mismo Padre y que estamos llamados a la fraternidad universal, al amor que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones.

Mientras doy mi más cordial bienvenida a todas las personas procedentes de los diversos países de América Latina y de España, imparto a todos la bendición apostólica.





Febrero de 1991

Miércoles 6 de febrero de 1991

El Espíritu Santo, principio vivificante del ministerio pastoral en la Iglesia

1. Para la plena realización de la vida de fe, para la preparación de los sacramentos y para la ayuda continua a las personas y a las comunidades en la correspondencia a la gracia conferida a través de estos «medios salvíficos», existe en la Iglesia una estructura de ministerios (es decir, de encargos y órganos de servicio, diaconías), algunos de los cuales son de institución divina. Son, principalmente, los obispos, los presbíteros y los diáconos. Son bien conocidas las palabras que dirige san Pablo a los «presbíteros» de la Iglesia de Éfeso y que nos refieren los Hechos de los Apóstoles: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su Hijo» (Ac 20,28). En esta recomendación de Pablo se manifiesta el vínculo que existe entre el Espíritu Santo y el servicio o ministerio jerárquico, que se ejerce en la Iglesia. El Espíritu Santo que, obrando continuamente en la Iglesia, la ayuda a perseverar en la verdad de Cristo heredada de los Apóstoles e infunde en sus miembros toda la riqueza de la vida sacramental, es también quien «pone a los obispos», como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Ponerlos no quiere decir simplemente nombrarlos o hacerlos nombrar, sino ser, desde el inicio, el principio vital de su ministerio de salvación en la Iglesia. Y lo que se dice de los obispos se puede decir de los demás ministerios subordinados. El Espíritu Santo es el Autor y el Dador de la fuerza divina, espiritual y pastoral, de toda la estructura ministerial, con la que Cristo Señor ha dotado a su Iglesia, edificada sobre los Apóstoles: en ella, como afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios, «hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1Co 12,5).

2. Los Apóstoles, en toda su obra de evangelización y de gobierno, eran plenamente conscientes de esta verdad, que se refería a ellos en primer lugar. Así, Pedro, dirigiéndose a los fieles esparcidos por diversas regiones del mundo pagano, les recuerda que la predicación evangélica fue realizada «en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1P 1,12). De forma análoga, el apóstol Pablo en diversas ocasiones manifiesta la misma conciencia. Así, en la segunda carta a los Corintios escribe: «Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu» (2Co 3,5-6). Según el Apóstol, el «servicio de la Nueva Alianza» está vivificado por el Espíritu Santo, en virtud del cual tiene lugar el anuncio del Evangelio y toda la obra de santificación, que Pablo fue llamado a desarrollar especialmente entre los pueblos ajenos a Israel. En efecto, él se presenta a sí mismo a los Romanos como alguien que ha recibido la gracia de ser, «para los gentiles, ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, sanitificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,16).

Pero todo el colegio apostólico sabía que estaba inspirado, mandado y movido por el Espíritu Santo en el servicio a los fieles, tal como se pone de manifiesto en aquella declaración conclusiva del Concilio de los Apóstoles y de sus más estrechos colaboradores -los «presbíteros»- en Jerusalén: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Ac 15,28).

3. El apóstol Pablo con frecuencia afirma que, con el ministerio que él ejerce en virtud del Espíritu Santo, pretende «mostrar el Espíritu y su poder». En su mensaje no se hallan «el prestigio de la palabra», ni «los persuasivos discursos de la sabiduría» (1Co 2,1 1Co 2,4) porque, como Apóstol, él habla «no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales» (1Co 2,13). Y aquí hace él esa distinción tan significativa entre «el hombre natural», que no capta «las cosas del Espíritu de Dios» y «el hombre espiritual», que «lo juzga todo» (1Co 2,14 1Co 2,15) a la luz de la verdad revelada por Dios. El Apóstol puede escribir de sí mismo - como de los demás anunciadores de la palabra de Cristo - que Dios les reveló las cosas referentes a los divinos misterios «por medio del Espíritu, y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1Co 2,10).

4. Pero a la conciencia del poder del Espíritu Santo, que está presente y actúa en su ministerio, corresponde en san Pablo la concepción de su apostolado como servicio. Recordemos aquella hermosa síntesis de todo su ministerio: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Co 4,5). Estas palabras, reveladoras del pensamiento y la intención que Pablo lleva en su corazón, son decisivas para el planteamiento de todo ministerio de la Iglesia y en la Iglesia a lo largo de los siglos, y constituyen la clave esencial para entenderlo de modo evangélico. Son la base de la misma espiritualidad que debe florecer en los sucesores de los Apóstoles y en sus colaboradores: servicio humilde de amor, aún teniendo presente lo que el mismo apóstol Pablo afirma en la primera carta a los Tesalonicenses: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1Th 1,5). Podríamos decir que son como las dos coordenadas que permiten situar el ministerio de la Iglesia: el espíritu de servicio y la conciencia del poder del Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia. Humildad de servicio y fuerza de espíritu, que deriva de la convicción personal de que el Espíritu Santo nos asiste y sostiene en el ministerio, si somos dóciles y fieles a su acción en la Iglesia.

10 5. Pablo estaba convencido de que su acción derivaba de esa fuente transcendente. Y no vacilaba en escribir a los Romanos: «Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús en lo referente al servicio de Dios. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí para conseguir la obediencia de los gentiles, de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios...» (Rm 15,17-19).

Y en otra ocasión, tras haber dicho a los Tesalonicenses, como ya aludimos: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo nos portamos entre vosotros en atención a vosotros», Pablo cree que puede darles este hermoso testimonio: «Por vuestra parte, os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya...» (1Th 1,6-7). Es la perspectiva más espléndida y debe ser el propósito más comprometedor de todos los que han sido llamados a ejercer los ministerios en la Iglesia: ser, como Pablo, no sólo anunciadores, sino también testigos de fe y modelos de vida, y tender a lograr que también los fieles lo sean los unos para los otros en el ámbito de la misma Iglesia y entre las diversas Iglesias particulares.

6. Ésta es la verdadera gloria del ministerio que, según el mandato de Jesús a los Apóstoles, debe servir para predicar «la conversión para el perdón» (Lc 24,47). Sí, es un ministerio de humildad, pero también de gloria. Todos los que están llamados a ejercerlo en la Iglesia pueden hacer suyas dos expresiones de los sentimientos de Pablo. En primer lugar: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo (...). Somos, pues, emabajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2Co 5,18-20). El segundo texto es aquel en que Pablo, considerando el «ministerio de la Nueva Alianza» como un «ministerio del Espíritu» (2Co 3,6) y, comparándolo con el que ejerció Moisés en el Sinaí como mediador de la Antigua Ley (cf. Ex 24,12), observa: si aquel «resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, «¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!». Refleja en sí «la gloria sobreeminente» de la Nueva Alianza (2Co 3,7-10).

Es la gloria de la reconciliación que tuvo lugar en Cristo. Es la gloria del servicio prestado a los hermanos con la predicación del mensaje de la salvación. Es la gloria de no habernos predicado a nosotros mismos, «sino a Cristo Jesús como Señor» (2Co 4,5). Repitámoslo siempre: ¡es la gloria de la cruz!.

7. La Iglesia ha heredado de los Apóstoles la conciencia de la presencia y de la asistencia del Espíritu Santo. Lo atestigua el Concilio Vaticano II, cuando escribe en la constitución Lumen gentium: «El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1Co 3,16 1Co 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6 Rm 8,15-16 Rm 8,26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y la gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la embellece con sus frutos (cf. Ep 4,11-12 1Co 12,4 Ga 5,22)» (Lumen gentium LG 4).

De esta íntima conciencia deriva el sentido de paz que los pastores de la grey de Cristo conservan también en las horas en que se desencadena sobre el mundo y sobre la Iglesia la tempestad. Ellos saben que, por encima de sus límites y de su incapacidad, pueden contar con el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia y el guía de la historia.

Saludos

Me complace saludar ahora a los peregrinos de lengua española venidos de España y de América Latina.

De modo particular saludo a los miembros de la Congregación de la Asunción y San Fructuoso, de los Ingenieros del Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI), que forma parte de la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid. Asimismo saludo con afecto a los estudiantes de la escuela italiana “Vittorio Montiglio” de Santiago de Chile, y a los alumnos del colegio inglés “Saint John’s” de la misma ciudad. Al agradecer a todos vuestra presencia aquí, os aliento a dar testimonio de vuestra identidad cristiana en el propio ambiente. Al mismo tiempo os invito a uniros a la plegaria de toda la Iglesia para que el Señor conceda el ansiado don de la paz entre todas las naciones.

A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 13 de febrero de 1991 (Lectura: evangelio de san Marcos, capítulo 1, versículos 12-15)

11 Mc 1,12-15

1. "Convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).

Con esta invitación la liturgia se dirige a los cristianos en el "Miércoles de ceniza" para introducirlos en el itinerario cuaresmal, que es camino interior de conversión, de penitencia y de caridad.

La austera ceremonia de la imposición de la ceniza sobre la cabeza nos recuerda que nuestro destino de hombres no es terreno: estamos de paso en la tierra, y la vida, don precioso de Dios que hemos de cultivar, defender y respetar, se desarrolla como una peregrinación hacia la eternidad, hacia el encuentro con Dios. "No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (He 13,14), observa el autor de la carta a los Hebreos, que sigue exhortando: "Sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús el que inicia y consuma la fe" (He 12,1-2).

Al subrayar el valor pedagógico y formativo del período cuaresmal, la Iglesia nos invita a dirigir la mente y el corazón al misterio del Dios vivo, que se manifiesta a los hombres en su justicia y en su misericordia. También nos recuerda la precariedad de la vida mortal y nos impulsa a no instalarnos en el pecado y en la indiferencia, sino a despertarnos del sueño de la rutina para caminar hacia la meta, en la que hallaremos el cumplimiento de nuestras esperanzas. Al "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás" corresponde la exhortación: "Convertíos y creed en la Buena Nueva".

2. Convertirse es el compromiso que nos pide con especial insistencia la Cuaresma. Convertirse, ante todo, a la Verdad, que es Jesucristo, luz del mundo. Dios se reveló definitivamente a la humanidad en su Hijo unigénito, el Verbo encarnado, que murió y resucitó para redimir al hombre y devolverle la dignidad de su primer origen. Mediante la Iglesia, comunidad de los redimidos, Cristo sigue llevando a cabo su plan de salvación entre los hombres y las mujeres de toda generación. Quiere realizarlo también en beneficio de nuestra generación, que está para asomarse al tercer milenio.

Como escribí en la carta encíclica Redemptoris missio, "el Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible... El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al reino de Dios, del cual es germen signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos" (RMi 18, cf. L'Osservatore Romano edición en lengua española, 25 de enero de 1991, pág. 9).

Por lo tanto, la Cuaresma ha de ser una ocasión para la reflexión y la renovación espiritual, un tiempo para la profundización de la verdad revelada y para el redescubrimiento del designio amoroso de Dios con respecto a la humanidad y a cada uno de nosotros.

3. La segunda conversión que es preciso llevar a cabo es la conversión a la santidad. En efecto, ésta es la voluntad de Dios: nuestra santificación. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: "Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Th 5,23). Toda la vida debe estar dedicada al perfeccionamiento espiritual. En Cuaresma, sin embargo, es más notable la exigencia de pasar de una situación de indiferencia y de lejanía a una práctica religiosa más convencida; de una situación de mediocridad y de tibieza a un fervor más sentido y profundo; de una manifestación tímida de la fe al testimonio abierto y valiente del propio "credo".

La Cuaresma es un período realmente propicio para comprender y acoger con amor la voluntad de Dios y su misericordia. Por esto, la liturgia en este tiempo insiste en el anuncio de la conversión y del perdón. "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo -recuerda el Apóstol-... Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2Co 5,18-20).

4. De aquí brota la tercera conversión a la que nos invita la Cuaresma: la conversión a la reconciliación. Todos somos conscientes de la urgencia de esta invitación, al considerar los acontecimientos dolorosos que está viviendo hoy la humanidad. Reconciliarse con Dios es un compromiso que se impone a todos, porque constituye la condición necesaria para recuperar la serenidad personal, el gozo interior, el entendimiento fraterno con los demás y, por consiguiente, la paz en la familia, en la sociedad y en el mundo.

12 Dios manifiesta su amor mediante el perdón y lo concede a quien acoge en su vida al Redentor del hombre, Jesucristo, muerto en cruz por la salvación de toda la humanidad.

5. En este tiempo, marcado por el conflicto en Oriente Medio, tiempo lleno de ansia y de trepidación, la Cuaresma representa una ocasión para volver a entrar en nosotros mismos e implorar la paz en el mundo. La historia demuestra que no siempre basta la "fuerza de la razón" para evitar las contiendas y para solucionar los conflictos. Tampoco basta la buena voluntad y el compromiso de algunos, porque con frecuencia da la impresión de que las fuerzas del mal prevalecen y vencen toda resistencia. Sólo Dios puede convertir las mentes al conocimiento del bien verdadero y a las opciones necesarias para edificar un mundo mas justo y fraterno. La liturgia cuaresmal nos repetirá cada día la exhortación a escuchar la voz del Señor; nos exhortará a luchar con todas las fuerzas contra el egoísmo, raíz del mal, y nos impulsará a construir dentro de nosotros y en torno nuestro la concordia y la paz.

Contemplando el misterio de la Pascua, evento central de nuestra historia, la Iglesia no cesa de invitarnos a implorar el don de la reconciliación y de la concordia a través de la oración incesante, la penitencia y el servicio humilde y eficaz en favor de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres. En este sentido, el período cuaresmal es escuela de caridad, llevada hasta el don gratuito de sí a los demás, para entablar relaciones fraternas con todos, y de manera especial con los que están en los márgenes de la sociedad.

6. En la escuela de María, que siempre acompaña al pueblo cristiano, particularmente en los momentos más difíciles de su historia, nos hacemos, queridos hermanos y hermanas, discípulos dóciles de la Palabra divina y testigos convencidos del poder del Amor, que renueva nuestra existencia.

Exhorto, por tanto, a todos los creyentes a hacer de estos días, que nos preparan para la Pascua, un tiempo de particular empeño espiritual. Las situaciones dramáticas que estamos viviendo son una llamada a nuestra conciencia y sacuden nuestra voluntad.

La paz espera nuestra contribución personal, hecha de oración y de penitencia, de conversión interior y de generosa solidaridad. Una contribución que se manifieste en la reconciliación concreta y en la búsqueda de todos los caminos que aún son posibles para poner fin a la destrucción de vidas humanas, que se está perpetrando en la guerra que está en curso. Todo esfuerzo cuaresmal debe transformarse, así, en una humilde, insistente y angustiosa invocación de paz.

Saludos

Con estos deseos expreso mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta Audiencia, entre los cuales se encuentra una representación de Oficiales del Ejército de Venezuela y un grupo numeroso de estudiantes de Guipúzcoa.

A vosotros y a todas las personas procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 27 de febrero de 1991

El Espíritu Santo, fuente de los dones espirituales y de los carismas en la Iglesia

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1. Hemos concluido la anterior catequesis con un texto del Concilio Vaticano II que es necesario recoger como punto de partida para la catequesis de hoy. Leemos en la constitución Lumen gentium: «El Espíritu Santo habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf.
1Co 3,16 1Co 6,19), y con ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6 Rm 15-16 y Rm 26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ep 4,11-12 1Co 12,4)» (LG 4).

Tras haberme referido en la anterior catequesis a la estructura ministerial de la Iglesia, animada y sostenida por el Espíritu Santo, quiero abordar ahora, siguiendo la línea del Concilio, el tema de los dones espirituales y de los carismas que él otorga a la Iglesia como Dator munerum, Dador de los dones, según la invocación de la Secuencia de Pentecostés.

2. También aquí podemos recurrir a las cartas de san Pablo para exponer la doctrina de modo sintético, tal como lo exige la índole de la catequesis. Leemos en la primera carta a los Corintios: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos» (12, 4-6). La relación establecida en estos versículos entre la diversidad de carismas, de ministerios y de operaciones, nos sugiere que el Espíritu Santo es el Dador de una multiforme riqueza de dones, que acompaña los ministerios y la vida de fe, de caridad, de comunión y de colaboración fraterna de los fieles, como resulta patente en la historia de los Apóstoles y de las primeras comunidades cristianas.

San Pablo hace hincapié en la multiplicidad de los dones: «A uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro, poder de milagros, a otro, profecía; a otro, diversidad de lenguas» (1Co 12,8-10). Es preciso resaltar aquí que la enumeración del Apóstol no reviste un carácter limitativo. Pablo señala los dones particularmente significativos en la Iglesia de entonces, dones que tampoco han dejado de manifestarse en épocas sucesivas, pero sin agotar, ni en sus comienzos ni después, el horizonte de nuevos carismas que el Espíritu Santo puede conceder, de acuerdo con las nuevas necesidades. Puesto que «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1Co 12,7), cuando surgen nuevas exigencias y nuevos problemas en la «comunidad», la historia de la Iglesia nos confirma la presencia de nuevos dones.

3. Cualquiera que sea la naturaleza de los dones, y aunque den la impresión de servir principalmente a la persona que ha sido beneficiada con ellos (por ejemplo, la «glosolalia» a la que alude el Apóstol EN 1 Co 14, 5-18), todos convergen de alguna manera hacia el servicio común, sirven para edificar a un Cuerpo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo... Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Co 12,13). De ahí la recomendación de Pablo a los Corintios: «Ya que aspiráis a los dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la asamblea» (1Co 14,12). En el mismo contexto se sitúa la exhortación «aspirad... a la profecía» (1Co 14,1), más «útil» para la comunidad que el don de lenguas. «Pues el que habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie lo entiende: dice en espíritu cosas misteriosas. Por el contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación..., edifica a toda la asamblea» (1Co 14,2-3).

Evidentemente Pablo prefiere los carismas de la edificación, podríamos decir, del apostolado. Pero, por encima de todos los dones, recomienda el que más sirve para el bien común: «Buscad la caridad» (1Co 14,1). La caridad fraterna, enraizada en el amor a Dios, es el «camino perfecto», que Pablo se siente instado a indicar y que exalta con un himno, no sólo de elevado lirismo, sino también de sublime espiritualidad (cf. 1Co 13,1-3).

4. El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, recoge la enseñanza paulina acerca de los dones espirituales y, en especial, de los carismas, precisando que «estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de la autenticidad de su ejercicio razonable, pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1Th 5,12 1Th 5,19 1Th 5,21)» (Lumen gentium LG 12). Este texto de sabiduría pastoral se coloca en la línea de las recomendaciones y normas que, como ya hemos visto, san Pablo daba a los corintios con el propósito de ayudarlos a valorar correctamente los carismas y discernir los verdaderos dones del Espíritu.

Según el mismo Concilio Vaticano II, entre los carismas más importantes figuran los que sirven para la plenitud de la vida espiritual, en especial los que se manifiestan en las diversas formas de vida «consagrada», de acuerdo con los consejos evangélicos, que el Espíritu Santo suscita siempre en medio de los fieles. Leemos en la constitución Lumen gentium: «Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre. La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos... El estado religioso... muestra también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia. Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la escritura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad... La misma jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente» (LG 43-45).

Es muy importante esta concepción del estado religioso como obra del Espíritu Santo, mediante la cual la Tercera Persona de la Trinidad hace casi visible la acción que despliega en toda la Iglesia para llevar a los fieles a la perfección de la caridad.

5. Por lo tanto, es legítimo reconocer la presencia operativa del Espíritu Santo en el empeño de quienes - obispos, presbíteros, diáconos y laicos de todas las categorías - se esfuerzan por vivir el Evangelio en su propio estado de vida. Se trata de «diversos órdenes», dice el Concilio (Lumen gentium LG 13), que manifiestan la «multiforme gracia de Dios». Es importante para todos que «cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido» (1P 4,10). De la abundancia y de la variedad de los dones brota la comunión de la Iglesia, una y universal en la variedad de los pueblos, las tradiciones, las vocaciones y las experiencias espirituales.

14 La acción del Espíritu Santo se manifiesta y actúa en la multiplicidad y en la riqueza de los carismas que acompañan a los ministerios; y éstos se ejercen de diversas formas y medidas, en respuesta a las necesidades de los tiempos y de los lugares; por ejemplo, en la ayuda prestada a los pobres, a los enfermos, a los necesitados, a los minusválidos y a los que están «impedidos» de un modo u otro. También se ejercen, en una esfera más elevada, mediante el consejo, la dirección espiritual, la pacificación entre los contendientes, la conversión de los pecadores, la atracción hacia la palabra de Dios, la eficacia de la predicación y la palabra escrita, la educación a la fe, el fervor por el bien, etc. Se trata de un abanico muy grande de carismas, por medio de los cuales el Espíritu Santo infunde en la Iglesia su caridad y su santidad, en analogía con la economía general de la creación, en la que, como nota santo Tomás, el único Ser de Dios hace partícipes a las cosas de su perfección infinita (cf. Summa Theologiae, II-II 183,2).

6. No hay que contraponer estos carismas a los ministerios de carácter jerárquico y, en general, a los «oficios», que también han sido establecidos con vistas a la unidad, el buen funcionamiento y la belleza de la Iglesia. El orden jerárquico y toda la estructura ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas, como se deduce de las palabras de san Pablo en sus cartas a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó con intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros» (1Tm 4,14); «te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2Tm 1,6).

Hay, pues, un carisma de Pedro, hay carismas de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos; hay un carisma concedido a quien está llamado a ocupar un cargo eclesiástico, un ministerio. Se trata de descubrir, reconocer y aceptar estos carismas, pero sin presunción alguna. Por esta razón el Apóstol escribe a los Corintios: «En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia» (1Co 12,1). Pablo empieza precisamente en este punto su enseñanza sobre los carismas; indica una línea de conducta para los convertidos de Corinto quienes, cuando aún eran paganos, se dejaban «arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos» (manifestaciones anómalas que debían rechazar). «Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Jesús es Señor!» (1Co 12,3). Esta verdad, junto con la de la Trinidad, es fundamental para la fe cristiana. La profesión de fe en esta verdad es un don del Espíritu Santo, y esto es mucho más que un mero acto de conocimiento humano. En este acto de fe, que está y debe estar en los labios y en el corazón de todos los verdaderos creyentes, «se manifiesta» el Espíritu Santo (cf. 1Co 12,7). Es la primera y más elemental realización de lo que decía Jesús en la última Cena: «El (Espíritu Santo) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,14).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular a las Religiosas Escolapias que se encuentran en Roma participando en un curso de espiritualidad. A vosotras y a todas las almas consagradas os pido intensificar vuestras oraciones al Señor para que su mensaje de amor y de paz encuentre acogida en los corazones de todos los hombres.

Con estos deseos imparto complacido la bendición apostólica.




Audiencias 1991 7