Audiencias 1991 14

Marzo de 1991

Miércoles 6 de marzo de 1991

Reunión de los Patriarcas y Obispos de los países implicados en la Guerra del Golfo


15 Venerados patriarcas;
queridos hermanos en el episcopado;
hermanos y hermanas:

"Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos" (
1Th 3,12).

Juntamente con vosotros, peregrinos que os habéis reunido aquí, deseo dirigir de nuevo un saludo a los venerados patriarcas de las Iglesias católicas del Oriente Medio y a los presidentes de las Conferencias episcopales de los países que se han visto implicados más directamente en la reciente guerra del Golfo.

Queridos hermanos, vuestra presencia aquí, esta mañana, es como la prolongación de la reunión que tuvo lugar ayer y antes de ayer, y que había convocado yo para un intercambio de informaciones, para una valoración de las consecuencias que ha tenido el conflicto en las poblaciones de la región de Oriente Medio, en las comunidades cristianas que viven en esa zona, y en el diálogo entre las religiones monoteístas. Esta idea es fruto, principalmente, del ardiente deseo de descubrir juntos cuáles son las iniciativas más adecuadas que puede poner por obra la Iglesia católica para superar esas consecuencias negativas y para contribuir a la consecución de una paz duradera en la justicia y la comprensión.

Nuestro encuentro ha sido, por encima de todo, una profunda experiencia de comunión eclesial, favorecida por la sensibilidad y responsabilidad comunes que derivan del ministerio que Cristo nos ha confiado, al decir a sus discípulos: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19 Mt 28,20).

Esta unidad entre pastores de Iglesias particulares que dan testimonio del Evangelio en el seno de sociedades tan diferentes entre sí, en Oriente y Occidente, quiere ser, para vosotros que la habéis experimentado, un punto de partida, y para los fieles confiados a vuestra solicitud pastoral, una indicación y un símbolo de una auténtica y pronta reconciliación entre esos pueblos, que se han visto enfrentados en la reciente guerra, o que siguen contrapuestos a causa de los persistentes problemas del Oriente Medio.

Nos habéis explicado muchas situaciones de sufrimiento y de peligros a causa de las tensiones aún existentes y de las incomprensiones, que podrían aumentar si no nos esforzamos todos de inmediato por entablar un diálogo basado en la confianza recíproca. Todo esto ha producido en nuestros corazones tristeza y preocupación, y ha reforzado la convicción de que sin una auténtica justicia no se puede lograr la paz, y que la justicia no se puede conseguir adecuadamente si no es con medios pacíficos.

La guerra del Golfo ha producido muerte, destrucción e ingentes daños económicos y ambientales. Ya hemos manifestado nuestra esperanza de que, con respecto al pueblo del Kuwait, a las poblaciones de Irak y a todos los pueblos vecinos, la voluntad de reconstrucción material vaya acompañada del deseo de una colaboración leal entre ellos mismos y con la gran familia de las naciones. Será preciso superar los rencores y las divisiones culturales y, en especial, las que se han creado entre los diversos mundos religiosos. Es una esperanza que halla su fundamento más profundo en la fe común de estos pueblos en el Dios creador, y en la confianza en el hombre, creatura suya, llamado por él a conservar y a mejorar el mundo.

Nuestra esperanza y nuestros propósitos concretos han tenido como objeto también las graves situaciones en las que se encuentran otras partes de la región.

16 Hemos hablado de la Tierra Santa, donde entre dos pueblos, el palestino y el del Estado de Israel, desde hace varios decenios persiste un antagonismo que aumenta las tensiones y las ansias, y que hasta el momento no se ha logrado superar. La injusticia de la que es víctima el pueblo palestino exige un gran esfuerzo por parte de todos y, en especial, por parte de los responsables de las naciones y de la comunidad internacional. Solamente mediante la búsqueda intensa de un inmediato inicio de solución, se podrá, por fin, reconocer en su dignidad y en su ser también a ese pueblo, que es garante de la seguridad de todos.

La referencia a la Tierra donde Cristo nació nos llevó a pensar en la Ciudad donde él predicó, murió y resucitó, Jerusalén, con sus santos lugares, tan queridos también para los judíos y los musulmanes, y con sus comunidades. Esa ciudad, llamada a convertirse en encrucijada de paz, no puede seguir siendo motivo de discordia y de discusión. Abrigo la viva esperanza de que, un día, las circunstancias me permitirán acudir como peregrino a esa ciudad única en el mundo, para volver a lanzar desde ella, junto con los creyentes judíos, cristianos y musulmanes, el mismo mensaje y la misma imploración de paz que dirigimos a toda la familia humana el 27 de octubre de 1986 en Asís.

Nuestro pensamiento se dirigió, luego, al querido y tan probado Líbano, donde otra situación de injusticia grava sobre toda una población desde hace más de quince años. También allí el orden internacional se halla alterado y un país soberano se encuentra privado de su plena independencia. Además, el mundo entero no puede ignorar tanto sufrimiento y, sobre todo, no puede correr el riesgo de perder esa rica experiencia de diálogo y de colaboración entre culturas y religiones diversas.

En esa región otros países y otros pueblos viven desde hace años en tensión a causa de situaciones aún no resueltas, o tal vez olvidadas, como por ejemplo la que se da en Chipre y la del pueblo curdo, tan probado.

Se trata de problemas muy complejos y difíciles que exigen un gran esfuerzo por parte de los responsables del destino del mundo, en cuyas manos está la posibilidad real de afrontarlos y resolverlos, convirtiéndose así en verdaderos artífices de paz.

¿Qué pueden hacer las comunidades católicas de Oriente y Occidente?

Los cristianos de Oriente están llamados con frecuencia a dar testimonio de su fe en medio de sociedades donde son minoría: su aspiración consiste en darlo con valor, sintiéndose con pleno derecho constructores y partícipes de las sociedades a las que pertenecen. Esto implica, ante todo, un diálogo genuino y constante con los hermanos judíos y musulmanes, y una auténtica libertad religiosa, sobre la base del respeto mutuo y de la reciprocidad.

En este sentido, ya el 1 de enero de este año dediqué la celebración de la Jornada mundial de la paz al tema "Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre".

Será preciso que vuestras comunidades se empeñen, de forma concreta y profunda, en un movimiento de solidaridad sincera hacia los que, por causa de la guerra o de las tristes consecuencias que ella ha tenido en sus tierras, están sufriendo por haber quedado aún más pobres y necesitados. Estoy seguro de que los católicos de todo el mundo, con vuestra ayuda y vuestro estímulo, sabrán escuchar esta petición de socorro y, así, demostrarán de forma auténtica su adhesión a la enseñanza de Cristo.

Esta Sede Apostólica tratará, ante todo, de recoger y valorar las sugerencias que han ido surgiendo a lo largo de esta reunión y, dentro de su competencia, procurará seguir sus contactos diplomáticos, solicitando de las instancias políticas y de las organizaciones internacionales un nuevo esfuerzo en favor de la justicia y la paz.

Numerosas veces, durante la guerra del Golfo, me dirigí a la Iglesia entera, invitando a todos a recurrir a la oración y al sacrificio para alcanzar de Dios el don de la paz. La ferviente súplica que ahora elevaremos todos juntos al Señor, ha de constituir también la renovación de esa exhortación a orar que lancé a todos los hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a toda la comunidad de los fieles.

17 "Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ep 2,14)

Saludos

Me es grato dirigir mi saludo cordial y afectuoso a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. Sed bienvenidos, amadísimos hermanos y hermanas, y llevad también el saludo del Papa a vuestros familiares en España y en los diversos países de América Latina de donde procedéis. Agradezco vuestra presencia en este encuentro en el que también hemos rezado comunitariamente para que el Señor bendiga al mundo con el don de la paz; una paz que es fruto de la gracia que Dios derrama en nuestros corazones y que nos hace sentirnos hermanos entre sí, como hijos del mismo Padre, que nos ama y que a todos llama a participar de su amor.

Os encomiendo en mis oraciones y os imparto de corazón la bendición apostólica.



Miércoles 13 de marzo de 1991

El Espíritu Santo, Consolador

1. En el discurso de despedida, dirigido a los Apóstoles durante la Última Cena, Jesús prometió: «Yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14,16). El título «Consolador» traduce aquí la palabra griega Parakletos, nombre dado por Jesús al Espíritu Santo. En efecto, «Consolador» es uno de los posibles sentidos de Paráclito. En el discurso del Cenáculo, Jesús sugiere en este sentido, porque promete a los discípulos la presencia continua del Espíritu como remedio a la tristeza provocada por su partida (cf. Jn 16,6-8).

El Espíritu Santo, mandado por el Padre, será «otro Consolador» enviado en nombre de Cristo, cuya misión mesiánica debe concluir con su partida de este mundo para volver al Padre. Esta partida, que tiene lugar mediante la muerte y la resurrección, es necesaria para que pueda venir el «otro Consolador». Jesús lo afirma claramente cuando dice: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador» (Jn 16,7). La constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II presenta este envío del «Espíritu de la verdad» como el momento conclusivo del proceso de la revelación y de la redención, que responde al designio eterno de Dios (DV 4). Y todos nosotros, en la Secuencia de Pentecostés, lo invocamos: «Veni..., Consolator optime».

2. En las palabras de Jesús acerca del Consolador se escucha el eco de los libros del Antiguo Testamento y, en particular, del «Libro de la consolación de Israel», incluido en los escritos recogidos bajo el nombre del profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios... Hablad al corazón de Jerusalén... Ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa» (Is 40,12). Y, un poco más adelante: «¡Aclamad, cielos, y exultad, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues el Señor ha consolado a su pueblo» (Is 49,13). El Señor es para Israel como una madre que no puede olvidar a su hijo. Más aún; Isaías insiste en hacer decir al Señor: «Aunque una madre se llegase a olvidar, yo no te olvido» (Is 49,15).

En la finalidad objetiva de la profecía de Isaías, además del anuncio de la vuelta de Israel a Jerusalén tras el exilio, la «consolación» encierra un contenido mesiánico, que los israelitas piadosos, fieles a la herencia de sus padres, tuvieron presente hasta los umbrales del Nuevo Testamento. Así se explica lo que leemos en el evangelio de Lucas acerca del viejo Simeón, que «esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,25-26).

3. Según Lucas, que habla de hechos sucedidos y narrados en el contexto del misterio de la Encarnación, es el Espíritu Santo quien realiza la promesa profética vinculada a la venida del primer Consolador, Cristo. En efecto, es él quien lleva a cabo en María la concepción de Jesús, Verbo encarnado (cf. Lc 1,35); es él quien ilumina a Simeón y lo conduce al Templo en el momento de la presentación de Jesús (cf. Lc 2,27); en él Cristo, al inicio de su ministerio mesiánico, declara, refiriéndose al profeta Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos» (Lc 4,18 cf. Is 61,1 ss. ).

18 El Consolador del que habla Isaías visto en la perspectiva profética, es Aquel que lleva la Buena Nueva de parte de Dios, confirmándola con «signos», es decir, con obras que contienen los bienes saludables de verdad, de justicia, de amor y de liberación: la «consolación de Israel». Y Jesucristo cuando, cumplida su obra, deja este mundo para volver al Padre, anuncia «otro Consolador», a saber, el Espíritu Santo, que el Padre mandará en nombre de su Hijo (cf. Jn 14,26).

4. El Consolador, el Espíritu Santo, estará con los Apóstoles. Cuando Cristo ya no esté en la tierra, el Espíritu Santo los acompañará en los largos períodos de aflicción, que durarán siglos (cf. Jn 16,17 ss.). Por tanto, estará con la Iglesia y en la Iglesia, especialmente en las épocas de luchas y persecuciones, como Jesús mismo promete a los Apóstoles con aquellas palabras que refieren los evangelios sinópticos: «Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir» (Lc 12,11-12 cf. Mc 13,11); «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mt 10,20). Esas palabras se pueden referir a las tribulaciones que sufrieron los Apóstoles y los cristianos de las comunidades fundadas y presididas por ellos; pero también a todos los que, en cualquier lugar de la tierra, en todos los siglos, tendrán que sufrir por Cristo. Y, en realidad, son muchos los que, en todos los tiempos, incluidos los recientes, han experimentado esta ayuda del Espíritu Santo. Ellos saben ?y pueden dar testimonio de ello? qué gozo produce la victoria espiritual que el Espíritu Santo les concedió alcanzar. Toda la Iglesia de hoy lo sabe y es testigo de ello.

5. Ya desde los inicios, en Jerusalén, no le han faltado a la Iglesia contrariedades y persecuciones. Pero ya en los Hechos de los Apóstoles leemos: «Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo» (Ac 9,31). El Espíritu-Consolador prometido por Jesús era quien había sostenido a los Apóstoles y a los demás discípulos de Cristo en las primeras pruebas y sufrimientos, y seguía concediendo a la Iglesia su confortación incluso en los períodos de tregua y de paz. De él dependía aquella paz y aquel crecimiento de las personas y de las comunidades en la verdad del Evangelio. Así sucedería siempre a lo largo de los siglos.

6. Una gran «consolación» para la Iglesia primitiva fue la conversión y el bautismo de Cornelio, un centurión romano (cf. Ac 10,44-48). Era el primer «pagano» que, junto con su familia, entraba en la Iglesia, bautizado por Pedro. Desde aquel momento, se fueron multiplicando aquellos que, convertidos del paganismo, especialmente mediante la actividad apostólica de Pablo de Tarso y de sus compañeros, reforzaban la muchedumbre de los cristianos. Pedro, en su discurso a la asamblea de los Apóstoles y de los «ancianos» reunidos en Jerusalén, reconoció en aquel hecho la obra del Espíritu Consolador «Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros»(Ac 15,7-9). Era una «consolación» para la Iglesia apostólica el hecho de que al comunicar el Espíritu Santo, como dice Pedro, Dios «no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe» (Ac 15,9). Una «consolación» era también la unidad que, al respecto, había existido en aquella reunión de Jerusalén: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros (Ac 15,28). Cuando se leyó a la comunidad de Antioquía la carta que refería las decisiones liberatorias de Jerusalén, todos «se alegraron por la consolación (en griego paraklesei )que les infundía» (Ac 15,31).

7. Otra .consolación» del Espíritu Santo para la Iglesia fue la redacción del Evangelio como texto de la Nueva Alianza. Si los textos del Antiguo Testamento, inspirados por el Espíritu Santo, son ya para la Iglesia un manantial de consolación y paciencia, como dice san Pablo a los Romanos (Rm 15,4), cuánto más lo serán los libros que refieren «todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio» (Ac 1,1). De estos podemos decir, con más razón, que han sido escritos «para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15,4).

Por otra parte, una consolación que se ha de atribuir también al Espíritu Santo (cf. 1P 1,12) es el cumplimiento de la predicción de Jesús, a saber, que «se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas las gentes», (Mt 24,14). Entre estas «gentes» que abarcan todas las épocas, están también las del mundo contemporáneo, que parece tan distraído e incluso extraviado entre los éxitos y los atractivos de su progreso de orden temporal, demasiado unilateral. También a estas gentes, y a todos nosotros, se extiende la obra del Espíritu Paráclito, que no cesa de ser consolación y paciencia mediante la «Buena Nueva» de salvación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús y a la peregrinación de Jubilados y Pensionistas del Bajo Aragón.

Mientras aliento a todos a un renovado esfuerzo de conversión durante este tiempo que nos queda de Cuaresma, como preparación a la Pascua gloriosa, imparto con afecto la bendición apostólica.





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Miércoles de 20 de marzo 1991

El Espíritu Santo, Huésped divino del alma

1. En una catequesis precedente había anunciado que volvería a tocar temas relacionados con la presencia y la acción del Espíritu Santo en el alma. Temas fundados teológicamente y ricos desde el punto de vista espiritual, que ejercen un atractivo e, incluso una cierta fascinación sobrenatural sobre aquellas personas que desean profundizar en su vida interior, atentas y dóciles a la voz de Aquel que habita en ellas como en un templo y que, desde su interior, las ilumina y las sostiene por el camino de la coherencia evangélica. En estas almas pensaba mi predecesor León XIII cuando escribió la Encíclica Divinum illud acerca del Espíritu Santo (9 de mayo de 1897) y, luego la carta Ad fovendum sobre la devoción del pueblo cristiano hacia su divina Persona (18 de abril de 1902), estableciendo en su honor la celebración de una novena especial, dirigida de modo particular a obtener el bien de la unidad de los cristianos («ad maturandum christianae unitatis bonum»). El Papa de la Rerum novarum era también el Papa de la devoción al Espíritu Santo, pues sabía a qué fuente era preciso acudir para obtener la energía a fin de realizar el bien verdadero, incluso en el ámbito social. Hacia esa misma fuente quise atraer la atención de los cristianos de nuestro tiempo con la encíclica Dominum et vivificantem (16 de mayo de 1986), y a ella quiero dedicar la parte conclusiva de la catequesis pneumatológica.

2. Podemos decir que, en la base de una vida cristiana caracterizada por la interioridad, la oración y la unión con Dios, se encuentra una verdad que ?como toda la teología y la catequesis pneumatológica? deriva de los textos de la Sagrada Escritura y, de manera especial, de las palabras de Cristo y de los Apóstoles: la verdad sobre la inhabitación del Espíritu Santo, como Huésped divino, en el alma del justo.

El apóstol Pablo, en su primera carta a los Corintios (3, 16), pregunta «¿No sabéis que... el Espíritu de Dios habita en vosotros?» Ciertamente, el Espíritu Santo está presente y actúa en toda la Iglesia, como hemos visto en las catequesis precedentes; pero la realización concreta de su presencia y acción tiene lugar en la relación con la persona humana, con el alma del justo en la que Él establece su morada e infunde el don obtenido por Cristo con la Redención. La acción del Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el corazón de los fieles, y allí derrama la luz y la gracia que da vida. Es lo que pedimos en la Secuencia de la misa de Pentecostés: «Luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo».

3. El apóstol Pedro, a su vez, en el discurso del día de Pentecostés, tras haber exhortado a los oyentes a la conversión y al bautismo, añade la promesa: «Recibiréis el don del Espíritu Santo» (Ac 2,38). Por el contexto se ve que la promesa atañe personalmente a cada uno de los convertidos y bautizados. En efecto, Pedro se dirige expresamente a «cada uno» de los presentes (2, 38). Más tarde, Simón el mago pide a los Apóstoles que le hagan partícipe de su poder sacramental, diciendo: «Dadme a mí también este poder para que reciba el Espíritu Santo aquél a quien yo imponga las manos» (Ac 8,19). El don del Espíritu Santo se entiende como don concedido a cada una de las personas. La misma constatación tiene lugar en el episodio de la conversión de Cornelio y de su casa: mientras Pedro les explicaba el misterio de Cristo, «el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (Ac 10,44). El Apóstol reconoce, luego: «Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros» (Ac 11,17). Según Pedro, la venida del Espíritu Santo significa su presencia en aquellos a quienes se comunica.

4. A propósito de esta presencia del Espíritu Santo en el hombre, es preciso recordar los modos sucesivos de presencia divina en la historia de la salvación. En la Antigua Alianza, Dios se halla presente y manifiesta su presencia, al principio, en la «tienda» del desierto y, más tarde, en el «Santo de los Santos» del Templo de Jerusalén. En la Nueva Alianza la presencia tiene lugar y se identifica con la encarnación del Verbo: Dios está presente en medio de los hombres en su Hijo eterno, mediante la humanidad que asumió en unidad de persona con su naturaleza divina. Con esta presencia visible en Cristo, Dios prepara por medio de Él una nueva presencia, invisible, que se realiza con la venida del Espíritu Santo. Sí; la presencia de Cristo «en medio» de los hombres abre el camino a la presencia del Espíritu Santo, que es una presencia interior, una presencia en los corazones humanos. Así se cumple la profecía de Ezequiel (36, 26-27): «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en vosotros».

5. Jesús mismo, la víspera de su partida de este mundo para volver al Padre mediante la cruz y la ascensión al cielo, anuncia a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,16-17). Pero Él mismo dice que esa presencia del Espíritu Santo, su inhabitación en el corazón humano, que implica también la del Padre y del Hijo, está condicionada por el amor: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

En el discurso de Jesús, la referencia al Padre y al Hijo incluye al Espíritu Santo, a quien san Pablo y la tradición patrística y teológica atribuyen la inhabitación trinitaria, porque es la Persona-Amor y, por otra parte, la presencia interior es necesariamente espiritual. La presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante el Amor y, por tanto, en el Espíritu Santo. Precisamente en el Espíritu Santo, Dios, en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu del hombre.

Santo Tomás de Aquino dirá que sólo en el espíritu del hombre (y del ángel) es posible esta clase de presencia divina ?por inhabitación?, pues sólo la criatura racional es capaz de ser elevada al conocimiento, al amor consciente y al goce de Dios como Huésped interior: y esto tiene lugar por medio del Espíritu Santo que, por ello, es el primero y fundamental Don (Summa Theol., I 38,1).

6. Pero, por esta inhabitación, los hombres se convierten en «templos de Dios», de Dios-Trinidad, porque es el Espíritu Santo quien habita en ellos, como recuerda el Apóstol a los Corintios (cf. 1Co 3,16). Y Dios es santo y santificante. Más aún, el mismo Apóstol especifica un poco más adelante: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1Co 6,19). Por consiguiente, la inhabitación del Espíritu Santo implica una especial consagración de toda la persona humana (San Pablo subraya en ese texto su dimensión corpórea) a semejanza del templo. Esta consagración es santificadora, y constituye la esencia misma de la gracia salvífica, mediante la cual el hombre accede a la participación de la vida trinitaria en Dios. Así, se abre en el hombre una fuente interior de santidad, de la que deriva la vida «según el Espíritu», como advierte Pablo en la carta a los Romanos (8, 9): «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros". Aquí se funda la esperanza de la resurrección de los cuerpos, porque «si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11).

20 7. Es preciso notar que la inhabitación del Espíritu Santo ?que santifica a todo el hombre, alma y cuerpo? confiere una dignidad superior a la persona humana, y da nuevo valor a las relaciones interpersonales, incluso corporales, como advierte san Pablo en el texto de la primera carta a los Corintios que acabamos de citar (1Co 6,19).

El cristiano, mediante la inhabitación del Espíritu Santo, llega a encontrarse en una relación particular con Dios, que se extiende también a todas las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito familiar como en el social. Cuando el Apóstol recomienda «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios» (Ep 4,30), se basa en esta verdad revelada: la presencia personal de un Huésped interior, que puede ser «entristecido» a causa del pecado ?mediante todo pecado? , ya que éste es siempre contrario al amor. Él mismo, como Persona-Amor, morando en el hombre, crea en el alma una especie de exigencia interior de vivir en el amor. Lo sugiere san Pablo cuando escribe a los Romanos que el amor de Dios (es decir, la poderosa corriente de amor que viene de Dios) «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, que realizan en Roma un curso de renovación. Mi cordial bienvenida a todos los grupos de jóvenes aquí presentes, a quienes aliento a prepararse adecuadamente para la celebración de la gran fiesta de nuestra fe: la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 27 de marzo de 1991

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Nos encontramos ya en vísperas del "Triduo Pascual", recuerdo vivo de los acontecimientos centrales de nuestra fe: la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Este encuentro nos ofrece la oportunidad de meditar juntos en su alcance y significado, a fin de sacar luz y fuerza para nuestra vida espiritual y para la historia del mundo. La Pascua es el culmen y el centro del año litúrgico, la solemnidad hacia la que convergen todas las demás fiestas; es la celebración de acontecimientos históricos y de prodigios divinos extraordinarios. Jesús, para cumplir su misión en la tierra, se entrega al Padre en el amor: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu". (Lc 23,46). El Padre acoge el sacrificio de Jesús y, resucitándolo de la muerte el tercer día, reengendra a los creyentes "a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1P 1,3-4).

Como conclusión del itinerario cuaresmal, iniciado el Miércoles de ceniza, nos preparamos ahora a recorrer, en la oración y en la escucha de las Sagradas Escrituras, las fases conclusivas del sacrificio del Redentor: son etapas de dolor y de soledad, en las que revive un misterio de amor y de perdón que tiene como meta el triunfo de la misericordia sobre el egoísmo y sobre el pecado.

2. Para que el encuentro con Cristo muerto y resucitado produzca fruto, es conveniente prepararse a él con el recuerdo de los momentos más destacados del Triduo Pascual, ya tan cercano. Se abre con el Jueves Santo, en el que se conmemora la institución de la Eucaristía. Antes de ofrecerse a sí mismo al Padre en la cruz, Jesús, como había anunciado y enseñado, anticipa ese sacrificio en la Última Cena. Se ofrece a sí mismo como alimento de vida a los discípulos y, mediante su ministerio, a toda persona.

21 ¡La Eucaristía es un gran misterio! Ante él se inclina la razón humana: "Credo quidquid dixit Dei Filius. Nil hoc verbo veritatis verius": "Creo todo lo que dijo el Hijo de Dios. No hay nada más verdadero que esta palabra de verdad". Al mismo tiempo es un misterio consolador. Al instituir el sacerdocio, Cristo hizo que su sacrificio fuese actual para siempre, hasta el fin de los siglos. A los Apóstoles les dijo: "Haced esto en conmemoración mía".

Y, junto con la Eucaristía, nos deja el mandamiento del amor, el nuevo código que gobierna la comunidad de sus fieles. Mediante el gesto significativo del lavatorio de los pies, Jesús proclama el primado del amor concreto, que se hace servicio a todos, y especialmente a los más pobres.

Por eso, el Jueves Santo es invitación urgente a profundizar el culto y el respeto hacia la Eucaristía, a participar de modo digno y consciente en la santa misa, a orar por los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales, a convertir el propio corazón a la caridad, que renueva la existencia y construye la comunidad eclesial. El Jueves Santo, y toda celebración eucarística, constituyen una singular participación en la suave intimidad de la Última Cena y en el drama del Calvario.

3. El Viernes Santo, que evoca la dramática pasión de Cristo, ya comenzada la víspera con la agonía en el huerto de Getsemaní y que concluye con su muerte en la cruz, es un día de sufrimiento sobrehumano y de misteriosa confrontación entre el amor infinito de Dios y el pecado del hombre.

En este día el cristiano ha de compartir intensamente los sentimientos de Cristo: tras haber seguido a Jesús desde Getsemaní hasta los tribunales religiosos y civiles, y tras haberlo acompañado en la subida al Calvario, cargado con el madero de la cruz, el creyente, junto con el apóstol Juan, con María Santísima y las mujeres, se detiene a sus pies en el Gólgota para reflexionar sobre estos acontecimientos dramáticos y, al mismo tiempo, exaltantes. Contemplando al crucificado es posible medir hasta el fondo la verdad de las palabras de Jesús: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (
Jn 3,16-17).

La cruz es misterio de expiación: Jesús se deja condenar y matar cruelmente para expiar, a la vez, el "pecado original", cometido por nuestros primeros padres, y el terrible flujo de pecados que atraviesa toda la historia de la humanidad. Todo cuanto sucede en el Gólgota se convierte en un acto supremo de amor, por el que cada uno puede decir con el Apóstol: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20).

4. La gran Vigilia de la noche pascual se caracteriza por su insistente referencia a la luz, a la vida que brota de la verdadera fuente bautismal, Cristo muerto y resucitado; por la escucha continua de las Sagradas Escrituras, que recorren toda la historia de la salvación; y por el canto gozoso del aleluya. Cuanto más profunda sea la participación en la pasión de Cristo, mediante la penitencia y la oración, el ayuno y la caridad, tanto más intensa será la alegría pascual.

Precisamente por eso, la Vigilia está precedida por el impresionante silencio del Sábado Santo, que recuerda el tiempo misterioso y sagrado en que el cuerpo de Jesús permaneció en el sepulcro. El Sábado Santo, día de silencio y de espera, se debe vivir en la contemplación con María que, junto a sus hijos, vela y se entrega confiada a la voluntad del Padre.

5. Que nos acompañe durante los próximos días la invitación de Jesús: "Velad y orad". Es preciso velar y orar durante su agonía, su pasión, su muerte y su resurrección. Velar y orar para que nuestra adhesión a su voluntad sea pronta y definitiva; para que nuestros corazones no rechacen su invitación al amor universal y al servicio; para que estén dispuestos a seguirlo por los caminos de la obediencia "hasta la muerte, y muerte de cruz".

Sólo así nuestra comunión con Cristo nos permitirá "unirnos inseparablemente a él, que es, como él mismo afirmó, camino, verdad y vida. Camino de vida santa, verdad de doctrina divina y vida de felicidad eterna" (San León Magno, Homilía sobre la Resurrección).

Con estos sentimientos, os ofrezco mis mejores votos de un Triduo realmente Santo y de una Pascua feliz y llena de consuelo.

Saludos

22 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Dominicas de la Presentación, Religiosas de María Reparadora y de María Inmaculada. A todas aliento a vivir intensamente los misterios de nuestra redención que celebraremos los próximos días. Deseo dar también la bienvenida a este encuentro a los diversos grupos de jóvenes procedentes de España, de México, de Panamá y de otros países de América Latina.

De corazón imparto a todos la bendición apostólica.



                                              


Audiencias 1991 14