Audiencias 1991 22

Abril de 1991

Miércoles 3 de abril de 1991

El Espíritu Santo, principio de la vida nueva con la abundancia de sus dones

1. El Espíritu Santo, huésped del alma, es la fuente íntima de la vida nueva con la que Cristo vivifica a los que creen en él: una vida según la «ley del Espíritu» que, en virtud de la Redención, prevalece sobre el poder del pecado y de la muerte, que actúa en el hombre después de la caída original. San Pablo mismo se sumerge en este drama del conflicto entre el sentimiento íntimo del bien y la atracción del mal, entre la tendencia de la «mente» a cumplir la ley de Dios y la tiranía de la «carne» que somete al pecado (cf. Rm 7,14-23). Y exclama: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rm 7,24).

Pero aquí entra la nueva experiencia íntima que corresponde a la verdad revelada sobre la acción redentora de la gracia: «Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte...» (Rm 8,1-2). Es un nuevo régimen de vida inaugurado en los corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

2. Toda la vida cristiana se desarrolla en la fe y en la caridad, en la práctica de todas las virtudes, según la acción íntima de este Espíritu renovador, del que procede la gracia que justifica, vivifica y santifica, y con la gracia proceden las nuevas virtudes que constituyen el entramado de la vida sobrenatural. Se trata de la vida que se desarrolla no sólo por las facultades naturales del hombre ?entendimiento, voluntad, sensibilidad?, sino también por las nuevas capacidades adquiridas (superadditae)mediante la gracia, como explica santo Tomás de Aquino (Summa Theol., I-II 62,1 I-II 62,3). Ellas dan a la inteligencia la posibilidad de adherirse a Dios-Verdad mediante la fe; al corazón, la posibilidad de amarlo mediante la caridad, que es en el hombre como «una participación del mismo amor divino, el Espíritu Santo» (II-II 23,3, ad. 3); y a todas las potencias del alma y de algún modo también del cuerpo, la posibilidad de participar en la nueva vida con actos dignos de la condición de hombres elevados a la participación de la naturaleza y de la vida de Dios mediante la gracia: «consortes divinae naturae», como dice san Pedro (2P 1,4).

23 Es como un nuevo organismo interior, en el que se manifiesta la ley de la gracia: ley escrita en los corazones, más que en tablas de piedra o en códices de papel; ley a la que san Pablo llama, como hemos visto, «ley del espíritu que da vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2 cf. san Agustín, De spiritu et littera, c. 24: PL 44,225; santo Tomás, Summa Theol., I-II 106,1).

3. En las catequesis anteriores, dedicadas a la influencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, hemos subrayado la multiplicidad de los dones que él concede para el desarrollo de toda la comunidad. La misma multiplicidad se realiza en la vida cristiana personal: todo hombre recibe los dones del Espíritu Santo en la condición existencial concreta en que se halla, en la medida del amor de Dios, del que derivan la vocación, el camino y la historia espiritual de cada uno.

Lo leemos en la narración de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo llena a toda la comunidad, pero llena también a cada una de las personas presentes. Efectivamente, mientras del viento, que simboliza el Espíritu, se dice «que llenó toda la casa en la que se encontraban» (Ac 2,2), de las lenguas de fuego, otro símbolo del Espíritu, se precisa que «se posaron sobre cada uno de ellos» (2, 3). Así, pues, «quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (2, 4). La plenitud se da a cada uno; y esta plenitud implica una multiplicidad de dones para todos los aspectos de la vida personal.

Entre estos dones, queremos recordar e ilustrar brevemente aquí los que en el catecismo, así como en la tradición teológica, suelen llamarse dones del Espíritu Santo. Es verdad que todo es don, tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza y, más en general, en toda la creación. Pero el nombre de dones del Espíritu Santo, en el lenguaje teológico y catequético, se reserva a las energías exquisitamente divinas que el Espíritu Santo infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin de dar al espíritu humano la capacidad de actuar de modo divino (cf. Summa Theol. I-II 68,1 I-II 68,6).

4. Hay que decir que una primera descripción y enumeración de dones se halla en el Antiguo Testamento, y precisamente en el libro de Isaías, en el que el profeta atribuye al rey mesiánico «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor del Señor», y luego nombra dos veces el sexto don diciendo que el rey «le inspirará en el temor de Yahveh» (Is 11,2-3).

En la versión griega de los Setenta y en la Vulgata latina de san Jerónimo se evita la repetición; en el sexto don se ha puesto «piedad» en vez de «temor de Dios», de forma que el oráculo termina con estas palabras: «Espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno del espíritu de temor del Señor» (v. 2-3). Pero se puede decir que el desdoblamiento del temor y de la piedad, cercano a la tradición bíblica sobre las virtudes de los grandes personajes del Antiguo Testamento, en la tradición teológica, litúrgica y catequética cristiana, se convierte en una relectura más plena de la profecía, aplicada al Mesías, y en un enriquecimiento de su sentido literal. Jesús mismo, en la sinagoga de Nazaret, se aplica a sí mismo otro texto mesiánico de Isaías (Is 61,1): «el Espíritu del Señor sobre mí...» (Lc 4,18), que corresponde al comienzo del oráculo que acabamos de citar, inicio que dice así: «reposará sobre él el espíritu de Yahveh» (Is 11,2). Según la tradición recogida por santo Tomás, los dones del Espíritu Santo «los nombra la Escritura como existieron en Cristo según el texto de Isaías», pero se hallan, por derivación de Cristo, en el alma cristiana (cf. I-II 68,1).

Las referencias bíblicas que acabamos de hacer se compararon con las actitudes fundamentales del alma humana, consideradas a la luz de la elevación sobrenatural y de las mismas virtudes infusas. Así, se desarrolló la teología medieval de los siete dones, que aún sin presentar un carácter dogmático absoluto y, por tanto, sin pretender ofrecer un número limitado de los dones ni de las categorías específicas en las que se pueden distribuir, tuvo y sigue teniendo una gran utilidad, tanto para la comprensión de la multiplicidad de los mismos dones en Cristo y en los santos, como cauce para el buen ordenamiento de la vida espiritual.

5. Santo Tomás (cf. I-II 68,4, 7) y los demás teólogos y catequistas han sacado del mismo texto de Isaías la indicación para una distribución de los dones con miras a la vida espiritual, proponiendo una ilustración de ellos que aquí sólo podemos sintetizar:

1) Ante todo, está el Don de sabiduría, mediante el cual el Espíritu Santo ilumina la inteligencia, haciéndole conocer «las razones supremas» de la revelación y de la vida espiritual y formando en ella un juicio sano y recto sobre la fe y la conducta cristiana: de hombre «espiritual» (pneumaticòs), diría san Pablo, y no sólo «natural» (psychicòs) o incluso «carnal» (cf. 1Co 2,14-15 Rm 7,14).

2) Está también el Don de inteligencia como agudeza especial, dada por el Espíritu para intuir la palabra de Dios en su profundidad y sublimidad.

3) El Don de ciencia es la capacidad sobrenatural de ver y determinar con exactitud el contenido de la revelación y de la distinción entre las cosas y Dios en el conocimiento del universo.

24 4) Con el Don de consejo el Espíritu Santo da una habilidad sobrenatural para regularse en la vida personal por lo que se refiere a la realización de acciones arduas y en las opciones difíciles que hay que tomar, así como en el gobierno y en la guía de los demás.

5) Con el Don de fortaleza el Espíritu Santo sostiene la voluntad y la hace pronta, activa y perseverante para afrontar las dificultades y sufrimientos, incluso extremos, como acontece sobre todo en el martirio: en el de sangre, pero también en el del corazón y en el de la enfermedad o la debilidad.

6) Mediante el Don de piedad el Espíritu Santo orienta el corazón del hombre hacia Dios con sentimientos, afectos, pensamientos, oraciones que expresan la filiación con respecto al Padre que Cristo ha revelado. Hace penetrar y asimilar el misterio del «Dios con nosotros», especialmente en la unión con Cristo, Verbo encarnado, en las relaciones filiales con la bienaventurada Virgen María, en la compañía de los ángeles y santos del cielo, y en la comunión con la Iglesia.

7) Con el Don del temor de Dios el Espíritu Santo infunde en el alma cristiana un sentido de profundo respeto por la ley de Dios y los imperativos que se derivan de ella para la conducta cristiana, liberándola de las tentaciones del «temor servil» y enriqueciéndola, por el contrario, con el «temor filial», empapado de amor.

6. Esta doctrina sobre los Dones del Espíritu Santo es para nosotros un magisterio de vida espiritual utilísimo para orientarnos a nosotros mismos y para educar a los hermanos ?a quienes tenemos la responsabilidad de formar? en un diálogo incesante con el Espíritu Santo y en un abandono confiado y amoroso en su guía. Está vinculada y se puede referir siempre al texto mesiánico de Isaías que, aplicado a Jesús, habla de la grandeza de su perfección y, aplicado al alma cristiana, marca los momentos fundamentales del dinamismo de su vida interior: comprender (sabiduría, ciencia e inteligencia), decidir (consejo y fortaleza) permanecer y crecer en la relación personal con Dios, tanto en la vida de oración como en la buena conducta según el Evangelio (piedad, temor de Dios).

Por eso, es de fundamental importancia sintonizar con el eterno Espíritu-Don, tal como nos lo da a conocer la revelación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único infinito Amor, que se nos comunica mediante una multiplicidad y variedad de manifestaciones y donaciones, en armonía con la economía general de la creación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar ahora a los numerosos grupos de peregrinos de lengua española, procedentes de España y de América Latina, especialmente a los de jóvenes y a los parroquiales. De modo particular saludo a las Religiosas del Instituto Catequista Dolores Sopeña; a los feligreses de la Parroquia Castrense-Diocesana de San Francisco, de San Fernando (Cádiz-España); al grupo de la Obra de Ejercicios Espirituales de Navarra, así como al grupo de estudiantes del Liceo Monterrey, de México. Que la alegría que nos trae Cristo resucitado llene todo vuestro ser y os ayude a ser siempre testigos de su acción salvífica en el mundo.

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí os imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 10 de abril de 1991

El Espíritu Santo, raíz de la vida interior

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1. San Pablo nos ha hablado en la catequesis anterior de la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (
Rm 8,2): una ley según la cual hay que vivir, si se quiere «caminar según el Espíritu» (cf. Ga 5,25), realizando las obras del Espíritu, no las de la «carne».

El Apóstol pone de relieve la contraposición entre «carne» y «Espíritu», y entre los dos tipos de obras, de pensamientos y de vida que dependen de ella: «Los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el Espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz» (Rm 8,5-6).

El espectáculo de las «obras de la carne» y de las condiciones de decadencia espiritual y cultural a la que llega el homo animalis es desolador. Sin embargo ello no debe hacer olvidar la realidad de la vida «según el Espíritu», que es muy diversa y que también está presente en el mundo y se opone a la expansión de las fuerzas del mal. San Pablo habla de ello en la carta a los Gálatas poniendo de relieve el «fruto del Espíritu», que es «amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (cf. 5, 19-22), en contraposición a las «obras de la carne», que excluyen del «reino de Dios». Estas cosas ?también según san Pablo? se le dictan al creyente desde el interior, es decir, desde la «ley del Espíritu» (Rm 8,2), que está en él y lo guía en la vida interior (cf. Ga 5,18 Ga 5,25).

2. Por tanto, se trata de un principio de la vida espiritual y de la conducta cristiana, que es interior y al mismo tiempo transcendente, como se deduce ya de las palabras de Jesús a los discípulos: «el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce... en vosotros está» (Jn 14,17). El Espíritu Santo viene de lo alto, pero penetra y reside en nosotros para animar nuestra vida interior. Jesús no dice sólo: «él permanece junto a vosotros», lo cual puede sugerir la idea de una presencia que es solamente cercana, sino que añade que se trata de una presencia dentro de nosotros (cf. Jn 14,17). San Pablo, a su vez, desea a los efesios que el Padre les conceda que sean «fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ep 3,16): es decir, en el hombre que no se contenta con una vida externa, a menudo superficial, sino que trata de vivir en las «profundidades de Dios», escrutadas por el Espíritu Santo (cf. 1Co 2,10).

La distinción que hace Pablo entre el hombre «psíquico» y el hombre «espiritual» (cf. 1Co 2,13-14) nos ayuda a comprender la diferencia y la distancia que existe entre la madurez connatural a las capacidades del alma humana y la madurez propiamente cristiana, que implica el desarrollo de la vida del Espíritu, la madurez de la fe, de la esperanza y de la caridad. La conciencia de esta raíz divina de la vida espiritual, que se expande desde lo íntimo del alma a todos los sectores de la existencia, incluso los externos y sociales, es un aspecto fundamental y sublime de la antropología cristiana. Fundamento de esa conciencia es la verdad de fe por la que creo que el Espíritu Santo habita en mí (cf. 1Co 3,16), ora en mí (cf. Rm 8,26 Ga 4,6), me guía (cf. Rm 8,14) y hace que Cristo viva en mí (cf. Ga 2,20).

3. También la comparación que Jesús utiliza en el coloquio con la samaritana junto al «pozo de Jacob» sobre el «agua viva» que él dará a quien crea, agua que «se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna, (Jn 4,14), simboliza el manantial interior de la vida espiritual. Lo aclara Jesús mismo con ocasión de la «fiesta de las Tiendas» (cf. Jn 7,2), cuando, «puesto en pie, gritó: “si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí”; como dice la Escritura (cf. Is 55,1): de su seno correrán ríos de agua viva». Y el evangelista Juan comenta: «esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39).

El Espíritu Santo desarrolla en el creyente todo el dinamismo de la gracia que da la vida nueva, y de las virtudes que traducen esta vitalidad en frutos de bondad. El Espíritu Santo actúa también desde el «seno» del creyente como fuego, según otra semejanza que utiliza el Bautista a propósito del bautismo: «él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11); y Jesús mismo sobre su misión mesiánica: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra» (Lc 12,49). Por ello, el Espíritu suscita una vida animada por aquel fervor que san Pablo recomendaba en la carta a los Romanos: «sed fervorosos en el Espíritu» (12, 11). Es la «llama viva de amor» que pacífica, ilumina, abrasa y consuma, como tan bien explicó san Juan de la Cruz.

4. De esta forma se desarrolla en el creyente, bajo la acción del Espíritu Santo, una santidad original, que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla. Así cada santo tiene su fisonomía propia. Stella differt a stella, se puede decir con san Pablo: «una estrella difiere de otra en resplandor» (1Co 15,41): no sólo en la «resurrección futura» a la que se refiere el Apóstol, sino también en la condición actual del hombre, que no es ya sólo psíquico (dotado de vida natural), sino espiritual (animado por el Espíritu Santo) (cf. 1Co 15,44 ss.).

La santidad está en la perfección del amor. Y sin embargo varía según la multiplicidad de aspectos que el amor adquiere en las diversas condiciones de la vida personal. Bajo la acción del Espíritu Santo, cada uno vence en el amor el instinto del egoísmo, y desarrolla las mejores fuerzas en su modo original de darse. Cuando la fuerza expresiva y expansiva de la originalidad es muy poderosa, el Espíritu Santo hace que en torno a esas personas (aunque a veces permanezcan escondidas) se formen grupos de discípulos y seguidores. De este modo nacen corrientes de vida espiritual, escuelas de espiritualidad, institutos religiosos, cuya variedad en la unidad es, pues, efecto de esa divina intervención. El Espíritu Santo valora las capacidades de todos en las personas y en los grupos, en las comunidades y en las instituciones, entre los sacerdotes y entre los laicos.

5. De la fuente interior del Espíritu deriva también el nuevo valor de libertad, que caracteriza la vida cristiana. Como dice san Pablo: «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Co 3,17). El Apóstol se refiere directamente a la libertad adquirida por los seguidores de Cristo respecto a la ley judaica, en sintonía con la enseñanza y la actitud de Jesús mismo. Pero el principio que él enuncia tiene un valor general. Efectivamente, él habla repetidas veces de la libertad como vocación del cristiano: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5,13). Y explica bien de qué se trata. Según el Apóstol, «el que camina según el Espíritu» (Ga 5,13) vive en la libertad, porque no se halla ya bajo el yugo opresor de la carne: «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Ga 5,16). «Las tendencias de la carne son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz» (Rm 8,6).

26 Las «obras de la carne», de las que está libre el cristiano fiel al Espíritu, son las del egoísmo y las pasiones, que impiden el acceso al reino de Dios. En cambio, las obras del Espíritu son las del amor: «Contra tales cosas ?observa san Pablo? no hay ley» (Ga 5,23).

Se deriva de aquí ?según el Apóstol? que «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5,18). Al escribir a Timoteo, no duda en decir: «La ley no ha sido instituida para el justo» (1Tm 1,9). Y santo Tomás explica: «La ley no tiene fuerza coactiva sobre los justos, sino sobre los malos» (I-II 96,5, ad. 1), puesto que los justos no hacen nada contrario a la ley. Más aún guiados por el Espíritu Santo, hacen libremente más de lo que pide la ley (cf. Rm 8,4 Ga 5,13-16).

6. Ésta es la admirable conciliación de la libertad y de la ley, fruto del Espíritu Santo que actúa en el justo, como habían predicho Jeremías y Ezequiel al anunciar la interiorización de la ley en la Nueva Alianza (cf. Jr 31,31-34 Ez 36,26-27).

«Infundiré mi Espíritu en vosotros» (Ez 36,27). Esta profecía se ha verificado y sigue realizándose siempre en los fieles de Cristo y en el conjunto de la Iglesia. El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios. Se realiza así cuanto dice el Apóstol: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,14-15). Es la libertad de hijos que anunció Jesús como la verdadera libertad (cf. Jn 8,36). Se trata de una libertad interior, fundamental, pero orientada siempre hacia el amor, que hace posible y casi espontáneo el acceso al Padre en el único Espíritu (cf. Ep 2,18). Es la libertad guiada que resplandece en la vida de los santos.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a este encuentro a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

Mi saludo afectuoso se dirige a los sacerdotes, religiosos y demás almas consagradas, así como a los grupos parroquiales y de colegios aquí presentes. En particular a la peregrinación proveniente de Monterrey (México) y a los ex-Alumnos de los Colegios de la Guardia Civil española.

A todos imparto de corazón la bendición apostólica.




Miércoles 17 de abril de 1991

El Espíritu Santo, autor de nuestra oración

27 1. La oración es la primera forma de vida interior y la más excelente. Los doctores y maestros del espíritu están tan convencidos de esta verdad, que con frecuencia presentan la vida interior como vida de oración. El autor principal de esta vida es el Espíritu Santo, que fue también el autor principal de la de Cristo. En efecto, leemos en el evangelio de Lucas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”» (Lc 10,21). Es una oración de alabanza y de acción de gracias que, según el evangelista, brota del gozo interior de Jesús «en el Espíritu Santo».

Sabemos que, durante su actividad mesiánica, el Maestro se retiraba frecuentemente a lugares solitarios para orar y que pasaba en oración noches enteras (cf. Lc 6,12). Para esta oración prefería los lugares desiertos, que se prestan mejor para la conversación con Dios, una conversación que responde tan bien a la necesidad y a la inclinación de todo espíritu sensible al misterio de la trascendencia divina (cf. Mc 1,35 Lc 5,16). De forma análoga actuaban Moisés y Elías, tal como nos lo refiere el Antiguo Testamento (cf. Ex 34,28 1R 19,8). El libro del profeta Oseas nos aclara que existe una inspiración particular a la oración en los lugares desiertos: Dios lleva al hombre al desierto para «hablar a su corazón» (cf. Os 2,16).

2. En nuestra vida, al igual que en la de Jesús, el Espíritu Santo se manifiesta como Espíritu de oración. Nos lo dice, de modo elocuente, el apóstol Pablo en un pasaje de la carta a los Gálatas que ya hemos citado en otra ocasión: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6). Por consiguiente, de algún modo, el Espíritu Santo traslada a nuestros corazones la oración del Hijo, que dirige ese grito al Padre. Así, pues, también en nuestra oración podemos expresar la «adopción de hijos» que se nos ha concedido en Cristo y por Cristo (cf. Rm 8,15). Por medio de la oración profesamos nuestra fe, conscientes de la verdad de que «somos hijos», «herederos de Dios» y «coherederos de Cristo». La oración nos permite vivir de esta realidad sobrenatural gracias a la acción del Espíritu Santo que «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16).

3. Los seguidores de Cristo han vivido desde el inicio de la Iglesia esta misma fe, manifestada a la hora de la muerte. Conocemos la oración del protomártir Esteban, un hombre «lleno del Espíritu Santo», que durante la lapidación demostró su unión particular con Cristo al exclamar, con su Maestro crucificado, aludiendo a sus asesinos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Y luego, siempre en oración, contemplando la gloria de Cristo elevado «a la diestra de Dios», gritó: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (cf. Ac 7,55-60). Esta oración era fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del mártir.

También en las Actas del martirio de otros confesores de Cristo se halla la misma inspiración interior de la oración. En aquellas páginas se manifiesta la conciencia cristiana formada en la escuela del Evangelio y de las cartas de los Apóstoles, que luego se convirtió en conciencia de la Iglesia misma.

4. En realidad, sobre todo en la enseñanza de san Pablo, el Espíritu Santo se presenta como el autor de la oración cristiana. En primer lugar, porque estimula a la oración. Es él quien engendra la necesidad y el deseo de obedecer el consejo de Cristo, especialmente para la hora de la tentación: «Velad y orad...; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Un eco de esa exhortación resuena en aquella recomendación de la carta a los Efesios que dice: «orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia (...) para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio» (Ep 6,18-19). Pablo se reconoce en la condición de los hombres que tienen necesidad de orar para resistir a la tentación y no caer víctimas de su debilidad humana, y para llevar a cabo la misión a la que son llamados. En efecto, siempre tiene presente, y a veces siente de modo casi dramático, la consigna que recibió de ser en el mundo, especialmente en medio de los paganos, el testigo de Cristo y del Evangelio. Pablo sabe que lo que está llamado a hacer y a decir es también, y sobre todo, obra del Espíritu de verdad, del que Jesús dijo: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,14).

Dado que se trata de una «cosa de Cristo», que el Espíritu toma para «glorificarlo» mediante el anuncio misionero, sólo entrando en el circuito de esa relación entre Cristo y su Espíritu, en el misterio de la unidad con el Padre, el hombre puede llevar a cabo esa misión: el camino de ingreso en dicha comunión es la oración, inspirada en nosotros por el Espíritu.

5. En la carta a los Romanos el Apóstol muestra, con palabras sumamente penetrantes, que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Pablo nota que, de algún modo, unos gemidos semejantes brotan también de lo más íntimo de la creación, que «deseando vivamente la revelación de los hijos de Dios (...) gime hasta el presente y sufre dolores de parto con la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 19, 21-22). En este escenario, histórico y espiritual, actúa el Espíritu Santo: «El que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8,27).

Nos encontramos en la raíz más íntima y profunda de la oración. Pablo nos lo asegura y, por tanto, nos ayuda a entender que además de impulsarnos el Espíritu Santo a la oración, él mismo ora en nosotros.

6. El Espíritu Santo está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias, con que se honra al Padre y, con él, al Hijo y al Espíritu Santo. Esta oración estaba en boca de los Apóstoles el día de Pentecostés, cuando anunciaban «las maravillas de Dios» (Ac 2,11). Lo mismo acaeció en la casa del centurión Cornelio cuando, durante el discurso de Pedro, los presentes recibieron «el don del Espíritu Santo» y «glorificaban a Dios» (cf. Ac 10,45-47).

San Pablo interpreta esta primera experiencia cristiana, que se convirtió en patrimonio común de la Iglesia de los orígenes, cuando en la carta a los Colosenses, tras haberles deseado: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3,16), exhorta a los cristianos a permanecer en la oración, cantando a Dios de corazón y con gratitud himnos y cánticos inspirados, instruyéndose y amonestándose con toda sabiduría, y les pide que este estilo de vida de oración sea aplicado a todo lo que hagan: «Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3,17). La misma recomendación aparece en la carta a los Efesios: «Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ep 5,18-20)

28 Aquí resalta la dimensión trinitaria de la oración cristiana, según la enseñanza y la exhortación del Apóstol. Se ve asimismo que, según el Apóstol, es el Espíritu Santo quien impulsa a esa oración y la forma en el corazón del hombre. La «vida de oración» de los santos, de los místicos, de las escuelas y corrientes de espiritualidad, que se desarrolló en el cristianismo durante los siglos siguientes, sigue la línea de la experiencia de las comunidades primitivas. Y en esa misma línea se mantiene la liturgia de la Iglesia, como se manifiesta, por ejemplo, en el Gloria in excelsis Deo, cuando decimos; «Por tu inmensa gloria..., te damos gracias»; de igual forma, en el Te Deum, alabamos a Dios y lo proclamamos Señor. En los Prefacios también vuelve la invitación invariable: «Demos gracias al Señor, nuestro Dios», y a los fieles se les invita a dar su respuesta de asentimiento y participación: «Es justo y necesario». Es hermoso repetir con la Iglesia orante, al final de cada salmo y en muchas otras ocasiones, la breve, densa y espléndida doxología del Gloria Patri: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo...».

7. La glorificación de Dios, Uno y Trino, bajo la acción del Espíritu Santo que ora en nosotros y por nosotros, tiene lugar principalmente en el corazón, pero se traduce también en las alabanzas orales por una necesidad de expresión personal y de asociación comunitaria en la celebración de las maravillas de Dios. El alma que ama a Dios se expresa a sí misma en las palabras y, fácilmente, también en el canto, como ha sucedido siempre en la Iglesia, desde las primeras comunidades cristianas. San Agustín nos informa de que «san Ambrosio introdujo el canto en la Iglesia de Milán» (cf. Confesiones, 9, c. 7: PL 32, 770) y recuerda que lloró escuchando «los himnos y cánticos que se elevaban en tu Iglesia, lleno de una profunda emoción» (cf. Confesiones, 9, c. 6: PL 32, 769). También el sonido puede ayudar en la alabanza a Dios, cuando los instrumentos sirven para «transportar a las alturas (rapere in celsitudinem) los afectos humanos» (Santo Tomás de Aquino, Expositio in psalmos, 32, 2). Así se explica el valor de los cantos y de los sonidos en la liturgia de la Iglesia, pues «sirven para excitar el afecto con relación a Dios... (también) con las diversas modulaciones de los sonidos» (Santo Tomás, Summa Theologica,
II-II 92,2; cf. San Agustín, Confesiones, 10, c. 22: PL 32, 800). Si se observan las normas litúrgicas, se puede experimentar también hoy lo que san Agustín recordaba en aquel otro pasaje de sus Confesiones (9, c. 4, n. 8): «¡Qué voces elevé, Dios mío, hasta ti al leer los salmos de David, cánticos de fe, música de piedad! (...) ¡Qué voces elevaba hasta ti al leer aquellos salmos! ¡Cómo me inflamaba de amor a ti y de deseo de recitarlos, si hubiera podido, delante de toda la tierra...!». Eso acontece cuando, tanto los individuos como las comunidades, secundan la acción íntima del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas Adoratrices y a las Hermanas Mercedarias de la Caridad a quienes aliento vivamente a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia. Igualmente saludo a la peregrinación de la Villa de Santoña (Cantabria), portadores de una imagen de Santa María del Puerto, con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Por último, mi afectuosa bienvenida a los jóvenes integrantes de la “Coral Santa Teresa”, del Colegio “El Carmelo”, de Zaragoza.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón la bendición apostólica.






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