Audiencias 1991 28

Miércoles 24 de abril de 1991

El Espíritu Santo, luz del alma

1. La vida espiritual tiene necesidad de iluminación y de guía. Por eso Jesús, al fundar la Iglesia y al mandar a los Apóstoles al mundo, les confió la tarea de hacer discípulos a todas las gentes, como leemos en el evangelio según san Mateo (28, 19-20), pero también la de «proclamar la Buena Nueva a toda la creación», como dice el texto canónico del evangelio de san Marcos (16, 15). También san Pablo habla del apostolado como de una iluminación para todos (cf. Ep 3,9).

Pero esta obra de la Iglesia evangelizadora y maestra pertenece al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores y, de manera diversa, a todos los miembros de la Iglesia, para continuar para siempre la obra de Cristo, el «único Maestro» (Mt 23,8), que ha traído a la humanidad la plenitud de la revelación de Dios. Permanece la necesidad de un Maestro interior que haga penetrar en el espíritu y en el corazón de los hombres la enseñanza de Jesús. Es el Espíritu Santo a quien Jesús mismo llama «Espíritu de verdad» y que, según nos promete, guiará hacia toda la verdad (cf. Jn 14,17 Jn 16,13). Si Jesús ha dicho de sí mismo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), es esta verdad de Cristo la que el Espíritu Santo hace conocer y difunde: «No hablará por su cuenta, sino que hablará de lo que oiga..., recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16,13-14). El Espíritu es Luz del alma: Lumen cordium, como lo invocamos en la secuencia de Pentecostés.

29 2. El Espíritu Santo fue Luz y Maestro interior para los Apóstoles que debían conocer a Cristo en profundidad, a fin de poder llevar a cabo la tarea de ser sus evangelizadores. Lo ha sido y lo es para la Iglesia y, en la Iglesia, para los creyentes de todas las generaciones; de modo particular, para los teólogos y los maestros del espíritu, para los catequistas y los responsables de comunidades cristianas. Lo ha sido y lo es también para todos aquellos que, dentro y fuera de los límites visibles de la Iglesia, quieren seguir los caminos de Dios con corazón sincero y, sin culpa, no encuentran quién los ayude a descifrar los enigmas del alma y a descubrir la verdad revelada. Ojalá que el Señor conceda a todos nuestros hermanos ?millones, es más, millares de millones? la gracia del recogimiento y de la docilidad al Espíritu Santo en los momentos que pueden ser decisivos en su vida.

Para nosotros, los cristianos, el magisterio íntimo del Espíritu Santo es una certeza gozosa, fundada en la palabra de Cristo sobre la venida del «otro Paráclito» que, según decía, «el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (
Jn 14,26). «Os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13).

3. Como resulta de este texto, Jesús no confía su palabra sólo a la memoria de sus oyentes: esta memoria será auxiliada por el Espíritu Santo, que reavivará continuamente en los Apóstoles el recuerdo de los acontecimientos y el sentido de los misterios evangélicos.

De hecho, el Espíritu Santo guió a los Apóstoles en la transmisión de la palabra y de la vida de Jesús, inspirando ya sea su predicación oral y sus escritos, ya la redacción de los evangelios, como hemos visto en su momento en la catequesis sobre el Espíritu Santo y la revelación.

Pero sigue siendo él mismo el que ayuda a los lectores de la Escritura para que comprendan el significado divino que encierra el texto, del que es inspirador y autor principal: sólo él puede hacer conocer «las profundidades de Dios» (1Co 2,10), tal como están contenidas en el texto sagrado; él es quien ha sido enviado para instruir a los discípulos sobre las enseñanzas del Maestro (cf. Jn 16,13).

4. De este magisterio íntimo del Espíritu Santo nos hablan los mismos Apóstoles, los primeros transmisores de la palabra de Cristo. Escribe san Juan: «En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo [Cristo] y todos vosotros lo sabéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira viene de la verdad» (1Jn 2,20-21). Según los Padres de la Iglesia y la mayoría de los exegetas modernos, esta «unción» (chrisma)designa al Espíritu Santo. Más aún, san Juan afirma que aquellos que viven según el Espíritu no tienen necesidad de otros maestros: «En cuanto a vosotros ?escribe?, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas ?y es verdadera y no mentirosa? según os enseñó, permaneced en él» (1Jn 2,27).

También el apóstol Pablo habla de una comprensión según el Espíritu, que no es fruto de sabiduría humana, sino de iluminación divina: «El hombre naturalmente (psichicòs)no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente (pneumaticòs) pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarlo» (1Co 2,14-15).

Por tanto, los cristianos, habiendo recibido el Espíritu Santo, unción de Cristo, poseen en sí mismos una fuente de conocimiento de la verdad, y el Espíritu Santo es el Maestro soberano que los ilumina y guía.

5. Si son dóciles y fieles a su magisterio divino, el Espíritu Santo los preserva del error, y los hace vencedores en el conflicto continuo entre el «espíritu de la verdad» y el «espíritu del error» (cf. 1Jn 4,6). El espíritu del error, que no reconoce a Cristo (cf. 1Jn 4,3), es esparcido por los «falsos profetas», siempre presentes en el mundo, también en medio del pueblo cristiano, con una acción a voces descubierta e incluso clamorosa, y a veces engañosa y servil. Como Satanás, también ellos se visten a menudo como «ángeles de luz» (cf. 2Co 11,14) y se presentan con carismas de aparente inspiración profética y apocalíptica. Esto ya sucedía en los tiempos apostólicos. Por eso san Juan advierte: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo» (1Jn 4,1). El Espíritu Santo, como ha recordado el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium LG 12), protege al cristiano del error, haciéndole discernir lo que es genuino de lo que es falso. El cristiano, por su parte, siempre necesita buenos criterios de discernimiento acerca de las cosas que escucha o lee en materia de religión, de Sagrada Escritura, de manifestaciones de lo sobrenatural, etc. Tales criterios son: la conformidad con el Evangelio, pues el Espíritu Santo no puede menos de «recibir de Cristo»; la sintonía con la enseñanza de la Iglesia, fundada y mandada por Cristo a predicar su verdad; la rectitud de la vida de quien habla o escribe; y los frutos de santidad que derivan de lo que se presenta o se propone.

6. El Espíritu Santo enseña al cristiano la verdad como principio de vida y le muestra la aplicación concreta de las palabras de Jesús en su vida. Además, hace descubrir la actualidad del Evangelio y su valor para todas las situaciones humanas, adapta la inteligencia de la verdad a todas las circunstancias, a fin de que esta verdad no permanezca sólo como abstracta y especulativa, y libera al cristiano de los peligros de la doblez y de la hipocresía.

Por eso, el Espíritu Santo ilumina a cada uno personalmente, para guiarlo en su comportamiento, indicándole el camino que tiene que seguir y abriéndole por lo menos alguna perspectiva en relación con el proyecto del Padre acerca de su vida. Es la gran gracia de luz que san Pablo pedía para los Colosenses: «La inteligencia espiritual», capaz de hacer que ellos comprendan la voluntad divina. En efecto, los tranquilizaba: «Por eso, tampoco nosotros dejamos de rogar por vosotros desde el día que lo oímos, y de pedir que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad [de Dios] con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena...» (Col 1,9-10). Para todos nosotros es necesaria esta gracia de luz, a fin de que conozcamos bien la voluntad de Dios sobre nosotros y podamos vivir plenamente nuestra vocación personal.

30 No faltan nunca problemas que a veces parecen insolubles. Pero el Espíritu Santo socorre en las dificultades e ilumina. Puede revelar la solución divina, como en el momento de la Anunciación para el problema de la conciliación de la maternidad con el deseo de conservar la virginidad. Aunque no se trate de un misterio único, como el de la intervención de María en la encarnación del Verbo, puede decirse que el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables.

7. El Espíritu Santo concede y obra todo esto en el alma mediante sus dones, gracias a los cuales es posible practicar un buen discernimiento, no según los criterios de la sabiduría humana, que es necedad ante Dios, sino de la divina, que puede parecer necedad a los ojos de los hombres (cf.
1Co 1,18-25). En realidad, sólo el Espíritu «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1Co 2,10-11). Y si hay oposición entre el espíritu del mundo y el Espíritu de Dios, Pablo recuerda a los cristianos: «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1Co 2,12). A diferencia del «hombre natural», el «hombre espiritual» (pneumaticòs), está abierto sinceramente al Espíritu Santo y es dócil y fiel a sus inspiraciones (cf. 1Co 2,14-16). Por eso tiene habitualmente la capacidad de un juicio recto, bajo la guía de la sabiduría divina.

8. Un signo del contacto real con el Espíritu Santo en el discernimiento es y será siempre la adhesión a la verdad revelada como la propone el Magisterio de la Iglesia. El Maestro interior no inspira el disentimiento, la desobediencia y ni siquiera la resistencia injustificada frente a los pastores y maestros establecidos por él mismo en la Iglesia (cf. Hch Ac 20,29). A la autoridad de la Iglesia, como dice el Concilio en la constitución Lumen gentium (LG 12), compete «ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1Th 5,12 y 19-21)». Esta línea de sabiduría eclesial y pastoral viene también del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de Religiosos franciscanos, especialmente de Mallorca, a quienes aliento a continuar tras las huellas del Santo de Asís, modelo de entrega a Dios y amor a los hermanos.

Mientras doy mi cordial bienvenida a los grupos juveniles y parroquiales aquí presentes, imparto a todos con afecto la bendición apostólica.





Mayo de 1991

Miércoles 1 de mayo de 1991

1. En este mes de mayo se celebra el centésimo aniversario de la publicación de la encíclica Rerum novarum. Como sabéis, he querido dedicar a esta celebración un documento, una nueva encíclica ?que se hará pública mañana? para indicar, sacando siempre del tesoro de la tradición y de la vida de la Iglesia, algunas orientaciones y perspectivas que respondan a las cuestiones sociales cada vez más graves, tal como se presentan en nuestro tiempo. La Iglesia, en efecto, mira hacia el pasado no para eludir los desafíos del presente, sino para sacar de los valores consolidados y de la meditación de lo que el Espíritu ha obrado y obra en ella, nuevo vigor y nueva confianza para la acción que debe continuar hoy entre los hombres. La Iglesia afronta los desafíos de este tiempo, tan diverso del de León XIII, pero lo hace con el mismo espíritu: lo hace según el Espíritu de Dios, al que mi predecesor obedeció tratando de responder a las esperanzas y a las expectativas de su tiempo. Lo mismo trato de hacer también yo en orden a la esperanza y a las expectativas de este tiempo.

2. Un acontecimiento parece dominar el difícil momento en el que vivimos: el comienzo del fin de un ciclo en la historia de Europa y del mundo.

31 El sistema marxista ha fracasado y eso ha sucedido precisamente por los motivos que la Rerum novarum aguda y, casi proféticamente, ya había señalado. En este fracaso de un poder ideológico y económico, que parecía destinado a prevalecer, e incluso a extirpar el sentido religioso en las conciencias de los hombres, la Iglesia ve ?más allá de todas las causas sociológicas y políticas? la intervención de la Providencia de Dios, la única que guía y gobierna la historia.

Con todo, esa liberación de muchos pueblos, de Iglesias insignes y de las personas no debe transformarse en una satisfacción inoportuna y en un sentido de triunfalismo injustificado.

Aquel sistema, al menos en parte, está superado; pero en diversas zonas del mundo continúa dominando la pobreza más extrema, poblaciones enteras se encuentran privadas de los derechos más elementales y no disponen de los medios necesarios para satisfacer las necesidades humanas fundamentales. Incluso en los países más ricos se advierten a menudo una especie de extravío existencial, una incapacidad de vivir y de gozar rectamente el sentido de la vida, aun en medio de la abundancia de bienes materiales, una alienación y pérdida de la propia humanidad en muchas personas, que se sienten reducidas al papel de engranajes en el mecanismo de la producción y del consumo y no encuentran el modo de afirmar la propia dignidad de hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.

Se ha acabado, sí, un sistema; pero los problemas y las situaciones de injusticia y de sufrimiento humano, de las que se alimentaba, no están, por desgracia, superados. Caída una respuesta insuficiente, el interrogante al que se había dado esa respuesta sigue siendo actual y urgente.

Con la nueva encíclica, la Iglesia no se limita a volver a presentar este interrogante a la conciencia de la humanidad entera; además, ofrece una propuesta para soluciones adecuadas. Se trata del interrogante renovado sobre la justicia social, sobre la solidaridad entre los trabajadores, sobre la dignidad de la persona humana; se trata de no resignarse a la explotación y a la pobreza, de no renunciar jamás a la dimensión trascendente del hombre, que quiere y debe poner también su trabajo en el centro de la construcción de la sociedad.

3. La doctrina social de la Iglesia ha reconocido siempre el derecho del individuo a la propiedad privada de los medios de producción y en tal derecho ha visto una protección de la libertad frente a cualquier posible opresión. Además, la división de la propiedad en manos de muchos hace que cada uno, para satisfacer sus necesidades, deba contar con la cooperación de los demás; el indispensable intercambio social se regula mediante contratos en los que la voluntad libre del hombre se encuentra con la del otro. A diferencia de una economía de mando, burocratizada y centralizada, la economía libre y socialmente inspirada presupone sujetos verdaderamente libres, que asumen sus propias responsabilidades, respetan lealmente los compromisos contraídos con sus colaboradores y siempre tienen en cuenta el bien común.

Es justo, por tanto, reconocer el valor ético de la libertad de mercado y, en su interior, el valor ético del empresariado, de la capacidad de "organizar el encuentro" entre las necesidades de los consumidores y los recursos que sirven para satisfacerlos mediante una contratación libre. Sobre este punto León XIII, oponiéndose a las doctrinas colectivistas, reivindicó los derechos a la iniciativa individual en el marco del servicio que hay que brindar a la sociedad.

4. La Iglesia católica, sin embargo, ha rechazado siempre y aún hoy rechaza hacer del mercado el regulador supremo, y casi el modelo o la síntesis de la vida social.

Existe algo que se debe al hombre porque es hombre, a causa de su dignidad y semejanza con Dios, independientemente de su presencia o no en el mercado, de lo que posee y, por tanto, de lo que puede vender y de los medios de adquisición de que dispone. Este algo no debe descuidarse, sino que exige más bien respeto y solidaridad, expresión social del amor, que es el único comportamiento adecuado en relación con la persona. Existen necesidades humanas que no tienen acceso al mercado a causa de impedimentos naturales y sociales, pero que deben satisfacerse igualmente.

Es, en efecto, deber de la comunidad nacional e internacional ofrecer una respuesta a estas necesidades o prestando una ayuda directa, por ejemplo cuando un impedimento sea insuperable, o creando las vías para un acceso correcto al mercado, al mundo de la producción y del consumo, cuando esto sea posible.

La libertad económica es un aspecto de la libertad humana que no se puede separar de los demás aspectos, y debe contribuir a la realización plena de las personas con el fin de constituir una auténtica comunidad humana.

32 5. Es indudable que, junto con la propiedad privada, se debe afirmar el destino universal de los bienes de la tierra. Sus propietarios deben recordar siempre ese destino; de este modo, dichos bienes garantizan su libertad y sirven para tutelar y desarrollar también la de los demás. Por el contrario, cuando los sustrae a esta función complementaria y esencial, los sustrae en consecuencia al bien común, traicionando el fin para el que se le han confiado. Ninguna economía libre puede funcionar por mucho tiempo, ni puede responder a las condiciones de una vida humanamente más digna, si no está enmarcada en sólidas estructuras jurídicas y políticas y, sobre todo, si no está apoyada y "vivificada", por una fuerte conciencia ética y religiosa.

Este planteamiento, ideal y real a la vez, tiene sus raíces en la misma naturaleza humana. El hombre, en efecto, es un ser que "no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (Gaudium et spes
GS 24). Es un sujeto único e irrepetible, que jamás puede ser absorbido por una masa humana indiferenciada y, sin embargo, cumple plenamente su destino cuando sabe trascender su limitado interés individual y asociarse con múltiples vínculos a los demás seres humanos. Así nace la familia, así nace la sociedad.

También el trabajo, por su estructura intrínseca, valora al mismo tiempo la autonomía de la persona y la necesidad de asociarse al trabajo de los demás. El hombre trabaja junto con los demás; mediante el trabajo entra en relación con ellos: relación que puede ser de oposición, de competencia o de opresión, pero también de cooperación y de pertenencia a una comunidad solidaria.

El hombre, además, no sólo trabaja para sí mismo; trabaja también para los demás, comenzando por su propia familia y siguiendo hasta la comunidad local, la nación y toda la humanidad. El trabajo debe servir a estas realidades: también con el trabajo se expresa el don libre y fecundo de si mismo. Reafirmando, por tanto, la conexión estrecha entre propiedad individual y destino universal de los bienes, la doctrina social de la Iglesia no hace otra cosa que colocar la actividad económica en el marco más elevado y más amplio de la vocación general del hombre.

6. La historia ha conocido siempre nuevos intentos de construir una sociedad mejor y más justa, en el signo de la unidad, de la comprensión y de la solidaridad. Muchos de estos intentos han fracasado; otros, incluso, se han vuelto contra el mismo hombre.

La naturaleza humana, que se orienta hacia la sociabilidad, parece revelar al mismo tiempo signos de división, de prevaricación y de odio. Pero, precisamente por ello, Dios, Padre de todos, envió al mundo a su Hijo unigénito, Jesucristo, para superar estos peligros siempre amenazantes y para cambiar, mediante el don de su gracia, el corazón y la mente del hombre.

Queridos hermanos y hermanas, para construir una sociedad más justa y más digna del hombre, es necesario un gran empeño en el ámbito político, económico-social y cultural. ¡Pero esto no basta! El empeño decisivo tiene que dirigirse al corazón mismo del hombre, a la intimidad de su conciencia, en la que toma sus decisiones. Sólo en este nivel el hombre puede obrar un cambio verdadero, profundo y positivo de sí mismo; ésta es la premisa irrenunciable para contribuir al cambio y a la mejora de toda la sociedad.

Oremos a la Madre de Dios y Madre nuestra en este mes dedicado a ella, para que sostenga nuestros esfuerzos personales y nuestro empeño solidario, y para que nos ayude a construir en el mundo estructuras más justas y fraternas para una nueva civilización. La civilización de la solidaridad y del amor.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, a la peregrinación de las Comunidades Neocatecumenales de Valladolid y Barcelona, que hacen en Roma su profesión de fe ante la tumba del Apóstol san Pedro.

Igualmente, mi afectuosa bienvenida a los integrantes del Club Rotario de Manresa y a los representantes del Colegio de Abogados de Ávila.

A todos imparto de corazón la bendición apostólica.







Miércoles 8 de mayo de 1991: El Espíritu Santo, principio vital de la fe

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1. La fe es el don fundamental que concede el Espíritu Santo para la vida sobrenatural. El autor de la carta a los Hebreos insiste mucho en este don, cuando escribe a los cristianos atribulados por las persecuciones: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba (o convencimiento) de las realidades que no se ven» (
He 11,1). En este texto de la carta a los Hebreos se ha visto una especie de definición teológica de la fe, que, como explica santo Tomás, citándolo, no tiene como objeto las realidades vistas con el intelecto o experimentadas con los sentidos, sino la verdad trascendente de Dios (Veritas Prima), que la revelación nos propone (cf. II-II 1,4 II-II 1,1).

Para animar a los cristianos, el autor de la carta a los Hebreos aduce el ejemplo de los creyentes del Antiguo Testamento, casi resumiendo la hagiografía del libro del Eclesiástico (capítulos 44-50), para decir que todos ellos se movieron hacia el Dios invisible porque estaban sostenidos por la fe. La carta cita diecisiete ejemplos: «Por la fe, Abel... Por la fe, Noé... Por la fe, Abraham... Por la fe, Moisés...». Y nosotros podemos añadir: Por la fe, María... Por la fe, José... Por la fe, Simeón y Ana... Por la fe, los Apóstoles, los mártires, los confesores, las vírgenes; y los obispos, los presbíteros, los religiosos y los laicos cristianos de todos los siglos... Por la fe, la Iglesia ha caminado a lo largo de los siglos y sigue caminando hoy hacia el Dios invisible, bajo el impulso y la guía del Espíritu Santo.

2. La virtud sobrenatural de la fe puede asumir una forma carismática, como don extraordinario reservado sólo a algunos (cf. 1Co 12,9). Pero, en sí misma, es una virtud que el Espíritu ofrece a todos. Como tal, por tanto, la fe no es un carisma, es decir, uno de los dones especiales que el Espíritu «distribuye a cada uno en particular según su voluntad» (1Co 12,11 cf. Rm 12,6); sino que es uno de los dones espirituales necesarios a todos los cristianos, el máximo de los cuales es la caridad: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Co 13,13).

Queda claro que la fe, según la doctrina de san Pablo, aún siendo una virtud, es ante todo un don: «A vosotros se os ha concedido la gracia de que (...) creáis en Cristo» (Ph 1,29); y es suscitada en el alma por el Espíritu Santo (cf. 1Co 12,3). Más aún, es una virtud por ser un don «espiritual», don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de creer. Y lo es ya desde su inicio, como definió el Concilio de Orange (529), al afirmar: «También el inicio de la fe, más aún, la misma disposición a creer... tiene lugar en nosotros por un don de la gracia, es decir, de la inspiración del Espirita Santo, quien lleva nuestra voluntad de la incredulidad a la fe» (can. 5: DS 375). Dicho don tiene un valor definitivo, como dice san Pablo: «subsiste». Y está destinado a influir en toda la vida del hombre, hasta el momento de la muerte, cuando la fe encuentra su maduración con el paso a la visión beatífica.

3. San Pablo en su carta a los Corintios afirma la relación entre la fe y el Espíritu Santo, cuando les recuerda que su acceso al Evangelio tuvo lugar mediante la predicación, en la que obraba el Espíritu Santo: «Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder» (1Co 2,4). El Apóstol no se refiere sólo a los milagros que acompañaron su predicación (cf. 2Co 12,12), sino también a las demás efusiones y manifestaciones del Espíritu Santo, que Jesús había prometido antes de la Ascensión (cf. Ac 1,8). A Pablo el Espíritu le concedió, de modo especial en su predicación, no saber nada entre los Corintios «sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1Co 2,2). El Espíritu Santo impulsó a Pablo a proponer a Cristo como objeto esencial de la fe, según el principio enunciado por Jesús en el discurso del Cenáculo: «Él me dará gloria» (Jn 16,14). El Espíritu Santo es, pues, el inspirador de la predicación apostólica. Lo dice claramente san Pedro en su carta: «Predican el Evangelio en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1P 1,12).

El Espíritu Santo es también quien la confirma, como nos lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles cuando nos refieren la predicación de Pedro a Cornelio y a sus compañeros: «El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (Ac 10,44). Y Pedro aduce ese hecho como una aprobación de su acción al admitir a personas no judías a la Iglesia. El Espíritu mismo suscitó en aquellos paganos el deseo de acoger la predicación y los introdujo en la fe de la comunidad cristiana. Y también él, como hizo en el caso de Pablo, impulsa a Pedro a poner a Jesucristo en el centro de la predicación. Pedro declara sintéticamente: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder... y nosotros somos testigos de todo lo que hizo» (Ac 10,38-39). Jesucristo es propuesto como aquel que, consagrado en el Espíritu, exige la fe.

4. El Espíritu Santo anima la profesión de la fe en Cristo. Según san Pablo, antes y por encima de todos «los carismas» particulares está el acto de fe, del que dice: «Nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’ sino con el Espíritu Santo» (1Co 12,3). Reconocer a Cristo y, por tanto, seguirlo y dar testimonio de él, es obra del Espíritu Santo. Esta doctrina se encuentra en el Concilio de Orange, que hemos citado, y en el Concilio Vaticano I (1869-1870), según el cual nadie puede acoger la predicación evangélica «sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la docilidad necesaria para aceptar y creer en la verdad» (Const. Dei Filius, c. 3; DS 3010).

Santo Tomás, citando el Concilio de Orange, explica que la fe desde su inicio es don de Dios (cf. Ep 2,8-9), porque «el hombre, al dar su asentimiento a las verdades de fe, es elevado por encima de su naturaleza... y eso no puede realizarse si no es en virtud de un principio sobrenatural que lo mueve desde dentro, es decir, Dios. Por ello, la fe viene de Dios, que obra en el interior por medio de la gracia» (II-II 6,1).

5. Después del inicio de la fe, todo su desarrollo posterior se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. De manera especial, la continua profundización de la fe, que lleva a conocer cada vez mejor las verdades que se creen, es obra del Espíritu Santo, quien da al alma una luz siempre nueva para penetrar el misterio (cf. Santo Tomás, II-II 8,1 II-II 8,5). Lo escribe san Pablo a propósito de la «sabiduría que no es de este mundo», concedida a quienes caminan de acuerdo con las exigencias del Evangelio. Citando algunos textos del Antiguo Testamento (cf. Is 64,3 Jr 3,16 Si 1,8), quiere mostrar que la revelación recibida por él y por los Corintios supera incluso las más altas aspiraciones humanas: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1Co 2,9-10); «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1Co 2,12). Por tanto, entre los maduros en la fe, «hablamos de sabiduría» (1Co 2,6), bajo la acción del Espíritu Santo, que lleva a un descubrimiento siempre nuevo de las verdades contenidas en el misterio de Dios.

6. La fe requiere una vida que esté de acuerdo con la verdad reconocida y profesada. Según san Pablo, esta fe «actúa por la caridad» (Ga 5,6). Santo Tomás, refiriéndose a este texto de san Pablo, explica que «la caridad es la forma de la fe» (II-II 4,3), o sea, el principio vital, animador, vivificante. De él depende que la fe sea una virtud (II-II 4,5) y que dure en una adhesión creciente a Dios y en las aplicaciones al comportamiento y a las relaciones humanas, bajo la guía del Espíritu.

Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II, que escribe: «Con este sentido de la fe, que el Espíritu de la verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe... y penetra más profundamente en ella con juicio certero, y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio» (Lumen gentium LG 12). Se comprende, por ello, la exhortación de san Pablo: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5,16). Se comprende también la necesidad de la oración al Espíritu Santo para pedirle que nos dé la gracia del conocimiento y de la conformidad de la vida con la verdad conocida. Así, en el himno «Veni, Creator Spiritus» le pedimos, por una parte: «Per te sciamus da Patrem»... «Danos a conocer al Padre, y también al Hijo...»; pero, por otra, le suplicamos: «Infunde lumen sensibus»...«Ilumina nuestros sentidos; penetra de amor nuestros corazones; refuerza nuestros cuerpos débiles con tu fuerza. Aleja a nuestro enemigo; danos la paz del alma; haz que, bajo tu guía, evitemos todos los peligros». Y en la Secuencia de Pentecostés, le confesamos: «Mira el vacío del hombre, si tú faltas por dentro»; para luego pedirle: «Lava lo que está manchado; riega lo que es árido; sana lo que está herido; doblega lo que es rígido; infunde calor a lo que está frío; endereza lo que está torcido...». En la fe ponemos bajo la acción del Espíritu Santo toda nuestra vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar muy cordialmente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En este mes de mayo, especialmente dedicado a la Virgen María, exhorto a todos a renovar su devoción mariana, que se traduzca en una creciente formación cristiana y un ilusionado dinamismo apostólico.

Con estos deseos imparto con afecto la Bendición Apostólica.





Miércoles 15 de mayo de 1991

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1. Deseo manifestar mi gratitud a la misericordiosa Providencia divina, porque me ha sido dado estar en Fátima, en el santuario de la Madre de Dios, el día 13 de mayo, con una inmensa multitud de peregrinos. Esta gran asamblea anual de peregrinos guarda relación con las apariciones que se verificaron en aquel lugar durante el año 1917. La peregrinación de este año ha tenido como finalidad particular dar gracias por la salvación de la vida del Papa, el 13 de mayo de 1981, hace exactamente diez años. Considero todo este decenio como don gratuito que me ha hecho la Providencia divina, para llevar a cabo la tarea que se me ha confiado al servicio de la Iglesia, ejerciendo el ministerio de Pedro. "Misericordiae Domini, quia non summus consumpti" (
Lm 3,22).

El mensaje de María en Fátima se puede sintetizar en estas primeras y claras palabras de Cristo: "El reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). Los acontecimientos que han tenido lugar durante este decenio en nuestro continente europeo, particularmente en la Europa Central y Oriental, permiten dar nueva actualidad a esta llamada evangélica en el umbral del tercer milenio. Estos acontecimientos obligan también a pensar de modo particular en Fátima. El corazón de la Madre de Dios es el corazón de la Madre que se cuida no sólo de los hombres, sino también de todos los pueblos y naciones. El corazón de María está totalmente dedicado a la misión salvífica de su Hijo: de Cristo, Redentor del mundo, Redentor del hombre.

2. Deseo manifestar una cordial gratitud por la invitación a visitar Portugal precisamente en esos días. Dirijo mi gratitud a mis hermanos del Episcopado portugués, presidido por el cardenal patriarca de Lisboa. La dirijo, al mismo tiempo, al señor presidente de la República y a todas las autoridades estatales y locales. Doy las gracias por la hospitalidad tan cordial que he experimentado en todas partes a lo largo de mi peregrinación. Doy las gracias por la preparación de las ceremonias litúrgicas y por la participación, llena de fe, en el servicio sacramental, por la Palabra de Dios acogida con apertura de entendimiento y de corazón. Me refiero con estas palabras a los sacerdotes y a las familias religiosas masculinas y femeninas. Me refiero a todas las generaciones, desde las personas más ancianas hasta los niños (precisamente a niños fue encomendado el mensaje de Fátima en el año 1917). Me refiero asimismo a los enfermos y a los sanos, a los esposos, a las familias y a la juventud. ¡Que Dios os lo pague!

Portugal, situado en el extremo occidental del continente europeo, tiene una larga y rica historia. Hace quinientos años los portugueses se contaron entre los primeros pioneros de los descubrimientos geográficos que cambiaron el curso de la historia. Al mismo tiempo se abrieron nuevos campos para la evangelización. Se descubrió "mucha mies" y se hallaron los "obreros" que "el Dueño envía a su mies" (cf. Mt 9,38). Aunque no es posible mencionar todo, al menos hay que recordar la primera evangelización de Angola (África) y Brasil (América del Sur), precisamente hace cinco siglos.

3. Así, pues, por esta razón mi peregrinación comenzó con el sacrificio de la santa misa, celebrada en Lisboa, capital de la nación, como agradecimiento por el V Centenario de la participación de Portugal en la misión evangelizadora de la Iglesia. Este agradecimiento es al mismo tiempo llamada y súplica ardiente para la nueva evangelización. Es decir, la evangelización que esperan nuestros tiempos, de la que habla, de modo tan convincente, la reciente encíclica Redemptoris missio.

En relación con esto, mi camino me ha llevado desde Lisboa hasta las islas portuguesas: éstas constituían como una primera escala de la epopeya misionera que nació hace quinientos años en el suelo de la Iglesia de la antigua Lusitania: primero el archipiélago de las Azores y, luego, Madeira, en medio del océano Atlántico. En ambos lugares la Iglesia está arraigada desde hace siglos, unida en torno a sus obispos: la diócesis de Angra, en las Azores, y la diócesis de Funchal, Madeira. He sido huésped de los pastores y de esas comunidades eclesiales llenas de vida, en el período de la preparación a la solemnidad de Pentecostés, cuando la misión de los Apóstoles y la vitalidad que la Iglesia recibe continuamente de la venida del Consolador, el Espíritu de Verdad, renace de modo especial.

Es difícil recordar todos los detalles. Ha quedado grabada profundamente en mi corazón la celebración de la Palabra en honor del "Ecce Homo" (Santo Cristo) en Ponta Delgada (Azores). Luego la isla de Madeira que, por su espléndida configuración del terreno y su clima agradable, hospeda a numerosos visitantes de la Europa del Norte, especialmente ancianos. La iglesia catedral, de estilo gótico, construida entre finales del siglo XV y el comienzo del siglo XVI, testifica el gran pasado misionero de esta sede episcopal que fue la madre de diversas Iglesias del nuevo mundo (en particular en tierra brasileña).

4. Volviendo una vez más a Fátima que constituía la última fase de la visita a la tierra portuguesa, es difícil resistir a la elocuencia de la fe y la confianza de aquella multitud de un millón de personas que se reunió por la noche para la vigilia, y al día siguiente, 13 de mayo, llenó aún más la explanada del santuario durante la concelebración eucarística. Además de los pastores de la Iglesia de Portugal estaba presente casi todo el Episcopado de Angola, así como otros muchos cardenales y obispos que habían llegado de diversos países de Europa y de otros continentes.

En medio de aquella gran comunidad en oración hemos sentido de modo especial "a "las grandes obras de Dios" (cf. Ac 2,11), que la Providencia escribe en la historia del hombre, sirviéndose de la humilde "Sierva del Señor" (cf. Lc 1,38). Sin embargo ella confió muy gustosamente su mensaje evangélico y, al mismo tiempo, materno a las almas sencillas y puras: a tres pobres niños. Eso tuvo lugar precisamente en Fátima. Lo mismo había ocurrido antes en Lourdes: "porque de los que son como éstos es el reino de los cielos" (Mt 19,14), según las palabras del Señor. ¿Cómo no quedar estupefactos?

Este año la experiencia de Fátima, comenzando por el agradecimiento, ha asumido al mismo tiempo la forma de súplica ardiente. Porque las agujas que en el reloj de los siglos se mueven hacia el año 2000, muestran no sólo los cambios providenciales producidos en la historia de enteras naciones, sino también las amenazas nuevas y antiguas. Baste recordar lo que se trató hace algunas semanas en el Consistorio extraordinario de los cardenales celebrado en Roma. En la liturgia de Fátima, el libro del Apocalipsis, además de mostrarnos a "una mujer vestida de sol" (cf. Ap 12,1), nos presenta todas las amenazas mortales que se ciernen contra los hijos que ella da a luz con dolor. Porque la Madre de Dios es, como recordó el último Concilio, el prototipo de la Iglesia-Madre.

5. Madre de la Iglesia, tu siervo en la sede de Pedro te da las gracias por todo bien que, a pesar de tantas amenazas, transforma la faz de la tierra. Te da las gracias también por todos estos años del "Ministerium petrinum", durante los cuales has querido ayudarle con tu intercesión ante Cristo, el único y eterno Pastor de la historia del hombre.

¡A él la gloria por los siglos!

Saludos

36 Amadísimos hermanos y hermanas:

Doy ahora mi más cordial bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular a las peregrinaciones de El Salvador y de Monterrey (México).

Igualmente a los integrantes de las Comunidades Neocatecumenales de Valencia (España) y a los miembros de la “Hermandad de Nuestro Padre Jesús atado a la columna” de Valladolid, que celebran con esta venida a Roma el cincuenta aniversario de su fundación.

Mientras aliento a todos a un decidido testimonio cristiano en vuestra vida familiar, profesional y social, os imparto de corazón la bendición apostólica.






Audiencias 1991 28