Audiencias 1991 36

Miércoles 22 de mayo de 1991

El Espíritu Santo, principio vital del amor nuevo

1. En el alma del cristiano hay un amor nuevo, por el cual participa en el amor mismo de Dios: «El amor de Dios ?afirma San Pablo? ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Es un amor de naturaleza divina, por eso muy superior a las capacidades connaturales al alma humana. En el lenguaje teológico, recibe el nombre de caridad. Este amor sobrenatural tiene un papel fundamental en la vida cristiana, como hace notar por ejemplo santo Tomás, quien subraya con claridad que la caridad no es sólo «la más noble de todas las virtudes» (excellentisima omnium virtutum), sino también «la forma de todas las virtudes, porque gracias a ella sus actos se ordenan al fin último y debido» (II-II 23,6 II-II 23,8).

La caridad es, por tanto, el valor central del hombre nuevo, «creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ep 4,24 cf. Ga 3,27 Rm 13,14). Si se compara la vida cristiana a un edificio en construcción, es fácil reconocer en la fe el fundamento de todas las virtudes que lo componen. Es la doctrina del Concilio de Trento, según el cual «la fe es el comienzo de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación» (cf. Denz. -S. DS 2532). Pero la unión con Dios mediante la fe tiene por finalidad la unión con él en el amor de caridad, amor divino del que participa el alma humana como fuerza operante y unificadora.

2. El Espíritu Santo, al comunicar su impulso vital al alma, la hace apta para observar, en virtud de la caridad sobrenatural, el doble mandamiento del amor dado por Jesucristo: Amor a Dios y al prójimo.

«Amarás al Señor, tu Dios, con toda tu mente...» (Mc 12,30 cf. Dt 6,4-5). El Espíritu Santo hace participar al alma del impulso filial de Jesús hacia el Padre, de manera que ?como dice san Pablo? «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). Hace amar al Padre como el Hijo lo ha amado, a saber, con un amor filial que se manifiesta en el grito «Abbá» (cf. Ga 4,6 Rm 8,15), pero que se extiende a todo el comportamiento de quienes, en el Espíritu, son hijos de Dios. Bajo el influjo del Espíritu, toda la vida se transforma en un homenaje al Padre, lleno de reverencia y de amor filial.

37 3. Del Espíritu Santo deriva también la observancia del otro mandamiento: el amor al prójimo. «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado», ordena Jesús a los Apóstoles y a todos sus seguidores. En estas palabras: «como yo os he amado», reside el nuevo valor del amor sobrenatural, que es participación en el amor de Cristo hacia los hombres y, por consiguiente, en la caridad eterna, en la que tiene su primer origen la virtud de la caridad. Como escribió santo Tomás de Aquino, «la esencia divina es por sí misma caridad, como es sabiduría y bondad. Por eso, así como puede decirse que somos buenos con la bondad que es Dios, y sabios con la sabiduría que es Dios, pues la bondad que nos hace formalmente buenos es la bondad de Dios, y la sabiduría que nos hace formalmente sabios es una participación de la sabiduría divina; así también la caridad con la que formalmente amamos al prójimo es una participación de la caridad divina» (II-II 23,2, ad 1). Y esa participación se realiza por obra del Espíritu Santo, que así nos hace capaces de amar no sólo a Dios, sino también al prójimo, como Jesucristo lo amó. Sí, también al prójimo, porque habiéndose derramado el amor de Dios en nuestros corazones, podemos amar a los hombres e incluso, de algún modo, a las mismas criaturas irracionales (cf. santo Tomás, II-II 25,3) como las ama Dios.

4. La experiencia histórica nos enseña cuán difícil es la realización concreta de este precepto. Y, sin embargo, es el centro de la ética cristiana, como un don que viene del Espíritu y que es necesario pedirle. Lo afirma san Pablo, que en la carta a los Gálatas los exhorta a vivir en la libertad que da la nueva ley del amor, con tal que «no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Ga 5,13). «Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y después de haber recomendado: «Por mi parte os digo: si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne» (Ga 5,16), indica el amor de caridad (ágape) como primer «fruto del Espíritu Santo» (Ga 5,22). Por consiguiente, el Espíritu Santo es el que nos hace caminar en el amor y nos hace capaces de superar todos los obstáculos hacia la caridad.

5. En la primera carta a los Corintios, san Pablo parece querer complacerse en la enumeración y descripción de las dotes de la caridad hacia el prójimo. En efecto, tras haber recomendado aspirar a los «carismas superiores» (1Co 12,31), hace el elogio de la caridad como de algo muy superior a todos los dones extraordinarios que puede conceder el Espíritu Santo, y muy fundamental para la vida cristiana. Brota así de su boca y de su corazón el himno a la caridad, que puede considerarse un himno a la influencia del Espíritu Santo en el comportamiento humano. En él la caridad se configura en una dimensión ética con caracteres de concreción operativa: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa; no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1Co 13,4-7).

Se diría que san Pablo, al enumerar los «frutos del Espíritu» (Ga 5,22), quisiera indicar, en correlación con el himno, algunos comportamientos esenciales de la caridad. Entre éstos:

1) Ante todo, la «paciencia» (cf. el himno: «La caridad es paciente», 1Co 13,4). Se podría observar que el Espíritu mismo da ejemplo de paciencia con los pecadores y con su comportamiento imperfecto, como se lee en los evangelios, en los que Jesús es llamado «amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11,19 Lc 7,34). Es un reflejo de la misma caridad de Dios, observó santo Tomás, «que usa misericordia por amor, porque nos ama como algo propio» (II-II 30,2, ad 1).

2) Fruto del Espíritu es la «benevolencia» (cf. el himno: «la caridad es servicial», 1Co 13,4). También ella es un reflejo de la benevolencia divina hacia los demás, vistos y tratados con simpatía y comprensión.

3) Está luego la «bondad» (cf., el himno: La caridad «no busca su interés», 1Co 13,5). Se trata de un amor dispuesto a dar generosamente, como el del Espíritu Santo, que multiplica sus dones y hace partícipes de la caridad del Padre a los creyentes.

4) En fin, la «mansedumbre» (cf. el himno: la caridad «no se irrita», 1Co 13,5). El Espíritu Santo ayuda a los cristianos a reproducir las disposiciones del «corazón manso y humilde» (Mt 11,29) de Cristo y a poner en práctica la bienaventuranza de la mansedumbre que él proclamó (cf. Mt 5,4).

6. Con la enumeración de las «obras de la carne» (cf. Ga 5,19-21), san Pablo aclara las exigencias de la caridad, de la que derivan deberes bien concretos, en oposición a las tendencias del homo animalis, es decir, víctima de sus propias pasiones. En particular: evitar los celos y las envidias, deseando el bien del prójimo; evitar las enemistades, las discordias, las divisiones y las rencillas, promoviendo todo lo que lleva a la unidad. A esto alude el versículo del himno paulino, en el que se dice que la caridad «no toma en cuenta el mal» (1Co 13,5). El Espíritu Santo inspira la generosidad del perdón por las ofensas recibidas y por los daños sufridos; y capacita para ello a los fieles a quienes, como Espíritu de luz y de amor, hace descubrir las exigencias ilimitadas de la caridad.

7. La historia confirma la verdad de lo expuesto: la caridad resplandece en la vida de los santos y de la Iglesia, desde el día de Pentecostés hasta hoy. Todos los santos y todas las épocas de la Iglesia llevan consigo los signos de la caridad y del Espíritu Santo. Se diría que en algunos períodos históricos la caridad, bajo la inspiración y la guía del Espíritu, ha asumido formas caracterizadas particularmente por la acción auxiliadora y organizadora de las ayudas para vencer el hambre, las enfermedades y las epidemias de tipo antiguo y nuevo. Hubo así «santos de la caridad», como fueron llamados especialmente en el siglo XIX y en el nuestro. Son obispos, presbíteros, religiosos y religiosas y laicos cristianos: todos «diáconos» de la caridad. Muchos han sido glorificados por la Iglesia; muchos otros por los biógrafos y los historiadores, que logran ver con sus ojos o descubrir en los documentos la verdadera grandeza de estos seguidores de Cristo y siervos de Dios. Y, no obstante, la mayoría permanece en aquel anonimato de la caridad que, sin cesar y eficazmente, colma de bien al mundo. ¡Que la gloria esté también con estos soldados desconocidos, con estos testigos silenciosos de la caridad! ¡Dios los conoce, Dios los glorifica verdaderamente! Tenemos que estarles agradecidos, pues son la prueba histórica del «amor de Dios derramado en los corazones humanos» por el Espíritu Santo, primer artífice y principio vital del amor cristiano.

Saludos

38 Deseo ahora dirigir mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los integrantes del Movimiento Neocatecumenal de México y a la peregrinación de la parroquia San Antonio María Claret, de Madrid.

A todas las personas, familias, y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 29 de mayo de 1991

El Espíritu Santo, fuente de la paz

1. La paz el gran deseo de la humanidad de nuestro tiempo. Lo es de dos formas fundamentales: la exclusión de la guerra como medio de solución de las diferencias entre los pueblos ?o entre los Estados? y la superación de los conflictos sociales mediante la realización de la justicia. ¿Cómo negar que la difusión de estos sentimientos representa ya un progreso de la psicología social, de la mentalidad política y de la misma organización de la convivencia nacional e internacional? La Iglesia que ?especialmente frente a las recientes experiencias dramáticas? no hace sino predicar e invocar la paz, no puede menos de alegrarse cuando constata los nuevos logros del derecho, de las instituciones sociales y políticas y, más a fondo, de la misma conciencia humana acerca de la paz.

Sin embargo, persisten también en nuestro mundo conflictos profundos que son el origen de muchas disputas étnicas y culturales, además de económicas y políticas. Para ser realistas y leales, no se puede menos de reconocer la dificultad, es más, la imposibilidad de conservar la paz sin un principio más elevado que actúe profundamente en los ánimos con fuerza divina.

2. Según la doctrina revelada, este principio es el Espíritu Santo, que comunica a los hombres la paz espiritual, la paz íntima, que se expande como paz en la sociedad.

Es Jesús mismo quien, hablando a los discípulos en el Cenáculo, anuncia su paz («os dejo la paz»: Jn 14,27): paz comunicada a los discípulos con el don del Espíritu Santo, que establece en los corazones dicha paz. En efecto, en el texto de Juan la promesa de la paz sigue a la promesa de la venida del Paráclito (cf. Jn 14,26). La obra pacificadora de Cristo se realizará por medio del Espíritu Santo, enviado para llevar a pleno cumplimiento la misión del Salvador.

3. Hay que notar que la paz de Cristo se anuncia y ofrece con el perdón de los pecados, como se observa en las palabras de Jesús resucitado a los discípulos: «La paz con vosotros (...) Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20,21-23). Se trata de la paz que es el efecto del sacrificio redentor consumado en la cruz, que alcanza su cumplimiento en la glorificación de Cristo.

Ésta es la primera forma de paz que los hombres necesitan: la paz conseguida con la superación del obstáculo del pecado. Es una paz que sólo puede venir de Dios, con el perdón de los pecados mediante el sacrificio de Cristo. El Espíritu Santo, que realiza este perdón en los individuos, es para los hombres principio operativo de la paz fundamental que reconcilia con Dios.

39 4. Según san Pablo, la paz es «fruto del Espíritu Santo», relacionado con el amor: «Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...» (Ga 5,22). Se contrapone a las obras de la carne, entre las cuales ?según el Apóstol? figuran «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias...» (Ga 5,20). Se trata de un conjunto de obstáculos que son, ante todo, interiores, y que impiden la paz del alma y la paz social. Precisamente porque transforma las disposiciones íntimas, el Espíritu Santo suscita un comportamiento fundamental de paz también en el mundo. Pablo dice de Cristo que «es nuestra paz» (Ep 2,14), y explica que Cristo hizo la paz y reconcilió a todos los hombres con Dios por medio de su sacrificio, del que nació un solo hombre nuevo, sobre las cenizas de las divisiones y las enemistades entre los hombres. Pero el mismo Apóstol agrega que esta paz se realiza en el Espíritu Santo: «Por medio de Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ep 2,18). Se trata siempre de la única paz verdadera de Cristo, pero infundida y vivida en los corazones bajo el impulso del Espíritu Santo.

5. En la carta a los Filipenses, el Apóstol habla de la paz como de un don concedido a quienes, aún en medio de las angustias de la vida, se dirigen a Dios «mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias... y asegura: «La paz de Dios, que supera tildo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Ph 4,6-7).

La vida de los santos es un testimonio y una prueba de este origen divino de la paz. Se muestran íntimamente serenos en medio de las pruebas más dolorosas y de las tormentas que parecen abatirlos. Algo ?o mejor, Alguien? está presente y obra en ellos para protegerlos del oleaje de las vicisitudes externas y de su misma debilidad y miedo. Es el Espíritu Santo el autor de esa paz que es fruto del amor, que él infunde en los corazones (cf. santo Tomás, II-II 29,3-4).

6. Según san Pablo, «el Reino de Dios (...) es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). El Apóstol formula este principio cuando recomienda a los cristianos que no juzguen con malevolencia a los más débiles de entre ellos, quienes no lograban liberarse de ciertas imposiciones de prácticas ascéticas fundadas en una idea falsa de la pureza, como por ejemplo la prohibición de comer carne y de beber vino, costumbre de algunos paganos (como los pitagóricos) y también de algunos judíos (como los esenios). Pablo invita a seguir la regla de una conciencia iluminada y cierta (cf. Rm 14,5-6 Rm 14,23), pero, sobre todo, la inspiración de la caridad, que debe regular la conducta de los fuertes: «Nada hay de suyo impuro (...). Ahora bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la caridad. ¡Que por tu corrida no destruyas a aquel por quien murió Cristo!» (Rm 14,14-15).

Por consiguiente, Pablo recomienda no crear, perturbaciones en la comunidad, no suscitar conflictos y no escandalizar a los demás: «Procuremos (...) lo que fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), exhorta. Cada cual debe preocuparse por conservar la armonía, evitando usar la libertad del cristiano de manera tendenciosa que hiera y perjudique al prójimo. El principio que enuncia el Apóstol es éste: la caridad debe regular y disciplinar a la libertad. Al tratar un problema particular, Pablo enuncia el principio general: «El reino de Dios es paz en el Espíritu Santo».

7. El cristiano debe empeñarse, por tanto en secundar la acción del Espíritu Santo, alimentando en el alma las «tendencias del espíritu que son vida y paz» (Rm 8,6). De aquí las repetidas exhortaciones del Apóstol a los fieles, para «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ep 4,3), para comportarse «con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor» (Ep 4,3) y para abandonar cada vez más las «tendencias de la carne que llevan al odio a Dios» y que están en conflicto con las del Espíritu, que «son paz» (Rm 8,6-7). Sólo si están unidos en «el vínculo de la paz», los cristianos se muestran «unidos en el Espíritu» y son seguidores auténticos de aquel que vino al mundo para traer la paz.

El deseo del Apóstol es que reciban de Dios el gran don, que es un elemento esencial de la vida en el Espíritu: «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe (...) por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13).

8. Al concluir esta catequesis, quiero desear también yo a todos los cristianos, a todos los hombres, la paz en el Espíritu Santo. Y recordar una vez más que, según la enseñanza de Pablo y el testimonio de las almas santas, el Espíritu Santo hace reconocer sus inspiraciones mediante la paz íntima que ellos llevan en el corazón. Las sugerencias del Espíritu Santo van en el sentido de la paz, no en el de la turbación, la discordia, la disensión y la hostilidad frente al bien. Puede haber una legítima diversidad de opiniones sobre puntos particulares y sobre los medios para alcanzar un fin común; pero la caridad, participación en el Espíritu Santo, impulsa hacia la concordia y la unión profunda en el bien que quiere el Señor. San Pablo es categórico: «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Col 4, 33).

Esto vale, obviamente, para la paz de los ánimos y de los corazones en el seno de las comunidades cristianas. Pero cuando el Espíritu Santo reina en los corazones, los estimula a hacer todos los esfuerzos por establecer la paz en las relaciones con los demás, en todos los niveles: familiar, cívico, social político, étnico, nacional e internacional (cf. Rm 12,18 He 12,14). En particular, estimula a los cristianos a una obra de mediación sabia en la búsqueda de la reconciliación entre las gentes en conflicto y de la adopción del diálogo como medio que hay que emplear contra las tentaciones y las amenazas de la guerra.

Oremos a fin de que los cristianos, la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad ¡se empeñen cada vez más en la obediencia fiel al Espíritu de la paz!

Saludos

40 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los niños ganadores del concurso sobre San Juan de la Cruz, organizado por la Caja de Ahorros de Ávila, así como a las peregrinaciones procedentes de Argentina y México.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.





Junio de 1991

Miércoles 12 de junio de 1991

1. "Dad en todo gracias a Dios (...) No extingáis el Espíritu" (cf. 1Th 5,18-19).

Deseo hoy, siguiendo ese lema, dar humildemente gracias a la Providencia divina por la peregrinación en Polonia del 1 al 9 de junio. De acuerdo con la idea del Episcopado, esta ha sido, ante todo, una "peregrinación de acción de gracias". Los acontecimientos de los últimos años, y en especial los del año 1989 (50 años después del estallido de la segunda guerra mundial, que comenzó con la invasión hitleriana y, al mismo tiempo, estaliniana de Polonia) han significado el inicio de una situación nueva. El año 1989 sigue siendo una fecha importante, no sólo para mi patria, sino también para toda Europa, y en especial para los países de Europa central y oriental.

Así, pues, doy gracias por la invitación tanto al Episcopado, encabezado por el primado de Polonia en calidad de presidente de la Conferencia episcopal, como a las autoridades del Estado y, en particular, al presidente de la República, al Gobierno y a ambas Cámaras del Parlamento (la Dieta y el Senado).

2. Todo el recorrido de esta peregrinación llevaba el sello de la acción de gracias -"Dad en todo gracias a Dios"- y, al mismo tiempo, de la renovación de la vida de la sociedad mediante el servicio de la Iglesia. El itinerario me llevó de Koszalin-Kolobrzeg en el mar Báltico, hasta las regiones del sudeste del país: Rzeszów-Przemysl-Lubaczów, y luego al centro de la Polonia meridional: Kielce-Sandomiers/Radom, y de nuevo al nordeste: Lomza-Bialystok-Olsztyn (Warmia) para dirigirme, pasando por las antiguas ciudades y las sedes episcopales situadas cerca del Vístula, Wlociawek y Plock, hacia Varsovia, capital del país.

Durante esta peregrinación he podido elevar a la gloria de los altares a tres nuevos beatos: en Rzeszów, a Józef Sebastian Pelczar, obispo de la diócesis de Przemysl; en Bialystok, a la religiosa Boleslawa Lament, que se distinguió en el campo de la caridad y en el ecuménico y, en Varsovia, al franciscano Rafal Chylinski, gran padre de los pobres y de los enfermos.

Durante esta peregrinación, he podido encontrarme, por primera vez con las Iglesias situadas a lo largo de la frontera oriental de la República, y eso ha permitido también la participación de muchos grupos venidos del extranjero: de Ucrania, Bielorrusia, e incluso de Lituania y de otras regiones aún más distantes, hacia el Este.

41 Es preciso, también, dar gracias a Dios por la participación de los obispos de esos países (hasta Kazajstán: los obispos de Karaganda y de Moscú), así como de los cardenales y obispos de Europa: austriacos, alemanes, italianos, españoles y franceses, checos y eslovacos, húngaros y rumanos; e incluso de África (Costa de Marfil) y de Estados Unidos. La peregrinación revistió una dimensión europea en el sentido de que Europa se abrió también mediante los acontecimientos de los últimos años.

3. "Dad en todo gracias a Dios": hay que dar gracias a Dios por los encuentros entre las naciones: de manera especial, en Lomza, con los lituanos; en Przemysl y Lubaczów, con los ucranios; y en Bialystok, con los bielorrusos. En Przemysl, con la presencia del cardenal Lubachivsky y de los obispos de rito bizantino-ucranio, quedó confirmado el renacimiento de la eparquía de Przemysl de ese rito en Polonia con la institución de su propia catedral episcopal. También se instituyeron las diócesis y las catedrales de Bialystok y Drohiczyn en orden al renacimiento de la jerarquía, más allá de las fronteras, en Vilna y en Pinsk.

4. Conviene subrayar, al mismo tiempo, la dimensión ecuménica de la peregrinación: la oración común en la catedral ortodoxa de San Nicolás en Bialystok, el encuentro con el Consejo ecuménico polaco y la oración común en el conocido templo luterano, dedicado a la Santísima Trinidad, en Varsovia. Por fin el encuentro en la nunciatura con los representantes de los judíos polacos a los que Polonia está vinculada, con lazos pluriseculares, en virtud de la convivencia en la misma tierra y, desde los tiempos de la última guerra, en virtud de la tragedia del holocausto causado por el programa racista del totalitarismo de Hitler. Mi encuentro con los judíos en tierra polaca es siempre especialmente cordial, pues trae a la memoria y renueva también mis lazos personales del período de mi juventud y de los años difíciles de la ocupación.

5. "Dad en todo gracias a Dios (...) No extingáis el Espíritu". Mi peregrinación en Polonia la he realizado durante el 200° aniversario de la Constitución del 3 de mayo de 1791, que fue un gran acto de sabiduría y de responsabilidad política. A pesar de que llegó demasiado tarde y no pudo evitar la tragedia de la división de Polonia, dicho acto se convirtió para las futuras generaciones en un testimonio de la soberanía de la sociedad y en una brújula, que indicaba la dirección hacia la recuperación de la independencia. Esa independencia se alcanzó como consecuencia de la primera guerra mundial, en 1918. Desde este punto de vista, fue muy significativo el encuentro en el Castillo Real y el "Te Deum" en la catedral de Varsovia, dedicada a san Juan Bautista, como había sucedido hace doscientos años. Esa venerable Constitución es de nuevo el punto de referencia para la III República, pues constituye una básica estructura institucional y legal de la nueva sociedad. La obra de "Solidaridad" consistió en sacar a la sociedad de las limitaciones totalitarias del sistema impuesto a la nación contra su voluntad, como consecuencia del pacto unilateral de Yalta, después de 1945. Es necesario que en este terreno, así preparado, se construya el Estado plenamente soberano y justo.

El lema "No extingáis el Espíritu", en este contexto resulta especialmente actual. Siguiéndolo, he concentrado mi enseñanza en Polonia fundándola en el Decálogo y en el mandamiento evangélico del amor. Al parecer, este es el camino más adecuado para lograr la reconstrucción, pues se apoya en los mismos principios que permiten seguir reconstruyendo de modo correcto la vida de los hombres y de la nación, vinculada desde hace mil años al cristianismo. La enseñanza del Concilio Vaticano II favorece la realización de esa tarea: todo el programa de los derechos del hambre, comenzando por el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, y el derecho a la vida. Así, la defensa del niño aún no nacido encuentra su fundamento en la ley natural, confirmada por el Decálogo y por el Evangelio.

6. A lo largo del itinerario de mi peregrinación, fui testigo de muchos hechos que demuestran "la novedad de la vida". Por primera vez en mi tierra patria, me fue posible encontrarme en oración común con el Ejército polaco, que ya tiene su obispo castrense y sus capellanes. Por primera vez se pudo tratar el tema de un posible encuentro sobre la enseñanza sistemática de la religión (la catequesis) en la escuela. Una novedad absoluta fue el encuentro con el Cuerpo diplomático en la nunciatura apostólica de Varsovia, el primero en la historia de mis peregrinaciones a la patria. También por primera vez, pude visitar a los presos. La Policía junto con las demás fuerzas guiadas por las autoridades eclesiásticas, mantuvo el orden en todos los lugares. Es preciso subrayar aquí que tanto el Ejército como la Policía pudieron manifestar abiertamente su participación en la liturgia, acercándose en uniforme a la Comunión y tomando parte en la procesión de la presentación de los dones.

Doy las gracias a todos mis hermanos del Episcopado polaco; a todos los sacerdotes, incansables pastores, y a las familias religiosas, masculinas y femeninas. Doy las gracias a la inmensa multitud de mis compatriotas que, en tantos lugares, me han acompañado durante mi peregrinación por medio de la oración. Doy las gracias a todos los movimientos y las organizaciones del apostolado de los laicos; a los representantes del Gobierno y del Parlamento, junto con el presidente de la República. Todos deseamos seguir unidos frente a las tareas comunes y fieles a esta llamada realmente profética: "Dad en todo gracias a Dios (...) No extingáis el Espíritu".

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

En particular, al grupo de Hermanas Contemplativas del Buen Pastor, a los Legionarios de Cristo y a la peregrinación de la parroquia San Pío X de Barcelona.

42 A todos bendigo de corazón.



Miércoles 19 de junio de 1991

El Espíritu Santo, fuente de la verdadera alegría

1. San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5,22), como lo son el amor y la paz, de los que hemos tratado en las catequesis anteriores. Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana.

No es difícil, incluso para un observador que se mueva sólo en la línea de la psicología y la experiencia, descubrir que la degradación en el campo del placer y del amor es proporcional al vacío que dejan en el hombre las alegrías que engañan y defraudan, buscadas en lo que san Pablo llamaba “las obras de la carne”: “Fornicación, impureza, libertinaje (...), embriagueces, orgías y cosas semejantes” (Ga 5,19 Ga 5,21). A estas alegrías falsas se pueden agregar, y a veces van unidas, las que se buscan en la posesión y en el uso desenfrenado de la riqueza, el lujo y la ambición del poder, en suma, en esa pasión y casi frenesí hacia los bienes terrenos que fácilmente produce ceguera de mente, como advierte san Pablo (cf. Ep 4,18-19), y que Jesús lamenta (cf. Mc 4,19).

2. Pablo, para exhortar a los convertidos a guardarse de las maldades, se refería a la situación del mundo pagano: “Pero no es éste el Cristo que vosotros habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ep 4,20-24). Es la “nueva criatura” (cf. 2Co 5,17), obra del Espíritu Santo, presente en el alma y en la Iglesia. Por eso, el Apóstol concluye así su exhortación a la buena conducta y a la paz: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ep 4,30).

Si el cristiano “entristece” al Espíritu santo, que vive en el alma, ciertamente no puede esperar poseer la alegría verdadera, que proviene de él: “Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...” (Ga 5,22). Sólo el Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para la tristeza. Pablo VI recordó esto a los cristianos y a todos los hombres de nuestro tiempo en la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino. Y la alegría verdadera es don del Espíritu Santo.

3. En el texto de la Carta a los Gálatas, Pablo nos ha dicho que la alegría está vinculada a la caridad (cf. Ga 5,22). No puede ser, por tanto, una experiencia egoísta, fruto de un amor desordenado. La alegría verdadera incluye la justicia del reino de Dios, del que san Pablo dice que es “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17).

Se trata de la justicia evangélica, que consiste en la conformidad con la voluntad de Dios, en la obediencia a sus leyes y en la amistad personal con él. Fuera de esta amistad, no hay alegría verdadera. Es más, “la tristeza como mal y vicio ?explica santo Tomás? es causada por el amor desordenado hacia sí mismo, que (...) es la raíz general de los vicios” (II-II 28,4, ad 1; cf. I-II 72,4). El pecado es fuente de tristeza, sobre todo porque es una desviación y casi una separación del alma del justo en orden a Dios, que da consistencia a la vida. El Espíritu Santo, que obra en el hombre la nueva justicia en la caridad, elimina la tristeza y da la alegría: esa alegría, que vemos florecer en el Evangelio.

4. El Evangelio es una invitación a la alegría y una experiencia de alegría verdadera y profunda. Así, en la Anunciación, María es invitada a la alegría: “Alégrate (Xaire), llena de gracia” (Lc 1,28). Es el coronamiento de toda una serie de invitaciones formuladas por los profetas en el Antiguo Testamento (cf. Za 9,9 So 3,14-17 Jl 2,21-27 Is 54,1). La alegría de María se realizará con la venida del Espíritu Santo, que le fue anunciada como motivo del “alégrate”.

En la Visitación, Isabel se llena del Espíritu Santo y de alegría, con una participación natural y sobrenatural en el regocijo del hijo que aún está en su seno: “Saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1,44). Isabel percibe la alegría de su hijo y la exterioriza, pero es el Espíritu Santo el que, según el evangelista, llena de tal alegría a ambas mujeres. María, a su vez, siente brotar del corazón el canto de alegría precisamente en ese momento; canto que expresa la alegría humilde, límpida y profunda que la llena como si fuera la realización del “alégrate” del ángel: “Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador” (Lc 1,47). También en estas palabras de María resuena la voz de la alegría de los profetas, así como resuena en el libro de Habacuc: “¡Yo en el Señor exultaré, jubilaré en el Dios de mi salvación!” (3, 18). Una prolongación de este regocijo se produce durante la presentación del niño Jesús en el Templo, cuando Simeón, al encontrarse con él, se alegra bajo la moción del Espíritu Santo, que le había inspirado el deseo de ver al Mesías y que lo había impulsado a ir al templo (cf. Lc 2,26-32). A su vez, la profetisa Ana, así llamada por el evangelista que, por tanto, la presenta como mujer entregada a Dios e intérprete de sus pensamientos y mandamientos, según la tradición de Israel (cf. Ex Ex 15,20, Jc 4, 9; 2R 22,14), expresa mediante la alabanza a Dios la alegría íntima que también en ella tiene origen en el Espíritu Santo (cf. Lc 2,36-38).


Audiencias 1991 36