Audiencias 1991 43

43 5. En las páginas evangélicas relacionadas con la vida pública de Jesús leemos que, en cierto momento, él mismo “se llenó de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10,21). Jesús muestra alegría y gratitud en una oración que celebra la benevolencia del Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (ib.). En Jesús, la alegría asume toda su fuerza en el impulso hacia el Padre. Así sucede con las alegrías estimuladas y sostenidas por el Espíritu Santo en la vida de los hombres: su carga de vitalidad secreta los orienta en el sentido de un amor pleno de gratitud hacia el Padre. Toda alegría verdadera tiene como fin último al Padre.

Jesús dirige a sus discípulos la invitación a alegrarse, a vencer la tentación de la tristeza por la partida del Maestro, porque esta partida es condición establecida en el designio divino para la venida del Espíritu Santo: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). Será el don del Espíritu el que procurará a los discípulos una alegría inmensa, es más, la plenitud de la alegría según la intención expresada por Jesús. El Salvador, en efecto, después de haber invitado a los discípulos a permanecer en su amor, había dicho: “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15,11 cf. Jn 17,13). Es el Espíritu Santo el que pone en el corazón de los discípulos la misma alegría de Jesús, alegría de la fidelidad al amor que viene del Padre.

San Lucas atestigua que los discípulos, que en el momento de la Ascensión habían recibido la promesa del don del Espíritu Santo, “se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios” (Lc 24,52-53). En los Hechos de los Apóstoles se narra que, después de Pentecostés, se había creado un clima de alegría profunda entre los Apóstoles, que se transmitía a la comunidad en forma de júbilo y entusiasmo al abrazar la fe, al recibir el bautismo y al vivir juntos, como lo demuestra el hecho de que “tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo” (2, 46-47). El libro de los Hechos anota: “Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo” (13, 52).

6. Muy pronto llegarían las tribulaciones y las persecuciones que Jesús había predicho precisamente al anunciar la venida del Paráclito-Consolador (cf. Jn 16,1 ss.). Pero, según los Hechos, la alegría perdura incluso en la prueba. En efecto, se lee que los Apóstoles, llevados a la presencia del Sanedrín, azotados, amonestados y mandados a casa, se marcharon “contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas” (5, 41-42).

Por lo demás, ésta es la condición y el destino de los cristianos, como recuerda san Pablo a los Tesalonicenses: “Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones” (1Th 1,6). Los cristianos, según san Pablo, repiten en sí mismos el misterio pascual del Cristo, cuyo gozne es la cruz. Pero su coronamiento es la “alegría en el Espíritu Santo para quienes perseveran en las pruebas. Es la alegría de las bienaventuranzas y, más particularmente, las bienaventuranzas de los afligidos y los perseguidos (cf. Mt 5,4 Mt 5,10-12). ¿Acaso no afirmaba el apóstol Pablo, “me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros”? (Col 1,24). Y Pedro, por su parte, exhortaba: “Alegraos en la medida en que participáis de los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4,13).

Pidamos al Espíritu Santo que encienda cada vez más en nosotros el deseo de los bienes celestiales y que un día gocemos de su plenitud: “Danos virtud y premio, danos una muerte santa, danos la alegría eterna”. Amén.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a los jóvenes aquí presentes, y les animo a hacer de las vacaciones de verano que ahora comienzan un tiempo de crecimiento en su vida cristiana y en sus conocimientos y madurez humana. A todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.

A través del canal de televisión “Telemundo” deseo enviar también mi cordial saludo a los telespectadores de las Américas, cercanos ya a la conmemoración del V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo.



44

Miércoles 26 de junio de 1991

El Espíritu Santo, generador de la fortaleza cristiana

1. Los hombres de hoy, particularmente expuestos a los asaltos, insidias y seducciones del mundo, tienen especial necesidad del don de la fortaleza; es decir, del don del valor y la constancia en la lucha contra el espíritu del mal que asedia a quien vive en la tierra, para desviarlo del camino del cielo. Especialmente en los momentos de tentación y de sufrimiento, muchos corren el riesgo de vacilar o de ceder. También los cristianos corren siempre el riesgo de caer desde la altura de su vocación y de desviarse de la lógica de la gracia bautismal que les ha sido concedida como un germen de vida eterna. Precisamente por esto, Jesús nos ha revelado y prometido el Espíritu Santo como consolador y defensor (cf. Jn 16,5-15). Por medio de él se nos concede el don de la fortaleza sobrenatural, que es una participación en nosotros de la misma potencia y firmeza del Ser divino (cf. Summa Theologica, I-II 61,5 I-II 68,4).

2. Ya en el Antiguo Testamento encontramos muchos testimonios de la acción del Espíritu divino que sostenía a cada uno de los personajes, pero también a todo el pueblo, en las diversas peripecias de su historia. Sin embargo, es sobre todo en el Nuevo Testamento donde se revela la potencia del Espíritu Santo y se promete a los creyentes su presencia y acción en todas las luchas, hasta la victoria final. Muchas veces nos hemos referido a ello en las catequesis anteriores. Aquí me limito a recordar que, en la Anunciación, el Espíritu Santo se revela y se concede a Mana como “poder del Altísimo”, que demuestra que “ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1,35-37).

Y en Pentecostés, el Espíritu Santo, que manifiesta su poder con el signo simbólico del viento impetuoso (cf. Ac 2,2), comunica a los Apóstoles y a cuantos se encuentran con ellos “reunidos en un mismo lugar” (Ac 2,1) la nueva fortaleza prometida por Jesús en su discurso de despedida (cf. Jn 16,8-11), y poco antes de la Ascensión: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros...” (Ac 1,8 cf. Lc 24,49).

3. Se trata de una fuerza interior, arraigada en el amor (cf. Ep 3,17), como escribe san Pablo a los Efesios: el Padre “os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ep 3,16). Pablo pide al Padre que dé a los destinatarios de su carta esta fuerza superior, que la tradición cristiana incluye entre los “dones del Espíritu Santo”, tomándolos del texto de Isaías, quien los enumera como propiedades del Mesías (cf. Is 11,2 ss.). El Espíritu Santo comunica también a los seguidores de Cristo, entre los dones que colman su alma santísima, la fortaleza, de la que él fue modelo en su vida y en su muerte. Se puede decir que al cristiano empeñado en la “batalla espiritual” se le comunica la fortaleza de la cruz.

El Espíritu interviene con una acción profunda y continua en todos los momentos y bajo todos los aspectos de la vida cristiana, con el fin de orientar los deseos humanos en la dirección justa, que es la del amor generoso a Dios y al prójimo, siguiendo el ejemplo de Jesús. Con este fin, el Espíritu Santo robustece la voluntad, haciendo que el hombre sea capaz de resistir a las tentaciones, vencer en las luchas interiores y exteriores, derrotar el poder del mal y, en particular, a Satanás, como Jesús, a quien el Espíritu llevo al desierto (cf. Lc 4,1), y realizar la empresa de una vida de acuerdo con el Evangelio.

4. El Espíritu Santo otorga al cristiano la fuerza de la fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia en el camino del bien y en la lucha contra el mal. Ya en el Antiguo Testamento el profeta Ezequiel anunciaba al pueblo la promesa de Dios: “Pondré en ellos mi Espíritu”, que tenía como objetivo obtener la fidelidad del pueblo de la nueva alianza (cf. Ez 36,27). San Pablo, en la carta a los Gálatas, enumera, entre los “frutos del Espíritu Santo”, la “paciencia”, la “fidelidad” y el “dominio de sí” (5, 22). Son virtudes necesarias para una vida cristiana coherente. Entre ellas, se distingue la “paciencia”, que es una propiedad de la caridad (cf. 1Co 13,4) y es infundida en el alma por el Espíritu Santo junto con la misma caridad (cf. Rm 5,5), como parte de la fortaleza que es preciso ejercitar para afrontar los males y las tribulaciones de la vida y de la muerte. Unida a ella va la “perseverancia”, que es la continuidad en el ejercicio de las obras buenas con la victoria sobre la dificultad que implica la larga duración del camino que hay que recorrer; semejante a ésta es la “constancia”, que hace persistir en el bien a pesar de todos los obstáculos externos: ambas son fruto de la gracia, que permite que el hombre llegue al final de la vida humana por el camino del bien (cf. san Agustín, De Perseverantia, c. 1; PL 45, 993; De corrept. et gratia, c. 12: PL 44, 937).

Este ejercicio valeroso de la virtud se exige a todo cristiano que, incluso bajo el régimen de la gracia, conserva la fragilidad de la libertad, como hacía notar san Agustín en la controversia con los seguidores de Pelagio (cf. De corrept. et gratia, c. 12, cita); pero es el Espíritu Santo el que da la fuerza sobrenatural para poner en práctica la voluntad divina y conformar la existencia a los mandamientos promulgados por Cristo. Escribe san Pablo: “La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte”. Así, los cristianos tienen la posibilidad de “vivir según el espíritu” y de cumplir “la justicia de la ley”, esto es, de cumplir la voluntad divina (cf. Rm 8,2-4).

5. El Espíritu Santo da también la fuerza para cumplir la misión apostólica, confiada a quienes fueron designados propagadores del Evangelio. Por eso, en el momento de enviar a sus discípulos a la misión, Jesús les pide que esperen el día de Pentecostés, a fin de recibir la fuerza del Espíritu Santo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros” (Ac 1,8). Sólo con esta fuerza podrán ser testigos del Evangelio hasta los confines de la tierra, según el mandato de Jesús.

En todos los tiempos, hasta hoy, es el Espíritu Santo el que permite empañar todas las facultades y recursos, emplear todos los talentos, gastar y, si fuera necesario, consumir toda la vida en la misión recibida. Es el Espíritu Santo el que obra maravillas en la acción apostólica de los hombres de Dios y de la Iglesia, a los que él elige e impulsa. Es, sobre todo, el Espíritu Santo el que asegura la eficacia de semejante acción, cualquiera que sea la medida de la capacidad humana de los llamados. San Pablo lo decía en la primera carta a los Corintios, hablando de su misma predicación como de una “demostración del Espíritu y del poder” (1Co 2,4) de un apostolado realizado, por tanto, “de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios” (Rm 15,18-19). Pablo atribuye el valor de su obra de evangelización a este poder del Espíritu.

45 Incluso entre las dificultades, a veces enormes, que se encuentran en el apostolado, es el Espíritu Santo el que da la fuerza para perseverar, renovando el valor y socorriendo a quienes sienten la tentación de renunciar al cumplimiento de su misión. Es la experiencia ya realizada en la primera comunidad cristiana, en la que los hermanos, sometidos a las persecuciones de los adversarios de la fe, suplicaban: “Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Ac 4,29). Y “acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Ac 4,31).

6. Es el Espíritu Santo el que sostiene a los que sufren persecución, a quienes Jesús mismo promete: “El Espíritu de vuestro Padre hablará en vosotros” (Mt 10,20). Sobre todo el martirio, que el Concilio Vaticano II define como “don eximio y la suprema prueba de amor”, es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium LG 42). Lo demuestran los santos y santas mártires de todas las épocas, que fueron al encuentro de la muerte por la abundancia de la caridad que ardía en sus corazones. Santo Tomás, que examina un buen número de casos de mártires antiguos - incluso de niñas de tierna edad - y los textos de los Padres que guardan relación con ellos, concluye que el martirio es “el acto humano más perfecto”, porque nace del amor de caridad, cuya perfección destaca en sumo grado (cf. II-II 124,3). Es lo que afirma Jesús mismo en el evangelio: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Para concluir, es un deber mencionar la confirmación, sacramento en el que el don del Espíritu Santo se confiere ad robur: para la fortaleza. Tiene como finalidad comunicar la fortaleza que será necesaria en la vida cristiana y en el apostolado del testimonio y de la acción, al que todos los cristianos están llamados. Es significativo que el rito de bendición del santo crisma aluda a la unción que el Espíritu Santo concedió a los mártires. El martirio es la forma suprema de testimonio. La Iglesia lo sabe, y encomienda al Espíritu la misión de sostener, si fuera necesario, el testimonio de los fieles hasta el heroísmo.

Saludos

Julio de 1991

Miércoles 3 de julio de 1991

El Espíritu Santo, prenda de la esperanza escatológica y fuente de la perseverancia final

1. Entre los dones mayores que, según escribe san Pablo en la primera carta a los Corintios, son permanentes, está la esperanza (cf. 1Co 12,31). Desempeña un papel fundamental en la vida cristiana, al igual que la fe y la caridad, aunque “la mayor de todas ellas es la caridad” (cf. 1Co 13,13). Es evidente que no se ha de entender la esperanza en el sentido restrictivo de don particular o extraordinario, concedido a algunos para el bien de la comunidad, sino como don del Espíritu Santo ofrecido a todo hombre que en la fe se abre a Cristo. A este don hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos, se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismos, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas.

La esperanza cristiana, aunque incluye el movimiento psicológico del alma que tiende al bien arduo, se coloca en el nivel sobrenatural de las virtudes que derivan de la gracia (cf. Summa Theologica, III 7,2), como don que Dios hace al creyente para la vida eterna. Es, por tanto, una virtud típica del homo viator, el hombre peregrino que, aunque conoce a Dios y la vocación eterna por medio de la fe, no ha llegado aún a la visión. La esperanza, en cierto modo, le hace “penetrar más allá del velo”, como dice la carta a los Hebreos (cf. 6, 19).

2. De aquí que la dimensión escatológica sea esencial en esa virtud. El Espíritu Santo vino en Pentecostés para cumplir las promesas contenidas en el anuncio de la salvación, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Y exaltado [Jesús] por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (2, 33). Pero este cumplimiento de la promesa se proyecta hacia toda la historia, hasta los últimos tiempos. Para quienes tienen fe en la palabra de Dios que Cristo reveló y predicaron los Apóstoles, la escatología ha comenzado a realizarse; es más, puede decirse que ya se ha realizado en su aspecto fundamental: la presencia del Espíritu Santo en la historia humana, cuyo significado e impulso vital brota del acontecimiento de Pentecostés, con vistas a la meta divina de cada hombre y de toda la humanidad. En el Antiguo Testamento la esperanza tenía como fundamento la promesa de la presencia permanente y providencial de Dios, que se manifestaría en el Mesías; en el Nuevo Testamento, la esperanza, por la gracia del Espíritu Santo, que es su origen, implica ya una posesión anticipada de la gloria futura.

En esta perspectiva, san Pablo afirma que el don del Espíritu Santo es como prenda de la felicidad futura: “Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria” (Ep 1,13-14 cf. Ep 4,30 2Co 1,22).

46 Se puede decir que la vida cristiana en la tierra es como una iniciación en la participación plena de la gloria de Dios; y el Espíritu Santo es la garantía de alcanzar la plenitud de la vida eterna cuando, por efecto de la Redención, sean vencidos también los restos del pecado, como el dolor y la muerte. Así, la esperanza cristiana no sólo es garantía, sino también anticipación de la realidad futura.

3. La esperanza que el Espíritu Santo enciende en el cristiano tiene, asimismo, una dimensión que se podría llamar cósmica, pues incluye la tierra y el cielo, lo experimentable y lo inaccesible, lo conocido y lo desconocido. “La ansiosa espera de la creación” ?escribe san Pablo? desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (
Rm 8,19-23). El cristiano, consciente de la vocación del hombre y del destino del universo, capta el sentido de esa gestación universal y descubre que se trata de la adopción divina para todos los hombres, llamados a participar en la gloria de Dios que se refleja en toda la creación. El cristiano sabe que ya posee las primicias de esta adopción en el Espíritu Santo y, por eso, mira con esperanza serena el destino del mundo, aún en medio de las tribulaciones del tiempo.

Iluminado por la fe, comprende el significado y casi experimenta la verdad del pasaje sucesivo de la carta a los Romanos, en el que el Apóstol nos asegura que “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,26-28).

4. Como se puede ver, el Espíritu Santo vive, ora y obra en el sagrario del alma, y nos hace entrar cada vez más en la perspectiva del fin último, que es Dios, conformando toda nuestra vida a su plan salvífico. Por eso, él mismo, orando en nosotros, nos hace orar con sentimientos y palabras de hijos de Dios (cf. Rm 8,15 Rm 8,26-27 Ga 4,6 Ep 6,18), en íntima relación espiritual y escatológica con Cristo, quien está sentado a la diestra de Dios, desde donde intercede por nosotros (cf. Rm 8,34 He 7,25 1Jn 2,1). Así nos salva de las ilusiones y de los falsos caminos de salvación; moviendo nuestro corazón hacia el objetivo auténtico de nuestra vida, nos libera del pesimismo y del nihilismo, tentaciones particularmente insidiosas para quien no parte de premisas de fe o, por lo menos, de una búsqueda sincera de Dios.

Es necesario añadir que también el cuerpo está implicado en esta dimensión de esperanza que el Espíritu Santo da a la persona humana. Nos lo dice, una vez más, san Pablo: “Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesucristo de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11 2Co 5,5). Por ahora contentémonos con haber presentado este aspecto de la esperanza en su dimensión antropológica y personal, pero también cósmica y escatológica; volveremos a abordarla en las catequesis que, si Dios quiere, dedicaremos, a su debido tiempo, a estos artículos fascinantes y fundamentales del Credo cristiano: la resurrección de los muertos y la vida eterna de todo el hombre, alma y cuerpo.

5. Una última observación: el itinerario terreno de la vida tiene un término que, si se llega a él en la amistad con Dios, coincide con el primer momento de la vida bienaventurada. Aunque en su paso al cielo el alma tenga que sufrir la purificación de sus últimas escorias mediante el purgatorio, ya está llena de luz, de certeza y de gozo, puesto que sabe que pertenece para siempre a Dios. En este punto culminante, el alma es guiada por el Espíritu Santo, autor y dador no sólo de la “primera gracia” justificante y de la gracia santificante a lo largo de toda nuestra vida, sino también de la gracia glorificante in hora mortis. Es la gracia de la perseverancia final, según la doctrina del Concilio de Orange (cf. Denz. DS 183 DS 199) y del Concilio de Trento (cf. Denz. DS 806 DS 809 y DS 832), fundada en la enseñanza del Apóstol, según el cual Dios es quien concede “el querer y el obrar” el bien (Ph 2,13), y el hombre debe orar para obtener la gracia de hacer el bien hasta el final (cf. Rm 14,4 1Co 10,12 Mt 10,22 Mt 24,13).

6. Las palabras del apóstol Pablo nos enseñan a ver en el don de la Tercera Persona divina la garantía del cumplimiento de nuestra aspiración a la salvación: “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y por eso: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?”. La respuesta es segura: nada “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,35 Rm 8,39). Por tanto, el deseo de Pablo es que rebosemos “de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15,13). Aquí reside el optimismo cristiano: optimismo frente al destino del mundo, frente a la posibilidad de salvación del hombre en todos los tiempos, incluso en los más difíciles y duros, frente al desarrollo de la historia hacia la glorificación perfecta de Cristo (“él me dará gloria”: Jn 16,14) y la participación plena de los creyentes en la gloria de los hijos de Dios.

Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalipsis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: “El Espíritu y la novia dicen: '¡Ven!'” (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apocalipsis y del Nuevo Testamento: “Y el que oiga diga: '¡Ven!'. Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida (...) ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,17 Ap 22,20).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a los peregrinos y visitantes de lengua española, procedentes de España y de América Latina.

47 De modo particular, saludo a la numerosa peregrinación organizada por el Consejo Superior de Hermandades y Cofradías de Sevilla. Que en vuestra vida se refleje el amor misericordioso de Cristo en el misterio de la Redención, que os lleve a realizar obras de solidaridad fraterna en el campo social, dando así un buen testimonio cristiano en la sociedad española.

Saludo igualmente a los sacerdotes de Cuenca (España), que celebran el 25 aniversario de su ordenación, acompañados de sus familiares y de los alumnos del Seminario Menor de esa diócesis.

Del mismo modo, mi saludo se dirige a los Padres Franciscanos procedentes de América Latina, que realizan un curso de formación permanente.

Un saludo también al grupo de Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, venidas de diversos países para celebrar su Capítulo General; y un afectuoso saludo a los peregrinos bolivianos de Santa Cruz.

Que los dones del Espíritu Santo os ayuden a todos a ser fieles a la propia vocación y a dar testimonio de la misma en vuestro ambiente de apostolado o de trabajo.

Finalmente, me complace saludar también a los periodistas y personal técnico de la Televisión del Ecuador, que están grabando esta Audiencia como parte de un programa sobre la Ciudad del Vaticano. Esta circunstancia permite sentirme de nuevo entre el querido pueblo ecuatoriano. Al recordar los entrañables encuentros tenidos durante mi visita pastoral a vuestra Nación, os aliento a mantener fielmente los valores mas genuinos de vuestra cultura cristiana. ¡Qué el Señor bendiga siempre al Ecuador y a todos sus hijos!

Al agradecer a todos vuestra presencia aquí os imparto mi bendición apostólica.


48

CREO EN LA IGLESIA


Miércoles 10 de julio de 1991

La Iglesia en el Credo

1. Comenzamos hoy un ciclo nuevo de catequesis dedicadas a la Iglesia, cuyo Símbolo niceno-constantinopolitano nos hace decir: «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica». Este Símbolo, así como también el anterior, llamado de los Apóstoles, une directamente al Espíritu Santo la verdad sobre la Iglesia: «Creo en el Espíritu Santo (...) Creo en la santa Iglesia católica». Este paso del Espíritu Santo a la Iglesia tiene su lógica, que santo Tomás explica al comienzo de su catequesis sobre la Iglesia con estas palabras: «Vemos que en un hombre hay una sola alma y un solo cuerpo y, sin embargo, este cuerpo tiene diversos miembros; así también la Iglesia católica es un solo cuerpo, pero tiene muchos miembros. El alma que vivifica a este cuerpo es el Espíritu Santo. Y, por eso, después de la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica» (cf. In Symbolum Apostolorum Expositio, art. 9, edit. taur. n. 971).

2. En el Símbolo niceno-constantinopolitano se habla de Iglesia «una, santa, católica y apostólica». Son las llamadas «notas» de la Iglesia, que exigen cierta explicación introductiva, aunque volveremos a hablar de su significado en las catequesis siguientes.

Veamos qué dicen a este propósito los dos últimos Concilios.

El Concilio Vaticano I se pronuncia sobre la unidad de la Iglesia con palabras más bien descriptivas: «El Pastor eterno (...) decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de una sola fe y caridad» (cf. Denz.-S., DS 3050).

El Concilio Vaticano II, a su vez, afirma: «Cristo; único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible». Y más adelante: «La Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales (...) forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino (...). Ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos» (Lumen gentium LG 8). Hablando de esta Iglesia, el Concilio enseña que es «en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium LG 1).

Está claro que la unidad de la Iglesia que confesamos en el Credo es propia de la Iglesia universal, y que las Iglesias particulares o locales son tales en cuanto participan en esta unidad. Se la reconocía y predicaba como una propiedad de la Iglesia ya desde los comienzos: desde los días de Pentecostés. Es, por tanto, una realidad primordial y esencial en la Iglesia, y no sólo un ideal hacia el que se tiende con la esperanza de alcanzarlo en un futuro desconocido. Esta esperanza y esta búsqueda pueden hacer referencia a la actuación histórica de una reunificación de los creyentes en Cristo, pero sin anular la verdad enunciada en la carta a los Efesios: «Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ep 4,4). Ésta es la verdad desde los comienzos, la que profesamos en el Símbolo: «Credo unam (...) Ecclesiam».

3. La historia de la Iglesia, sin embargo, se ha desarrollado ya desde los comienzos entre tensiones e impulsos que comprometían su unidad, hasta el punto de que suscitó llamamientos y amonestaciones por parte de los Apóstoles y, en particular, de Pablo, quien llegó a exclamar: «¿Está dividido Cristo?» (1Co 1,13). Ha sido y sigue siendo la manifestación de la inclinación de los hombres a enfrentarse unos a otros. Es como si se debiera, y quisiera, desempeñar el propio papel en la economía de la dispersión, representada eficazmente en las páginas bíblicas sobre Babel.

Pero los padres y pastores de la Iglesia siempre han hecho llamamientos a la unidad, a la luz de Pentecostés, que ha sido contrapuesto a Babel. El Concilio Vaticano II observa: «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio UR 2). El hecho de reconocer, sobre todo hoy, que del Espíritu Santo brotan todos los esfuerzos leales por superar todas las divisiones y reunificar a los cristianos (ecumenismo) no puede menos de ser fuente de gozo, de esperanza y de oración para la Iglesia.

4. En la profesión de fe que hacemos en el Símbolo se dice, asimismo, que la Iglesia es «santa». Hay que precisar enseguida que lo es en virtud de su origen e institución divina. Santo es Cristo, quien instituyó a su Iglesia mereciendo para ella, por medio del sacrificio de la cruz, el don del Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, y principio y fundamento de su unidad. La Iglesia es santa por su fin: la gloria de Dios y la salvación de los hombres; es santa por los medios que emplea para lograr ese fin, medios que encierran en sí mismos la santidad de Cristo y del Espíritu Santo. Son: la enseñanza de Cristo, resumida en la revelación del amor de Dios hacia nosotros y en el doble mandamiento de la caridad; los siete sacramentos y todo el culto ?la liturgia?, especialmente la Eucaristía, y la vida de oración. Todo esto es un ordenamiento divino de vida, en el que el Espíritu Santo obra por medio de la gracia infundida y alimentada en los creyentes y enriquecida por carismas multiformes para el bien de toda la Iglesia.

También ésta es una verdad fundamental, confesada en el Credo y ya afirmada en la carta a los Efesios, en la que se explica la razón de esa santidad: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (5, 25-26). La santificó con la efusión de su Espíritu, como dice el Concilio Vaticano II: «Fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia» (Lumen gentium LG 4). Aquí está el fundamento ontológico de nuestra fe en la santidad de la Iglesia. Los numerosos modos como dicha santidad se manifiesta en la vida de los cristianos y en el desarrollo de los acontecimientos religiosos y sociales de la historia, son una confirmación continua de la verdad encerrada en el Credo; es un modo empírico de descubrirla y, en cierta medida, de constatar una presencia en la que creemos. Sí, constatamos de hecho que muchos miembros de la Iglesia son santos. Muchos poseen, por lo menos, esa santidad ordinaria que deriva del estado de gracia santificante en que viven. Pero cada vez es mayor el número de quienes presentan los signos de la santidad en grado heroico. La Iglesia se alegra de poder reconocer y exaltar esa santidad de tantos siervos y siervas de Dios, que se mantuvieron fieles hasta la muerte. Es como una compensación sociológica por la presencia de los pobres pecadores, una invitación que se les dirige a ellos .y, por tanto, también a todos nosotros, para que nos pongamos en el camino de los santos.

Pero sigue siendo verdad que la santidad pertenece a la Iglesia por su institución divina y por la efusión continua de dones que el Espíritu Santo derrama entre los fieles y en todo el conjunto del «cuerpo de Cristo» desde Pentecostés. Esto no excluye que, según el Concilio, sea un objetivo que todos y cada uno deben lograr siguiendo las huellas de Cristo (cf. Lumen gentium LG 40).

5. Otra nota de la Iglesia en la que confesamos nuestra fe es la «catolicidad». En realidad, la Iglesia es por institución divina «católica», o sea «universal» (En griego kath'hólon: que comprende todo). Por lo que se sabe, san Ignacio de Antioquía fue el primero que usó este término escribiendo a los fieles de Esmirna: «Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica» (Ad Smirn., 8). Toda la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia repite esta definición de origen evangélico, hasta el Concilio Vaticano II, que enseña: «Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tienda, eficaz y perpetuamente a recapitular toda la humanidad (...) bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu» (Lumen gentium LG 13).

Esta catolicidad es una dimensión profunda, fundada en el poder universal de Cristo resucitado (cf. Mt 28,18) y en la extensión universal de la acción del Espíritu Santo (cf. Sb Sg 1,7), y fue comunicada a la Iglesia por institución divina. Efectivamente, la Iglesia era católica ya desde el primer día de su existencia histórica, la mañana de Pentecostés. «Universalidad» significa estar abierta a toda la humanidad, a todos los hombres y todas las culturas, por encima de los estrechos límites espaciales, culturales y religiosos a los que podía estar ligada la mentalidad de algunos de sus miembros, llamados judaizantes. Jesús dió a los Apóstoles el supremo mandato: «Id (...) y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19). Antes les había prometido: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). También aquí nos hallamos frente a una forma constitutiva de la misión y no frente al simple hecho empírico de la difusión de la Iglesia en medio de personas que pertenecían a «todas las gentes»; es decir, a todos los hombres. La universalidad es otra propiedad que la Iglesia posee por su misma naturaleza, en virtud de su institución divina. Es una dimensión constitutiva, que posee desde el principio como Iglesia una y santa, y que no se puede concebir como el resultado de una «suma» de todas las Iglesias particulares. Precisamente por su dimensión de origen divino es objeto de la fe que profesamos en el Credo.


Audiencias 1991 43