Discursos 1989 100


A LOS OBISPOS COLOMBIANOS


EN «VISITA AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 30 de noviembre de 1989



Señor Cardenal,
Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Con gozo os dirijo mi afectuoso saludo en el Señor, Obispos del Occidente colombiano, que habéis venido a Roma con motivo de vuestra visita “ad Limina”, la cual nos ofrece la posibilidad de un encuentro esperado y fraterno, que refuerza aún más los estrechos vínculos que nos unen en la fe, en la oración y en el amor operante. Queremos con ello dar testimonio de la unidad de la Iglesia, por la cual el Señor oró ardientemente (cf. Jn Jn 17,11), y que desea ser luz y guía para un mundo que, entre contradicciones, busca afanosamente ser una familia de hermanos.

101 Vuestra presencia aquí, hoy, me recuerda de modo particular las intensas jornadas de fe y amor compartidas con el amadísimo pueblo colombiano durante mi viaje apostólico de hace tres años. En aquella ocasión pude acercarme a las raíces de la fe cristiana de Colombia y apreciar la vitalidad de su catolicismo, que yo me esforcé en alentar y que, por la gracia de Dios, recibió un nuevo dinamismo que vosotros, Obispos, habéis sabido concretar en eficaces programas pastorales.

Junto con mi exhortación a continuar vuestra labor de avivar el sentido de Iglesia en vuestro pueblo anunciando a Jesucristo, Salvador y esperanza de los hombres, quiero expresaros mi estima y sincero agradecimiento por vuestra abnegada dedicación a las comunidades eclesiales que os han sido confiadas. Seguid suscitando en el pueblo cristiano el encuentro con el Dios vivo y verdadero como camino para transformar aquellas realidades sociales que hoy afligen vuestro corazón como Pastores e hijos de la tierra colombiana.

2. A este respecto, el Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, Arzobispo de Medellín y Presidente de la Conferencia Episcopal, ha querido expresar en nombre de todos la preocupación pastoral que os embarga ante los difíciles momentos por los que atraviesa vuestro país. Con las palabras del Apóstol os digo: “Virtus in infirmitate perficitur” (
2Co 12,9). Esta convicción forjada en la experiencia cristiana de San Pablo, puede sostener también vuestro temple en las circunstancias dolorosas que viven los cristianos de Colombia. Se trata, en el fondo, de la paradoja de la fe cristiana, que ve la Resurrección y la Vida como reverso de la Cruz y de la muerte.

En medio de las dificultades, vuestra autoridad moral sostiene la esperanza del pueblo fiel, tratando de instaurar una cultura de la paz, basada en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, y que promueve la reconciliación y la solidaridad. Quiero en esta circunstancia manifestar nuevamente mi apoyo a vuestro ministerio; y, acogiendo vuestro pedido, quisiera ofreceros ahora algunas reflexiones al respecto, que refuercen vuestro empeño en la misión y alienten la esperanza de vuestras comunidades.

Con los ojos de la fe percibís toda la crudeza de la situación. En efecto, se ha desatado una espiral de sangre y violencia que ha llegado a alterar incluso las bases de la convivencia humana. Su fuerza ciega parece atentar a la perspectiva de futuro, que es necesaria para animar el esfuerzo y el dinamismo de un país. Además, esta ola generadora de muerte y destrucción, se ha cobrado entre sus numerosas victimas también a varios sacerdotes y religiosos, y recientemente al querido Obispo de Arauca, Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve. No puedo por menos de reiterar una vez más mi reprobación por estos actos de injustificable violencia contra servidores del Evangelio, mientras ruego al Señor para que su sacrificio sea llamada a la reconciliación y al perdón.

En estos tiempos recios que habéis de afrontar, se pone también a prueba el temple cristiano de los colombianos. Las heridas que se han producido en el tejido social amenazan con paralizar los recursos morales de donde ha de surgir la necesaria renovación. Ante esto, la Iglesia, que cuenta con los medios de la reconciliación y del perdón ha de acompañar a todos en este fatigoso camino, y trabajar en la construcción de una sociedad más justa y pacífica. Para ello se exige la colaboración de todos.

3. Urge, al mismo tiempo, el poner en marcha un movimiento para una nueva cultura de la solidaridad (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 38-40). Los colombianos no pueden perder la confianza en su propia capacidad de resolver, colectivamente, la situación que les aflige. Necesitan demostrarse a sí mismos que, aunando fuerzas, pueden afrontar y resolver sus problemas, por graves que sean.

Todo esto debe llevaros a la reflexión. La participación de todos, y especialmente de los constructores de la sociedad, debe dar vida a un proyecto de futuro para la comunidad nacional. En este sentido no son pocas las cuestiones a examinar, sobre todo si miramos a los factores que han llevado a la situación actual, y quieren buscar las soluciones apropiadas.

Esta misma situación social debe llevaros a predicar incansablemente la conversión de los corazones, el cambio de mentalidad. Los proyectos de futuro dependen siempre, en gran medida, de las virtudes de quienes los planifican y ejecutan. Sin embargo, en la situación actual la necesidad es mayor, porque las cuestiones a resolver parecen exigir un nuevo tipo de convivencia entre los hombres. Nuevos ideales y valores deben abrirse paso, junto con lo que es perennemente válido en la historia cultural de Colombia.

Sobre la base de una profunda conversión, de una conciencia común solidaria y de un amplio consenso de colaboración será posible emprender una acción pacificadora y promotora de los auténticos valores éticos y sociales. Pido, por tanto, a los cristianos de Colombia, y especialmente a los fieles laicos, que no se desentiendan; que no esperen de otros la solución, porque ésta depende de todos. Está confiada al corazón de cada hombre y de cada mujer de la noble tierra colombiana.

4. Como en toda la vida cristiana, pero particularmente en estas circunstancias, hay que dirigir la mirada a la Cruz de Cristo. En efecto, el superar la presente situación exigirá sacrificios de todo tipo. Pero, paradójicamente, la Cruz hace fructificar todo sufrimiento, porque, aceptándola, el hombre se sabe injertado en un dinamismo de victoria; y no de un triunfo cualquiera, sino de algo trascendente, definitivo. Y esa inserción consiste en saber amar como Cristo amó, llegando incluso al sacrificio de la Cruz.

102 En su Pasión Jesús se enfrentó a la muerte con “el amor más grande” (cf. Jn Jn 15,13), y la derrotó con la fuerza de ese mismo amor. “Porque es fuerte el amor como la muerte” (Ct 8,6), más aún, es capaz de vencerla. Por eso el amor está también en la Resurrección, como fruto del sacrificio de la propia vida.

Después, en la Eucaristía nos comunica su Cuerpo y su Sangre de Resucitado, para que también en nosotros actúe el poder de su victoria pascual. Y así como la muerte es capaz de derribarlo todo, mucho más el amor victorioso de Cristo es capaz de recomponerlo todo, dándole nueva vida.

5. Desde vuestra misión como “verdaderos y auténticos maestros de la fe” (Christus Dominus CD 2), estáis llamados a servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión” (Redemptor hominis RH 13). Los fieles, y también la sociedad, esperan de vosotros la palabra orientadora que les ilumine a nivel personal, así como en el familiar y social. Los jóvenes, deseosos de ideales altos y nobles, pero desorientados por un nocivo relativismo moral: la familia, amenazada en sus valores humanos y cristianos; el hombre de las zonas rurales, con frecuencia olvidado por todos; los habitantes de las ciudades, muchos de ellos agobiados por la falta de vivienda digna, por el desempleo y el coste de la vida; los pobres y necesitados, que sufren el abandono y la falta de solidaridad de quienes pudiendo ayudarles no lo hacen. Todos ellos son destinatarios privilegiados del Evangelio y del amor de Jesús, a través de vuestro ministerio pastoral. Por tanto, vuestras comunidades eclesiales han de acreditarse por el testimonio y por un estilo de vida que muestre una clara actitud de vivencia evangélica.

Para esta ingente labor apostólica se necesitan hombres y mujeres, que bajo vuestra guía y aliento, se entreguen ilusionados a la proclamación del mensaje cristiano con la palabra y con la vida. Si en cualquier circunstancia la santidad y la generosa dedicación son necesarias en el ministro de Dios, hoy lo son de un modo particular. El sacerdote ha de estar imbuido del espíritu de oración y de entrega, dispuesto al sacrificio, entusiasmado con el ideal de servir a Cristo en los hermanos.

6. Viene a mi mente con entrañable afecto el encuentro en el estadio “Atanasio Girardot” de Medellín, durante mi viaje apostólico a Colombia. Refiriéndome a la pastoral social que ha de enmarcarse en el conjunto de la acción de la Iglesia particular, quise recordaros que “la Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar por ninguna ideología o corriente política la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio y, a la vez, fruto de la venida de Reino de Dios” (Encuentro con los habitantes de los barrios populares de Medellín, n. 6, 5 de julio de 1986).

Guiados siempre por la Palabra de Dios, y en sintonía perfecta con el Magisterio de la Iglesia, continuad fomentando en vuestras comunidades eclesiales una activa preocupación social que no se limite a la sola dimensión de la promoción humana, sino que tenga en cuenta las exigencias de la vocación cristiana así como la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo. Sed igualmente promotores de la justicia, defendiendo en todo momento la dignidad de cada persona. Es esta una causa plenamente asumida por la Iglesia y su doctrina social “para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores” a fin de lograr “un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana”. (Sollicitudo rei socialis SRS 41)

Se trata, por consiguiente, de sacar de la propia fe y de los principios del Evangelio la fuerza e inspiración para que en vuestras comunidades sea una fecunda realidad la práctica del amor solidario, pues, como escribe el apóstol Juan “todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano” (1Jn 3,10).

Este amor ha de ser el criterio de discernimiento para todo cristiano. Por esto, es siempre reprobable el recurso a la violencia y al odio como medios para conseguir metas de pretendida justicia.

7. Me consta que en vuestra actividad pastoral estáis haciendo repetidos llamados a la paz, a la reconciliación y a la concordia. ¡Cese pues la confrontación y el odio, generadores de destrucción y de muerte! ¡Que nadie que se precie del nombre de cristiano preste el menor respaldo a los sembradores de violencia y de terror! Que todos repudien esa “nueva forma de esclavitud” que es el narcotráfico! (cf. Discurso en el santuario de San Pedro Claver de Cartagena, 6 de julio de 1986) Y que, por el contrario, la razón y el derecho prevalezcan sobre la intolerancia y el extremismo que destruyen la pacifica convivencia.

Anunciar la paz, el perdón y la reconciliación es algo consustancial al Evangelio del que vosotros, queridos Hermanos, sois heraldos y abnegados servidores.

Deseo concluir este coloquio fraterno pidiéndoos que llevéis a vuestros sacerdotes, así como a las almas consagradas mi saludo afectuoso. Decidles que el Papa les tiene presente en sus oraciones y que las agradece sus trabajos por el Evangelio en fidelidad a la Iglesia.

103 A vosotros os reitero mi cercanía y constante apoyo en vuestra solicitud pastoral por las Iglesias que el Señor os ha confiado para que crezcan en verdad y justicia, en santidad y amor.

Con estos deseos os acompaña mi Bendición Apostólica, que hago extensiva a todos los amadísimos fieles de Colombia.






AL SEÑOR JUAN CARLOS ENRIQUE KATZENSTEIN


NUEVO EMBAJADOR DE ARGENTINA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 30 de noviembre de 1989



Señor Embajador:

Me es grato darle mi cordial bienvenida en este día en que presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Argentina ante la Santa Sede. Es ésta una feliz circunstancia, que me ofrece la oportunidad de comprobar una vez más los sentimientos de cercanía que los hijos de su noble país profesan al Sucesor de Pedro, y, a la vez, me permite reiterar el sincero afecto que siento por todos los argentinos.

Agradezco vivamente sus amables palabras y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente, Dr. Carlos Saúl Menem, ha querido hacerme llegar mediante sus buenos oficios. Le ruego tenga a bien transmitir el mío, junto con mis mejores deseos de Paz y bienestar.

Se ha referido Usted, Señor Embajador, a los estrechos lazos que han existido y siguen existiendo entre la Santa Sede y la República Argentina, a mis dos visitas pastorales a su país y a la obra de mediación que, junto con mis colaboradores –en primer lugar el recordado Cardenal Antonio Samoré– hizo posible, merced a un diálogo abierto y constructivo, la solución del diferendo austral entre dos Naciones hermanas, Argentina y Chile. Por la feliz conclusión de aquel Tratado de Paz y Amistad, doy fervientes gracias al Príncipe de la Paz (cf. Is Is 9,5) y a su Santísima Madre, Reina de la Paz, tan filialmente venerada en una y otra parte de los Andes.

En sus deferentes palabras ha mencionado Usted, igualmente, la contribución de esta Sede Apostólica en favor de un mejor entendimiento entre los pueblos, para lograr su integración en una comunidad internacional donde reine la justicia y la equidad, y en la que los derechos humanos de todos los ciudadanos sean respetados. Es este un objetivo que reafirmamos con propósito de continuidad, para que la familia humana participe cada vez más de aquellos principios que hagan más fecundas, solidarias y fraternas las relaciones entre las Naciones y eleven la dignidad de la persona, abierta siempre a los valores trascendentes.

En efecto, sólo podrá lograrse un orden temporal más perfecto si al desarrollo material le acompaña un mejoramiento de los espíritus (cf. Gaudium et spes GS 4). Es por ello que, mirando al panorama del continente latinoamericano y, en particular, a la Argentina, hago fervientes votos para que esta Nación, fiel a sus propios valores y con la colaboración de todos los estamentos sociales, logre superar las dificultades de la hora presente.

Es cierto que para alcanzar determinadas metas de progreso y desarrollo es necesaria una actitud solidaria, tanto interna como internacional, como he señalado en la Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis”; en efecto, la interdependencia que hoy caracteriza y condiciona la vida de los individuos y de los pueblos debe ser un presupuesto moral que lleve a “la determinación firme y perseverante por el bien común” (Sollicitudo Rei Socialis SRS 38), evitando siempre la tentación del predominio sobre los más débiles. Mirando al plano económico, es necesario suscitar a este propósito iniciativas a nivel regional e internacional que –siguiendo criterios de justicia, equidad y solidaridad– vayan encaminadas a la gradual solución del problema de la deuda externa, que tanto dificulta las legitimas aspiraciones al desarrollo de muchos países, también en América Latina.

Para consolidar los esfuerzos encaminados a superar una época de no pequeñas dificultades económicas y sociales, y alcanzar así un mayor progreso, la Argentina, además de los abundantes recursos de su suelo y de sus gentes, cuenta con unos grandes valores: los principios cristianos que han venido a ser elemento connatural de su idiosincrasia, inspiradores de sus virtudes e informadores de sus mismas instituciones. Esto representa un fundado motivo de esperanza y, a la vez, debe ser estímulo para acometer con decisión y amplitud de miras un renovado empeño en favor del bien común, dejando de lado el egoísmo y sobreponiéndose a los antagonismos y a las heridas del pasado, que dificultan la cohesión social y el logro de un futuro mejor para todos los argentinos.

104 Deseo asegurarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Iglesia en Argentina a colaborar, dentro de la misión que le es propia y con el debido respeto del pluralismo, en la promoción de todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, como ciudadano y como hijo de Dios. La Santa Sede, por su parte, no ahorrará esfuerzos en la tarea de favorecer un mejor entendimiento entre los pueblos, en especial, los países latinoamericanos –unidos por fuertes lazos históricos, culturales y religiosos– potenciando aquellos valores morales y espirituales que refuercen la solidaridad efectiva y eliminen aquellas barreras que tanto dificultan la comprensión y el diálogo, a nivel de comunidad internacional.

Antes de concluir este encuentro quiero expresarle, Señor Embajador, las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores deseos de que la importante misión que hoy inicia sea fecunda en frutos y éxitos.

Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante su Gobierno y demás instancias de su País, mientras invoco sobre Usted, sus familiares, colaboradores y sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación Argentina las bendiciones del Altísimo.





                                                                                  Diciembre de 1989




A LOS OBISPOS DE COLOMBIA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Lunes 4 de diciembre de 1989



Señor Cardenal,
Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Al recibiros en este encuentro fraterno con ocasión de la visita “ad Limina”, doy gracias a Dios Nuestro Padre, fuente de todo consuelo (cf. 2Co 2Co 1,3) por el testimonio de comunión en la fe y en la caridad, que nos une como Pastores de la única Iglesia de Cristo. Deseo, ante todo, expresaros, en nombre del Señor, mi gratitud por vuestra dedicación a la labor de anunciar el Evangelio para que “la Palabra de Dios sea difundida y glorificada” (2Th 3,1). Sé bien que el ejercicio de vuestro ministerio comporta no pocos sacrificios y gran espíritu de entrega, particularmente en los momentos presentes que atraviesa vuestro país. Sabed que os acompaña siempre mi oración por vuestros anhelos pastorales y mi recuerdo afectuoso, que abarca también a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y a todos los fieles de las circunscripciones eclesiásticas de Bogotá, Tunja e Ibagué.

En las relaciones quinquenales y en los coloquios privados que hemos tenido, he podido apreciar la vitalidad de las comunidades confiadas a vuestro ministerio y la decidida voluntad que os anima, como Obispos, de mantener y consolidar el espíritu colegial y la unidad en el seno de vuestra Conferencia Episcopal y con toda la Iglesia. A ello os mueve vuestra solicitud pastoral y la conciencia de participar, unidos al Sucesor de Pedro, en el triple oficio de enseñar, santificar y regir la Iglesia. La colaboración recíproca y fraterna entre todos vosotros, hace que gane en eficacia vuestra acción pastoral y le da al ejercicio de la colegialidad su verdadera dimensión, inspirándose siempre en Cristo, centro de la “communio”. De esta manera, la colegialidad episcopal será una escuela de virtudes humanas y sobrenaturales, en la que todos sus miembros actúen aportando su propia “interioridad”, enriquecida por su unión personal e íntima con Cristo; así, la acción del Espíritu Santo se manifestará a través de vuestras decisiones. “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad –nos dice el Señor– os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13).

2. Sin duda que la tarea de anunciar el Evangelio de Cristo es ardua y plantea muchos retos al ejercicio del ministerio episcopal, que debe hacer la Iglesia cada vez más viva, presente y operante como sacramento de salvación entre los hombres. En esta misma línea, las palabras pronunciadas por el Señor Cardenal Mario Revollo Bravo, Arzobispo de Bogotá, constituyen una invitación a reflexionar juntos sobre un tema central en la misión de la Iglesia: la nueva evangelización en América Latina. Se trata de una iniciativa pastoral de gran trascendencia, que quiere dar un renovado impulso a las comunidades eclesiales, preparándolas a la solemne conmemoración del V Centenario de la llegada de la Buena Nueva al continente americano, a las puertas ya del tercer milenio cristiano.

Frecuentemente me he dirigido a los Episcopados de distintos países de Latinoamérica, poniendo de relieve diversos aspectos de esta nueva evangelización. Hoy quisiera detenerme en su significado, con el deseo de ofrecer una reflexión pastoral de fondo y suscitar en vosotros ulteriores iniciativas que miren más detalladamente a la situación y a los desafíos actuales de la querida tierra colombiana.

105 Una consideración inicial pone inmediatamente de relieve dos aspectos. El primero se refiere al horizonte en que debe proyectarse. El espacio abierto a la misión en Latinoamérica, si bien amplio y lleno de posibilidades, exige hoy por parte de todos una mayor profundización en intensidad de vida cristiana.

El otro aspecto se refiere al sujeto llamado a realizarla. En línea con la eclesiología conciliar, la difusión del Evangelio está confiada también a todo bautizado. Glosando una imagen muy querida en el Oriente cristiano, podríamos decir que el sujeto de la misión actual ha de ser un “coro de millares de voces”. Un coro formado por todos los cristianos, que alaban a Dios en las asambleas litúrgicas y a través del trato mutuo se ayudan unos a otros a vivir su compromiso bautismal. Esto se expresa de otro modo cuando, ya en sus hogares y en sus lugares de trabajo, cada uno de los fieles procura transformar el mundo para santificarlo y hacerlo conforme al designio del Padre.

3. En lo que se refiere al horizonte de evangelización, una cuestión abierta en América Latina –así como en muchos países del mundo– es la dignidad del hombre. En efecto, el continente experimenta graves desequilibrios que producen amargos frutos de lucha armada, ideologías totalitarias, violencia, narcotráfico. Persisten además criterios y sistemas de producción económica que proporcionan una vida digna sólo a determinados sectores de la población, mientras perpetúan diferencias sociales inicuas.

Frente a este panorama de tensión y contrastes, no faltan quienes pretenden que la liberación del hombre pase incluso por la emancipación con respecto a Dios, y cifran en “el solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos” (Gaudium et spes
GS 10).

La Iglesia en Latinoamérica se ve hoy –quizás más que nunca– ante desafíos particularmente graves. De aquí que se haga necesaria una radicalización de la fe y del mensaje cristiano. En esto lo que he llamado “la gran misión”, porque consiste en descubrir al hombre el fundamento profundo y último de su existencia; se trata, en definitiva, de “revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo con él” (Redemptor hominis RH 11). En las “insondables riquezas de Cristo” (Ep 3,8), el hombre latinoamericano ha de descubrir la sublimidad de su vocación, la grandeza del amor entre los hombres y el sentido de su trabajo en el mundo.

4. Estamos, pues, ante las tres grandes dimensiones de la existencia humana que la Constitución pastoral “Gaudium et Spes” presenta en sus tres primeros capítulos como los ámbitos fundamentales de la misión eclesial en el mundo contemporáneo. Pues bien, esta radicalidad de los objetivos a lograr exige, a su vez, que la Iglesia se empeñe en esta labor con la totalidad de sus medios de salvación. En dicha misión, la Iglesia particular es, sin duda, el sujeto primario para llevarla a cabo, y vosotros, como obispos “verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores” (Christus Dominus CD 2), los responsables últimos de la actividad pastoral. Por ello, la expresión eclesial de la misión ha de mostrar siempre la interna cohesión de los cristianos entre sí, teniendo como raíz, centro y culminación la presencia y actuación de los medios de salvación, esto es, la potencia salvífica de Cristo en el Espíritu Santo que, por medio del ministerio episcopal con la cooperación del presbiterio, anuncia el Evangelio y realiza la Eucaristía (cf. Ibíd. 11).

El Evangelio descubre todo el horizonte de la Redención, ya que al descubrir la entera existencia de Jesús, nos manifiesta también su paso redentor por todas las etapas y dimensiones de la vida del hombre. De aquí nuestra constante meditación de esos textos sagrados para que su mensaje salvador vitalice los afanes humanos: tanto las normales actividades diarias, como las grandes conquistas culturales del hombre latinoamericano. Por eso, buena parte del desafío que supone la nueva evangelización está en saber profundizar y expresar cada vez más esa plenitud salvífica que el Evangelio pone ante nuestros ojos. Con ella se convoca a la Iglesia; con ella se entra en todas las dimensiones y momentos de la vida del hombre.

La Eucaristía hace realidad lo anunciado y dinamiza las virtudes teologales de modo vivo y concreto. Cristo, presente en la Eucaristía, es el primer y fundamental protagonista de la evangelización (cf. Evangelii nuntiandi EN 6). Al acogerlo personalmente en la fe, el hombre accede a ese manantial inagotable del amor del Padre. En esta cercanía a Cristo se arraiga firmemente la esperanza, el tesón con que el cristiano se empeña en la misión de transformar la tierra. De aquí la necesidad de poner siempre el mayor énfasis en la centralidad eucarística de la vida eclesial.

Mucho es, por consiguiente, lo que gana en eficacia la misión al tener siempre presente la potencia salvífica que mueve desde dentro a las comunidades eclesiales. En efecto, la fuerza interior que anima a los fieles al saber que –en cuanto miembros de la Iglesia– su propia actividad está injertada vitalmente en la de Cristo, alienta y estimula toda iniciativa apostólica. El hecho de constituir, entre todos los fieles y con el Obispo, una cohesión comunional cuya misión vive de Cristo, hará que hasta el apostolado más personal se lleve a cabo con la convicción de que quien lo hace no está solo, sino que participa de la gracia de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 48).

5. Evangelizar hoy en Colombia es la gran tarea a la que estáis llamados, queridos Hermanos. Vuestro celo y solicitud os ha de llevar a redescubrir y revitalizar las raíces cristianas de vuestro pueblo. Para ello, habréis de dar nuevo impulso y dinamismo a la pastoral orgánica que, en modo solidario, lleve a la práctica unos proyectos comunes que armonicen en vuestra Iglesia las energías apostólicas, en orden a una mayor eficacia.

Es necesario, pues, marcar unos objetivos prioritarios, poniendo todos los recursos a disposición de lo que es esencial, esto es: la renovación de la fe en Cristo, camino, verdad y vida de los hombres y del mundo. Todos –unidos a los propios Pastores– han de sentirse vitalmente comprometidos con esta misión para poder dar así respuestas adecuadas a las demandas y exigencias del hombre de nuestro tiempo.

106 La vitalidad de la Iglesia se prueba por su capacidad de hacerse presente en la vida individual y social. A este respecto, no cejéis en vuestro empeño por prestar una mejor atención pastoral a ciertos sectores que así lo requieren, como son los ambientes rurales, obreros y universitarios. Recordando el entrañable encuentro con los campesinos colombianos en Chiquinquirá, deseo alentar nuevamente los esfuerzos de la Iglesia para contribuir también al desarrollo y bienestar de los trabajadores del campo.

6. No faltan tampoco en vuestro país concepciones secularistas y actitudes permisivas que son causa de desorientación en muchos, y particularmente entre los jóvenes. Intensificad, por ello, una pastoral con la juventud que dé a las nuevas generaciones seguridad en sus convicciones religiosas y les mueva a una participación más activa en la vida sacramental y comunitaria. Ellos representan una fuerza joven y generosa capaz de infundir dinamismo y energía a la acción de los movimientos de apostolado seglar. Que vuestra palabra sea siempre para ellos luz que oriente hacia Dios, señalando el sentido de la vida, presentándoles aquellos valores que les hagan comprometerse decididamente en la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Estoy convencido de que una de las mejores cosas que puede hacer la Iglesia para reavivar la fe de los colombianos y superar las pruebas y peligros del momento presente, es dedicar un ilusionado esfuerzo a la formación cristiana y humana de la juventud. Que la familia, la parroquia, la escuela, la Universidad, se empeñen con nuevo espíritu creador en forjar una juventud unida y participativa.

7. Dentro de la obra evangelizadora a la que convoca la Iglesia, ocupa un lugar de destacada importancia la evangelización de la cultura (cf. Puebla, 365 ss.). Si bien las raíces culturales que os han configurado como nación están impregnadas del mensaje cristiano, hoy se hace necesario revitalizar vuestro rico pasado convirtiéndolo en levadura y acicate para evangelizar la cultura colombiana de nuestro tiempo. Es misión de todo cristiano contribuir a la tarea de inculturar los valores del Evangelio en la variedad de expresiones culturales en vuestro país: en los ambientes universitarios, artísticos, literarios.

A este respecto, es también importante la presencia activa de los católicos en los medios de comunicación social. Se trata, en primer lugar, de un medio privilegiado para contribuir al bien común en orden a la educación de los pueblos y para promover los supremos valores de la verdad, la justicia, la solidaridad. A la vez, puede ser también vehículo para que el mensaje del Evangelio y la doctrina de la Iglesia se hagan presentes en los hogares y en los corazones de tantas personas, necesitadas de una palabra que les ilumine, que les instruya, que les consuele.

Por ello, vuestra solicitud de Pastores debe alentar todas aquellas iniciativas encaminadas a hacer de los instrumentos de la comunicación un medio evangelizador que consolide las creencias religiosas de vuestros fieles y les defienda frente a la agresiva actividad proselitista de las sectas, que en tiempos recientes se están multiplicando en Colombia sembrando la confusión y rompiendo la unidad en las comunidades cristianas.

8. Ya al finalizar este encuentro fraterno, os quiero recordar las palabras de Jesús a sus discípulos durante la Ultima Cena: “Non turbetur cor vestrum” (
Jn 14,1). Que ningún temor sea capaz de menoscabar vuestra esperanza. En el momento presente no faltan las incertidumbres y los riesgos, pero con S. Pablo decimos: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Ph 4,13).

Volved a vuestras Iglesias particulares con la confianza plena de que Jesucristo, el Señor, que os llamó a pastorear su grey, no cesará de asistiros en vuestros trabajos, haciendo que vuestro ministerio apostólico dé mucho fruto en amor y santidad. Sabed que os acompaña mi recuerdo en la oración, en la que pido a Dios por vosotros, así como por todos vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles. Os encomiendo a la protección de Aquel “que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Ph 2,13).

Con estos deseos imparto a todos con gran afecto mi Bendición Apostólica.






A LA I REUNIÓN PLENARIA


DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA


Jueves 7 de diciembre 1989



Señores Cardenales,
Amados Hermanos en el Episcopado,
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Discursos 1989 100