Discursos 1989 107

107 Queridos sacerdotes y religiosos

1. Me es muy grato tener este encuentro con vosotros que, como miembros de la Curia Romana o de las Iglesias latinoamericanas, participáis en la primera Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina.

Con la Constitución Apostólica Pastor bonus y el Motu Proprio Decessores nostri, la Santa Sede ha querido renovar y potenciar este Organismo, para darle una nueva fisonomía y poner así de relieve la especial solicitud pastoral del Sucesor de Pedro hacia esas Iglesias que, en el Continente de la esperanza, peregrinan llenas de fe hacia los « cielos nuevos y tierras nuevas » de que habla la Biblia, (
Is 65,17 cf. 2P 3,13 Ap 21,1) y que a todos nos parece vislumbrar ya en el cercano tercer milenio del cristianismo.

Os saludo a todos muy cordialmente, a la vez que agradezco las expresivas palabras que me ha dirigido el Presidente de la Comisión, el Señor Cardenal Bernardin Gantin.

2. Vuestra presencia aquí, así como los temas contenidos en vuestro programa de trabajo ponen de manifiesto las espléndidas realidades eclesiales que el Espíritu Santo, a través de vuestra solicitud pastoral, está edificando en Latinoamérica. Un continente joven y lleno de ilusiones, pero en el que no faltan estridentes contrastes que obligan a los sectores menos favorecidos de la población a pagar intolerables costos sociales.

Yo mismo, en mis viajes apostólicos ya por casi todos los países latinoamericanos, he podido comprobar cuál es la situación que allí se vive, así como la solicitud que la Iglesia muestra con su amor preferencial por los más necesitados.

Allí he podido apreciar realidades espléndidas, pero también problemas angustiosos. Efectivamente, América Latina vive una hora maravillosa, pero al mismo tiempo crucial en su historia. La Iglesia es consciente de ello y vosotros, precisamente en las reuniones de estos días, habéis querido contemplar esos dos aspectos de la realidad, con el fin de afrontar el desafío que ello supone para una más adecuada presencia pastoral.

3. Ante «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo», la Iglesia de América Latina está en tensión creadora y « se siente íntima y realmente solidaria» (Gaudium et spes GS 1) con cada uno de sus hijos. Pero al mismo tiempo, con la mirada puesta en el Señor, se prepara responsable y confiadamente para celebrar el V Centenario de la llegada del Mensaje salvífico de Jesús a sus tierras.

En mi reciente Carta al Señor Cardenal Gantin, con motivo de la inauguración de la nueva Sede del Celam, decía que se ha de «conmemorar esta efemérides dando gracias a Dios por todos los beneficios que significó para esos pueblos la labor eclesial de la primera Evangelización», pero que la conmemoración «no puede reducirse sólo a echar una mirada al pasado en un balance, por otra parte necesario, de éxitos y fracasos, de aspectos positivos y negativos. Es necesario mirar también y sobre todo al futuro».

Ciertamente que en el desarrollo a través de los siglos de la así llamada «evangelización fundante» no han faltado, debido a las limitaciones humanas, momentos de sombra, dentro de ese haz de luz que vino a iluminar con la palabra salvadora de Cristo la vida y el futuro de América Latina.

La Iglesia quiere conmemorar y celebrar el hecho de su implantación en el Nuevo Mundo con toda humildad y sencillez, pero al mismo tiempo con el afán de aprender de la luminosa experiencia evangelizadora de los intrépidos misioneros e insignes Pastores que, a través de estos cinco siglos, gastaron por Cristo sus vidas sirviendo a los pueblos de América. A este respecto, deseo recordar a los numerosos servidores del Evangelio que en los últimos tiempos han sido víctimas de injustificable violencia. Los más recientes: Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve y los seis Padres Jesuitas de la Universidad Centroamericana de San Salvador. Ruego al Señor que el sacrificio de tantos ministros de la Iglesia haga fecunda la obra evangelizadora de quienes, con generosidad sin límites, dedican su vida a la edificación del Reino de Dios.

108 4. Se trata ahora de emprender una Nueva Evangelización para la que he convocado, precisamente con motivo del V Centenario, a todas las Iglesias de América Latina.(Cf. Discurso al Celam en Haití, 9-III-83; y en Santo Domingo, 12-X-84)

Hay que estudiar a fondo en qué consiste esta Nueva Evangelización, ver su alcance, su contenido doctrinal e implicaciones pastorales; determinar los «métodos» más apropiados para los tiempos en que vivimos; buscar una «expresión» que la acerque más a la vida y a las necesidades de los hombres de hoy, sin que por ello pierda nada de su autenticidad y fidelidad a la doctrina de Jesús y a la tradición de la Iglesia.

Por consiguiente, hay que preparar convenientemente a los artífices de esta renovada acción evangelizadora: se necesitan sacerdotes santos y sabios; religiosos y religiosas plenamente entregados a Cristo; laicos decididos y comprometidos de verdad con la Iglesia (Cf. Exhortación Apostólica Christifideles laici
CL 64).

5. Todo esto está ya en vías de realización. Y me complace ver con qué dedicación y solicitud trabajan las Conferencias Episcopales en las diversas naciones, así como el Celam a nivel continental. Gracias a Dios mi llamado a la nueva evangelización ha encontrado tierra fértil y se encamina ya en esa perspectiva alentadora. Éste es el objetivo primordial de la Pontificia Comisión para América Latina: promover y animar la nueva evangelización en dicho continente.

En esta misma perspectiva se ha de orientar también la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que se reunirá en Santo Domingo el año 1992, coincidiendo con las celebraciones conmemorativas del V Centenario, y que centrará su atención precisamente sobre el tema de la nueva evangelización. Habrá de estudiar cómo se puede proyectarla sobre las culturas, haciendo así que el Mensaje de Cristo Liberador y Redentor penetre, con mayor profundidad y eficacia, en los corazones de todos los hombres y mujeres, en las estructuras sociales y políticas, en las familias y sobre todo en los jóvenes, en los ambientes del saber y del trabajo, en los grupos étnicos e indígenas, en las aldeas y ciudades, en todos los pueblos, para implantar por doquier la civilización de la verdad y de la vida, de la justicia, de la paz y del amor.

«La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica » (Ibíd 35).

Espero, por parte de todos, un gran empeño en la preparación de esa IV Conferencia que —allí donde se dijo la primera Misa, se rezó la primera Ave María y se anunció por primera vez el Mensaje de Jesús— verá reunidos a representantes de todo el Episcopado de América Latina y de la Curia Romana, para estudiar y planear la misión evangelizadora de la Iglesia, de modo que, con la rica experiencia del pasado —incluido el pasado más reciente de Medellín y Puebla— y teniendo presentes los cambios profundos que se registran en nuestro tiempo, pueda afrontar, con docilidad al Espíritu, el reto del futuro.

6. Varios son los temas eclesiales que en este momento son objeto de atenta consideración por parte de la Santa Sede y de los Episcopados de América Latina. También vosotros habéis querido examinarlos en esta Asamblea. Se trata de analizar sus raíces remotas, así como sus implicaciones más inmediatas, viendo las modalidades que presentan en cada lugar y en determinados ambientes. Esto hará posible delinear mejor las orientaciones y respuestas más adecuadas en cada caso.

Entre los principales temas quiero enumerar el de las vocaciones sacerdotales, a la vida religiosa y al apostolado laical. Es necesario que cada Conferencia Episcopal, y también cada diócesis en particular, dé un nuevo impulso a la pastoral de promoción de las vocaciones. Al mismo tiempo, deben buscarse las personas mejor preparadas que cuiden solícitamente de su adecuada formación para los diversos ministerios que desempeñarán en las comunidades eclesiales. Deseo destacar aquí, al respecto, el interés que están despertando los cursos que organiza el Celam para formadores de seminarios.

Otro punto de gran importancia es la inserción y armonía de los religiosos y religiosas en la pastoral diocesana. Hay que favorecer los encuentros entre los Superiores mayores y los Obispos, encaminados a buscar los cauces adecuados para que, en auténtica comunión eclesial, se mantenga la fidelidad a la doctrina católica, conforme la transmite la Iglesia a través de su Magisterio. A este propósito deseo recordar las palabras que dirigí a la Asamblea del Episcopado y Superiores mayores de los religiosos y religiosas de México dedicada recientemente al tema de la Iglesia particular y al lugar que en ella ocupan los Obispos y los Religiosos a la luz de la Instrucción Mutuae relationes y de otros documentos del Magisterio: «La naturaleza misma de la Iglesia, que es misterio y comunión, exige que entre los Pastores de las Iglesias particulares y los religiosos exista una estrecha colaboración que evite posibles magisterios paralelos y también programas pastorales que no reflejen suficientemente esta comunión y unidad» (Cf. Instrucción Mutuae relationes, 4). Reitero nuevamente en esta oportunidad mi exhortación a la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, poniendo de relieve «cuánto importa aquí, más que en otras partes del mundo, que los religiosos no sólo acepten, sino que busquen lealmente una indisoluble unidad con los obispos».

Otro elemento que requiere una especial atención es la participación y plena inserción de los laicos en la pastoral de la Iglesia latinoamericana. Varias experiencias están dando frutos alentadores, pero aún es mucho el camino por recorrer. La Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, recogiendo la doctrina del Concilio Vaticano II y las aportaciones de los Padres Sinodales, ofrece unas pautas a seguir para que los laicos tengan su propio lugar en la vida de la Iglesia.

109 Un grave problema que sufren hoy muchos países latinoamericanos es la presencia y difusión de las sectas. En algunos casos se ve amenazada la misma identidad católica de varias comunidades eclesiales, sobre todo cuando es poco profunda su vivencia de la fe y no se recibe oportunamente la necesaria orientación ante las nuevas doctrinas expuestas. Esto debe constituir un motivo más de preocupación pastoral, que nos lleve a planear y realizar una acción evangelizadora para la cual se necesitan tantos agentes de pastoral convenientemente formados e imbuidos de gran espíritu apostólico.

Al terminar este encuentro os invito a uniros en mi plegaria al Espíritu Santo, pidiéndole que guíe a su Iglesia ya que Él «es el agente principal de la evangelización» (Evangelii nuntiandi
EN 75). Y como a sucesores de Pedro y de los demás Apóstoles, que nos impulse a «ser testigos de este Jesús al que Dios resucitó» (Cf. Hch Ac 2,32), y a «anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Cf. Mt Mt 11,5). Así lo pedimos también a la Virgen María, Madre de la Iglesia, en este adviento del tercer milenio cristiano, rogándole que proteja siempre a todas las comunidades eclesiales de América Latina, a las que imparto con gran afecto, igual que a vosotros, mi Bendición Apostólica.






A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO


POR LA LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS


Jueves 14 de diciembre de 1989


Señoras, señores:

1. Siempre es para mí un placer encontrarme con los hombres y las mujeres de ciencia y de cultura, que se reúnen bajo los auspicios de la Pontificia Academia de las Ciencias para intercambiar sus ideas y su experiencia sobre temas del más alto interés para el progreso de los conocimientos y el desarrollo de los pueblos. Hoy, me alegra acogeros al término de vuestra reunión dedicada al examen de los graves problemas que plantea la determinación del momento de la muerte, tema que la Academia decidió considerar en el marco de un proyecto de investigación que comenzó en 1985 durante una semana de estudio. Para la organización de esta reunión es también un motivo de satisfacción haber colaborado con la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo cual demuestra la importancia que la Santa Sede concede al tema tratado.

Para que la acción de la Iglesia en el mundo y sobre el mundo sea lo más provechosa posible, es muy útil un conocimiento cada vez más progresivo e incesante del hombre, de las situaciones en las que se encuentra y de los problemas que se plantea. Ciertamente, el papel específico de la Iglesia no es hacer avanzar un saber de naturaleza estrictamente científica, pero no puede ignorar o descuidar los problemas estrechamente vinculados a su misión de impregnar el pensamiento y la cultura de nuestro tiempo con el mensaje evangélico (cf. Gaudium et spes GS 1-3).

Esto es verdad de modo especial cuando se trata de precisar las normas que deben regular la acción del hombre. Esta acción comprende la realidad concreta y temporal. Por ello es necesario que los valores que han de inspirar la conducta humana tengan en cuenta esta realidad, sus posibilidades y sus límites. La Iglesia, para cumplir con su papel de guía de las conciencias y para no decepcionar a los que esperan de ella una luz, necesita estar bien informada sobre esta realidad, que presenta un campo inmenso para nuevos descubrimientos y nuevas realizaciones científicas y técnicas, a pesar de comportar al mismo tiempo audacias a veces desconcertantes que confunden muchas veces las conciencias.

2. Esto se comprueba muy especialmente cuando la realidad de que se trata es la misma vida humana, en su comienzo y en su final temporal. Esta vida, en su unidad espiritual y somática, obliga a un respeto por nuestra parte (cf. Gaudium et spes GS 14 Gaudium et spes GS 27). Ni los individuos ni la sociedad pueden atentar contra ella, cualquiera que sea el beneficio que pueda resultar de ello.

El valor de la vida reside en aquello que es espíritu en el hombre —que habita en él y le hace ser lo que es (Concilio de Viena, Constitución Fidei catholicae, D.S., n. 902)—: una dignidad eminente y como un reflejo del absoluto. Su cuerpo es el de una persona, el de un ser abierto a los valores superiores, el de un ser capaz de realizarse en el conocimiento y el amor de Dios (cf. Gaudium et spes GS 12 Gaudium et spes GS 15).

Puesto que nosotros pensamos que cada individuo es una unidad viva y que el cuerpo humano no es simplemente un instrumento o algo que se tiene, sino que participa del valor del individuo como ser humano, de ello se deduce que el cuerpo humano no puede ser tratado en absoluto como una cosa de la que se dispone a capricho (cf. Gaudium et spes GS 14).

3. No sería lícito hacer del cuerpo humano un simple objeto, un instrumento de experimentos, sin más normas que los imperativos de la investigación científica y de las posibilidades técnicas. Por muy interesantes e incluso útiles que pueden parecer cierto tipo de experimentos que permite realizar el estado actual de la técnica, cualquiera que tenga un verdadero sentido de los valores y de la dignidad humana admite espontáneamente que hay que abandonar esta pista aparentemente prometedora, si es que pasa por la degradación del hombre o por la interrupción voluntaria de su vida terrestre. El bien al que parecería conducir, en fin de cuentas no sería más que un bien ilusorio (cf. Gaudium et spes GS 27 Gaudium et spes GS 51). Por consiguiente, esto impone a los sabios y a los investigadores una especie de renuncia. Puede parecer casi irracional admitir que se impida un experimento, de suyo posible y lleno de promesas, por imperativos morales, sobre todo si se está prácticamente convencido de que otros, que se sienten menos ligados a imperativos éticos, llevarán a la práctica esta investigación. Pero, ¿no es éste el caso de toda prescripción moral? Y los que son fieles a ella, ¿no son considerados a menudo como ingenuos y tratados como tales?

110 La dificultad es aún mayor en nuestro caso, porque una prohibición dada en nombre del respeto a la vida parece entrar en colisión con otros valores importantes: no sólo los del conocimiento científico sino incluso otros referentes al bien real de la humanidad, como la mejora de las condiciones de vida y de la salud, el alivio o la curación de la enfermedad y de los sufrimientos. Estos son los problemas que examináis. ¿Cómo conciliar el respeto a la vida, que prohíbe toda acción susceptible de provocar o adelantar la muerte, con el bien que puede derivar para la humanidad de la extracción de órganos para el trasplante a un enfermo que los necesita, teniendo en cuenta que el éxito de la operación depende de la rapidez con que se extraen los órganos del donante después de su muerte?

4. ¿En qué momento tiene lugar eso que nosotros llamamos la muerte? Este es el punto crucial del problema. Realmente, ¿qué es la muerte?

Como vosotros sabéis, y como lo han mostrado vuestras discusiones, no es fácil llegar a una definición de la muerte que todos comprendan y admitan. La muerte puede significar la descomposición, la disolución, una ruptura (cf. Salvifici doloris, 15; Gaudium et spes
GS 18). Esta se produce cuando el principio espiritual que constituye la unidad del individuo no puede ya ejercer sus funciones sobre el organismo y en él, cuyos elementos, al ser abandonados, se disocian por sí mismos.

Ciertamente, esta destrucción no afecta a todo el ser humano. La fe cristiana —y no sólo ella— afirma la permanencia, más allá de la muerte, del principio espiritual del hombre. Pero, para los que tienen fe, esta condición de "más allá" no tiene figura o forma claras, y todos sienten angustia ante una ruptura que de modo tan brutal va contra nuestro querer-vivir, nuestro querer-ser. A diferencia del animal, el hombre sabe que debe morir y lo vive como un atentado a su dignidad. A pesar de ser mortal por su condición de carne, comprende también que no tendría que morir, porque lleva dentro de sí una apertura, una aspiración a lo eterno.

¿Por qué existe la muerte? ¿Cuál es su sentido? La fe cristiana afirma la existencia de un lazo misterioso entre la muerte y el desorden moral, el pecado. Pero al mismo tiempo, la fe penetra la muerte con un sentido positivo, porque ésta tiene la perspectiva de la resurrección. La fe nos muestra al Verbo de Dios que asume nuestra condición mortal y que ofrece su vida en la Cruz como sacrificio por todos nosotros, pecadores. La muerte no es ni una simple consecuencia física, ni solamente un castigo. Esta se convierte en el don de sí mismo por amor. En Cristo resucitado, la muerte aparece definitivamente vencida: "La muerte no tiene ya señorío sobre Él" (Rm 6,9). También el cristiano espera con confianza volver a encontrar su integridad personal transfigurada y poseída definitivamente en Cristo (cf. 1Co 15,22).

Esa es la muerte, vista con ojos de fe: no es tanto el final de la vida como la entrada a una vida nueva sin fin. Si respondemos libremente al amor que Dios nos ofrece, tendremos un nuevo nacimiento en el gozo y la luz, un nuevo dies natalis.

Sin embargo, esta esperanza no evita que la muerte sea una ruptura dolorosa, al menos según nuestra experiencia, al nivel ordinario de nuestra conciencia. El momento de esta ruptura no puede percibirse directamente, y el problema está en identificar sus signos. ¡Cuántas cuestiones se suscitan al respecto, y qué complejas! Vuestras comunicaciones y vuestras discusiones lo han subrayado y han aportado elementos preciosos para resolverlas.

5. El problema del momento de la muerte tiene graves incidencias en el terreno práctico, y este aspecto también tiene un gran interés para la Iglesia, pues parece que se plantea un dilema trágico. Por un lado, está la urgente necesidad de encontrar nuevos órganos para enfermos que, sin ellos, morirían o al menos no se curarían. Con otras palabras, se puede comprender que para huir de una muerte cierta e inminente, un enfermo necesite recibir un órgano que podría darle otro enfermo, quizá su vecino en el hospital, pero de cuya muerte, aún subsisten dudas. Por consiguiente, en este proceso, el peligro que aparece es el de acabar con una vida, romper definitivamente la unidad psicosomática de una persona. Más exactamente, existe una probabilidad real de que la vida, que no puede continuar a causa de la extracción de un órgano vital, sea la de una persona viva, cuando el respeto debido a la vida humana prohíbe totalmente sacrificarla, directa y positivamente, aunque fuera en beneficio de otro ser humano al que se considerara tener razones para privilegiar.

Incluso la aplicación de principios más seguros no siempre es fácil, porque el contraste entre exigencias opuestas oscurece nuestra visión imperfecta, y, por consiguiente, la percepción de los valores absolutos, que no dependen ni de nuestra visión ni de nuestra sensibilidad.

6. En estas condiciones, es necesario cumplir un doble deber.

Los científicos, los analistas y los eruditos deben continuar sus investigaciones y sus estudios a fin de determinar con la mayor precisión posible el momento exacto y el signo irrecusable de la muerte. Pues, una vez conseguida esta determinación, desaparece el conflicto aparente entre el deber de respetar la vida de una persona y el deber de cuidar o incluso de salvar la vida de otro. Se podría conocer el momento en que lo que estaba prohibido hasta entonces —la extracción de un órgano para su transplante— se convertiría en algo perfectamente lícito, con grandes probabilidades de éxito.

111 Los moralistas, los filósofos y los teólogos han de encontrar soluciones apropiadas a los nuevos problemas o a los aspectos nuevos de los problemas de siempre, a la luz de nuevos datos. Tienen que examinar situaciones que eran antes impensables, y que por eso nunca habían sido evaluadas. Con otras palabras, han de ejercer lo que la tradición moral llama la virtud de la prudencia, que supone la rectitud moral y la fidelidad al bien. Esta virtud permite apreciar la correspondiente importancia de todos los factores y de todos los valores que están en juego. Ella nos preserva de las soluciones fáciles o bien de las que introducen subrepticiamente principios erróneos para resolver un caso difícil. De este modo, la aportación de datos nuevos puede favorecer y afinar la reflexión moral, y por otra parte las exigencias morales, que a veces dan la impresión a los científicos de que restringen su libertad, también pueden ser y son de hecho muchas veces para ellos una invitación a proseguir sus investigaciones con fruto.

La investigación científica y la reflexión moral deben caminar a la par, en un espíritu de cooperación. Nunca debemos perder de vista la dignidad suprema de la persona humana; la investigación y reflexión sobre ella están llamadas a servir al bienestar, y en ella el creyente reconoce la imagen del mismo Dios (cf. Gn
Gn 1,28-29 Gaudium et spes GS 12).

Señoras, señores: Que el Espíritu de Verdad os asista en vuestros trabajos difíciles pero necesarios y de gran valor. Os agradezco vuestra colaboración con la Pontificia Academia de las Ciencias, la cual desea promover un diálogo interdisciplinar y de amplios intercambios de información en sectores del esfuerzo humano que entrañan numerosas decisiones de orden moral y responsabilidades de máxima importancia para el bienestar de la familia humana. ¡Que Dios os colme de sus bendiciones!






A LOS OBISPOS DE COLOMBIA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 15 de diciembre de 1989



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí motivo de alegría y de acción de gracias al Señor poder estar hoy con vosotros, compartiendo más de cerca vuestras alegrías y vuestras preocupaciones, siempre presentes en mi mente, en mi corazón y en mi plegaria, ya que es misión del Sucesor de Pedro la sollicitudo omnium Ecclesiarum.

Soy consciente de la situación actual de vuestras Iglesias y de la querida nación colombiana. Juntamente con todos y cada uno de vosotros percibo la gravedad de los problemas que la afectan y que inciden de modo preocupante en la vida social y religiosa de vuestro pueblo. Por esto, en nuestro encuentro de hoy, y como conclusión de la visita ad Limina, quisiera alentaros en vuestra firme esperanza, dirigiéndoos unas palabras que os puedan servir de apoyo para continuar con nuevo impulso vuestra acción pastoral, en las circunscripciones eclesiásticas del norte de Colombia.

2. La tarea que tenéis por delante requiere, sin duda, junto con la sabiduría –don del Espíritu– la paciencia, la fortaleza y la valentía; virtudes que el Señor Jesús no deja de conceder a quien insistente y humildemente se las pide, para servir mejor a Dios y a todos los hombres. Por tanto, ante las dificultades y contradicciones del momento presente, depositemos toda la confianza en Aquel que venció con su muerte en la Cruz. Lo que casi todos consideraban un fracaso (cf. Lc Lc 24,20-21) fue una victoria. Por eso el Señor había anunciado: “os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

En las palabras que en nombre de todos acaba de pronunciar Mons. Héctor Rueda Hernández, Arzobispo de Bucaramanga, ha indicado certeramente que el laicado constituye uno de los grandes motivos de esperanza para el presente y el futuro de la vida de la Iglesia en vuestra nación. En efecto, la presencia activa y el testimonio cristiano de los fieles laicos es una gran fuerza para transformar la vida de los individuos y de la sociedad, de modo que sean más conformes al designio de Dios Padre. En las circunstancias actuales, tenéis una particular conciencia de lo importante que es, según el Concilio Vaticano II, la participación de los fieles laicos en hacer presente y operante la Iglesia, como sal de la tierra, en los ambientes en los que ellos desarrollan su vida profesional y social (cf. Lumen gentium LG 33).

A este respecto, hemos de tomar en consideración también las dificultades que los mismos fieles laicos pueden encontrar en su ambiente familiar, social, profesional y cultural. Vivir la fe cristiana con sus ineludibles exigencias puede resultar arduo e incluso heroico en determinadas situaciones. Con mayor razón, por tanto, lo será el decidido testimonio de esta fe. “Vosotros –nos amonesta el Señor– sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” (Mt 5,13). Por ello habrá de ponerse especial empeño en que no se desvirtúe la sal del testimonio cristiano, ¡que no se corrompa!

Consiguientemente, es necesario poner en movimiento aquellos resortes que den eficacia a la acción apostólica de los fieles laicos y que los preserve y sostenga en el buen espíritu evangélico. De aquí la conveniencia de insistir en la santidad de vida, y la santidad de la familia.

112 3. Como he recordado recientemente en la Exhortación Apostólica “Christifideles Laici”, siguiendo la llamada hecha por el Concilio Vaticano II, «es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser “santos en toda la conducta” (1P 1,15)» (Christifideles Laici CL 16). Los Pastores, por tanto, hemos de estar firmemente convencidos de que sólo desde la santidad es posible llegar a la renovación; sólo en la santidad el cristiano descubre su gran dignidad y realiza el ideal que da sentido a su vida. Sólo los santos han sido capaces de transformar el odio en amor, la injusticia en justicia, la división en unidad, porque su fuerza y su confianza estaban en Aquel que ha vencido al mundo (cf Jn 16,33).

Nuestro anhelo por transformar según Cristo las realidades de esta tierra, haciendo que en ellas se refleje la justicia, el amor y la paz, nos lleva a esperar mucho de los fieles laicos. Sin embargo, no podemos mirar exclusivamente a lo que ellos pueden hacer, sino también a lo que ellos deben ser. De aquí la necesidad de poner a su alcance los medios para llegar a la madurez de la vida cristiana, como señala la mencionada Exhortación Apostólica: “La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm Rm 6,22 Ga 5,22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar, comunitaria...” (Christifideles Laici CL 16).

En este contexto, permitidme que insista una vez más en la importancia de la oración. Se trata de una dimensión fundamental del ser cristiano en general y del fiel laico en particular. Hacer de un hombre o de una mujer un cristiano, es hacer de ellos hombres y mujeres de oración: hombres y mujeres que sepan tratar a Dios como Padre y sean, por tanto, plenamente conscientes de la realidad de su filiación divina.

Y junto con la oración, la unidad de vida. En efecto, cuando el fiel laico integra la oración en su vida cotidiana, pasa a descubrir ulteriormente la importancia de esa otra dimensión fundamental del ser cristiano: la encarnación de la fe en la propia vida. “Los fieles laicos han de ser formados –se lee en la “Christifideles Laici”– para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana. En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte la denominada vida “ espiritual ”, con sus valores y sus exigencias, y por otra parte la nominada vida “ secular ”, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura” (Christifideles Laici CL 59). La raíz dinámica de esa unidad es la caridad, que lleva a relacionar todo comportamiento con el amor a Dios y a los hermanos.

4. También la familia tiene una particular importancia en orden a la santidad y como fundamento de toda la estructura social. En efecto, en ella convergen muchas de las cuestiones cruciales de la vida de una nación; entre otras, la formación y educación de la juventud, la estabilidad del orden moral, la continuidad de las tradiciones y el mismo progreso del hombre en cuanto tal.

En el ámbito de la nueva evangelización la familia ha de ser una escuela de virtudes, cimentada en la santidad misma del matrimonio, y que se proyecte en todas las dimensiones de la comunidad. Ella ha de ser siempre el ambiente natural en el cual el cristiano se forme, madure su fe, descubra su vocación y se santifique (cf. Gravissimum Educationis GE 3 Christifideles Laici, 62).

La educación cristiana de la juventud en el seno de las familias juega un papel de primer orden para que surjan vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. En efecto, es normalmente necesaria una formación cristiana básica, que manifestándose en la vida de piedad y en la práctica constante de las virtudes, constituya el terreno apropiado para que la llamada divina al sacerdocio pueda ser acogida, germine y se desarrolle. En este sentido, el Concilio Vaticano II califica la familia como el primer seminario, del cual procede la máxima contribución para el incremento de las vocaciones sacerdotales (Cf. Optatam totius OT 2).

Dios ha querido bendecir vuestras comunidades suscitando vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa para edificación de la Iglesia. Esto ha de ser motivo de acción de gracias al Señor por tantos dones recibidos y, al mismo tiempo, un estímulo para que, con espíritu de universalidad, sepáis compartir con las Iglesias más necesitadas. Así lo quise poner de relieve en mi Mensaje al III Congreso Misionero Latinoamericano, celebrado en Bogotá en 1987, bajo el lema: América Latina, llegó tu hora de ser evangelizadora, al decir que «América Latina está llamada a ser “el continente de la esperanza misionera ”... enviando, desde su pobreza, mensajeros que anuncien a todas las gentes el “ Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”(Rm 1,16)» (Mensaje al III Congreso Misionero Latinoamericano, n. 5, 6 de julio de 1987).

5. Junto con mi aliento para que continuéis fomentando el espíritu misionero en vuestras Iglesias particulares, deseo expresar mi vivo agradecimiento, en el Señor, a los misioneros y misioneras que, continuando la labor de siglos de evangelización, llegan hoy al corazón del pueblo por medio de la catequesis, los sacramentos, la piedad popular, la acción educativa y asistencial. Algunos de ellos han venido de otras naciones y han hecho de Colombia su propia patria, integrándose también en la pastoral diocesana. A este propósito, deseo exhortarles a dar siempre testimonio de comunión eclesial efectiva y afectiva con los Obispos. Esta es la unidad por la que Cristo oró intensamente al Padre antes de dar su vida: “que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí” (Jn 17,23).

Un buen número de familias religiosas surgieron principalmente para la educación cristiana de los niños y jóvenes, sobre todo los más abandonados. En estos momentos en que es de particular importancia la atención pastoral a la juventud, los religiosos y religiosas han de seguir colaborando con fidelidad al Magisterio y en perfecta comunión jerárquica en la tarea catequética de las Iglesias locales. La catequesis es una actividad eclesial que nace de la fe y está al servicio de la fe al proclamar a Jesucristo. Por ello, explicar las verdades de nuestra fe implica un compromiso de vida con lo que se quiere transmitir, una relación personal e íntima con Dios, objeto de la fe profesada por la Iglesia.

De una intensa labor catequética surgirán, bajo la acción del Espíritu, movimientos apostólicos capaces de responder adecuadamente a las inquietudes e ideales de la juventud y del hombre de hoy. Con vuestro aliento y cuidado para que sean fieles a la fe de la Iglesia y dóciles a las orientaciones de sus Pastores, estas asociaciones seglares de apostolado pueden representar una nueva alborada en el anuncio de Cristo, Salvador y Redentor del hombre.


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