Audiencias 1990




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Enero de 1990

Miércoles 3 de enero de 1990

Inicio de la revelación del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento.

El nombre "espíritu"

1. En las catequesis dedicadas al Espíritu Santo ?Persona y misión? hemos querido ante todo, escuchar su anuncio y su promesa por parte de Jesús, especialmente en la Última Cena, releer la narración que los Hechos de los Apóstoles hacen de su venida, y volver a examinar los textos del Nuevo Testamento que documentan la predicación acerca de Él y la fe en Él en la Iglesia primitiva. Pero en nuestro análisis de los textos nos encontramos muchas veces con el Antiguo Testamento. Son los mismos Apóstoles quienes en la primera predicación después de Pentecostés presentan expresamente la venida del Espíritu Santo como cumplimiento de las promesas y de los anuncios antiguos, viendo la Antigua Alianza y la historia de Israel como tiempo de preparación para recibir la plenitud de verdad y de gracia que debía traer el Mesías.

Ciertamente, Pentecostés era un acontecimiento proyectado hacia el futuro, porque daba inicio al tiempo del Espíritu Santo, que Jesús mismo había señalado como protagonista, junto con el Padre y con el Hijo de la obra de la salvación, destinada a extenderse desde la Cruz a todo el mundo. Sin embargo, para un más completo conocimiento de la revelación del Espíritu Santo, es preciso remontarse al pasado, es decir, al Antiguo Testamento, para descubrir allí las señales de la larga preparación al misterio de la Pascua y de Pentecostés.

2. Por lo tanto, deberemos volver a reflexionar acerca de los datos bíblicos referidos al Espíritu Santo y acerca del proceso de revelación, que se dibuja progresivamente desde la penumbra del Antiguo Testamento hasta las claras afirmaciones del Nuevo, y se expresa primero dentro de la Creación y luego en la obra de la Redención, primero en la historia y en la profecía de Israel, y luego en la vida y en la misión de Jesús Mesías, desde el momento de la Encarnación hasta el de la Resurrección.

Entre los datos que conviene examinar se encuentra ante todo el nombre con que el Espíritu Santo es insinuado en el Antiguo Testamento, y los diversos significados expresados con este nombre.

Sabemos que en la mentalidad judía el nombre tiene un gran valor para representar a la persona. Se puede recordar, a este propósito, la importancia que en el Éxodo y en toda la tradición de Israel se atribuye al modo de nombrar a Dios. Moisés había preguntado al Señor Dios cuál era su nombre. La revelación del nombre se consideraba como manifestación de la persona misma: el nombre sagrado ponía al pueblo en relación con el ser, trascendente pero presente, de Dios mismo (cf. Ex 3,13-14).

El nombre con el que es insinuado, en el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo nos ayudará a comprender sus propiedades, aunque su realidad de Persona divina, de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo, se nos da a conocer sólo en la revelación del Nuevo Testamento. Podemos pensar que el término fue elegido con esmero por los autores sagrados; es más, que el mismo Espíritu Santo, quien los inspiró, guió el proceso conceptual y literario que ya en el Antiguo Testamento hizo elaborar una expresión adecuada para significar su Persona.

3. En la Biblia, el término hebreo que designa al Espíritu Santo es ruah. El primer sentido de este término, así como de su traducción latina “spiritus”, es “soplo”, aliento, respiración. En español se puede aún observar el parentesco entre “espíritu” y “respiración”. El aliento es la realidad más inmaterial que percibimos; no se ve, es sutilísimo; no es posible aferrarlo con las manos; parece que no es nada, pero tiene una importancia vital: quien no respira no puede vivir. Entre un hombre vivo y un hombre muerto sólo existe esta diferencia: que el primero respira y el otro ya no. La vida viene de Dios: el aliento, por tanto, viene de Dios, que lo puede también retirar (cf. Sal 103/104, 29-30). De estas observaciones sobre el aliento se llegó a comprender que la vida, depende de un principio espiritual, que fue llamado con la misma palabra hebrea ruah.

2 El aliento del hombre está en relación con un soplo externo mucho más potente, el soplo del viento.

El hebreo ruah, como el latino “spiritus”, designa también el soplo del viento. Nadie ve el viento, pero sus efectos son impresionantes. El viento empuja las nubes, agita los árboles. Cuando es violento, entumece las olas y puede echar a pique las naves (Sal 107/106, 25-27). A los antiguos el viento les parecía un poder misterioso que Dios tenía a su disposición (Sal 104/103, 3-4). Se le podía llamar el “soplo de Dios”.

En el libro del Éxodo, una narración en prosa dice: “El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto...” (
Ex 14,21-22). En el capítulo siguiente, los mismos acontecimientos son descritos en forma poética y entonces el soplo del viento del Este es llamado “el soplo de la ira de Dios”. Dirigiéndose a Dios, el poeta dice: “Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas... Mandaste tu soplo, cubriolos el mar” (Ex 15,8 Ex 15,10). Así se expresa de modo muy sugestivo la convicción de que el viento fue, en estas circunstancias, el instrumento de Dios.

De las observaciones que acabamos de hacer sobre el viento invisible y potente, se llegó a concebir la existencia del “espíritu de Dios”. En los textos del Antiguo Testamento, se pasa fácilmente de un significado al otro, e incluso en el Nuevo Testamento vemos que los dos significados se hallan presentes. Para hacer que Nicodemo entendiera el modo de actuar del Espíritu Santo, Jesús hace uso de la comparación del viento y se sirve del mismo término para designar tanto el uno como el otro: “El viento sopla donde quiere..., así es todo el que nace del Espíritu”, es decir del Espíritu Santo (Jn 3,8).

4. La idea fundamental que expresa el nombre bíblico del Espíritu no es, por tanto, la de un poder intelectual, sino la de un impulso dinámico, comparable al impulso del viento. En la Biblia, la primera función del Espíritu no es la de hacer entender, sino la de poner en movimiento; no la de iluminar, sino la de comunicar un dinamismo.

Sin embargo, este aspecto no es exclusivo. También se expresan otros aspectos que preparan la revelación sucesiva. Ante todo, el aspecto de interioridad. El aliento, en efecto, entra al interior del hombre. En lenguaje bíblico, esta constatación se puede expresar diciendo que Dios infunde el espíritu en los corazones (cf. Ez 36,26 Rm 5,5). Al ser tan sutil, el aire penetra no sólo en nuestro organismo, sino también en todos los espacios e intersticios; esto ayuda a entender que “el Espíritu del Señor llena la tierra” (Sg 1,7) y que “penetra”, en especial, “todos los espíritus” (Sg 7,23), como dice el libro de la Sabiduría.

Con el aspecto de la interioridad está ligado el aspecto del conocimiento. “¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (1Co 2,11). Sólo nuestro espíritu conoce nuestras reacciones íntimas, nuestros pensamientos aún no comunicados a los demás. De modo análogo, y con mayor razón, el Espíritu del Señor, que está presente en el interior de todos los seres del universo, conoce todo desde dentro (cf. Sb Sg 1,7). Más aún, “el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Co 2,10-11).

5. Cuando se trata de conocimiento y de comunicación entre las personas, el soplo tiene una conexión natural con la palabra. En efecto, para hablar hacemos uso de nuestro soplo. Las cuerdas vocales hacen vibrar nuestro soplo, el cual transmite así los sonidos de las palabras. Inspirándose en este hecho, la Biblia establecía un paralelismo entre la palabra y el soplo (cf. Is 11,4), o entre la palabra y el espíritu. Gracias al soplo, la palabra se propaga; del soplo la palabra toma fuerza y dinamismo. El Salmo 32/33 aplica este paralelismo al acontecimiento primordial de la Creación y dice: “Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada...” (v. 6).

En textos semejantes, podemos vislumbrar una lejana preparación de la revelación cristiana del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; Él la ha realizado mediante su Palabra, es decir, mediante su Verbo e Hijo, y mediante su Soplo, el Espíritu Santo.

6. La multiplicidad de los significados del término hebreo ruah, usado en la Biblia para designar al Espíritu, parece engendrar una cierta confusión: efectivamente, en un determinado texto, con frecuencia no es posible definir el sentido preciso de la palabra: se puede dudar entre viento y respiración, entre aliento y espíritu, entre espíritu creado y Espíritu divino.

Esta multiplicidad, sin embargo, es ante todo una riqueza, porque pone muchas realidades en comunicación fecunda. Aquí conviene renunciar, en parte, a las pretensiones de una racionalidad preocupada por la precisión, para abrirse a perspectivas más anchas. Nos ha de resultar útil, cuando pensamos en el Espíritu Santo, tener presente que su nombre bíblico significa “soplo” y tiene relación con el soplo potente del viento y con el soplo íntimo de nuestra respiración. En vez de atenernos a un concepto demasiado intelectual y árido, encontraremos provecho al acoger esta riqueza de imágenes y de hechos. Las traducciones, por desgracia, no pueden transmitírnosla en su totalidad, porque se encuentran con frecuencia forzadas a elegir otros términos. Para traducir la palabra hebrea ruah, la versión griega de los Setenta usa 24 términos diversos y por consiguiente no permite captar todas las conexiones que se hallan entre los textos de la Biblia hebrea.

3 7. Como conclusión de este análisis terminológico de los textos del Antiguo Testamento sobre el ruah, podemos decir que de ellos el soplo de Dios aparece como la fuerza que hace vivir a las creaturas. Aparece como una realidad íntima a Dios, que obra en la intimidad del hombre. Aparece como una manifestación del dinamismo de Dios que se comunica a las creaturas.

Aún sin ser aún concebido como Persona distinta, en el ámbito del ser divino, el “soplo” o “Espíritu”, de Dios se distingue en cierto modo de Dios que lo manda para obrar en las creaturas. Así, incluso bajo el aspecto literario, la mente humana queda preparada para recibir la revelación de la Persona del Espíritu Santo, que aparecerá como expresión de la vida íntima de Dios y de su omnipotencia.

Saludos

Junto con mis mejores deseos para el Año que comienza, saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

Mis primeras palabras de afectuosa bienvenida deseo dedicarlas a los sacerdotes, religiosos y religiosas aquí presentes, a quienes aliento a renovar su generosa entrega a las tareas ministeriales y apostólicas. Igualmente, a las jóvenes del Movimiento Regnum Christi y al grupo de estudiantes de las Academias de Overbrook (Dallas) y de Dal Riada (Dublín).

A todos imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 10 de enero de 1990

La acción creadora del Espíritu divino

1. La importancia que se da en el lenguaje bíblico al ruah como “soplo de Dios” parece demostrar que la analogía entre la acción divina invisible, espiritual, penetrante, omnipotente, y el viento, tiene su raíz en la psicología y en la tradición de donde se alimentaban y que al mismo tiempo enriquecían los autores sagrados. Aún dentro de la variedad de significados derivados, el término servía siempre para expresar una “fuerza vital” que actúa desde fuera o desde dentro del hombre y del mundo. Incluso cuando no designaba directamente a la persona divina, el término referido a Dios ?“espíritu (o soplo) de Dios”? imprimía y hacía crecer en el alma de Israel la idea de un Dios espiritual que interviene en la historia y en la vida del hombre, y preparaba el terreno para la futura revelación del Espíritu Santo.

Así, podemos decir que ya en la narración de la creación, en el libro del Génesis, la presencia del “espíritu (o viento) de Dios”, que aleteaba sobre las aguas mientras la tierra estaba desierta y vacía, y las tinieblas cubrían el abismo (cf. Gn 1,2), es una referencia de notable eficacia a “aquella fuerza vital”. Con ella se quiere sugerir que el “soplo” o “espíritu” de Dios desempeñó un papel en la creación: casi un poder de animación, junto con la “palabra” que da el ser y el orden a las cosas.

2. La conexión entre el espíritu de Dios y las aguas, que observamos al principio de la narración de la creación, vuelve a aparecer de otra forma en diversos pasajes de la Biblia y se hace más estrecha porque el Espíritu mismo es presentado como un agua fecundante, manantial de nueva vida. En el libro de la consolación, el segundo Isaías expresa esta promesa de Dios: “Derramaré agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto de ti nazca. Crecerán como en medio de hierbas, como álamos junto a corrientes de aguas” (Is 44,3-4). El agua que Dios promete verter es su espíritu, que “derramará” sobre los hijos de su pueblo. De forma semejante el profeta Ezequiel anuncia que Dios “derramará” su espíritu sobre la casa de Israel (Ez 39,29) y el profeta Joel usa la misma expresión que compara el espíritu a un agua derramada: “Derramaré mi espíritu en toda carne...” (Jl 3,11).

4 El simbolismo del agua, con referencia al Espíritu será recogido por los autores del Nuevo Testamento y enriquecido con nuevos detalles. Tendremos ocasión de volver sobre él.

3. En la narración de la creación, tras la mención inicial del espíritu o soplo de Dios que aleteaba sobre las aguas (
Gn 1,2) no encontramos más la palabra ruah, nombre hebreo del espíritu. Sin embargo, el modo en que es descrita la creación del hombre sugiere una relación con el espíritu o soplo de Dios. En efecto, se lee que, después de haber formado al hombre con el polvo del suelo, el Señor Dios “insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). La palabra “aliento” (en hebreo neshama) es un sinónimo de “soplo” o “espíritu” (ruah), como se deduce del paralelismo con otros textos: en vez de “aliento de vida” leemos “soplo de vida” en Gn 6, 17. Por otra parte, la acción de “insuflar”, atribuida a Dios en la narración de la creación, es aplicada al Espíritu en la visión profética de la resurrección (Ez 37,9).

Por tanto, la Sagrada Escritura nos quiere dar a entender que Dios ha intervenido por medio de su soplo o espíritu para hacer del hombre un ser animado. En el hombre hay un “aliento de vida”, que procede del “soplar” de Dios mismo. En el hombre hay un soplo o espíritu que se asemeja al soplo o espíritu de Dios.

Cuando el libro del Génesis, en el capítulo segundo, habla de la creación de los animales (v. 19), no alude a una relación tan estrecha con el soplo de Dios. Desde el capítulo anterior sabemos que el hombre fue creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,26-27).

4. Otros textos, sin embargo, admiten que también los animales tienen un aliento o soplo vital, y que lo recibieron de Dios. Bajo este aspecto el hombre, salido de las manos de Dios, aparece solidario con todos los seres vivientes. Así el salmo 103/104 no establece distinción entre los hombres y los animales cuando dice, dirigiéndose a Dios Creador: “Todos ellos de ti están esperando que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman” (vv. 27-28). Luego, el salmista añade: “Les retiras su soplo, y expiran, y a su polvo retornan. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra” (vv. 29-30). Por consiguiente, la existencia de las creaturas depende de la acción del soplo-espíritu de Dios, que no sólo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra.

5. La primera creación, desgraciadamente, fue devastada por el pecado. Sin embargo, Dios no la abandonó a la destrucción, sino que preparó su salvación, que debía constituir una “nueva creación” (cf. Is 65,17 Ga 6,15 Ap 21,5). La acción del Espíritu de Dios para esta nueva creación es sugerida por la famosa profecía de Ezequiel sobre la resurrección. En una visión impresionante, el profeta tiene ante los ojos una vasta llanura “llena de huesos”, y recibe la orden de profetizar sobre estos huesos y anunciar: “Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: he aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros y viviréis...” (Ez 37,1-5). El profeta cumple la orden divina y ve “un estremecimiento y los huesos se juntaron unos con otros” (Ez 37,7). Luego aparecen los nervios, la carne crece, la piel se extiende por encima, y finalmente, obedeciendo a la voz del profeta, el espíritu entra en aquellos cuerpos, que vuelven entonces a la vida y se incorporan sobre sus pies (Ez 37,8-10).

El primer sentido de esta visión era el de anunciar la restauración del pueblo de Israel tras la devastación y el exilio: “Estos huesos son toda la casa de Israel”, dice el Señor. Los israelitas se consideraban perdidos, sin esperanza. Dios les promete: “Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis” (Ez 37,14). Sin embargo, a la luz del misterio pascual de Jesús, las palabras del profeta adquieren un sentido más fuerte, el de anunciar una verdadera resurrección de nuestros cuerpos mortales gracias a la acción del Espíritu de Dios.

El Apóstol Pablo, expresa esta certeza de fe, diciendo: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11).

En efecto, la nueva creación tuvo su inicio gracias a la acción del Espíritu Santo en la muerte y resurrección de Cristo. En su Pasión, Jesús acogió plenamente la acción del Espíritu Santo en su ser humano (cf. He 9,14), quien lo condujo, a través de la muerte, a una nueva vida (cf. Rm 6,10) que Él tiene poder de comunicar a todos los creyentes, transmitiéndoles este mismo Espíritu, primero de modo inicial en el bautismo, y luego plenamente en la resurrección final.

La tarde de Pascua, Jesús resucitado, apareciéndose a los discípulos en el Cenáculo, renueva sobre ellos la misma acción que Dios Creador había realizado sobre Adán. Dios había “soplado” sobre el cuerpo del hombre para darle vida. Jesús “sopla” sobre los discípulos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22).

El soplo humano de Jesús sirve así a la realización de una obra divina más maravillosa aún que la inicial. No se trata sólo de crear un hombre vivo, como en la primera creación, sino de introducir a los hombres en la vida divina.

5 6. Con razón, pues, San Pablo establece un paralelismo y una antítesis entre Adán y Cristo, entre la primera y la segunda creación, cuando escribe: “Pues si hay un cuerpo natural (en griego psychikon, de psyché que significa alma), hay también un cuerpo espiritual (pneumatikon, es decir, completamente penetrado y transformado por el Espíritu de Dios). En efecto, si es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, un alma viviente (Gn 2,7); el último Adán, espíritu que da vida (1Co 15,45). Cristo resucitado, nuevo Adán, está tan penetrado, en su humanidad, por el Espíritu Santo, que puede llamarse él mismo “espíritu”. En efecto, su humanidad no tiene sólo la plenitud del Espíritu Santo por sí misma, sino también la capacidad de comunicar la vida del Espíritu a todos los hombres. “Por tanto, el que está en Cristo ?escribe San Pablo? es una nueva creación” (2Co 5,17).

Se manifiesta así plenamente, en el misterio de Cristo muerto y resucitado, la acción creadora y renovadora del Espíritu de Dios, que la Iglesia invoca diciendo: “Veni, Creator Spiritus”, “Ven Espíritu Creador”.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes provenientes de los diversos países de América Latina y de España.

Doy mi más cordial bienvenida a la peregrinación del Centro de disminuidos psíquicos “Casa Nostra”, de Lérida. Deseo también saludar con todo afecto a los católicos de la Guinea Ecuatorial, que siguen nuestro encuentro de los miércoles a través de Radio Vaticano, y les aliento a ser siempre constructores de paz y armonía, mientras de corazón les imparto una especial bendición apostólica.




Miércoles 17 de enero de 1990

La acción directiva del Espíritu Santo

1. El Antiguo Testamento nos ofrece preciosos testimonios sobre el papel reconocido del “Espíritu” de Dios - como “soplo”, “aliento”, “fuerza vital”, simbolizado por el viento - no sólo en los libros que recogen la producción religiosa y literaria de los autores sagrados, espejo de la psicología y del lenguaje de Israel, sino también en la vida de los personajes que hacen de guías del pueblo en su camino histórico hacia el futuro mesiánico.

Es el Espíritu de Dios quien, según los autores sagrados, actúa sobre los jefes haciendo que ellos no sólo obren en nombre de Dios, sino también que con su acción sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos, y por lo tanto, miren no tanto a la construcción y al engrandecimiento de su propio poder personal o dinástico según las perspectivas de una concepción monárquica o aristocrática, sino más bien a la prestación de un servicio útil a los demás y en especial al pueblo. Se puede decir que, a través de esta mediación de los jefes, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel.

2. Ya en la historia de los patriarcas se observa que hay una mano superior, realizadora de un plan que mira a su “descendencia”, que les guía y conduce en su camino, en sus desplazamientos, en sus vicisitudes. Entre ellos tenemos a José, en quien reside el Espíritu de Dios como espíritu de sabiduría, descubierto por el faraón, que pregunta a sus ministros: “¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (Gn 41,38). El espíritu de Dios hace a José capaz de administrar el país y de realizar su extraordinaria función no sólo en favor de su familia y las ramificaciones genealógicas de ésta, sino con vistas a toda la futura historia de Israel.

6 También sobre Moisés, mediador entre Yahveh y el pueblo, actúa el espíritu de Dios, que lo sostiene y lo guía en el éxodo que llevará a Israel a tener una patria y a convertirse en un pueblo independiente, capaz de realizar su tarea mesiánica. En un momento de tensión en el ámbito de las familias acampadas en el desierto, cuando Moisés se lamenta ante Dios porque se siente incapaz de llevar “el peso de todo este pueblo” (NM 11,14), Dios le manda escoger setenta hombres, con los que podrá establecer una primera organización del poder directivo para aquellas tribus en camino, y le anuncia: “Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo, y no la tengas que llevar tú solo” (NM 11,17). Y efectivamente, reunidos setenta ancianos en torno a la tienda del encuentro, “Yahveh... tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos” (NM 11,25).

Cuando, al fin de su vida, Moisés debe preocuparse de dejar un jefe en la comunidad, para que “no quede como rebaño sin pastor”, el Señor le señala a Josué, “hombre en quien está el espíritu” (NM 27,17-18), y Moisés le impone “su mano” a fin de que también él esté “lleno del espíritu de sabiduría” (Dt 34,9).

Son casos típicos de la presencia y de la acción del Espíritu en los “pastores” del pueblo.

3. A veces el don del espíritu es conferido también a quien, a pesar de no ser jefe, está llamado por Dios a prestar un servicio de alguna importancia en especiales momentos y circunstancias. Por ejemplo, cuando se trata de construir la “tienda del encuentro” y el “arca de la alianza”, Dios le dice a Moisés: “Mira que he designado a Besalel... y le he llenado del espíritu de Dios concediéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos” (Ex 31,2-3 cf. Ex 35,31). Es más, incluso respecto a los compañeros de trabajo de este artesano, Dios añade: “En el corazón de todos los hombres hábiles he infundido habilidad para que hagan todo lo que te he mandado: la tienda del encuentro, el arca del testimonio” (Ex 31,6-7).

En el libro de los Jueces se exaltan hombres que al principio son “héroes liberadores”, pero que luego se convierten también en gobernadores de ciudades y distritos, en el período de reorganización entre el régimen tribal y el monárquico. Según el uso del verbo shafat, “juzgar”, en las lenguas semíticas emparentadas con el hebreo, son considerados no sólo como administradores de la justicia sino también como jefes de sus poblaciones. Son suscitados por Dios, que les comunica su espíritu (soplo-ruah) como respuesta a súplicas dirigidas a Él en situaciones críticas. Muchas veces en el libro de los Jueces se atribuye su aparición y su acción victoriosa a un don del espíritu. Así en el caso de Otniel, el primero de los grandes jueces cuya historia se resume, se dice que “los israelitas clamaron a Yahveh y Yahveh suscitó a los israelitas un libertador que los salvó: Otniel... El espíritu de Yahveh vino sobre él y fue juez de Israel” (Jg 3,9-10).

En el caso de Gedeón el acento se pone en la potencia de la acción divina: “El espíritu de Yahveh revistió a Gedeón” (Jg 6,34). También de Jefté se dice que “El espíritu de Yahveh vino sobre Jefté” (Jg 11,29). Y de Sansón: “El espíritu de Yahveh comenzó a excitarle (Jg 13,25). El espíritu de Dios en estos casos es quien otorga fuerza extraordinaria, valor para tomar decisiones, a veces habilidad estratégica, por las que el hombre se vuelve capaz de realizar la misión que se le ha encomendado para la liberación y la guía del pueblo.

4. Cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, según la petición de los israelitas que querían tener “un rey para que nos juzgue, como todas las naciones” (1S 8,5), el anciano juez y liberador Samuel hace que Israel no pierda el sentimiento de la pertenencia a Dios como pueblo elegido y que quede asegurado el elemento esencial de la teocracia, a saber, el reconocimiento de los derechos de Dios sobre el pueblo. La unción de los reyes como rito de institución es el signo de la investidura divina que pone un poder político al servicio de una finalidad religiosa y mesiánica. En este sentido, Samuel, después de haber ungido a Saúl y haberle anunciado el encuentro en Guibeá con un grupo de profetas que vendrían salmodiando, le dice: “Te invadirá entonces el espíritu de Yahveh, entrarás en trance con ellos y quedarás cambiado en otro hombre” (1S 10,6). Y efectivamente, “apenas (Saúl) volvió las espaldas para dejar a Samuel, le cambió Dios el corazón... le invadió el espíritu de Dios, y se puso en trance en medio de ellos” (1S 10,9-10). También cuando llegó la hora de las primeras iniciativas de batalla, “invadió a Saúl el espíritu de Dios” (1S 11,6). Se cumplía así en él la promesa de la protección y de la alianza divina que había sido hecha a Samuel: “Dios está contigo” (1S 10,7). Cuando el espíritu de Dios abandona a Saúl, que es perturbado por un espíritu malo (cf. 1S 16,14), ya está en el escenario David, consagrado por el anciano Samuel con la unción por la que “a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh” (1S 16,13).

5. Con David, mucho más que con Saúl, toma consistencia el ideal del rey ungido por el Señor, figura del futuro Rey-Mesías, que será el verdadero liberador y salvador de su pueblo. Aunque los sucesores de David no alcanzarán su estatura en la realización de la realeza mesiánica, más aún, aunque no pocos prevaricarán contra la alianza de Yahveh con Israel, el ideal del Rey-Mesías no desaparecerá y se proyectará hacia el futuro cada vez más en términos de espera, caldeada por los anuncios proféticos.

Especialmente Isaías pone de relieve la relación entre el espíritu de Dios y el Mesías: “Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11,2). Será también espíritu de fortaleza; pero ante todo espíritu de sabiduría: “Espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh”, el que impulsará al Mesías a actuar con justicia en favor de los miserables, de los pobres y de los oprimidos (Is 11,2-4).

Por tanto, el santo espíritu del Señor (Is 42,1 cf. Is 61,1 ss.; Is 63,10-13 Ps 50,13 /51,13 Sg 1,5 Sg 9,17), su “soplo” (ruah), que recorre toda la historia bíblica, será dado en plenitud al Mesías. Ese mismo espíritu que alienta sobre el caos antes de la creación (cf. Gn 1,2), que da la vida a todos los seres (cf. Sal 103/104, 29-30; 33, 6; Gn 2,7 Ez 37,5-6 Ez 37,9-10) que suscita a los Jueces (cf. Jg 3,10 Jg 6,34 Jg 11,29) y los Reyes (cf. 1S 11,6), que capacita a los artesanos para el trabajo del santuario (cf. Ex 31,3 Ex 35,31), que da la sabiduría a José (cf. Gn 41,38), la inspiración a Moisés y a los profetas (cf. Nm NM 11,17 NM 25-26 24, 2; 1S 10,6-10 1S 19,20), como a David (cf. 1S 16,13 2S 23,2), descenderá sobre el Mesías con la abundancia de sus dones (cf. Is 11,2) y lo hará capaz de realizar su misión de justicia y de paz. Aquel sobre quien Dios “haya puesto su espíritu” “dictará ley a las naciones” (Is 42,1); “no desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho” (Is 42,4).

6. ¿De qué manera “implantará el derecho” y liberará a los oprimidos? ¿Será, tal vez, con la fuerza de las armas, como habían hecho los Jueces, bajo el impulso del Espíritu, y como hicieron, muchos siglos después, los Macabeos? El Antiguo Testamento no permitía dar una respuesta clara a esta pregunta. Algunos pasajes anunciaban intervenciones violentas, como por ejemplo el texto de Isaías que dice: “Pisoteé a pueblos en mi ira, los pisé con furia e hice correr por tierra su sangre” (Is 63,6). Otros, en cambio, insistían en la abolición de toda lucha: “No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (Is 2,4).

7 La respuesta debía ser revelada por el modo en que el Espíritu Santo guiaría a Jesús en su misión: por el Evangelio sabemos que el Espíritu impulsó a Jesús a rechazar el uso de las armas y toda ambición humana y a conseguir una victoria divina por medio de una generosidad ilimitada, derramando su propia sangre para liberarnos de nuestros pecados. Así se manifestó de manera decisiva la acción directiva del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con particular afecto a todas las personas, familias y grupos que participan en esta audiencia, procedentes de los diversos Países de América Latina y de España, a quienes imparto de corazón la Bendición Apostólica.





Miércoles 24 de enero de 1990



1. Concluye mañana la "semana de oraciones por la unidad de los cristianos". Deseo atraer vuestra atención hacia el tema que ha inspirado la reflexión y la oración de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes durante toda esta semana: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17,21)

Con estas palabras, la víspera de su Pasión, que lo llevaría a morir en la Cruz "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52), Jesús oró por sus discípulos y por todos los que creerían en él, en todos los tiempos y en todos los lugares. Oró entonces también por los cristianos de nuestro tiempo. Pidió al Padre que fuesen "uno", unidos entre sí de un modo que supera toda comprensión: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).

La unidad que invoca el Señor para sus discípulos es ante todo la comunión con Dios. Una comunión de existencia y no solo de sentimiento: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti". Una comunión que es inhabitación de Dios en el hombre y asimilación del hombre a Dios.

2. La segunda Carta de Pedro recuerda que el poder de Dios "nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos ha sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina" (2P 1,3-4).

De esta misteriosa comunión de vida con Dios, gracias a la que hemos sido hecho partícipes de su misma naturaleza, brota la comunión entre los cristianos, El Concilio Vaticano II advirtió con lucidez y señaló explícitamente esa perspectiva. El Decreto sobre el ecumenismo recuerda a todos los fieles "que tanto mejor promoverán e incluso practicarán la unión de los cristianos cuanto mayor sea su esfuerzo por vivir una vida más pura según el Evangelio. Porque cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntimamente y más fácilmente podrán aumentar la mutua hermandad" (Unitatis Redintegratio UR 7)

Y en esta misma perspectiva se comprende la estrecha relación que Jesús establece entre unidad de los cristianos y progreso de la fe en el mundo: "Que sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17,21). La unidad expresa, en realidad, la calidad y la coherencia de nuestra fe en el único Señor. Así se explica la afirmación lapidaria del Concilio Vaticano II: "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (Unitatis Redintegratio UR 7). Por eso, la santidad de vida y la oración son definidas como "alma de todo el movimiento ecuménico" (ib., n. UR 8).


Audiencias 1990