Audiencias 1990 8

8 3. Las palabras de Jesús nos remiten al centro de la cuestión ecuménica y a su planeamiento esencial: indican la urgencia de restablecer la unidad de la comunidad cristiana de modo pleno y armónico, a fin de que se cumpla la misión de la Iglesia de anunciar a todas las gentes al Salvador Jesucristo.

Del texto evangélico se debe deducir también la importancia de la oración para la recomposición de la unidad. El mismo Señor Jesús se dirigió al Padre para pedir que "cuidara" a sus discípulos en su nombre (cf.
Jn 17,11), que "los santificara en la verdad" (Jn 17,19), y que infundiera en ellos el mismo amor que el Padre tiene hacia el Hijo.

Orar por la unidad es un compromiso al alcance de todo cristiano. Si no todos pueden participar en ciertos aspectos de la búsqueda de la unidad (estudios, diálogo, colaboración práctica), todos pueden ciertamente unirse a la insistente y concorde invocación del don de la unidad. Lo pueden hacer las parroquias, las comunidades religiosas, especialmente las de vida contemplativa, y cada una de las personas. Todos los cristianos, sin exclusiones, están comprometidos en esta búsqueda de comunión universal que proviene de nuestro común bautismo.

4. Por otra parte, el horizonte ecuménico requiere y alienta esta participación. Si dirigimos la mirada hacia atrás, a los veinticinco años pasados desde la conclusión del Concilio Vaticano II y al Decreto Unitatis Redintegratio, con el que los Padres conciliares dieron un fuerte impulso al movimiento ecuménico, advertimos que la situación es muy diversa y ha mejorado sustancialmente. Se ha consolidado el espíritu de fraternidad y de solidaridad cristiana. La reflexión sobre el común bautismo ha reforzado la conciencia de los vínculos de comunión existentes entre los cristianos y el deber de superar las divergencias que permanecen, con el fin de llegar a la completa unidad de fe.

La Iglesia católica, por su parte, ha entablado un diálogo directo con todas las demás Iglesias y comunidades eclesiales, de Oriente y de Occidente. Se han establecido contactos, nuevas relaciones, diálogos multilaterales y diálogos bilaterales, y diversas formas de colaboración. Ha aumentado también la oración común.

5. El conjunto de este movimiento ha producido un primer resultado de especial importancia: ha hecho nacer un más profundo conocimiento mutuo que, progresivamente, está eliminando prejuicios heredados pasivamente por el pasado y juicios equivocados. Además, el diálogo teológico ha delimitado con mayor claridad las divergencias reales pero también ha hecho emerger significativas convergencias sobre temáticas que en el pasado han sido causa de fuertes disensiones y de conflictos (ministerio del orden, eucaristía, autoridad en la Iglesia).

Este proceso no puede quedarse a medio camino. Debe recorrer íntegramente su itinerario para llegar a un pleno acuerdo sobre la base de la Sagrada Escritura y de la gran Tradición de la Iglesia. Por esto, existe una absoluta necesidad de la participación de todos, de acuerdo con el papel que cada uno desempeña en la vida de la Iglesia.

6. En su oración, Jesús atestigua que Él ha dado a sus discípulos la Palabra, les ha dado a conocer el nombre de Dios, y ellos han creído en Él, el Enviado de Dios. Por eso, pide al Padre que sus discípulos sean santificados en la verdad y que participen en su misma gloria: "Para que sean uno como nosotros... para que sean perfectamente uno" (Jn 17,22 ss.).

La unidad a la que están llamados los cristianos es la unidad perfecta. No podemos contentarnos con la situación actual de comunión verdadera pero parcial. Frente a los cristianos está el ideal de la plena unidad de fe, de vida sacramental y de articulación orgánica de toda la Iglesia. Una consideración serena de nuestro pasado reciente nos hace notar que los cristianos están avanzando por este camino señalado por el Espíritu Santo en nuestro tiempo.

7. Personalmente doy gracias al Señor por las muchas ocasiones que me ofrece de constatar el nuevo sentimiento de fraternidad instaurado entre los cristianos. Las visitas a Roma de responsables de otras Iglesias y comunidades eclesiales, así como mis viajes a las diversas partes del mundo, me brindan la oportunidad de encuentros densos de emociones, de caridad, de leales conversaciones y de recíproco y fraterno aliento.

Como suele suceder en esos encuentros, oremos también nosotros hoy con la oración que Jesucristo nos enseñó. Y al invocar al Padre nuestro, incluyamos en nuestra intención a todos los bautizados esparcidos por el mundo.

Saludos

9 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, a quienes doy mi más cordial Bienvenida.

En particular, al grupo de Religiosas Dominicas de la Presentación y las Junioras de la Congregación de María Inmaculada.

Saludo igualmente a la representación de la Isla de Pascua, y les renuevo las expresiones de afecto y cercanía que les dirigí en el mensaje radiotelevisado con ocasión de mi viaje pastoral a Chile. Cristo, que es nuestra Pascua, sea luz y camino para todos los habitantes de Rapa Nui.

Imparto complacido mi Bendición Apostólica.





Febrero de 1990

Miércoles 7 de febrero de 1990



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hace diez años, el mes de mayo de 1980, tuve la oportunidad de visitar por primera vez algunos países del continente africano. A lo largo de mi viaje, me detuve brevemente también en Uagadugu, capital de Burkina Faso. Desde allí dirigí, por primera vez, a toda la comunidad internacional un llamamiento con respecto a la amenaza a que están expuestos los países comprendidos en el ámbito de la región desértica del Sahara. El llamamiento para la ayuda a esos países (llamados comúnmente con el nombre de Sahel) encontró entonces una respuesta. Los primeros que prestaron su ayuda fueron los católicos alemanes; sucesivamente, se unieron a ellos también otros. Gracias a esas aportaciones se pudo crear una Fundación en favor de la zona del Sahel.

Como es bien sabido, tal Fundación tiene como finalidad "favorecer la formación de personas que se pongan al servicio de sus países y de sus hermanos, sin alguna discriminación, con un espíritu de promoción humana integral y solidaria para luchar contra la desertificación y sus causas, y para socorrer a las víctimas de la sequedad en los países del Sahel" (Estatuto, artículo 3, apartado 1).

Se celebra este año el décimo aniversario de aquella visita a Uagadugu. Precisamente por este motivo, el itinerario de la reciente peregrinación a África me ha llevado a través de algunos países que se encuentran en una situación semejante: luchan contra el mismo peligro, proveniente del desierto del Sahara, que va progresivamente extendiéndose a tierras que hasta hoy son aptas para la vida y para un cultivo al menos modesto.

10 2. Deseo dar las gracias a lodos los que me han dirigido la invitación a visitar Cabo Verde, Guinea Bissau, Mali, Burkina Faso y Chad. Expreso mi más sentida gratitud a los Jefes de estos países y a los respectivos Episcopados. Agradezco a todos cuanto han hecho para que la visita pudiera desarrollarse en conformidad con su carácter pastoral. Doy gracias a cada una de las personas y de las instituciones y estamentos que han participado en la organización de la visita desde el punto de vista administrativo. Al mismo tiempo manifiesto mi gratitud a todos los hermanos en el episcopado, los sacerdotes, las familias religiosas masculinas y femeninas, y a tantos representantes del laicado, que han preparado la visita bajo el aspecto pastoral. Finalmente, me dirijo a todos aquellos que han participado en la visita, a veces con gran sacrificio: se trata no sólo de hijos e hijas de la Iglesia católica, sino, también de seguidores del Islam o de las religiones africanas tradicionales, muy numerosos en la mayor parte de estos países.

3. En efecto, de esos países, sólo Cabo Verde, tiene mayoría católica, al estar constituida su población por un 90 por ciento de católicos. La Iglesia ha echado raíces en este archipiélago, colocado en medio del Océano Atlántico, desde que fue poblado por obra de los portugueses. En cambio, en todos los demás países situados en el continente africano los católicos son una minoría, a veces muy modesta. La mayoría de los habitantes, desde el punto de vista religioso, pertenece o a las religiones africanas tradicionales (de carácter animista) o a la religión musulmana (por ejemplo en Malí los musulmanes son cerca del 80 por ciento). A pesar de ello, lo que al parecer se puede reconocer en estos países, también a la luz de sus tradiciones, es una actitud de respeto hacia las convicciones religiosas de todo ciudadano. En general existen condiciones de libertad religiosa o, por lo menos, de tolerancia, que las personas y los grupos dirigentes al parecer no quieren alterar o cambiar.

De hecho, los jefes políticos con quienes me he podido encontrar a lo largo de mi visita, aun siendo personalmente en muchos casos musulmanes, por ejemplo, han tenido expresiones de convencido reconocimiento por la actividad de los misioneros católicos y de las instituciones promovidas y sostenidas por la Iglesia. Todo esto hace más llevadero el trabajo misionero, del que África siempre ha tenido gran necesidad.

4. Punto central del programa de la visita a cada uno de estos países ha sido la liturgia eucarística. Y precisamente esta liturgia nos ha hecho tomar conciencia de cuánto camino ha recorrido la Iglesia gracias al trabajo misionero: hemos podido constatar cómo las comunidades suscitadas por la actividad de los misioneros venidos de diversas partes del mundo se han transformado en auténticas Iglesias africanas con su propia jerarquía, con un considerable número de sacerdotes, de religiosas, de religiosos, de seminaristas, de novicias y de novicios propios. La misma participación en la liturgia eucarística asume características locales se convierte en expresión de la cultura africana nativa. Las manifestaciones de esta cultura se suelen revestir de formas sagradas, mediante las cuales se expresan y se afirman. Nos encontramos frente a aquel mismo proceso que, con anterioridad, ha marcado la vida y la historia de numerosas naciones en otros continentes. La liturgia africana se distingue por una gran belleza y por una auténtica participación de toda la asamblea.

Desde luego, detrás de esta experiencia hay que ver una multiforme actividad catequística, educativa y caritativa, en la que tienen una parte considerable los laicos.

5. Por este camino nos acercamos también al Sínodo de los Obispos del continente africano, cuya actividad puso en marcha, el 6 de enero del año pasado, la Comisión preparatoria especial.

Durante mi reciente visita, el Sínodo ha sido uno de los puntos de referencia habituales. Otro, y de alcance internacional, ha sido la jornada mundial de los enfermos de lepra, celebrada el 28 de enero pasado. Aquel día tuve un encuentro con los afectados por la enfermedad de Hansen en el leprosario de Cumura, en Guinea Bissau.

Sin embargo, la atención máxima era justo que se centrase en torno a los problemas del Sahel. Renovando el llamamiento de hace diez años, me he dirigido a toda la comunidad Internacional.

"De nuevo ?dije entonces? me siento obligado a lanzar un llamamiento urgente a la humanidad, precisamente en nombre de la humanidad misma. En la tierra de África, millones de hombres, de mujeres y de niños, sufren la amenaza de no poder gozar nunca de buena salud, de no poder vivir dignamente gracias a su trabajo, de no recibir una educación que desarrolle su inteligencia, de ver cómo su ambiente se hace hostil y estéril, de perder la riqueza de su ancestral patrimonio, por estar privados de las positivas aportaciones de la ciencia y de la técnica.

En nombre de la justicia, el Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro, suplica encarecidamente a sus hermanos y hermanas en humanidad que no desprecien a los hambrientos de este continente, que no les nieguen el derecho universal a la dignidad humana y a la seguridad de la existencia".

Y añadí: "¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población del planeta y que rechaza el hacerlo por una ceguera fratricida? ¿Qué paz pueden esperar unos pueblos que no ponen en práctica el deber de la solidaridad? ¡Qué desierto seria un mundo en el que la miseria no encontrara la respuesta de un amor que da la vida!"

11 Los cambios que han acontecido y están aconteciendo en Europa, especialmente en la Europa central y en la oriental, deberían disuadir a las respectivas sociedades, más aún, a todas las naciones del mundo, de los costosos enfrentamientos que derivan de la carrera de armamentos, y los deberían llevar a dirigir a porfía sus esfuerzos hacia las poblaciones más pobres, y en especial hacia las áreas más amenazadas del así llamado Tercero y Cuarto Mundo.

6. Pero el Obispo de Roma, junto con sus hermanos en el servicio pastoral, no puede limitarse sólo a dirigir este llamamiento, por más importante que sea, dado que tiene un significado clave para la justicia internacional en las dimensiones del planeta entero. Al mismo tiempo debe repetir con toda su fuerza las palabras de Jesús, Redentor del género humano, respecto a la mies que es grande, mientras los obreros son pocos (cf.
Mt 9,37). Esta realidad se pone de manifiesto de modo especial en África, donde existe una enorme y múltiple necesidad de misioneros. Son muchas las comunidades y los grupos que los solicitan a los obispos. Si esas solicitudes son acogidas tempestivamente, será más rápido y eficaz el progreso de la evangelización.

Por consiguiente, es preciso que se escuche por doquier la invitación de Cristo: "Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,38).

¡Sí, Señor Jesús, por esto oramos y seguiremos orando con todo el ardor de nuestro corazón!

Saludos

Doy mi más cordial bienvenida a este encuentro a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular saludo al grupo de sacerdotes de varias diócesis mexicanas a quienes aliento a una entrega generosa e ilusionada a sus tareas ministeriales al servicio de la Iglesia en México. Saludo igualmente a los estudiantes chilenos de la “ Escuela Italiana ” de Santiago de Chile y al grupo de jóvenes provenientes del Perú.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 14 de febrero de 1990

La acción profética del Espíritu divino

1. Recogiendo el hilo de la catequesis precedente, podemos escoger entre los datos bíblicos ya referidos el aspecto profético de la acción ejercida por el espíritu de Dios sobre los jefes del pueblo, sobre los reyes y sobre el Mesías. Ese aspecto requiere una reflexión ulterior porque el profetismo es el filón a lo largo del cual discurre la historia de Israel, dominada por la figura destacada de Moisés, el “profeta” más excelso, “a quien Yahveh trataba cara a cara” (Dt 34,10). A lo largo de los siglos los israelitas adquieren cada vez más familiaridad con el binomio “la Ley y los Profetas”, como síntesis expresiva del patrimonio espiritual confiado por Dios a su pueblo. Y mediante su espíritu es como Dios habla y actúa en los padres, y de generación en generación prepara los tiempos nuevos.

12 2. Sin duda que el fenómeno profético, tal como se observa históricamente, está ligado a la palabra. El profeta es un hombre que habla en nombre de Dios, y transmite a quienes lo escuchan o lo leen todo lo que Dios quiere dar a conocer sobre el presente y sobre el futuro. El espíritu de Dios anima la palabra y la vuelve vital. Comunica al profeta y a su palabra un cierto “pathos” divino, por el que se hace vibrante, a veces apasionada y dolorosa, y siempre dinámica.

Con cierta frecuencia la Biblia describe episodios significativos, en los que se observa que el espíritu de Dios recae sobre alguien, el cual pronuncia un oráculo profético. Así sucede en el caso de Balaam: Le invadió el espíritu de Dios” (
NM 24,2). Entonces “entonó su trova y dijo: ...Oráculo del que oye los dichos de Dios, del que ve la visión de Sadday, del que obtiene respuesta, y se le abren los ojos...” (NM 24,3-4). Es la famosa “profecía” que, aunque se refiera directamente a Saúl (cf. 1S 15,8) y a David (cf. 1S 30,1 ss.) en la lucha contra los amalecitas, evoca al mismo tiempo al futuro Mesías: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel...” (NM 24,17).

3. Otro aspecto del espíritu profético al servicio de la palabra es que ese espíritu se puede comunicar y casi “subdividir”, según las necesidades del pueblo, como en el caso de Moisés, preocupado por el número de los israelitas que debía guiar y gobernar, y que eran ya “seiscientos mil de a pie” (NM 11,21). El Señor le mandó que escogiera y reuniera “setenta ancianos de Israel, de los que sabes que son ancianos y escribas del pueblo” (NM 11,16). Una vez hecho eso, el Señor “tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar...” (NM 11,25).

Eliseo, cuando estaba para suceder a Elías, quería recibir incluso “dos tercios del espíritu” del gran profeta, una especie de doble parte de la herencia que tocaba al hijo mayor (cf. Dt 21,17) para ser así reconocido como su principal heredero espiritual entre la muchedumbre de los profetas y de los “hijos de los profetas” agrupados en comunidades (2R 2,3). Pero el espíritu no se transmite de profeta a profeta como una herencia terrena: es Dios quien lo concede. De hecho así sucede, y los “hijos de los profetas” lo constatan: “El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo” (2R 2,15 cf. 2R 6,17).

4. En los contactos de Israel con los pueblos vecinos no faltaron manifestaciones de falso profetismo, que llevaron a la formación de grupos de exaltados, los cuales sustituían con música y gesticulaciones el espíritu procedente de Dios y se adherían incluso al culto de Baal. Elías entabló una decisiva batalla contra esos profetas (cf. 1R 18,25-29), permaneciendo solitario en su grandeza. Eliseo, por su parte, mantuvo más relaciones con algunos grupos, que parecían haberse enmendado (cf. 2R 2,3).

En la genuina tradición bíblica se defienda y se reivindica la verdadera idea del profeta como hombre de la palabra de Dios, instituido por Dios, como Moisés y a continuación de él (cf. Dt 18,15). En efecto, Dios promete a Moisés “Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande” (Dt 18,18). Esta promesa va acompañada por una advertencia contra los abusos del profetismo: “Si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no he mandado decir, y habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá. Acaso vas a decir en tu corazón: ‘¿cómo sabremos que ésta palabra no la ha dicho Yahveh?’. Si ese profeta habla en nombre de Yahveh y lo que dice queda sin efecto y no se cumple, es que Yahveh no ha dicho tal palabra” (Dt 18,20-22).

Otro aspecto de ese criterio de juicio es la fidelidad a la doctrina entregada por Dios a Israel, en la resistencia a las seducciones de la idolatría (cf. Dt 1,2 ss.). Así se explica la hostilidad contra los falsos profetas (cf. 1R 22,6 ss.; 2R 3,13 Jr 2,26 Jr 5,13 Jr 23,9-40 Mi 3,11 Za 13,2). Tarea del profeta, como hombre de la palabra de Dios, es combatir el “espíritu de mentira” que se encuentra en la boca de los falsos profetas (cf. 1R 22,23), para proteger al pueblo de su influencia. Es una misión recibida de Dios, como proclama Ezequiel: “La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, profetiza contra los profetas de Israel; profetiza y di a los que profetizan por su propia cuenta:...¡Ay de los profetas insensatos que siguen su propia inspiración, sin haber visto nada!” (Ez 13 Ez 2-3).

5. El profeta, hombre de la palabra, debe ser también “hombre del espíritu”, como ya lo llama Oseas (9, 7): debe tener el espíritu de Dios, y no sólo el propio espíritu, si ha de hablar en nombre de Dios.

El concepto lo desarrolla sobre todo Ezequiel, que deja entrever la toma de conciencia ya hecha acerca de la profunda realidad del profetismo. Hablar en nombre de Dios requiere, en el profeta, la presencia del espíritu de Dios.Esta presencia se manifiesta en un contacto que Ezequiel llama “visión”. En quien se beneficia de ese contacto, la acción del espíritu de Dios garantiza la verdad de la palabra pronunciada. Encontramos aquí un nuevo indicio del lazo existente entre palabra y espíritu que prepara lingüística y conceptualmente el lazo que se establece en el Nuevo Testamento, en un nivel más elevado, entre el Verbo y el Espíritu Santo.

Ezequiel tiene conciencia de estar personalmente animado por el espíritu: “El espíritu entró en mí ?escribe? como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba” (Ez 2,2). El espíritu entra en el interior de la persona del profeta. Lo hace tenerse en pie: por tanto, hace de él un testigo de la palabra divina. Lo levanta y lo pone en movimiento: “el espíritu me levantó y me arrebató” (Ez 3,14). Así se manifiesta el dinamismo del espíritu (cf. Ez 8,3, 11, 1. 5. 24; 43, 5). Ezequiel, por lo demás, precisa que está hablando del “espíritu de Yahveh” (Ez 11,5).

6. El aspecto dinámico de la acción profética del espíritu divino destaca fuertemente en las profecías de Ageo y de Zacarías, los cuales, tras el retorno del exilio, impulsaron vigorosamente a los israelitas a emprender la obra de la reconstrucción del Templo de Jerusalén. El resultado de la primera profecía de Ageo fue que “movió Yahveh el espíritu de Zorobabel..., gobernador de Judá, y el espíritu de Josué..., sumo sacerdote, y el espíritu de todo el Resto del pueblo. Y vinieron y emprendieron la obra en la Casa de Yahveh Sebaot” (Ag 1,14). En un segundo oráculo, el profeta Ageo intervino de nuevo y prometió la ayuda poderosa del Espíritu del Señor: “Ten ánimo, Zorobabel...; ánimo Josué...; ánimo, pueblo todo de la tierra, oráculo de Yahveh. ¡A la obra! ...En medio de vosotros se mantiene mi Espíritu: ¡no temáis!” (Ag 2,4-5). Y de la misma manera el profeta Zacarías proclamaba: “Esta es la palabra de Yahveh a Zorobabel: No por el valor ni por la fuerza, sino sólo por mi Espíritu, dice Yahveh Sebaot” (Za 4,6).

13 En los tiempos inmediatamente anteriores al nacimiento de Jesús no existían ya profetas en Israel y no se sabía hasta cuándo duraría esa situación (cf. Sal 74/73, 9; 1M 9,27). Sin embargo, uno de los últimos profetas, Joel, había anunciado una efusión universal del Espíritu de Dios que debía realizarse “antes de la venida del Día de Yahveh, grande y terrible” (Jl 3,4) y debía manifestarse con una extraordinaria difusión del don de profecía. El Señor había proclamado por medio de él: “Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones” (3, 1). Así se debía cumplir finalmente el deseo expresado, muchos siglos antes, por Moisés: “¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahveh profetizara porque Yahveh les daba su espíritu!” (NM 11,29). La inspiración profética alcanzaría incluso “a los siervos y a las siervas” (Jl 3,2), superando toda distinción de niveles culturales o condiciones sociales. Entonces la salvación se ofrecería a todos: “Todo el que invoque el nombre de Yahveh será salvo” (Jl 3,5).

Como hemos visto en una catequesis precedente, esta profecía de Joel encontró su cumplimiento el día de Pentecostés, de forma que el Apóstol Pedro, dirigiéndose a la muchedumbre asombrada, pudo declarar: “Es lo que dijo el profeta Joel” y recitó el oráculo del profeta (Ac 2,16-21), explicando que Jesús “exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado” en abundancia (cf. Ac 2,33). Desde aquel día en adelante, la acción profética del Espíritu Santo se ha manifestado continuamente en la Iglesia para darle luz y aliento.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Doy mi más cordial bienvenida a este encuentro a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

Con particular afecto saludo a los sacerdotes y demás almas consagradas aquí presentes, a quienes aliento a una entrega sin reservas a su vocación en fidelidad a Cristo y la Iglesia. Igualmente saludo al grupo de estudiantes de la Escuela Italiana de Lima, Perú.

A todos bendigo de corazón.




Miércoles 21 de febrero de 1990

La acción santificadora del Espíritu divino

1. El espíritu divino, según la Biblia, no es sólo luz que ilumina dando el conocimiento y suscitando la profecía, sino también fuerza que santifica. En efecto, el espíritu de Dios comunica la santidad, porque Él mismo es “espíritu de santidad”, “espíritu santo”. Se atribuye este apelativo al espíritu divino en el capítulo 63 del libro de Isaías cuando, en el largo poema dedicado a exaltar los beneficios de Yahveh y a deplorar los descarríos del pueblo a lo largo de la historia de Israel, el autor sagrado dice que “ellos se rebelaron y contristaron a su espíritu santo” (Is 63,10). Pero añade que después del castigo divino, “se acordó de los días antiguos, de Moisés su siervo”, para preguntarse: “¿Dónde está el que puso en él su espíritu santo?” (Is 63,11).

Este apelativo resuena también en el Salmo 50/51, donde, al pedir perdón y misericordia al Señor (Miserere mei Deus, secundum misericordiam tuam), el autor le implora: “No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu” (Sal 50/51, 13). Se trata del principio íntimo del bien, que actúa en el interior para llevar a la santidad (= “espíritu de santidad”).

14 2. El libro de la Sabiduría afirma la incompatibilidad entre el Espíritu Santo y cualquier falta de sinceridad o de justicia: “Pues el espíritu santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios y se ve rechazado al sobrevenir la iniquidad” (Sg 1,5). Se expresa también una relación muy estrecha entre la sabiduría y el espíritu. En la sabiduría - dice el autor inspirado - “hay un espíritu inteligente, santo” (Sg 7,22), el cual es también “inmaculado” y “amante del bien”. Dicho espíritu es el mismo espíritu de Dios, porque “todo lo puede, todo lo observa” (Sg 7,23). Sin este “espíritu santo de Dios” (cf. Sg 9,17) que Dios “envía de lo alto”, el hombre no puede discernir la santa voluntad de Dios (Sg 9,13-17) y mucho menos, evidentemente, cumplirla fielmente.

3. En el Antiguo Testamento la exigencia de santidad está fuertemente vinculada a la dimensión cultural y sacerdotal de la vida de Israel. El culto se debe tributar en un lugar “santo”, lugar de la Morada de Dios tres veces santo (cf. Is 6,1-4). La nube es el signo de la presencia del Señor (cf. Ex 40,34-35 1R 8,10-11); todo, en la tienda, en el templo, en el altar, en los sacerdotes, desde el primer consagrado Aarón (cf. Ex 29,1 ss.), debe responder a las exigencias del “sacro”, que es como una aureola de respeto y de veneración creada en torno a personas, ritos y lugares privilegiados por una relación especial con Dios.

Algunos textos de la Biblia afirman la presencia de Dios en la tienda del desierto y en el templo de Jerusalén (Ex 25,8 Ex 40,34-35 1R 8,10-13 Ez 43,4-5). Sin embargo, en la narración misma de la dedicación del templo de Salomón se refiere una oración en la que el rey pone en duda esta pretensión diciendo: “¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido! (1R 8,27). En los Hechos de los Apóstoles, san Esteban expresa la misma convicción a propósito del templo: “El Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre” (Ac 7,48). La razón de ello la explica Jesús mismo en el coloquio con la Samaritana: “Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad” (Jn 4,24). Una casa material no puede recibir plenamente la acción santificadora del Espíritu Santo, y por tanto no puede ser verdaderamente “morada de Dios”. La verdadera casa de Dios debe ser una “casa espiritual”, como dirá san Pedro, formada por “piedra vivas”, es decir, por hombres y mujeres santificados interiormente por el Espíritu de Dios (cf. 1P 2,4-10 Ep 2,21-22).

4. Por ello, Dios prometió el don del Espíritu a los corazones, en la célebre profecía de Ezequiel, en la que dice: “Yo santificaré mi gran nombre profanado entre las naciones, profanado allí por vosotros... Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados: de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en vosotros...” (Ez 36 Ez 23-27). El resultado de este don estupendo es la santidad efectiva, vivida con la adhesión sincera a la santa voluntad de Dios. Gracias a la presencia íntima del Espíritu Santo, finalmente los corazones serán dóciles a Dios y la vida de los fieles será conforme a la ley del Señor.

Dios dice: “difundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez 36,27). El Espíritu santifica de esta forma toda la existencia del hombre.

5. Contra el espíritu de Dios combate el “espíritu de la mentira” (cf. 1R 22,21-23), el “espíritu inmundo” que subyuga a hombres y pueblos sometiéndolos a la idolatría. En el oráculo sobre la liberación de Jerusalén, en perspectiva mesiánica, que se lee en el libro de Zacarías, el Señor promete realizar él mismo la conversión del pueblo, haciendo desaparecer el espíritu inmundo: “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza. Aquel día...extirparé yo de esta tierra los nombres de los ídolos... igualmente a los profetas y el espíritu de impureza los quitaré de esta tierra...” (Za 13,1-2 cf. Jr 23,9 s.; Ez 13,2 ss.).

El “espíritu de impureza” será combatido por Jesús (cf. Lc 9,42 Lc 11,24), que hablará, a este propósito, de la intervención del Espíritu de Dios y dirá: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12,28). Jesús promete a sus discípulos la asistencia del “Consolador”, que “convencerá al mundo... en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado” (Jn 16 Jn 8-11). A su vez, Pablo hablará del Espíritu que justifica mediante la fe y la caridad (cf. Ga 5,19 ss.), enseñando la nueva vida “según el Espíritu”: el Espíritu nuevo de que hablaban los profetas.

6.. Los hombres o pueblos que siguen el espíritu que está en conflicto con Dios, “contristan” al espíritu divino. Es una expresión de Isaías que hemos referido ya y que es oportuno citar de nuevo en su contexto. Se halla en la meditación del llamado Trito-Isaías sobre la historia de Israel: “No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona (Dios) los liberó. Por su amor y su compasión los liberó. Por su amor y su compasión él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre. Mas ellos se rebelaron y contristaron a su Espíritu santo” (Is 63,9-10). El profeta contrapone la generosidad del amor salvífico de Dios para con su pueblo, y la ingratitud de éste. En su descripción antropomórfica, se conforma con la psicología humana la atribución al espíritu de Dios de la tristeza producida por el abandono del pueblo. Pero según el lenguaje del profeta, se puede decir que el pecado del pueblo contrista el espíritu de Dios especialmente porque este espíritu es santo: el pecado ofende la santidad divina. La ofensa es más grave porque el espíritu santo de Dios no sólo ha sido colocado por Dios en su siervo Moisés (cf. Is 63,11), sino que lo ha dado como guía a su pueblo durante el éxodo de Egipto (cf. Is 63,14), como signo y prenda de la salvación futura: “Mas ellos se rebelaron...” (Is 63,10).

También Pablo, heredero de esta concepción y de este lenguaje, recomendará a los cristianos de Éfeso: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ep 4,30 cfr. Ep 1,13-14).

7. La expresión “contristar al Espíritu Santo” demuestra bien que el pueblo del Antiguo Testamento ha pasado progresivamente de un concepto de santidad sacral, más bien externa, al deseo de una santidad interiorizada bajo la influencia del Espíritu de Dios.

El uso más frecuente del apelativo “Espíritu Santo” es un indicio de esta evolución. Este apelativo, inexistente en los libros más antiguos de la Biblia, se impone poco a poco precisamente porque sugería la función del Espíritu Santo para la santificación de los fieles. Los himnos de Qumrán en varias ocasiones dan gracias a Dios por la purificación interior que Él ha realizado por medio de su Espíritu santo (por ejemplo, Himnos de la 1º gruta de Qumrán, 16, 12; 17, 26).

15 El intenso deseo de los fieles no era ya sólo de ser liberados de los opresores, como en el tiempo de los Jueces, sino ante todo de poder servir al Señor “en santidad y justicia, delante de él todos nuestros días” (Lc 1,75). Por esto, era necesaria la acción santificadora del Espíritu Santo.

A esta espera corresponde el mensaje evangélico. Es significativo que en los cuatro evangelios la palabra “santo” aparezca por primera vez en relación con el espíritu, tanto para hablar del nacimiento de Juan Bautista y del de Jesús (Mt 1,18-20 Lc 1,15 Lc 1,35), como para anunciar el bautismo en el Espíritu Santo (Mc 1,8 Jn 1,33). En la narración de la Anunciación, la Virgen María escucha las palabras del ángel Gabriel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti...; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). Así comenzó la decisiva acción santificadora del Espíritu de Dios, destinada a propagarse a todos los hombres.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, saludo a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, que están haciendo en Roma un curso de formación permanente; asimismo, a las jóvenes del Club “ Alcudia ” de Ciudad Real (España).

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1990 8