Audiencias 1990 15

Miércoles 28 de febrero de 1990

La acción renovadora del Espíritu divino en la purificación del corazón

1. En la catequesis anterior mencionaba un versículo del salmo 50/51, donde el salmista, arrepentido por el grave pecado cometido, implora la misericordia divina y, a la vez, pide al Señor: “No retires de mí tu santo espíritu” (Ps 51,13). Se trata del Miserere, salmo muy conocido, que se repite con frecuencia no sólo en la liturgia, sino también en la piedad y en la práctica penitencial del pueblo cristiano, por ser manifestación de los sentimientos de arrepentimiento, de confianza y de humildad que fácilmente se encuentran en un “corazón contrito y humillado” (Ps 51,19) tras el pecado. Vale la pena seguir estudiando y meditando este salmo, siguiendo las huellas de los Padres y de los escritores de espiritualidad cristiana, pues nos ofrece nuevos aspectos de la concepción del “espíritu divino” del Antiguo Testamento y nos ayuda a traducir la doctrina a la práctica espiritual y ascética.

2. A quien haya seguido las referencias a los profetas que he hecho en la catequesis anterior, le resultará fácil descubrir el parentesco profundo del Miserere con esos textos, especialmente con los de Isaías y Ezequiel. El sentido de la presencia delante de Dios en la propia condición de pecado, que se encuentra en el pasaje penitencial de Isaías (Is 59,12: cf. Ez 6,9), y el sentido de la responsabilidad personal inculcado por Ezequiel (Ez 18,1-32) se hallan ya presentes en este salmo que, en un contexto de experiencia de pecado y de necesidad profundamente sentida de conversión, pide a Dios la purificación del corazón, juntamente con un espíritu renovado. La acción del espíritu divino adquiere así aspectos de mayor concreción y de más preciso empeño con vistas a la condición existencial de la persona.

16 3. “Tenme piedad, oh Dios”. El salmista implora la divina misericordia para obtener la purificación del pecado: “borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame” (Ps 51,3-4). “Rocíame con el hisopo, y seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve” (Ps 51,9). Pero él sabe que el perdón de Dios no puede reducirse a una pura no-imputación del exterior, sin que se dé una renovación interior: y el hombre, por sí mismo, no es capaz de realizar esta renovación. Por eso pide: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro; un espíritu firme dentro de mí renueva; no me rechaces lejos de tu rostro; no retires de mí tu santo espíritu. Vuélveme la alegría de tu salvación, y en espíritu generoso afiánzame” (Ps 51,12-14).

4. El lenguaje del salmista es muy expresivo: pide una creación, es decir, el ejercicio de la omnipotencia divina para dar origen a un ser nuevo. Sólo Dios puede crear (bara), esto es, poner en la existencia algo nuevo (cf. Gn 1,1 Ex 34,10 Is 48,7 Is 65,17 Jr 31,21-22). Sólo Dios puede dar un corazón puro, un corazón que tenga la plena transparencia de un querer totalmente de acuerdo con el querer divino. Sólo Dios puede renovar el ser íntimo, cambiarlo desde dentro, rectificar el movimiento fundamental de su vida consciente, religiosa y moral. Sólo Dios puede justificar al pecador, según el lenguaje de la teología y del mismo dogma (cf. DS 1521-1522 DS 1560), que traduce de ese modo el “dar un corazón nuevo” del profeta (Ez 36,26), el “crear un corazón puro” del salmista (Ps 51,12).

5. Se pide, luego, “un espíritu firme” (Ps 51,12), o sea, la inserción de la fuerza de Dios en el espíritu del hombre, librado de la debilidad moral experimentada y manifestada en el pecado. Esta fuerza, esta firmeza, puede venir sólo de la presencia operante del espíritu de Dios, y por eso el salmista implora: “no retires de mí tu santo espíritu”. Es la única vez que en los salmos se encuentra esta expresión: “el espíritu santo de Dios”. En la Biblia hebrea se usa sólo en el texto de Isaías en que, meditando en la historia de Israel, lamenta la rebelión contra Dios por la que ellos “contristaron a su espíritu santo” (Is 63,10), y recuerda a Moisés, en el que Dios “puso su espíritu santo” (Is 63,11). El salmista ya tiene conciencia de la presencia íntima del espíritu de Dios como fuente permanente de santidad, y por eso suplica: “No retires de mí”. Al poner esa petición juntamente con la otra: “No me rechaces lejos de tu rostro”, el salmista quiere dar a entender su convicción de que la posesión del espíritu santo de Dios está vinculada a la presencia divina en lo íntimo de su ser. La verdadera desgracia sería quedar privado de esta presencia. Si el espíritu santo permanece en él, el hombre está en una relación con Dios ya no sólo de “cara a cara” como ante un rostro que se contempla, sino que posee en sí una fuerza divina que anima su comportamiento.

6. Después de haber pedido a Dios que no retire de él su santo espíritu, el salmista pide que le devuelva la alegría. Ya antes había hecho la misma oración, cuando imploraba a Dios su purificación, esperando quedar “más blanco que la nieve”: “Devuélveme el son del gozo y la alegría; exulten los huesos que machacaste tú” (Ps 51,10). Pero en el proceso psicológico-reflexivo de donde nace la oración, el salmista siente que, para gozar plenamente de esta alegría, no basta la eliminación de todas las culpas; es necesaria la creación de un corazón nuevo, con un espíritu firme, vinculado a la presencia del espíritu santo de Dios. Sólo entonces puede pedir: “Vuélveme la alegría de tu salvación.”

La alegría forma parte de la renovación incluida en la “creación de un corazón puro”. Es el resultado del nacimiento a una nueva vida, como Jesús explicará en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre que perdona es el primero en alegrarse y quiere comunicar a todos la alegría de su corazón (cf. Lc 15,20-32).

7. Con la alegría, el salmista pide un “espíritu generoso”, esto es, un espíritu de compromiso valiente. Lo pide a aquel que, según el libro de Isaías, había prometido la salvación a los débiles: “En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados” (Is 57,15).

Conviene notar que, una vez hecha esta petición, el salmista añade en seguida la declaración de su compromiso con Dios en favor de los pecadores, para su conversión: “Enseñaré a los rebeldes tus caminos, y los pecadores volverán a ti” (Sal 50/51, 15). Se trata de otro elemento característico del proceso interior de un corazón sincero que ha obtenido el perdón de los propios pecados: desea obtener el mismo don para los demás, suscitando su conversión, y a este objetivo promete encaminar su actuación. Este “espíritu de compromiso” que se da en él deriva de la presencia del “santo espíritu de Dios” y es su signo. En el entusiasmo de la conversión y en el fervor del compromiso, el salmista expresa a Dios la convicción de la eficacia de la propia acción: a él le parece cierto que “los pecadores volverán a ti”. Pero también aquí entra la conciencia de la presencia operante de una potencia interior, la del “espíritu santo”.

Después, tiene un valor universal la deducción que el salmista enuncia así: “El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Ps 51,19). Proféticamente ve que llegará el día en que, en una Jerusalén reconstituida, los sacrificios celebrados en el altar del templo según las prescripciones de la ley serán gratos (cf. Ps 51,20-21). La reconstrucción de las murallas de Jerusalén será la señal del perdón divino, como dirán también los profetas: Isaías (Is 60,1 ss.; Is 62,1 ss.), Jeremías (Jr 30,15-18) y Ezequiel (Ez 36,33). Pero queda establecido que lo que más vale es aquel “sacrificio del espíritu” del hombre que pide humildemente perdón, movido por el espíritu divino que, gracias al arrepentimiento y a la oración, no le ha sido retirado (cf. Ps 51,13).

8. Como se puede ver por esta sucinta presentación de sus temas esenciales, el salmo Miserere es para nosotros no sólo un buen texto de oración y una indicación para la ascesis del arrepentimiento, sino también un testimonio acerca del grado de desarrollo alcanzado por el Antiguo Testamento en la concepción del “espíritu divino”, que conlleva un acercamiento progresivo a lo que será la revelación del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.

El salmo constituye, por tanto, una gran página en la historia de la espiritualidad del Antiguo Testamento, en camino, aunque sea entre sombras, hacia la nueva Jerusalén que será la sede del Espíritu Santo.

Saludos

17 Me es grato saludar cordialmente a las personas y grupos de peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. De modo especial, saludo a las profesoras y alumnas del Colegio “ Dulce Nombre de Jesús ”, de Oviedo, ciudad que con tanto cariño me acogió durante mi visita pastoral al Principado de Asturias. Asimismo saludo a los jóvenes chilenos de origen palestino, a la representación de la Coordinación de Investigación y Acción Social de Chile, así como a la delegación de la Unión Nacional de Padres de Familia de México.

Por ultimo, tengo el gusto también de dirigir mi más afectuoso saludo al grupo de alumnas de varios colegios católicos de Panamá, nación que ha estado constantemente viva en la plegaria del papa a lo largo de los recientes acontecimientos. Como recuerdo de vuestra presencia en este encuentro os invito a todos, jóvenes y mayores, a tratar de descubrir más auténticamente el rostro vivificador de Cristo para ser sus fieles testigos en la sociedad durante este tiempo favorable de cuaresma y de vuestra vida.

A todos, en prenda de la constante asistencia divina, imparto mi bendición apostólica, que extiendo a vuestros seres queridos.



Marzo de 1990

Miércoles 14 de marzo de 1990

La acción sapiencial del Espíritu divino

1. La experiencia de los profetas del Antiguo Testamento pone de manifiesto de manera especial el vínculo existente entre la palabra y el espíritu. El profeta habla en nombre de Dios y gracias al Espíritu. La misma Escritura es palabra que viene del Espíritu, su registración de duración perenne. La Escritura es santa (“Sagrada”) por razón del Espíritu que, mediante la palabra oral o escrita, ejerce su eficacia.

Incluso en algunos que no son profetas, la intervención del espíritu suscita la palabra. Así en el primer libro de las Crónicas, donde se recuerda la adhesión a David de los “valientes” que reconocieron su realeza, se lee que “el espíritu revistió a Amasay, jefe de los Treinta (valientes), y le hizo dirigir a David las palabras: “¡Contigo!... ¡Paz, paz a ti! ¡Y paz a los que te ayuden, pues tu Dios te ayuda a ti!”. Y “David los recibió y los puso entre los jefes de sus tropas” (1Ch 12,19). Más dramático es otro caso, narrado en el segundo libro de las Crónicas, y que será recordado por Jesús (cf. Mt 23,25 Lc 11,51). Dicho episodio tiene lugar en un período de decadencia del culto en el templo y de caída en las tentaciones de la idolatría en Israel. Al no haber escuchado los israelitas a los profetas enviados por Dios para que volviesen a Él, “entonces el espíritu de Dios revistió a Zacarías, hijo del sacerdote Yehoyadá, el cual, presentándose delante del pueblo, les dijo: ‘así dice Dios: ¿Por qué traspasáis los mandamientos de Yahveh? No tendréis éxito; pues por haber abandonado a Yahveh, Él os abandonará a vosotros’. Mas ellos conspiraron contra Él, y por mandato del rey la apedrearon en el atrio de la Casa de Yahveh” (2Ch 24,20-21).

Son manifestaciones significativas de la conexión entre espíritu y palabra, presente en la mentalidad y en el lenguaje de Israel.

2. Otro vínculo análogo es el que existe entre espíritu y sabiduría, como aparece en el libro de Daniel, en boca del rey Nabucodonosor que, al narrar el sueño tenido y la explicación que le dio Daniel del mismo, reconoce al profeta como un hombre “en quien reside el espíritu de los dioses santos” (Da 4,5 cf. Da 4,6 Da 4,15 Da 5,11 Da 5,14), o sea, la inspiración divina, que también el Faraón en su tiempo reconoció en José por la sabiduría de sus consejos (cf. Gn 41,38-39). En su lenguaje pagano, el rey de Babilonia habla repetidamente de “espíritu de los dioses santos”, mientras que al final de su narración hablará de “Rey del Cielo” (Da 4,34), en singular. De cualquier forma, reconoce que un espíritu divino se manifiesta en Daniel, como dirá también el rey Baltasar: “He oído decir que en ti reside el espíritu de los dioses, y que hay en ti luz, inteligencia y sabiduría extraordinarias” (Da 5,14). Y el autor del libro subraya que “este mismo Daniel se distinguía entre los ministros y los sátrapas, porque había en él un espíritu extraordinario, y el rey se proponía ponerle al frente del reino entero” (Da 6,4).

Como se ve, la “sabiduría extraordinaria” y el “espíritu extraordinario” se le atribuyen a Daniel con justicia, atestiguando así la conexión de estas cualidades entre sí en el judaísmo del siglo II antes de Cristo, cuando el libro fue escrito para sostener la fe y la esperanza de los judíos perseguidos por Antíoco Epífanes.

18 3. En el libro de la Sabiduría, texto redactado casi en los umbrales del Nuevo Testamento, es decir, según algunos autores recientes, en la segunda mitad del siglo primero antes de Cristo, en ambiente helenístico, el vínculo entre la sabiduría y el espíritu se encuentra tan subrayado que casi se da una identificación. Desde el principio se lee que “la Sabiduría es un espíritu que ama al hombre” (Sg 1,6): se manifiesta y se comunica en virtud de un amor fundamental hacia la humanidad. Pero ese espíritu amigo no es ciego y no tolera el mal, aunque sea secreto, en los hombres. “En alma fraudulenta no entra la Sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado; pues el espíritu santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios... No deja sin castigo los labios del blasfemo; que Dios es testigo de sus sentimientos, observador veraz de su corazón, y oye cuanto dice su lengua” (Sg 1,4 Sg 1,6).

El Espíritu del Señor es, por tanto, un espíritu santo, que quiere comunicar su santidad, y realiza una función de educadora: “El espíritu santo que nos educa” (Sg 1,5). Se opone a la injusticia. No es un límite a su amor, sino una exigencia de este amor. En la lucha contra el mal se opone a todas las iniquidades, sin dejarse engañar nunca, porque no se le escapa nada, ni “la palabra más secreta” (Sg 1,11). En efecto, el espíritu “llena la tierra”: es omnipresente. “Y él, que todo lo mantiene unido, tiene conocimiento de toda palabra” (Sg 1,7). El efecto de su omnipresencia es el conocimiento de todas las cosas, aunque sean secretas.

Siendo un “espíritu que ama al hombre”, no pretende solamente vigilar a los hombres, sino también llenarlos de su vida y de su santidad. “No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera...” (Sg 1,13-14). La afirmación de esta positividad de la creación, en que se refleja el concepto bíblico de Dios como “Aquel que es” (Ex 3,14) y como Creador de todo el universo (cf. Gn 1,1 ss.), da un fundamento religioso a la concepción filosófica y a la ética de las relaciones con las cosas. Sobre todo, da inicio a un discurso sobre la suerte final del hombre, que ninguna filosofía podría sostener sin el apoyo de la revelación divina. San Pablo dirá luego que, si la muerte fue introducida por el pecado del hombre, Cristo vino como nuevo Adán para redimir al hombre del pecado y librarlo de la muerte (cf. Rm 5,12-21). El Apóstol añadirá que Cristo ha traído una nueva vida en el Espíritu Santo (cf. Rm 8,1 ss.), dando el nombre y, más aún, revelando la misión de la Persona divina envuelta en el misterio en las páginas del libro de la Sabiduría.

4. El Rey Salomón, que con un recurso literario suele ser presentado como autor de este libro, en cierto momento se dirige a sus colegas: “Oíd, pues, reyes...” (Sg 6,1) para invitarlos a acoger la sabiduría, secreto y norma de la realeza, y para explicar “qué es la Sabiduría...” (Sg 6,22). Él hace su elogio con una larga enumeración de las características del espíritu divino, que atribuye a la sabiduría, casi personificándola: “Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple...” (Sg 7,22-23). Son veintiuno los adjetivos calificativos (3x7), que consisten en vocablos tomados, en parte, de la filosofía griega y, en parte, de la Biblia. Veamos los más significativos.

Es un espíritu “inteligente”, es decir, no un impulso ciego, sino un dinamismo guiado por el conocimiento de la verdad; es un espíritu “santo”, porque no sólo quiere iluminar a los hombres, sino también santificarlos; es “único y múltiple”, de forma que puede insinuarse dondequiera; es “sutil”, y penetra todos los espíritus: su acción es, por tanto, esencialmente interior, como su presencia; es un espíritu “que todo lo puede, todo lo observa”, pero no constituye un poder tiránico o destructor, ya que es “bienhechor, amigo del hombre”, quiere su bien y tiende a “formar amigos de Dios”. El amor sostiene y dirige el ejercicio de su poder.

La sabiduría tiene, por consiguiente, las cualidades y ejerce las funciones tradicionalmente atribuidas al espíritu divino: “espíritu de sabiduría y de inteligencia..., etc.” (Is 11,2 ss.), porque con él se identifica en el fondo misterioso de la realidad divina.

5. Entre las funciones del Espíritu-Sabiduría está la de dar a conocer la voluntad divina: “¿Quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sg 9,17). El hombre, por sí mismo, no es capaz de conocer la voluntad divina “¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios?” (Sg 9,13). Por medio de su santo espíritu, Dios da a conocer su propia voluntad, su plan sobre la vida humana, mucho más profunda y seguramente que con la sola promulgación de una ley en fórmulas del lenguaje humano. Actuando desde dentro con el don del espíritu santo, Dios permite “enderezar los caminos de los moradores de la tierra. Así aprendieron los hombres lo que a ti te agrada, y gracias a la Sabiduría se salvaron” (Sg 9,18). Y en este punto el autor describe en diez capítulos la obra del Espíritu-Sabiduría en la historia, desde Adán hasta Moisés, la Alianza con Israel, la liberación, y la solicitud continua por el pueblo de Dios. Y concluye: “En verdad, Señor, que en todo engrandeciste a tu pueblo y le glorificaste, y no te descuidaste en asistirle en todo tiempo y en todo lugar” (Sg 19,22).

6. En esta evocación histórico-sapiencial surge un paso donde el autor recuerda, hablando al Señor, su espíritu omnipresente que ama y protege la vida del hombre. Esto vale también para los enemigos del pueblo de Dios y, en general, para los impíos, los pecadores. También en ellos está el espíritu divino de amor y de vida: “Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas” (Sg 11,26 Sg 12,1).

“Eres indulgente...”. Los enemigos de Israel hubieran podido ser castigados de modo mucho más terrible que como sucedió. Hubieran podido ser “aventados por el soplo de tu poder. Pero Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso” (Sg 11,20). El libro de la Sabiduría exalta la “moderación” de Dios y ofrece la razón: el espíritu de Dios no actúa sólo como soplo poderoso, capaz de destruir a los culpables, sino como espíritu de sabiduría que quiere la vida, y así revela su amor. “Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho ¿Y cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado?” (Sg 11,23-25).

7. Nos encontramos en el vértice de la filosofía religiosa no sólo de Israel, sino de todos los pueblos antiguos. La tradición bíblica, ya expresada en el Génesis, ofrece aquí una respuesta a las grandes cuestiones no resueltas ni siquiera por la cultura griega. Aquí la misericordia de Dios se funde con la verdad de su creación de todas las cosas: la universalidad de la creación comporta la universalidad de la misericordia. Y todo en virtud del amor eterno con que Dios ama a todas sus criaturas: amor en el que nosotros ahora reconocemos la persona del Espíritu Santo.

El libro de la Sabiduría ya nos hace entrever este Espíritu-Amor que, como la Sabiduría, toma los rasgos de una persona, con las siguientes características: espíritu que conoce todo y que da a conocer a los hombres los planes divinos; espíritu que no puede aceptar el mal; espíritu que, a través de la sabiduría, quiere conducir a todos a la salvación; espíritu de amor que quiere la vida; espíritu que llena el universo con su benéfica presencia.

Saludos

19 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a las personas de América Latina y España presentes en esta Audiencia. Me es grato saludar de modo especial a las Religiosas Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación que, con su presencia en este encuentro, desean reiterar su filial adhesión al Sucesor de Pedro. Os aliento a dejaros conducir en todo momento por el Espíritu de la verdad, que guía y protege a la Iglesia, esposa fiel de Cristo.

Asimismo dirijo mi más afectuoso saludo a los profesores y a los alumnos de los colegios españoles “ Virgen de Europa ”, de Madrid, y “ Nuestra Señora de la Consolación ”, de Castellón, a quienes invito a acoger en sus corazones a Cristo, verdadero “ camino, verdad y vida ”.

A todos los presentes imparto complacido mi bendición apostólica, que extiendo a vuestros seres queridos.



Miércoles 21 de marzo de 1990

El Espíritu divino y el Siervo

1. No sería completo el análisis de las alusiones al Espíritu Santo que se pueden encontrar en los diversos libros del Antiguo Testamento, aunque en términos no muy precisos aún por lo que se refiere a su persona divina, si no dedicásemos alguna consideración a un texto de Isaías (Deutero-Isaías), en el que se afirma la relación existente entre el espíritu divino y el “Siervo de Yahveh”. En la figura de este Siervo se resumen las distintas formas de acción ?profética, mesiánica y santificadora? que hemos expuesto en las catequesis precedentes.

La relación está afirmada en el versículo con que comienza el primero de los cuatro así llamados “cantos del Siervo del Señor”, cargados de lirismo y vibrantes de profecía. Dice así: “He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42,1). Desde el principio, por tanto, se afirma que la misión del Siervo es obra del espíritu de Dios que ha sido puesto sobre él. Como sucedió con los jueces, jefes carismáticos del pueblo en los tiempos antiguos (cf. Jc Jg 3,10), y con los primeros reyes, Saúl y David (cf. 1S 9,17 1S 10,9-10 1S 16,12-13 Is 11,1-2), la elección del Siervo va acompañada por una efusión del Espíritu, de forma que se puede observar una relación entre lo que se afirma del Siervo del Señor y lo que había dicho Isaías del “retoño” que debía “brotar del tronco de Jesé”, es, decir, de la estirpe de David: “Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh” (Is 11,2). En el canto citado existe una novedad, que consiste en atribuir al personaje anunciado la cualidad de Siervo.Esta cualidad no elimina la de rey tradicionalmente reconocida al Mesías, pero sin duda revela una nueva orientación de la esperanza mesiánica, que es fruto del influjo del Espíritu.

2. Inmediatamente después de haber dicho del Siervo: “He puesto mi espíritu sobre él”, Dios declara: “Dictará ley (juicio) a las naciones” (Is 42,1). Es un texto de gran importancia. Evidentemente el Siervo es presentado como un profeta, elegido y predestinado por Dios (cf. v. 6; Jr 1,5), animado por su espíritu, revestido de una misión, que consiste en “proclamar el derecho con firmeza” (Is 42,3), sin desalentarse a pesar de la oposición (v. 4).

Sin embargo, esta firmeza no será dureza. Más aún, bajo el impulso y la guía del espíritu, el Siervo-profeta tendrá un comportamiento de mansedumbre (“No vociferará ni alzará el tono”, v. 2) y de indulgencia misericordiosa: “Caña quebrada no partirá y mecha mortecina no apagará” (v. 3). El profeta Jeremías había recibido la misión de “extirpar y destruir, perder y derrocar” (Jr 1,10). Nada semejante sucede en la misión del Siervo del Señor, manso y humilde de corazón.

A la mansedumbre se encuentra unida una actitud de apertura universal. El Siervo del Señor anunciará la justicia a todas las naciones y difundirá su doctrina hasta las “islas”, es decir, hasta los países más lejanos (Is 42,1 Is 42,4). En efecto, en el segundo canto, el Siervo interpela a todas las gentes, diciendo: “¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos!” (49, 1) y Dios reafirma la dimensión universal de la misión que le confía: “Poco es que seas mi siervo, para levantar las tribus de Jacob y hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (49, 6). Esa universalidad va más allá de la del mensaje de los demás profetas.

20 Además, en la figura del Siervo hay algo de trascendente, que permite identificarlo con su misión. Él es proclamado “alianza del pueblo” y “luz de las gentes” en su misma persona. Dios le dice: “Yo, Yahveh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (42, 6). Ningún simple profeta hubiera podido presumir tanto.

3. La figura del Siervo trazada en el poema de Isaías no es sólo profética, sino también mesiánica.Si su misión es la de “implantar en la tierra el derecho” (
Is 42,4), esta tarea pertenece a un rey. El profeta anuncia la justicia; el rey debe implantar esta justicia. Según el salmo 71/72, en el que la tradición judía y cristiana ha visto retratado al rey mesiánico preanunciado por los profetas (cf. Is 9,5 Is 11,1-5 Za 9,9), ésta es la función esencial del rey, que es implorada de Dios: “Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo de rey tu justicia: que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes” (Sal 71/72, 1-2). Y el mismo Isaías, en su oráculo acerca del rey davídico sobre el que “reposará el espíritu del Señor”, afirmaba de él: “Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Is 11,4).

El Siervo sobre el que “Dios ha puesto su espíritu”, según el canto, tiene la misión que compete al rey mesiánico: librar al pueblo. Él mismo ha sido establecido “como alianza del pueblo y luz de las gentes”, para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en tinieblas (cf. Is 42,6-7 Is 49,8-9 Lc 1,79). Esta misión, que es propia de un príncipe y rey, en el caso del Mesías es realizada con la fuerza del Señor, como el Siervo proclama en su segundo canto: “Mi Dios era mi fuerza” (49, 5) y en el tercero: “Pues que Yahveh habría de ayudarme para que no fuese insultado” (50, 7). Esta fuerza de acción en la misión real del Siervo es el espíritu divino, que Isaías, en un oráculo mesiánico, pone en relación estrecha con la “justicia” que es necesario hacer a los débiles y a los oprimidos: “Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh... Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Is 11,2 Is 11,4).

4. En los dos primeros cantos del Siervo, Dios habla de la “salvación” y de la “justicia”. En el tercero y en el cuarto, el concepto de “salvación” es completado con aspectos nuevos, especialmente significativos con vistas a la futura pasión de Cristo (cf. Is 50,4-11 Is 52, 13-53, Is 12). Ante todo, se nota que la mansedumbre, que caracteriza la misión del Siervo, se manifiesta con su docilidad a Dios y su paciencia frente a los perseguidores: “El Señor Yahveh me ha abierto el oído, y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban” (Is 50,5-6). “Fue oprimido, y él se humilló, y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado” (Is 53,7). Bastan estos dos textos para iluminarnos acerca de la perfecta disponibilidad en la oblación de sí, a la que el Espíritu divino debía llevar al Siervo-Mesías por el camino de la mansedumbre (cf. Is 42,2). Cuando Juan Bautista señalaba a Jesús a la muchedumbre como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), tal vez se hacía eco del cuarto canto del Siervo de Yahveh.

5. Pero en este canto hay mucho más. La misión del Siervo se presenta a una nueva luz: “llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (Is 53,12). La perspectiva ya trazada por Isaías: “Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra” (Is 11,4), se halla aquí transformada en una obra de “justificación” o santificación mediante el sacrificio: “Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él soportará” (Is 53,11). Hasta eso será llevado el Siervo de Yahveh por el espíritu presente en él, que, como hemos visto ya, es espíritu de “santidad”.

Más aún: el triunfo definitivo del Siervo es anunciado al inicio del cuarto canto: “He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Is 52,13); y, luego, hacia el final: “Le daré su parte entre los grandes” (Is 53,12). Pero este triunfo, que en la profecía, como en la historia, garantiza el cumplimiento de la esperanza mesiánica, se realizará por un camino sorprendente para quien soñaba un acontecimiento triunfal del rey mesiánico: el camino del dolor y, como sabemos, de la cruz.

6. De todo el cuarto canto vemos emerger la figura de un Siervo que es “varón de dolores” (Is 53,3), inmerso en un mar de sufrimiento físico y moral, por causa de un misterioso plan de Dios, que tiende a la glorificación del mismo Siervo (52, 13). El Siervo del Señor “ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (53, 5). Este es el camino que había sido llamado a recorrer el elegido, sobre el que se había posado el Espíritu del Señor (42, 1).

Estamos en la paradoja de la cruz, que aparece así en contraste con las expectativas de un mesianismo triunfalista, así como con las pretensiones de una inteligencia ávida de demostraciones racionales. San Pablo no duda en definirla: “escándalo para los judíos, necedad para los paganos”. Pero, por ser obra de Dios, es necesario el Espíritu de Dios para captar su valor. Por eso el Apóstol proclama: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1Co 2,11-12).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más cordial saludo se dirige ahora a todas las personas, así como a los peregrinos de América Latina y de España presentes en esta Audiencia.

21 De modo particular, me es grato saludar a las Religiosas Carmelitas Misioneras, a quienes animo a mantener vivo el seguimiento de Cristo, del Cristo obediente, casto y pobre, de acuerdo con la rica espiritualidad carmelitana, que tantos frutos ha dado a la Iglesia. Asimismo saludo afectuosamente a los profesores y alumnos del Colegio “ Nuestra Señora de la Consolación ” de Castellón (España), al grupo de jóvenes de Panamá, y a la peregrinación organizada por la Caja de Ahorros de Ávila. Agradezco vuestra cariñosa acogida y, como recuerdo de vuestra presencia en este encuentro, os exhorto a estar cerca de Cristo, con la plegaria y el sacrificio en este tiempo cuaresmal. A los Caballeros y a las Damas de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, de la nación española, que, después de haber visitado lo Santos Lugares, a los que están tan íntimamente vinculados, han querido saludar al Papa, agradezco el filial gesto, mientras les animo a afirmar los nobles ideales cristianos de su Orden en la sociedad española.

A todos los aquí presentes de lengua española, así como a sus seres queridos imparto mi bendición apostólica.






Audiencias 1990 15