Audiencias 1990 21

Miércoles 28 de marzo de 1990

La revelación del Espíritu Santo en Cristo

1. En las catequesis anteriores hemos puesto de relieve que de toda la tradición veterotestamentaria afloran referencias, indicios, alusiones a la realidad del Espíritu divino, que parecen casi un preludio de la revelación del Espíritu Santo como persona, como se tendrá en el Nuevo Testamento. En realidad, sabemos que Dios inspiraba y guiaba a los autores sagrados de Israel, preparando la revelación definitiva que realizaría plenamente Cristo y que Él entregaría a los Apóstoles para que la predicasen y difundiesen en todo el mundo.

En el Antiguo Testamento existe, pues, una revelación inicial y progresiva, referente no sólo al Espíritu Santo, sino también al Mesías-Hijo de Dios, a su acción redentora y a su Reino. Esta revelación hace aparecer una distinción entre Dios Padre, la eterna Sabiduría que procede de Él y el Espíritu potente y benigno, con el que Dios actúa en el mundo desde la creación y guía la historia según su designio de salvación.

2. Sin duda no se trataba aún de una manifestación clara del misterio divino. Pero era ciertamente una especie de propedéutica en la futura revelación, que Dios mismo iba desarrollando en la fase de la Antigua Alianza mediante “la Ley y los Profetas” (cf. Mt 22,40 Jn 1,45) y la misma historia de Israel, puesto que “omnia in figura contingebant illis”: “todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1Co 10,11 1P 3,21 He 9,24).

De hecho, en los umbrales del Nuevo Testamento hallamos algunas personas como José, Zacarías, Isabel, Ana, Simeón y sobre todo María, que ?gracias a la iluminación interior del Espíritu? saben descubrir el verdadero sentido del adviento de Cristo al mundo.

La referencia que los evangelistas Lucas y Mateo hacen al Espíritu Santo, por estos piadosísimos representantes de la Antigua Alianza (cf. Mt 1,18 Mt 1,20 Lc 1,15 Lc 1, Lc 41 Lc 67 Lc 2,26-27), es la documentación de un vínculo y, podemos decir, de un paso del Antiguo al Nuevo Testamento, reconocido luego plenamente a la luz de la revelación de Cristo y después de la experiencia de Pentecostés. Es significativo el hecho de que los Apóstoles y Evangelistas empleen el término “Espíritu Santo” para hablar de la intervención de Dios tanto en la encarnación del Verbo como en el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Merece destacar que en ambos momentos, en el centro del cuadro descrito por Lucas está María, virgen y madre, que concibe a Jesús por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35 Mt 1,18), y permanece en oración con los Apóstoles y los otros primeros miembros de la Iglesia en espera del mismo Espíritu (cf. Ac 1,14).

3. Jesús mismo ilustra el papel del Espíritu cuando aclara a los discípulos que sólo con su ayuda será posible penetrar a fondo en el misterio de su persona y de su misión: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,13-14). Así, pues, el Espíritu Santo es el que hace captar la grandeza de Cristo, y de este modo “da gloria” al Salvador. Pero es también el Espíritu el que hace descubrir el propio papel en la vida y en la misión de Jesús.

Es un punto de gran interés sobre el cual deseo atraer vuestra atención con esta nueva serie de catequesis.

22 Si anteriormente hemos ilustrado las maravillas del Espíritu Santo anunciadas por Jesús y verificadas en Pentecostés y en el primer camino de la Iglesia en la historia, ha llegado el momento de subrayar que la primera y suprema maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y hacia esta maravilla queremos dirigir ahora nuestra mirada.

4. En realidad, hemos reflexionado ya sobre la persona, la vida y la misión de Cristo en las catequesis cristológicas; pero ahora podemos reanudar sintéticamente ese razonamiento en clave pneumatológica, es decir, a la luz de la obra realizada por el Espíritu Santo en el Hijo de Dios hecho hombre.

Tratándose del “Hijo de Dios”, en la enseñanza catequística se habla de Él después de haber considerado a “Dios-Padre”, y antes de hablar del Espíritu Santo, que “procede del Padre y del Hijo”. Por esto la Cristología precede a la Pneumatología. Y es justo que sea así, porque también bajo el aspecto cronológico, la revelación de Cristo en nuestro mundo ocurrió antes de la efusión del Espíritu Santo, que formó a la Iglesia el día de Pentecostés. Más aún, dicha efusión fue el fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre.

5. Y sin embargo, parece imponerse ?como hacen observar justamente los orientales? una integración pneumatológica de la Cristología, por el hecho de que el Espíritu Santo se halla en el origen mismo de Cristo como Verbo encarnado venido al mundo “por obra del Espíritu Santo”, como dice el Símbolo.

Ha existido una presencia suya decisiva en el cumplimiento del misterio de la Encarnación, hasta el punto que, si queremos recoger y enunciar más completamente este misterio, no nos basta decir que el Verbo se hizo carne: hay que subrayar también ?como ocurre en el Credo? el papel del Espíritu en la formación de la humanidad del Hijo de Dios en el seno virginal de María. De esto hablaremos. Y sucesivamente trataremos de seguir la acción del Espíritu Santo en la vida y en la misión de Cristo: en su infancia, en la inauguración de la vida pública mediante el bautismo, en la permanencia en el desierto, en la oración, en la predicación, en el sacrificio y, finalmente, en la resurrección.

6. Del examen de los textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de Cristo para explicar el Jesús del Evangelio. El Espíritu Santo ha dejado la impronta de la propia personalidad divina en el rostro de Cristo.

Por ello, toda profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización del conocimiento del Espíritu Santo. “Saber quién es Cristo” y “saber quién es el Espíritu”: son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen mutuamente.

Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a los Efesios cuando desea los creyentes que sean “fortalecidos” por el Espíritu del Padre en el hombre interior, para ser capaces de “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (cf.
Ep 3,16-19). Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor ?como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana? tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y de vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los diversos grupos de América Latina y España, a quienes agradezco su presencia en esta Audiencia.

23 De modo especial, me es grato saludar a las Religiosas Escolapias y a las Hijas de Jesús, a las que, como recuerdo de su presencia en Roma, aliento a mantener inquebrantable la fe, viva la esperanza y solícita la caridad; así seréis lámparas ardientes en la Iglesia y en el mundo. Dirijo también mi más afectuoso saludo a las alumnas de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, de Córdoba y a las del Colegio “ Mater Salvatoris ” de Aravaca (Madrid), así como a los estudiantes del Instituto “ Angel Ganivet ”, de Granada, y del Colegio-Liceo de “ San Fernando ” (Cádiz). En vosotros, amadísimos jóvenes, veo el rostro de tantos coetáneos vuestros de España que me acompañaron en mi peregrinación a Santiago de Compostela el pasado mes de agosto. Os recuerdo, lo que ya dije en aquella ocasión; si Jesús, el Amigo por excelencia de la juventud, se presenta a la puerta de vuestros corazones para deciros: “ Seguidme ”, no tengáis miedo; decidle “ sí, Señor ”. El os recompensará abundantemente.

A vosotros y a todos los aquí presentes de lengua española, imparto complacido mi bendición apostólica.





Abril de 1990

Miércoles 4 de abril de 1990

Misterio de la Encarnación.

El Espíritu Santo y María en la concepción virginal de Jesús

1. Todo el “evento” de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu Santo, como se dijo en la catequesis anterior. Por esto, una lectura correcta y profunda del “evento” de Jesucristo ?y de cada una de sus etapas? es para nosotros el camino privilegiado para alcanzar el pleno conocimiento del Espíritu Santo. La verdad sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre todo en la vida del Mesías: de Aquel que fue “consagrado con el Espíritu” (cf. Ac 10,38). Es una verdad especialmente clara en algunos momentos de la vida de Cristo, sobre los cuales reflexionaremos también en las catequesis sucesivas. El primero de estos momentos es la misma Encarnación, es decir, la venida al mundo del Verbo de Dios, que en la concepción asumió la naturaleza humana y nació de María por obra del Espíritu Santo: “Conceptus de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine”, como decimos en el Símbolo de la fe.

2. Es el misterio encerrado en el hecho del que nos habla el evangelio en las dos redacciones de Mateo y de Lucas, a las que acudimos como fuentes substancialmente idénticas, pero a la vez complementarias. Si se atiende al orden cronológico de los acontecimientos narrados se tendría que comenzar por Lucas; pero para la finalidad de nuestra catequesis es oportuno tomar como punto de partida el texto de Mateo, en el cual se da la explicación formal de la concepción y del nacimiento de Jesús (quizá en relación con las primeras habladurías que circulaban en los ambientes judíos hostiles). El Evangelista escribe: “La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18). El Evangelista añade que a José le informó de este hecho un mensajero divino: “El Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo’” (Mt 1,20).

La intención de Mateo es, por tanto, afirmar de modo inequivocable el origen divino de ese hecho, que él atribuye a la intervención del Espíritu Santo. Esta es la explicación que hizo texto para las comunidades cristianas de los primeros siglos, de las cuales provienen tanto los Evangelios como los símbolos de la fe, las definiciones conciliares y las tradiciones de los Padres.

A su vez, el texto de Lucas nos ofrece una precisión sobre el momento y el modo en el que la maternidad virginal de María tuvo origen por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1,26-38). He aquí las palabras del mensajero, que narra Lucas: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).

3. Entretanto notamos que la sencillez, viveza y concisión con las que Mateo y Lucas refieren las circunstancias concretas de la Encarnación del Verbo, de la que el prólogo del IV Evangelio ofrecerá después una profundización teológica, nos hacen descubrir qué lejos está nuestra fe del ámbito mitológico al que queda reducido el concepto de un Dios que se ha hecho hombre, en ciertas interpretaciones religiosas, incluso contemporáneas. Los textos evangélicos, en su esencia, rebosan de verdad histórica por su dependencia directa o indirecta de testimonios oculares y sobre todo de María, como de fuente principal de la narración. Pero, al mismo tiempo, dejan trasparentar la convicción de los Evangelistas y de las primeras comunidades cristianas sobre la presencia de un misterio, o sea, de una verdad revelada en aquel acontecimiento ocurrido “por obra del Espíritu Santo”. El misterio de una intervención divina en la Encarnación, como evento real, literalmente verdadero, si bien no verificable por la experiencia humana, más que en el “signo” (cf. Lc 2,12) de la humanidad, de la “carne”, como dice Juan (1, 14), un signo ofrecido a los hombres humildes y disponibles a la atracción de Dios. Los Evangelistas, la lectura apostólica y post-apostólica y la tradición cristiana nos presentan la Encarnación como evento histórico y no como mito o como narración simbólica. Un evento real, que en la “plenitud de los tiempos” (cf. Ga 4,4) actuó lo que en algunos mitos de la antigüedad podía presentirse como un sueño o como el eco de una nostalgia, o quizá incluso de un presagio sobre una comunión perfecta entre el hombre y Dios. Digamos sin dudar: la Encarnación del Verbo y la intervención del Espíritu Santo, que los autores de los evangelios nos presentan como un hecho histórico a ellos contemporáneo, son consiguientemente misterio, verdad revelada, objeto de fe.

24 4. Nótese la novedad y originalidad del evento también en relación con las escrituras del Antiguo Testamento, las cuales hablaban sólo de la venida del Espíritu (Santo) sobre el futuro Mesías: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11,1-2); o bien: “El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh” (Is 61,1). El evangelio de Lucas habla, en cambio, de la venida del Espíritu Santo sobre María, cuando se convierte en la Madre del Mesías. De esta novedad forma parte también el hecho de que la venida del Espíritu Santo esta vez atañe a una mujer, cuya especial participación en la obra mesiánica de la salvación se pone de relieve. Resalta así al mismo tiempo el papel de la Mujer en la Encarnación y el vínculo entre la Mujer y el Espíritu Santo en la venida de Cristo. Es una luz encendida también sobre el misterio de la Mujer, que se deberá investigar e ilustrar cada vez más en la historia por lo que se refiere a María, pero también en sus reflejos en la condición y misión de todas las mujeres.

5. Otra novedad de la narración evangélica se capta en la confrontación con las narraciones de los nacimientos milagrosos que nos transmite el Antiguo Testamento (cf. por ejemplo, 1S 1,4-20 Jg 13,2-24). Esos nacimientos se producían por el camino habitual de la procreación humana, aunque de modo insólito, y en su anuncio no se hablaba del Espíritu Santo. En cambio, en la anunciación de María en Nazaret, por primera vez se dice que la concepción y el nacimiento del Hijo de Dios como hijo suyo se realizará por obra del Espíritu Santo. Se trata de concepción y nacimiento virginales, como indica ya el texto de Lucas con la pregunta de María al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). Con estas palabras María afirma su virginidad, y no sólo como hecho, sino también, implícitamente, como propósito.

Se comprende mejor esa intención de un don total de sí a Dios en la virginidad, si se ve en ella un fruto de la acción del Espíritu Santo en María. Esto se puede percibir por el saludo mismo que el ángel le dirige: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). El Evangelista también dirá del anciano Simeón que “este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2,25). Pero las palabras dirigidas a María dicen mucho más: afirman que Ella estaba “transformada por la gracia”, “establecida en la gracia”. Esta singular abundancia de gracia no puede ser más que el fruto de una primera acción del Espíritu Santo como preparación al misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo hace que María esté perfectamente preparada para ser la Madre del Hijo de Dios y que, en consideración de esta divina maternidad, Ella sea y permanezca virgen.Es otro elemento del misterio de la Encarnación que se trasluce del hecho narrado por los evangelios.

6. Por lo que se refiere a la decisión de María en favor de la virginidad nos damos cuenta mejor que se debe a la acción del Espíritu Santo si consideramos que en la tradición de la Antigua Alianza, en la que Ella vivió y se educó, la aspiración de las “hijas de Israel”, incluso por lo que se refiere al culto y a la Ley de Dios, se ponía más bien en el sentido de la maternidad, de forma que la virginidad no era un ideal abrazado e incluso ni siquiera apreciado. Israel estaba totalmente invadido del sentimiento de espera del Mesías, de forma que la mujer estaba psicológicamente orientada hacia la maternidad incluso en función del adviento mesiánico, la tendencia personal y étnica subía así al nivel de la profecía que penetraba la historia de Israel, pueblo en el que la espera mesiánica y la función generadora de la mujer estaban estrechamente vinculadas. Así, pues, el matrimonio tenía una perspectiva religiosa para las “hijas de Israel”.

Pero los caminos del Señor eran diversos. El Espíritu Santo condujo a María precisamente por el camino de la virginidad, por el cual Ella está en el origen del nuevo ideal de consagración total?alma y cuerpo, sentimiento y voluntad, mente y corazón? en el pueblo de Dios en la Nueva Alianza, según la invitación de Jesús, “por el Reino de los Cielos” (Mt 19,12). De este nuevo ideal evangélico hablé en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem (MD 20).

7. María, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, permanece como Virgen el insustituible punto de referencia para la acción salvífica de Dios. Tampoco nuestros tiempos, que parecen ir en otra dirección, pueden ofuscar la luz de la virginidad (el celibato por el Reino de Dios) que el Espíritu Santo ha inscrito de modo tan claro en el misterio de la Encarnación del Verbo. Aquel que, “concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen”, debe su nacimiento y existencia humana a aquella maternidad virginal que hizo de María el emblema viviente de la dignidad de la mujer, la síntesis de las dos grandezas, humanamente inconciliables?precisamente la maternidad y la virginidad? y como la certificación de la verdad de la Encarnación. María es verdadera madre de Jesús, pero sólo Dios es su padre, por obra del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más cordial saludo se dirige a los numerosos peregrinos llegados de América Latina y de España, a los que agradezco su presencia en esta Audiencia. De modo particular, me es grato saludar a los alumnos de los Colegios de las Madres Concepcionistas de Madrid, Barcelona y San Lorenzo de El Escorial. A vosotros, al igual que a los numerosos jóvenes españoles que os acompañan en este encuentro, os aliento, de cara al Triduo Pascual de la próxima semana, a poner toda vuestra atención espiritual en la persona de Cristo, el Señor. El os acompaña a lo largo de vuestra existencia, sobre todo en esta etapa de la juventud tan decisiva para vosotros. Que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, sea siempre vuestro punto de referencia.

A vosotros y a todos los aquí presentes de lengua española imparto complacido mi bendición apostólica.





Miércoles 11 de abril de 1990




25 1. En estos días santos meditamos sobre los acontecimientos que llevaron a Jesús al suplicio de la cruz. Según la narración evangélica, ya desde hacia tiempo el Señor había anunciado su sacrificio, con el fin de preparar a los discípulos para esa gran prueba. Tras la profesión de fe de Simón Pedro en Cesarea de Filipo, había revelado el plan misterioso del Padre: "El Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Mc 8,31).

El anuncio había sido tan inesperado que Pedro se negó a aceptarlo: no lograba comprender el misterio del Mesías doliente; cuando había manifestado su fe en Jesús, creía en un Mesías destinado al triunfo y a la gloria.

La protesta de Pedro: "¡De ningún modo te sucederá eso!" (Mt 16,22), se repite también hoy por parte de quienes quisieran que el sufrimiento no estuviese presente en el destino humano. Jesús hizo comprender claramente a su Apóstol que este modo de pensar no era "de Dios, sino de los hombres" (Mt 16,23). El plan del Padre estaba claro a los ojos de Jesús: el camino del sufrimiento y de la muerte era necesario. Y el sufrimiento debía ser no sólo físico, sino también moral por el rechazo de los jefes religiosos, el odio del pueblo y la fuga de los discípulos.

Jesús explicó un día, sin medias palabras, la razón de su venida a la tierra: "el Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45 Mt 20,28). Por eso, la cruz no fue un hecho casual en el camino seguido por Jesús, sino una realidad conscientemente querida para la redención de los hombres.

2. ¿Por qué este destino doloroso? Para librar al mundo del pecado. El Padre quería que el Hijo cargara con el peso de las consecuencias del pecado. Esta decisión nos hace comprender la gravedad del pecado, que no puede atenuarse, si se tienen en cuenta sus ruinosas consecuencias. El pecado, considerado como una ofensa hecha a Dios, no podía ser reparado más que por un Hombre-Dios.

Así, el Hijo, venido como Salvador, ofreció al Padre el homenaje perfecto de reparación y de amor, y obtuvo para los hombres el perdón de los pecados y la comunicación de la vida divina. Este sacrificio ha tenido lugar una vez para siempre en la historia humana, y tiene valor salvífico para los hombres de todos los tiempos y lugares. Es el sacrificio que se renueva en toda eucaristía, pero mañana sobre todo lo haremos nuevamente presente, realizan do lo que Cristo hizo en la Última Cena.

En el Salvador crucificado contemplamos a Aquel que se inmoló por nuestra salvación. "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13).

Esta inmolación encierra una gran enseñanza para todos nosotros, pues nos muestra que el amor alcanza su culmen mediante el sufrimiento. Dado que Cristo ha querido asociarnos a su misión redentora, estamos llamados también nosotros a compartir su cruz. Los sufrimientos, que no faltan en nuestra vida, están destinados a unirse al único sacrificio de Cristo.

3. Nacido del amor, este sacrificio tiene una fecundidad inagotable. El sufrimiento podría parecer un obstáculo o una presencia destructiva. El suplicio de la cruz, que puso fin a la vida de Jesús, podía aparecer como el fracaso de su misión. Sin embargo, en ella el Salvador ha llevado a cumplimiento esta misión, según sus mismas palabras: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).

El sacrificio ha dado a la humanidad frutos abundantes de vida. Un episodio del Calvario, referido por san Juan, nos permite comprenderlo mejor: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19,34). El costado abierto de Jesús crucificado ha atraído la mirada contemplativa de muchos, como había ya predicho el profeta Zacarías: "Mirarán a aquel a quien traspasaron" (Za 12,10 Jn 19,37). El próximo Viernes Santo dirigiremos nuestra mirada hacia el Corazón desgarrado de Cristo, signo de un amor dado definitivamente a la humanidad. Este amor se ha convertido en fuente de aquella gracia que se halla simbolizada por la sangre y el agua del costado. Con muchos comentadores podemos reconocer en la sangre y en el agua el inicio de los "ríos de agua viva" prometidos por el Salvador (Jn 7,37-38).

El amor fecundo, que se manifiesta en el sacrificio, muestra que la cruz no ha sido una derrota para Cristo, sino una victoria. Es el triunfo definitivo sobre los poderes del mal; el triunfo del amor humilde sobre el odio y la violencia. Es el triunfo que llama a la fe y a la esperanza. "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32).

26 4. La victoria se manifiesta en la resurrección. Cuando Jesús predice su pasión y su muerte, no deja de considerarlas en la perspectiva de la resurrección. No se limita a anunciar que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y morir; añade que es necesario que el Hijo del hombre resucite al tercer día. La resurrección es inseparable de la muerte y le da su verdadero significado. El itinerario de la cruz tiene como punto de llegada el triunfo glorioso.

Jesús anuncia a sus discípulos que tendrán parte en su pasión, pero también en su triunfo: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis... pero vuestra tristeza se convertirá en gozo" (
Jn 16,20).

En esta semana santa, participando en la Pasión de Cristo, recordemos que ésta concluye con la resurrección. El acontecimiento glorioso de la Pascua supera toda tristeza y nos ayuda a apreciar mejor el misterioso plan divino que, asociándonos estrechamente a Cristo Redentor, del sufrimiento hace brotar para nosotros una alegría plena y perfecta.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi más afectuoso saludo se dirige a los numerosos peregrinos llegados de distintos lugares de España y de América Latina para estar presentes en esta Audiencia. De modo especial, me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los alumnos de los centros educativos mexicanos “ Lestonac ” y “ México ”.

A vosotros, al igual que a los demás participantes de lengua española en este Encuentro, os aliento a vivir con profunda fe la liturgia del Triduo Pascual, para que Cristo “ nuestra pascua ” os colme de abundantes gracias.

A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.





Miércoles 18 de abril de 1990

El Espíritu Santo y María, tipo de la relación personal entre Dios y todo hombre

Amadísimos hermanos:

27 Resuena en estos días el canto pascual del aleluya, de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte.

Sí. ¡Cristo en verdad ha resucitado!

En este clima de renacimiento espiritual, os exhorto a dejaros penetrar por el Misterio de la Pascua, acontecimiento salvífico fundamental de nuestra fe cristiana. Ojalá que, así como ese misterio ilumina con renovado fulgor las vicisitudes de la vida y el camino de toda la humanidad, ilumine también vuestros corazones.

Jesús, el Resucitado, da la paz, da su Espíritu, principio de la vida nueva que conduce a los creyentes por el camino de la santidad.

Por esto, llenaos de gozo profundo “mientras alcanzais la meta de vuestra fe, la salvación de las almas” (
1P 1,9).
* * *


1. Ya hemos visto que de una correcta y profunda lectura del “acontecimiento” de la Encarnación destaca, junto con la verdad sobre Cristo Hombre-Dios, también la verdad sobre el Espíritu Santo. La verdad sobre Cristo y la verdad sobre el Espíritu Santo constituyen el único misterio de la Encarnación, tal como nos es revelado en el Nuevo Testamento y en especial ?como hecho histórico y biográfico, cargado de reconocida verdad? en la narración de Mateo y de Lucas sobre la concepción y el nacimiento de Jesús. Lo reconocemos en la profesión de fe en Cristo, eterno Hijo de Dios, cuando decimos que se hizo hombre mediante la concepción y el nacimiento de María “por obra del Espíritu Santo”.

Este misterio aflora en la narración que el evangelista Lucas dedica a la anunciación de María, como acontecimiento que tuvo lugar en el contexto de una profunda y sublime relación personal entre Dios y María. La narración arroja luz también sobre la relación personal que Dios quiere entablar con todo hombre.

2. Dios, que ha creado y mantiene en vida a todos los seres, según la naturaleza de cada uno, se hace presente “de un modo nuevo” a todo hombre que se abre y le acoge recibiendo el don de la gracia por el cual puede conocerlo y amarlo sobrenaturalmente, como Huésped del alma convertida en su templo santo (cf. santo Tomás, Summa Theologica, I 8,3, ad 4; I 38,1 I 43,3). Pero Dios realiza una presencia aún más alta y perfecta ?y casi única? en la humanidad de Cristo, uniéndola a Sí en la persona del eterno Verbo-Hijo (cf. santo Tomás, Summa Theologica, I 8,3, ad 4; III 2,2). Se puede decir que Dios realiza una unión y una presencia especial y privilegiada en María en la Encarnación del Verbo, en la concepción y en el nacimiento de Jesucristo, de quien sólo Él es el padre. Es un misterio que se vislumbra cuando se considera la Encarnación en su plenitud.

3. Volvamos a reflexionar sobre la página de Lucas que describe y documenta una relación personalísima de Dios con la Virgen, a la que su mensajero comunica la llamada a ser la Madre del Mesías Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Por una parte, Dios se comunica a María en la Trinidad de las Personas, que un día Cristo dará a conocer más claramente en su unidad y distinción. El ángel Gabriel, en efecto, le anuncia que por voluntad y gracia de Dios concebirá y dará a luz a Aquel que será reconocido como Hijo de Dios, y que eso tendrá lugar por obra ?es decir, en virtud? del Espíritu Santo, que descendiendo sobre ella hará que se convierta en la Madre humana de este Hijo. El término “Espíritu Santo” resuena en el alma de María como el nombre propio de una Persona: esto constituye una “novedad” en relación con la tradición de Israel y los escritos del Antiguo Testamento, y es un adelanto de revelación para ella, que es admitida a una percepción, por lo menos oscura, del misterio trinitario.

4. En particular, el Espíritu Santo, tal como se nos da a conocer en las palabras de Lucas, reflejo del descubrimiento que de Él hizo María, aparece como Aquel que, en cierto sentido, “supera la distancia” entre Dios y el hombre. Es la Persona en la que Dios se acerca al hombre en su humanidad para “donarse” a él en la propia divinidad, y realizar en el hombre ?en todo hombre? un nuevo modo de unión y de presencia (cf. santo Tomás, Summa Theologica, I 43,3). María es privilegiada en este descubrimiento por razón de la presencia divina y de la unión con Dios que se da en su maternidad. En efecto, con vistas a esa altísima vocación, se le concede la especial gracia que el ángel le reconoce en su saludo (cf. Lc 1,28). Y todo es obra del Espíritu Santo, principio de la gracia en todo hombre.

28 En María el Espíritu Santo desciende y obra ?hablando cronológicamente? ya antes de la Encarnación, es decir, desde el momento de su inmaculada concepción. Pero esto tiene lugar en orden a Cristo, su Hijo, en el ámbito supra-temporal del misterio de la Encarnación. La concepción inmaculada constituye para ella, de forma anticipada, la participación en los beneficios de la Encarnación y de la Redención, como culmen y plenitud del “don de sí” que Dios hace al hombre. Y esto se realiza por obra del Espíritu Santo. En efecto, el ángel dice a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).

5. En la página de Lucas, entre otras estupendas verdades, se encuentra el hecho de que Dios espera un acto de consentimiento de parte de la Virgen de Nazaret. En los libros del Antiguo Testamento que refieren nacimientos en circunstancias extraordinarias, se trata de padres que por su edad no podían ya engendrar la descendencia deseada. Desde el caso de Isaac, nacido en la avanzada vejez de Abraham y de Sara, se llega a los umbrales del Nuevo Testamento con Juan Bautista, nacido de Zacarías e Isabel, que también se encontraban en edad avanzada.

En la Anunciación a María sucede algo totalmente diverso. María se ha entregado completamente a Dios en la virginidad. Para convertirse en la Madre del Hijo de Dios, no ha de hacer más que lo que se le pide: dar su consentimiento a lo que el Espíritu Santo obrará en ella con su poder divino.

Por eso la Encarnación, obra del Espíritu Santo, incluye un acto de libre voluntad de parte de María, ser humano. Un ser humano (María) responde consciente y libremente a la acción de Dios: acoge el poder del Espíritu Santo.

6. Al pedir a María una respuesta consciente y libre, Dios respeta en ella y, más aún, lleva a la máxima expresión la “dignidad de la causalidad” que Él mismo da a todos los seres y especialmente al ser humano. Y, por otra parte, la hermosa respuesta de María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38) es ya, en sí misma, un fruto de la acción del Espíritu Santo en ella: en su voluntad, en su corazón. Es una respuesta dada por la gracia y en la gracia, que viene del Espíritu Santo. Pero no por esto deja de ser la auténtica expresión de su libertad de creatura humana, un acto consciente de libre voluntad. La acción interior del Espíritu Santo va orientada a hacer que la respuesta de María ?y de todo ser humano llamado por Dios? sea precisamente la que debe ser, y exprese del modo más completo posible la madurez personal de una conciencia iluminada y piadosa, que sabe donarse sin reserva. Esta es la madurez del amor. El Espíritu Santo, donándose a la voluntad humana como Amor (increado), hace que en el sujeto nazca y se desarrolle el amor creado que, como expresión de la voluntad humana, constituye al mismo tiempo la plenitud espiritual de la persona. María da esta respuesta de amor de modo perfecto, y se convierte, por eso, en el tipo luminoso de la relación personal entre Dios y todo hombre.

7. El “acontecimiento” de Nazaret, descrito por Lucas en el evangelio de la anunciación, es, por consiguiente, una imagen perfecta ?y, podemos decir, el “modelo”?de la relación Dios-Hombre. Dios quiere que, en todo hombre, esta relación se funde en el don del Espíritu Santo, pero también en una madurez personal. En los umbrales de la Nueva Alianza, el Espíritu Santo hace a María un don de inmensa grandeza espiritual y obtiene de ella un acto de adhesión y de obediencia en el amor, que es ejemplar para todos aquellos que son llamados a la fe y al seguimiento de Cristo, ahora que “la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). Después de la misión terrena de Jesús y después de Pentecostés, en toda la Iglesia del futuro se repetirá para cada hombre la llamada, el “don de sí” de parte de Dios, la acción del Espíritu Santo, que prolongan el acontecimiento de Nazaret, el misterio de la Encarnación. Y siempre será necesario que el hombre responda a la vocación y al don de Dios con aquella madurez personal que se ilumina con el “fiat” de la Virgen de Nazaret durante la Anunciación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Doy mi más cordial bienvenida a este encuentro a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, saludo a los numerosos grupos de jóvenes de diversos Colegios e Institutos españoles, a quienes exhorto a mantenerse siempre fieles a la fe cristiana, dando testimonio de ella en sus ambientes de estudio y de trabajo.

Igualmente saludo a las peregrinaciones de México, cuyo País, con la ayuda de Dios, tendré el gozo de visitar el próximo mes de mayo, mes de la Virgen.

Con mi más entrañable felicitación pascual, en la alegría del Señor Resucitado, imparto a todos la bendición apostólica.





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Miércoles 25 de abril de 1990


Audiencias 1990 21