Audiencias 1990 37

37 Lleno de fervor y entusiasmo fue el encuentro con los jóvenes, que me plantearon con gran espontaneidad sus preguntas; yo, por mi parte, les di las respuestas siempre válidas que es posible sacar de la palabra de Cristo.

4. El inmediato contacto con la población maltesa me permitió darme cuenta de la bravura y de la nobleza de esta gente, que en su historia plurisecular pudo asimilar los valores de civilizaciones diversas: de la civilización fenicia a la romana, de la civilización bizantina a la árabe. En 1530 pusieron su sede en Malta los Caballeros de la orden de san Juan de Jerusalén, quienes la embellecieron y fortificaron, haciendo de ella un baluarte contra todo embate y asalto externo. Se sabe que esta orden permaneció en la isla hasta el fin del siglo XVIII, y sucesivamente se dieron diversas dominaciones. El año 1964, Malta obtuvo su independencia.

Como testimonio de tantos acontecimientos quedan los majestuosos edificios y los espléndidos templos, que aportan una nota de suntuosidad al panorama pintoresco de la isla. La población actual se eleva a unos 350.000 habitantes, que son en su gran mayoría católicos. Los limitados recursos de la madre patria han forzado a numerosos malteses a emigrar, de forma que los ciudadanos que se hallan en el extranjero superan a los que residen en la patria. Por lo demás, en todos sigue vivo el sentido de la común identidad étnica, cultural y religiosa, que los accidentados avatares históricos no han podido ofuscar.

5. Conservo vivo en el corazón el recuerdo de la cordial acogida que recibí, y renuevo también en esta circunstancia la expresión de mi gratitud al arzobispo de Malta, al obispo de Gozo y a las autoridades eclesiásticas, al presidente y a todas las autoridades de la República, por la invitación que me dirigieron y por todo el empeño que pusieron para preparar convenientemente la visita.

A pesar de las pequeñas dimensiones, Malta es un país de notable importancia internacional. Su ubicación ha hecho de ella un lugar de encuentro de culturas e idiomas diversos. Aún hoy Malta conserva esta vocación a mediar entre los pueblos de toda la cuenca mediterránea. Ojalá que sepa continuar en esta que podría llamar su misión natural, sin jamás renunciar al precioso patrimonio de valores acumulado por las generaciones pasadas.

6. Al regresar a Roma, sentía aún profundamente las impresiones experimentadas durante la visita, ya que en esa isla, a la que había llegado san Pablo, se escribió un importante capítulo de la historia de la Iglesia, que el día de Pentecostés se había revelado al mundo como Pueblo de Dios, nacido de la cruz y de la resurrección de Cristo y ya en camino por los senderos de la tierra con el poder del Espíritu.

Aún hoy, después de dos mil años, podemos escuchar las palabras oídas por san Pablo, prisionero a causa del Evangelio: "¡Ánimo!, pues como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma (
Ac 23,11).

Esa invitación a tener ánimo hemos de recogerla todos, comenzando por quien tiene la responsabilidad de la Iglesia de Roma. Sí, amadísimos hermanos y hermanas, eso vale para mí, pero vale también para cada uno de vosotros en la continuidad de aquella fe, por la que el Apóstol Pablo derramó su sangre precisamente aquí en Roma.

Saludos

Doy mi más cordial saludo a los peregrinos de América Latina y de España presentes en esta Audiencia. Asimismo me es grato saludar de modo particular a los sacerdotes y laicos de la Arquidiócesis colombiana de Medellín, a los alumnos del colegio valenciano “Arzobispo Fabián y Fuero”, de Villar del Arzobispo, y a los jóvenes deportistas argentinos, a los cuales me complace alentar a integrar de forma coherente en sus vidas los valores espirituales y humanos, y así poder presentar el verdadero rostro de Cristo y sus genuinas enseñanzas en la sociedad.

Con esta ferviente esperanza, imparto con afecto a vosotros, al igual que a las demás personas de lengua española, mi bendición apostólica.





38

Junio de 1990

Miércoles 6 de junio de 1990

El Espíritu Santo, autor de la santidad de Jesús

1. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). Como sabemos, estas palabras del ángel, dirigidas a María en la Anunciación en Nazaret, se refieren al misterio de la Encarnación del Hijo-Verbo por obra del Espíritu Santo, es decir, a una verdad central de nuestra fe, sobre la que nos hemos detenido en las catequesis anteriores. Por obra del Espíritu Santo ?dijimos? se realiza la “unión hipostática”: el Hijo, consubstancial al Padre, toma de la Virgen María la naturaleza humana por la cual se hace verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios. La unión de la divinidad y de la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo, es decir, la “unión hispotática” (hypostasis significa persona), es la obra más grande del Espíritu Santo en la historia de la salvación. A pesar de que toda la Trinidad es su causa, el Evangelio y los Santos Padres la atribuyen al Espíritu Santo, porque es la obra suprema del Amor divino, realizada en la absoluta gratuidad de la gracia, para comunidad a la humanidad la plenitud de la santificación en Cristo: efectos todos ellos atribuidos al Espíritu Santo (cf. santo Tomás, Summa Theol., III 32,1).

2. Las palabras dirigidas a María en la Anunciación indican que el Espíritu Santo es la fuente de la santidad del Hijo que nacerá de Ella. En el momento en que el Verbo eterno se hace hombre, tiene lugar en la naturaleza asumida una singular plenitud de santidad humana que supera la de cualquier otro santo, no sólo de la Antigua Alianza sino también de la Nueva. Esta santidad del Hijo de Dios como hombre, como Hijo de María ?santidad fontal, que tiene su origen en la unión hipostática? es obra del Espíritu Santo, que seguirá actuando en Cristo hasta coronar su propia obra maestra en el misterio pascual.

3. Esa santidad es fruto de una singular “consagración” de la que Cristo mismo dirá explícitamente, disputando con los que lo escuchaban: “A aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: Yo soy Hijo de Dios?” (Jn 10,36). Aquella “consagración” (es decir, “santificación”) está vinculada con la venida al mundo del Hijo de Dios. Como el Padre manda a su Hijo al mundo por obra del Espíritu Santo (el mensajero dice a José: “Lo engendrado en ella es del Espíritu Santo”: Mt 1,20), así Él “consagra” a este Hijo en su humanidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu, que es el artífice de la santificación de todos los hombres, es, sobre todo, el artífice de la santificación del Hombre concebido y nacido de María, así como de la de su purísima Madre. Desde el primer momento de la concepción, este Hombre, que es el Hijo de Dios, recibe del Espíritu Santo una extraordinaria plenitud de santidad, en una medida correspondiente a la dignidad de su Persona divina (cf. santo Tomás, Summa Theol., III 7,1 III 7,9-11).

4. Esta santificación alcanza a toda la humanidad del Hijo de Dios, a su alma y a su cuerpo, como pone de manifiesto el evangelista Juan, el cual parece que quiere subrayar el aspecto corporal de la Encarnación: “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Por obra del Espíritu Santo es superada, en la Encarnación del Verbo, aquella concupiscencia de la que habla el Apóstol Pablo en la carta a los Romanos (cf. Rm 7,7-25) y que desgarra interiormente al hombre. De ella precisamente libera la “ley del Espíritu” (Rm 8,2), de forma que quien vive del Espíritu camina también según el Espíritu (cf. Ga 5,25). El fruto de la acción del Espíritu Santo es la santidad de toda la humanidad de Cristo. El cuerpo humano del Hijo de María participa plenamente en esta santidad con un dinamismo de crecimiento que tiene su culmen en el misterio pascual. Gracias a él, el cuerpo de Jesús, que el Apóstol define “carne semejante a la del pecado” (Rm 8,3), alcanza la santidad perfecta del cuerpo del Resucitado (cf. Rm 1,4). Así tendrá inicio un nuevo destino del cuerpo humano y de “todo cuerpo” en el mundo creado por Dios y llamado, incluso en su materialidad, a participar en los beneficios de la Redención (cf. santo Tomás, Summa Theol., III 8,2).

5. En este punto es preciso añadir que el cuerpo, que por obra del Espíritu Santo pertenece desde el primer momento de la concepción a la humanidad del Hijo de Dios, deberá llegar a ser en la Eucaristía el alimento espiritual de los hombres. Jesucristo, al anunciar la institución de este admirable sacramento, subrayará que en él su carne (bajo la especie del pan) podrá convertirse en alimento de los hombres gracias a la acción del Espíritu Santo que da vida. Son muy significativas, al respecto, las palabras que pronuncia en las cercanías de Cafarnaún: “El Espíritu es el que da vida; la carne (sin el Espíritu) no sirve para nada” (Jn 6,63). Si Cristo dejó a los hombres su carne como alimento espiritual, al mismo tiempo nos quiso enseñar aquella condición de “consagración” y de santidad que, por obra del Espíritu Santo, era y es una prerrogativa también de su Cuerpo en el misterio de la Encarnación y de la Eucaristía.

6. El evangelista Lucas, tal vez haciéndose eco de las confidencias de María, nos dice que, como hijo del hombre, “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52 cf. Lc 2,40). De modo análogo, se puede también hablar del “crecimiento” en la santidad en el sentido de una cada vez más completa manifestación y actuación de aquella fundamental plenitud de santidad con que Jesús vino al mundo. El momento en que se da a conocer de modo particular la “consagración” del Hijo en el Espíritu Santo, con vistas a su misión, es el inicio de la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido... y me ha enviado” (Lc 4,18).

En esta actividad se manifiesta aquella santidad que un día Simón Pedro sentirá la necesidad de confesar con las palabras: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5,8). Lo mismo sucede en otro momento: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,69).

7. Por tanto, el misterio-realidad de la Encarnación señala el ingreso en el mundo de una nueva santidad. Es la santidad de la persona divina del Verbo, del Hijo que, en la unión hipostática con la humanidad, llena y consagra toda la realidad del Hijo de María: alma y cuerpo. Por obra del Espíritu Santo, la santidad del Hijo del hombre constituye el principio y la fuente perdurable de la santidad en la historia del hombre y del mundo.

Saludos

39 Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a la representación de Televisa, que tan destacada labor informativa realizó durante mi reciente viaje pastoral a México. Saludo igualmente a los integrantes de la “Asociación Misionera Club de la Paz”, de Costa Rica y a la peregrinación organizada por los Hermanos Misioneros de los Enfermos Pobres, de Barcelona.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 13 de junio de 1990

El Espíritu Santo en el episodio de la visitación

1. La verdad acerca del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a reflexionar sobre la concepción virginal y sobre el nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo. Hay otras páginas en el “evangelio de la infancia” en las que conviene fijar nuestra atención, porque en ellas se pone de relieve de modo especial la acción del Espíritu Santo.

Una de estas es seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a Isabel. Leemos que “en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá” (Lc 1,39). Por lo general se cree que se trata de la localidad de Ain-Karim, a 6 kilómetros al oeste de Jerusalén. María acude allí para estar al lado de su pariente Isabel, mayor que ella. Acude después de la Anunciación , de la que la visitación resulta casi un complemento. En efecto, el ángel había dicho a María: “Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1,36-37).

María se puso en camino “con prontitud” para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana, en aquellos meses de avanzado embarazo. En su espíritu sensible y gentil florece el sentimiento de la solidaridad femenina, característico de esa circunstancia. Pero sobre ese fondo psicológico se inserta probablemente la experiencia de una especial comunión establecida entre ella e Isabel con el anuncio del ángel: el hijo que esperaba Isabel será precursor de Jesús y el que lo bautizará en el Jordán.

2. Gracias a esa comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo” (Lc 1,40-41). Esta acción del Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al recibir el anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal en el templo, escuchó que el ángel le decía: “Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1,15). En el momento de la visitación, cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo cruza también Aquel que ya es el “fruto de su seno”), Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla.

3. En efecto, según el evangelio de Lucas, Isabel “exclamando con gran voz, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’” (Lc 1,42-45).

En pocas líneas el evangelista nos da a conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica del niño que María lleva en su seno, y el reconocimiento de la fe de María en la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el título divino de “Señor” no sólo para hablar de Dios que revela y promete (“Las palabras del Señor”), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo Testamento atribuye ese título sobre todo una vez resucitado (cf. Ac 2,36 Ph 2,11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe su grandeza mesiánica.

4. Eso significa que Isabel, “llena de Espíritu Santo”, es introducida en las profundidades del misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la Anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio que en aquel momento se realizó en María. Al decir “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”, llama “mi Señor” al niño que María (desde hacía poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma “bendita entre las mujeres”, y añade: “Feliz la que ha creído”, como queriendo aludir a la actitud y al comportamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel con su “fiat”: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

40 5. El texto de Lucas manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu hizo percibir a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de la misma manera da a Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación: la “Madre del Señor”. Y le da el transporte interior que la impulsa a proclamar ese descubrimiento “con gran voz” (Lc 1,42), con aquel entusiasmo y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del futuro predicador y bautizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde hace seis meses lleva en su seno: “saltó de gozo el niño en mi seno”. Pero tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió, e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en lo más íntimo, como atestigua Lucas.

6. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1,47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cf. 1S 2,1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4,4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Ga 5,22).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Presento ahora mi más cordial bienvenida a esta Audiencia a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular a la numerosa peregrinación venida de Colombia y a los componentes del Grupo Coral Colombiano “ Ballestrinque ”.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



Miércoles 20 de junio de 1990

El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo

1. Según el evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la infancia de Jesús, la revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del niño Jesús en el templo (cf. Lc 2,22-38). Es este el primero de una serie de acontecimientos en la vida de Cristo en que se pone de manifiesto el misterio de la Encarnación junto con la presencia operante del Espíritu Santo.

2. Escribe el evangelista que “cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor” (Lc 2,22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2,24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13,2 Ex 13,12-13 Ex 13,15 Lv 12,6-8 NM 18,15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2,25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías.

3. Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con “el que había de venir”.En efecto, leemos que “estaba en él el Espíritu Santo”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2,26).

41 Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2,27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el niño Jesús, hijo de María, a Aquel que esperaba.

4. Lucas escribe que “cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, (Simeón) le tomó en brazos y bendijo a Dios” (Lc 2,27-28).

En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el “Nunc dimittis”, cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a “irse en paz”, abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: “Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,30-32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.

5. El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2,37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era “profetisa” (cf. Ex 15,20 Jg 4,4 2R 22,14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: “Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2,38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.

6. Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2,34-35).

No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será “atravesado por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo.

7. Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “evangelio de la infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc 2,33).

Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “evangelio de la infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora dirigir mi cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España.

42 En particular, al grupo de sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, de Roma, a quienes aliento a una profunda preparación teológica y espiritual para mejor servir a las comunidades eclesiales mexicanas, que tuve el gozo de visitar en mi reciente viaje pastoral a aquel amado país. Saludo igualmente a las Hermanas Mercedarias de la Caridad, que celebran en Roma su Asamblea General, y a las peregrinaciones de Puerto Rico, de Colombia y a la Hermandad de la Iglesia de San Antonio de Madrid.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 27 de junio de 1990

El Espíritu Santo en el crecimiento espiritual del joven Jesús

1. San Lucas concluye el “evangelio de la infancia” con dos textos que abarcan todo el arco de la niñez y de la juventud de Jesús. Entre los dos textos se halla la narración del episodio del niño Jesús perdido y hallado durante la peregrinación de la Sagrada Familia al templo. En ninguno de estos dos pasajes se nombra explícitamente al Espíritu Santo, pero quien ha seguido al evangelista en la narración de los acontecimientos de la infancia y lo sigue en el capítulo sucesivo, en el que se recoge la predicación de Juan Bautista y el bautismo de Jesús en el Jordán, donde el protagonista invisible es el Espíritu Santo (cf. Lc Lc 3,16 Lc Lc 3,22), percibe la continuidad de la concepción y de la narración de Lucas, que comprende bajo la acción del Espíritu Santo también los años juveniles de Jesús, vividos en el silencioso misterio que luego constituirá siempre la dimensión más íntima de la humanidad de Jesús.

2. En los dos textos conclusivos del “evangelio de la infancia” el evangelista, después de habernos informado que, cumplido el rito de la presentación en el templo, “volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret”, añade: “El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2,40). Y de nuevo, como conclusión de la narración sobre la peregrinación al templo y la vuelta a Nazaret, anota: “Jesús crecía en sabiduría, es estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52). De estos textos resulta que existió realmente un desarrollo humano de Jesús, Verbo eterno de Dios que asumió la naturaleza humana al ser concebido y nacer de María. La infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud son los momentos de su crecimiento físico como se realiza en todos los “nacidos de mujer”, entre los que también él se encuentra con pleno título, como afirma san Pablo (cf. Ga 4,4).

Según el texto de Lucas, se dio también en Jesús un crecimiento espiritual. Como médico atento a todo hombre, Lucas tuvo cuidado de anotar la realidad integral de los hechos humanos, incluido el del desarrollo del niño, en el caso de Jesús así como en el de Juan Bautista, del que también escribe que “el niño crecía y su espíritu se fortalecía” (Lc 1,80). De Jesús dice aún más específicamente que “crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría”; “crecía en sabiduría... y en gracia ante Dios y ante los hombres”; y también: “la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2,40 Lc 2,52).

En el lenguaje del evangelista el “estar sobre” una persona elegida por Dios para una misión suele atribuirse al Espíritu Santo, como en el caso de María (Lc 1,35) y de Simeón (Lc 2,26). Eso significa trascendencia, señoría, acción íntima de Aquel que proclamamos “Dominum et vivificantem”. La gracia que, siempre según Lucas, estaba “sobre Jesús”, y en la que “crecía”, parece indicar la misteriosa presencia y acción del Espíritu Santo, en el que, según el anuncio del Bautista referido por los cuatro evangelios, Jesús habría de bautizar (cf. Mt 3,11 Mc 1,8 Lc 3,16 Jn 1,33).

3. La tradición patrística y teológica nos da una mano para interpretar y explicar el texto de Lucas sobre el “crecimiento en gracia y en sabiduría” en relación con el Espíritu Santo. Santo Tomás, hablando de la gracia, la llama repetidamente “gratia Spiritus Sancti” (cf. Summa Theol., I-II 106,1), como don gratuito en el que se expresa y se concreta el favor divino hacia la creatura amada eternamente por el Padre (cf. I 37,2 I 110,1). Y, hablando de la causa de la gracia, dice expresamente que “la causa principal es el Espíritu Santo” (I-II 112,1 ad 1, 2).

Se trata de la gracia justificante y santificante, que hace volver al hombre a la amistad con Dios, en el reino de los cielos (cf. I-II 111,1). “Según esta gracia se entiende la misión del Espíritu Santo y su inhabitación en el hombre” (I 43,3). Y en Cristo, por la unión personal de la naturaleza humana con el Verbo de Dios, por la excelsa nobleza de su alma, por su misión santificadora y salvífica hacia todo el género humano, el Espíritu Santo infundía la plenitud de la gracia.Santo Tomás lo afirma basándose en el texto mesiánico de Isaías: “Reposará sobre él el espíritu de Yahveh” (Is 11,2): “Espíritu que está en el hombre mediante la gracia habitual (o santificante)” (III 7,1, sed contra); y basándose en el otro texto de Juan: “Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14) (Summa Theol., III 7,9-10).

Con todo, la plenitud de gracia en Jesús era relativa a la edad: había siempre plenitud, pero una plenitud creciente con el crecer de la edad.

43 4. Lo mismo se puede decir de la sabiduría, que Cristo poseía desde el principio en la plenitud consentida por la edad infantil. Al avanzar en años, esa plenitud crecía en él en la medida correspondiente. Se trataba no sólo de una ciencia y sabiduría humana en relación con las cosas divinas, que en Cristo era infundida por Dios gracias a la comunicación del Verbo subsistente en su humanidad, pero también y sobre todo de la sabiduría como don del Espíritu Santo: el más alto de los dones, que “son perfeccionamiento de las facultades del alma, para disponerlas a la moción del Espíritu Santo. Ahora bien, sabemos por el evangelio que el alma de Cristo era movida perfectísimamente por el Espíritu Santo. En efecto, nos dice Lucas que ‘Jesús, lleno de Espíritu Santo, volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto’ (Lc 4,1). Por consiguiente, se hallaban en Cristo los dones de la manera más excelsa” (III 7,5). La sabiduría sobresalía entre esos dones.

5. Sería conveniente proseguir ilustrando el tema con las admirables páginas de santo Tomás, así como de otros teólogos que han investigado la sublime grandeza espiritual del alma de Jesús, en la que habitaba y obraba de modo perfecto el Espíritu Santo, ya en su infancia, y luego a lo largo de toda la época de su desarrollo. Aquí sólo podemos señalar el estupendo ideal de santidad que Jesús, con su vida, ofrece a todos, incluso a los niños y a los jóvenes, llamados a “crecer en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres”, como Lucas escribe del niño de Nazaret, y como el mismo evangelista escribirá en los Hechos de los Apóstoles a propósito de la Iglesia primitiva, que “crecía en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo” (Ac 9,31). Es un magnifico paralelismo, más aún, una repetición, no sólo lingüística sino también conceptual, del misterio de la gracia que Lucas veía presente en Cristo y en la Iglesia como continuación de la vida y de la misión del Verbo encarnado en la historia. De este crecimiento de la Iglesia bajo el soplo del Espíritu Santo son partícipes y actores privilegiados los numerosos niños que la historia y la hagiografía nos muestran como particularmente iluminados por sus santos dones. También en nuestro tiempo la Iglesia se alegra de saludarlos y proponerlos como imágenes límpidas del joven Jesús, lleno de Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta audiencia. En particular, al numeroso grupo de periodistas procedentes de Argentina y Chile, que se encuentran en Italia con ocasión del Campeonato Mundial de fútbol, a quienes aliento a hacer de su actividad profesional un servicio a la fraternidad entre los pueblos y a las virtudes humanas de la sana competición y el deporte.

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.




Audiencias 1990 37