Audiencias 1990 43

Julio de 1990

Miércoles 4 de julio de 1990

El Espíritu Santo en las relaciones del joven Jesús con su madre

1. Una manifestación de la gracia y de la sabiduría de Jesús, cuando era aún adolescente, se nos ofrece en el episodio de la disputa de Jesús con los doctores en el templo, que Lucas inserta entre los dos textos acerca del crecimiento de Jesús “ante Dios y ante los hombres”. En este pasaje tampoco se nombra al Espíritu Santo, pero su acción parece traslucirse de cuanto sucede en aquella circunstancia. En efecto, dice el evangelista que “todos los que le oían estaban estupefactos de su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2,47). Es la sorpresa que produce el hallarse ante una sabiduría que viene de lo alto (cf. St Jc 3,15 St Jc 3,17 Jn 3,34), es decir, del Espíritu Santo.

2. También es significativa la pregunta, dirigida por Jesús a sus padres que, después de haberlo buscado durante tres días, lo habían encontrado en el templo en medio de aquellos doctores. María se había quejado afectuosamente, diciéndole: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Jesús respondió con otra pregunta serena: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2,48-49). En aquel “no sabíais” se puede tal vez entrever una referencia a lo que Simeón había predicho a María durante la presentación del niño Jesús en el templo, y que era la explicación de aquel anticipo de la futura separación, de aquel primer golpe de espada para el corazón de la madre. Se puede decir que las palabras del santo anciano Simeón, inspiradas por el Espíritu Santo, resonaban en aquel momento sobre el grupo reunido en el templo, donde habían sido pronunciadas doce años antes.

44 Pero en la respuesta de Jesús había también una manifestación de su conciencia de ser “el Hijo de Dios” (cf. Lc 1,35) y de deber, por ello, estar “en la casa de su Padre”, el templo, para “ocuparse de las cosas de su Padre” (según otra posible traducción de la expresión evangélica). Así, Jesús declaraba públicamente, quizá por primera vez, su vocación mesiánica y su identidad divina. Eso sucedía en virtud de la ciencia y de la sabiduría que, bajo el influjo del Espíritu Santo, se derramaron en su alma, unida al Verbo de Dios.

3. Lucas hace notar que María y José “no entendieron sus palabras” (Lc 2,50). El asombro por lo que habían visto y oído influía en aquella condición de oscuridad en que permanecieron José y María. Pero es preciso tener en cuenta, más aún, que ellos, incluida María, se hallaban ante el misterio de la Encarnación y de la Redención que, a pesar de envolverlos, no por eso les resultaba comprensible. También ellos se encontraban en el claroscuro de la fe. María era la primera en la peregrinación de la fe (cf. Redemptoris Mater RMA 12-19), era la más iluminada, pero también la más sometida a la prueba en la aceptación del misterio. A ella le tocaba aceptar el plan divino, adorado y meditado en el silencio de su corazón. De hecho, Lucas añade: “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Así nos recuerda lo que había escrito ya a propósito de las palabras de los pastores tras el nacimiento de Jesús: “Todos..., se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,18-19). Aquí se escucha el eco de las confidencias de María; podríamos decir, de su “revelación” a Lucas y a la Iglesia primitiva, de la que nos ha llegado el “evangelio de la infancia y de la niñez de Jesús”, que María había tratado de entender, y sobre todo había creído y meditado en su corazón. Para María la participación en el misterio no consistía sólo en una aceptación y conservación pasiva. Ella realizaba un esfuerzo personal: “meditaba”, verbo que en el original griego (symbállein)significa al pie de la letra juntar, confrontar. María intentaba captar las conexiones de los acontecimientos y de las palabras para aferrar, en la medida de sus posibilidades, su significado.

4. Aquella meditación, aquella profundización interior, se realizaba bajo el influjo del Espíritu Santo. María era la primera en beneficiarse de la luz que un día su Jesús prometería a los discípulos: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). El Espíritu Santo, que hace entender a los creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo, ya obraba en María que, como madre del Verbo encarnado, era la “Sedes Sapientiae”, la Esposa del Espíritu Santo, la portadora y la primera mediadora del Evangelio sobre el origen de Jesús.

5. También en los años sucesivos de Nazaret María recogía todo lo que se refería a la persona y al destino de su hijo, y reflexionaba silenciosamente sobre ello en su corazón. Tal vez no podía hacerle confidencias a nadie; tal vez sólo le era posible captar en algún momento el significado de ciertas palabras, de ciertas miradas de su hijo. Pero el Espíritu Santo no cesaba de “recordarle” en lo más íntimo de su alma lo que había visto y escuchado. La memoria de María estaba iluminada por la luz que venía de lo alto. Aquella luz está en el origen de la narración de Lucas, como éste nos quiere dar a entender al insistir en el hecho de que María conservaba y meditaba: Ella, bajo la acción del Espíritu Santo, podía descubrir el significado superior de las palabras y de los acontecimientos, mediante una reflexión que se esforzaba por “juntarlo todo”.

6. Por eso, María se nos presenta como modelo para cuantos, dejándose guiar por el Espíritu Santo, acogen y conservan en su corazón ?como una buena semilla (cf. Mt 13,23)? las palabras de la revelación, esforzándose por comprenderlas lo más posible para penetrar en las profundidades del misterio de Cristo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar afectuosamente a todos los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.

En particular, a los misioneros Combonianos que celebran el veinticinco aniversario de Ordenación sacerdotal y al grupo del movimiento Schönstatt de Puerto Rico. Igualmente, mi cordial bienvenida a los jóvenes del “Club Guatemalteco Amigos del Deporte y la Cultura - Legión Juventus” y a las peregrinaciones de México y Colombia.

A todos bendigo de corazón.



Miércoles 11 de julio de 1990

La venida del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús

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1. En la vida de Jesús-Mesías, es decir, de Aquel que es consagrado con la unción del Espíritu Santo (cf.
Lc 4,18), hay momentos de especial intensidad en los que el Espíritu Santo se manifiesta íntimamente unido a la humanidad ya la misión de Cristo. Hemos visto que el primero de estos momentos es el de la Encarnación , que se realiza mediante la concepción y el nacimiento de Jesús de María Virgen por obra del Espíritu Santo: “Conceptus, de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine”, como proclama el símbolo de la fe.

Otro momento en que la presencia y la acción del Espíritu Santo toman un particular relieve es el del bautismo de Jesús en el Jordán. Lo veremos en la catequesis de hoy.

2. Todos los evangelistas nos han transmitido el acontecimiento (Mt 3,13-17 Mc 1,9-11 Lc 3,21-22 Jn 1,29-34). Leamos el texto de Marcos: “Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él” (Mc 1,9-10). Jesús había ido al Jordán desde Nazaret, donde había pasado los años de su vida “escondida” (Volveremos aún sobre este tema en la próxima catequesis). Antes de eso, él había sido anunciado por Juan, que en el Jordán exhortaba al “bautismo de penitencia”. “Y proclamaba: ‘Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo’” (Mc 1,7-8).

Ya se estaba en los umbrales de la era mesiánica. Con la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cf. Jn 1,32 Gn 1,2). Él sabia y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a “bautizar con Espíritu Santo”.

3. Por su parte, Jesús se preparaba en la oración para aquel momento, de inmenso alcance en la historia de la salvación, en el que se había de manifestar, aunque bajo signos representativos, el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo en el misterio trinitario, presente en la humanidad como principio de vida divina. En efecto, leemos en Lucas: “Mientras Jesús... estaba en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo” (Lc 3,21-22). El mismo evangelista narrará a continuación que un día Jesús, enseñando a orar a los que lo seguían por los caminos de Palestina, dijo que “el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11,13). Él mismo en primer lugar pedía este Don altísimo para poder cumplir su propia misión mesiánica: y durante el bautismo en el Jordán había recibido una manifestación suya especialmente visible que señalaba ante Juan y ante sus oyentes la “investidura” mesiánica de Jesús de Nazaret. El Bautista daba testimonio de él “ante los ojos de Israel como Mesías, es decir como ‘Ungido’ con el Espíritu Santo” (Dominum et vivificantem DEV 19).

La oración de Jesús, que en su Yo divino era el Hijo eterno de Dios, pero que actuaba y oraba en la naturaleza humana, era escuchada por el Padre. Él mismo, un día, diría al Padre: “Ya sabía yo que tú siempre me escuchas” (Jn 11,42). Esta conciencia vibró especialmente en él en aquel momento del bautismo, que daba comienzo público a su misión redentora, como Juan intuyó y proclamó. En efecto, él presentó a aquel que venía a “bautizar en Espíritu Santo” (Mt 3,11) como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

4. Lucas nos dice que durante el bautismo de Jesús en el Jordán “se abrió el cielo” (Lc 3,21). En otro tiempo el profeta Isaías había dirigido a Dios la invocación: “¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses!” (Is 63,19). Ahora Dios parecía responder a ese grito, escuchar esa oración, precisamente en el momento del bautismo. Aquel “abrirse” del cielo está ligado a la venida del Espíritu Santo sobre Cristo en forma de paloma. Es un signo visible de que la oración del profeta era escuchada, y de que su profecía se estaba cumpliendo; ese signo venía acompañado por una voz del cielo: “Y se oyó una voz que venía de los cielos: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’” (Mc 1,11 Lc 3,22). El signo toca, por tanto, la vista (con la paloma) y el oído (con la voz) de los privilegiados beneficiarios de aquella extraordinaria experiencia sobrenatural. Ante todo en el alma humana de Cristo, pero también en las personas que se hallaban presentes en el Jordán, toma forma la manifestación de la eterna “complacencia” del Padre en el Hijo. Así, en el bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo carácter trinitario queda mucho más subrayado aún en la narración de la anunciación. El “abrirse el cielo” significa, en aquel momento, una particular iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la tierra para la inauguración religiosa y casi “ritual” de la misión mesiánica del Verbo encarnado.

5. En el texto de Juan, el hecho que tuvo lugar en el bautismo de Jesús es descrito por el mismo Bautista: “Juan dio testimonio diciendo: ‘He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baje el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios’ ” (Jn 1,32-34). Eso significa que, según el evangelista, el Bautista participó en aquella experiencia de la teofanía trinitaria y se dio cuenta, al menos oscuramente, con la fe mesiánica, del significado de aquellas palabras que el Padre había pronunciado: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Por lo demás, también en los demás evangelistas es significativo que el término “hijo” se encuentra usado en sustitución del término “siervo”, que se halla en el primer canto de Isaías sobre el siervo del Señor: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42,1).

En su fe inspirada por Dios, y en la de la comunidad cristiana primitiva, el “siervo” se identificaba con el Hijo de Dios (cf. Mt 12,18 Mt 16,16), y el “espíritu” que se le había concedido era reconocido en su personalidad divina como Espíritu Santo.Jesús, un día, la víspera de su Pasión, dirá a los Apóstoles que aquel mismo Espíritu, que descendió sobre él en el bautismo, actuaría junto con él en la realización de la redención: “Él (el Espíritu de verdad) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14).

6. Es interesante, al respecto, un texto de San Ireneo de Lión († 203) que, comentando el bautismo en el Jordán, afirma: “El Espíritu Santo había prometido por medio de los profetas que en los últimos días se derramaría sobre sus siervos y sus siervas, para que profetizaran. Por esto él descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo hijo del hombre, acostumbrándose juntamente con él a permanecer con el género humano, a ‘descansar’ en medio de los hombres y a morar entre aquellos que han sido creados por Dios, poniendo por obra en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de forma que se transformen de ‘hombre viejo’ en la ‘novedad’ de Cristo” (Adversus haer ., III, 17,1). El texto confirma que, desde los primeros siglos, la Iglesia era consciente de la asociación entre Cristo y el Espíritu Santo en la realización de la “nueva creación”.

46 7. Una alusión, antes de concluir, al símbolo de la paloma que, con ocasión del bautismo en el Jordán, aparece como signo del Espíritu Santo. La paloma, en el simbolismo bautismal, va unida al agua y, según algunos Padres de la Iglesia, evoca lo que sucedió al fin del diluvio, interpretado también él como figura del bautismo cristiano. Leemos en el libro del Génesis: (Noé) “volvió a soltar la paloma fuera del arca. La paloma vino al atardecer, y he aquí que traía en el pico un ramo de olivo, por donde conoció Noé que habían disminuido las aguas de encima de la tierra” (Gn 8,10-11). El símbolo de la paloma indica el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y la renovación de la Alianza. Y es eso lo que halla su pleno cumplimiento en la era mesiánica, por obra de Cristo redentor y del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular a la peregrinación procedente de Puerto Rico, que acompaña al Señor Cardenal Aponte Martínez, Arzobispo de San Juan. Igualmente saludo a la delegación deportiva del Instituto Salesiano San Miguel, de Tegucigalpa (Honduras).

A todas las personas, familias y grupos provenientes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Sábado 21 de julio de 1990

El Espíritu Santo en la experiencia del desierto

1. Al “comienzo” de la misión mesiánica de Jesús vemos otro hecho interesante y sugestivo, narrado por los evangelistas, que lo hacen depender de la acción del Espíritu Santo: se trata de la experiencia del desierto. Leemos en el evangelio según san Marcos: “A continuación (del bautismo), el Espíritu le empuja al desierto” (Mc 1,12). Además, Mateo (4, 1) y Lucas (4, 1) afirman que Jesús “fue conducido por el Espíritu al desierto”. Estos textos ofrecen puntos de reflexión que nos llevan a una ulterior investigación sobre el misterio de la íntima unión de Jesús-Mesías con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de la obra de la redención.

En primer lugar, una observación de carácter lingüístico: los verbos usados por los evangelistas (“fue conducido” por Mateo y Lucas; “le empuja”, por Marcos) expresan una iniciativa especialmente enérgica por parte del Espíritu Santo, iniciativa que se inserta en la lógica de la vida espiritual y en la misma psicología de Jesús: acaba de recibir de Juan un “bautismo de penitencia”, y por ello siente la necesidad de un período de reflexión y de austeridad (aunque personalmente no tenía necesidad de penitencia, dado que estaba “lleno de gracia” y era “santo” desde el momento de su concepción: (cf. Jn 1,14 Lc 1,35): como preparación para su ministerio mesiánico.

Su misión le exige también vivir en medio de los hombres-pecadores, a quienes ha sido enviado a evangelizar y salvar (cf. santo Tomás, Summa Theol., III 40,1), en lucha contra el poder del demonio. De aquí la conveniencia de esta pausa en el desierto “para ser tentado por el diablo”. Por lo tanto, Jesús sigue el impulso interior y se dirige adonde le sugiere el Espíritu Santo.

2. El desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también lugar de tentación y de lucha espiritual. Durante la peregrinación a través del desierto, que se prolongó durante cuarenta años, el pueblo de Israel había sufrido muchas tentaciones y había cedido (cf. Ex 32,1-6 NM 14,1-4 21, NM 4-5 NM 25,1-3 Sal NM 78,17 NM 1 Co NM 10,7-10). Jesús va al desierto, casi remitiéndose a la experiencia histórica de su pueblo. Pero, a diferencia del comportamiento de Israel, en el momento de inaugurar su actividad mesiánica, es sobre todo dócil a la acción del Espíritu Santo, que le pide desde el interior aquella definitiva preparación para el cumplimiento de su misión. Es un período de soledad y de prueba espiritual, que supera con la ayuda de la palabra de Dios y con la oración.

47 En el espíritu de la tradición bíblica, y en la línea con la psicología israelita, aquel número de “cuarenta días” podía relacionarse fácilmente con otros acontecimientos históricos, llenos de significado para la historia de la salvación: los cuarenta días del diluvio (cf. Gn 7,4 Gn 7,17); los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte (cf. Ex 24,18); los cuarenta días de camino de Elías, alimentado con el pan prodigioso que le había dado nueva fuerza (cf. 1R 19,8). Según los evangelistas, Jesús, bajo la moción del Espíritu Santo, se acomoda, en lo que se refiere a la permanencia en el desierto, a este número tradicional y casi sagrado (cf. Mt 4,1 Lc 4,1). Lo mismo hará también en el período de las apariciones a los Apóstoles tras la resurrección y la ascensión al cielo (cf. Ac 1,3).

3. Jesús, por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar las tentaciones de Satanás y para que pueda tener, a la vez, un contacto más libre e íntimo con el Padre. Aquí conviene tener presente que los evangelistas suelen presentarnos el desierto como el lugar donde reside Satanás: baste recordar el pasaje de Lucas sobre el “espíritu inmundo” que “cuando sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo...” (Lc 11,24); y en el pasaje que nos narra el episodio del endemoniado de Gerasa que “era empujado por el demonio al desierto” (Lc 8,29).

En el caso de las tentaciones de Jesús, el ir al desierto es obra del Espíritu Santo, y ante todo significa el inicio de una demostración ?se podría decir, incluso, de una nueva toma de conciencia? de la lucha que deberá mantener hasta el final de su vida contra Satanás, artífice del pecado. Venciendo sus tentaciones, manifiesta su propio poder salvífico sobre el pecado y la llegada del reino de Dios, como dirá un día: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12,28).

También en este poder de Cristo sobre el mal y sobre Satanás, también en esta “llegada del reino de Dios” por obra de Cristo, se da la revelación del Espíritu Santo.

4. Si observamos bien, en las tentaciones sufridas y vencidas por Jesús durante la “experiencia del desierto” se nota la oposición de Satanás contra la llegada del reino de Dios al mundo humano, directa o indirectamente expresada en los textos de los evangelistas. Las respuestas que da Jesús al tentador desenmascaran las intenciones esenciales del “padre de la mentira” (Jn 8,44), que trata de servirse, de modo perverso, de las palabras de la Escritura para alcanzar sus objetivos. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente. La narración de los evangelistas incluye, tal vez, alguna reminiscencia y establece un paralelismo tanto con las análogas tentaciones del pueblo de Israel en los cuarenta años de peregrinación por el desierto (la búsqueda de alimento: cf. Dt 8,3 Ex 16 la pretensión la protección divina para satisfacerse sí mismos: cf. Dt 6,16 Ex 17,1-7 la idolatría: cf. Dt 6,13 Ex 32,1-6), como con diversos momentos de la vida de Moisés. Pero se podría decir que el episodio entra específicamente en la historia de Jesús por su lógica biográfica y teológica. Aún estando libre de pecado, Jesús pudo conocer las seducciones externas del mal (cf. Mt 16,23): y era conveniente que fuese tentado para llegar a ser el Nuevo Adán, nuestro guía, nuestro redentor clemente (cf. Mt 26,36-46 He 2,10 He 2,17-18 He 4,15 He 5,2 He 5,7-9).

En el fondo de todas las tentaciones estaba la perspectiva de un mesianismo político y glorioso, como se había difundido y había penetrado en el alma del pueblo de Israel. El diablo trata de inducir a Jesús a acoger esta falsa perspectiva, porque es el enemigo del plan de Dios, de su ley, de su economía de salvación, y por tanto de Cristo, como aparece claro por el evangelio y los demás escritos del Nuevo Testamento (cf. Mt 13,39 Jn 8,44 Jn 13,2 Ac 10,38 Ep 6,11 1Jn 3, 8, etc. ). Si también Cristo cayese, el imperio de Satanás, que se gloría de ser el amo del mundo (Lc 4,5-6), obtendría la victoria definitiva en la historia. Aquel momento de la lucha en el desierto es, por consiguiente, decisivo.

5. Jesús es consciente de ser enviado por el Padre para hacer presente el reino de Dios entre los hombres. Con ese fin acepta la tentación, tomando su lugar entre los pecadores, como había hecho ya en el Jordán, para servirles a todos de ejemplo (cf. San Agustín, De Trinitate, 4, 13). Pero, por otra parte, en virtud de la “unción” del Espíritu Santo, llega a las mismas raíces del pecado y derrota al “padre de la mentira” (Jn 8,44). Por eso, va voluntariamente al encuentro de la tentación desde el comienzo de su ministerio, siguiendo el impulso del Espíritu Santo (cf. San Agustín, De Trinitate, 13, 13).

Un día, dando cumplimiento a su obra, podrá proclamar: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn 12,31). Y la víspera de su pasión repetirá una vez más: “Llega el príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder” (Jn 14,30); es más, “el príncipe de este mundo está (ya) juzgado” (Jn 16,11); “¡Ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La lucha contra el “padre de la mentira”, que es el “principe de este mundo”, iniciada en el desierto, alcanzará su culmen en el Gólgota: la victoria se alcanzará por medio de la cruz del Redentor.

6. Estamos, por tanto, llamados a reconocer el valor integral del desierto como lugar de una particular experiencia de Dios, como sucedió con Moisés (cf. Ex 24,18), con Elías (1R 19,8), y sobre todo con Jesús que, “conducido” por el Espíritu Santo, acepta realizar la misma experiencia: el contacto con Dios Padre (cf. Os Os 2,16) en lucha contra las potencias opuestas a Dios.Su experiencia es ejemplar, y nos puede servir también como lección sobre la necesidad de la penitencia, no para Jesús que estaba libre de pecado, sino para todos nosotros. Jesús mismo un día alertará a sus discípulos sobre la necesidad de la oración y del ayuno para echar a los “espíritus inmundos” (cf. Mc 9,29) y, en la tensión de la solitaria oración de Getsemaní, recomendará a los Apóstoles presentes: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38). Seamos conscientes de que, amoldándonos a Cristo victorioso en la experiencia del desierto, también nosotros tendremos un divino confortador: el Espíritu Santo Paráclito, pues el mismo Cristo ha prometido que “recibirá de lo suyo” y nos lo dará (cf. Jn 16,14): Él, que condujo al Mesías al desierto no sólo “para ser tentado” sino también para que diera la primera demostración de su poderosa victoria sobre el diablo y sobre su reino, tomará de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre Satanás, su primer artífice, para hacer partícipe de ella a todo el que sea tentado.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

48 Me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia, de modo especial al grupo de jóvenes mexicanas.

Mientras os invito a poner vuestros ojos en Dios, os imparto complacido mi bendición apostólica.





Miércoles 25 de julio de 1990

El Espíritu Santo en la oración y en la predicación mesiánica de Jesús

1. Tras la “experiencia del desierto”, Jesús comienza su actividad mesiánica entre los hombres. Lucas escribe que “una numerosa multitud afluía para oírle y ser curados de sus enfermedades” (Lc 5,15). Se trataba de enseñar y evangelizar el reino de Dios, de elegir y dar la primera formación a los Apóstoles, de curar a los enfermos y predicar en las sinagogas, desplazándose de ciudad en ciudad (cf. Lc 4,43-44): una actividad intensa, acompañada de “prodigios y señales” (cf. Ac 2,22), que brotaba, en su conjunto, de aquella “unción” del Espíritu Santo de la que habla el evangelista desde el inicio de la vida pública. La presencia del Espíritu Santo ?como presencia del Don? es constante, aunque los evangelios sólo la mencionen en algunas ocasiones.

Dado que tenía que evangelizar a los hombres para disponerlos a la redención, Jesús había sido enviado para vivir en medio de ellos, y no en un desierto o en otros lugares solitarios. Su lugar estaba en medio de la gente, como observa Remigio de Auxerre († 908), citado por Santo Tomás. Pero el mismo doctor angélico advierte: “El hecho de que Cristo, tras el ayuno en el desierto, volviera a la vida normal tiene un motivo: es lo que conviene a la vida de quien se dedica a comunicar a los demás el fruto de su contemplación, compromiso que Cristo había tomado: a saber, primero consagrarse a la oración, y luego bajar al nivel público de la acción viviendo en medio de los demás” (Summa Theol., III 40,2, ad 2).

2. Aún estando inmerso entre la multitud, Jesús permanece profundamente entregado a la oración. Lucas nos informa de que “se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba” (Lc 5,16). Así se manifestaba, en obras eminentemente religiosas, la condición de permanente diálogo con el Padre, en que vivía. Sus “ratos de oración” duraban a veces toda la noche (Lc 6,12). Los evangelistas destacan algunos de estos ratos, por ejemplo, la oración que hizo antes de la transfiguración en el monte Tabor (cf. Lc 9,29), y la que realizó durante la agonía de Getsemaní, donde la cercanía y la unión filial con el Padre en el Espíritu Santo alcanzan una expresión sublime en aquellas palabras: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14,36).

3. Existe un caso en que el evangelista atribuye explícitamente al Espíritu Santo la oración de Jesús, dejando traslucir el estado habitual de contemplación de donde brotaba. Se trata del episodio, durante el viaje hacia Jerusalén, en el que conversa con los discípulos, entre los que eligió a setenta y dos para enviarlos a evangelizar a la gente de los sitios a donde él había de ir (Lc 10,1), tras haberlos instruido convenientemente. Al regreso de aquella misión, los setenta y dos narran a Jesús lo que realizaron, incluida la “sumisión” de los demonios en su nombre (Lc 10,17). Y Jesús, después de haberles asegurado que había visto a “Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10,18), se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10,21).

“Jesús ?escribí en la encíclica Dominum et vivificantem? se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los ‘pequeños’. Y el evangelista califica todo esto como ‘gozo en el Espíritu Santo’... Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo ‘desde fuera’, desde lo alto, aquí proviene ‘desde dentro’, es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu Santo, Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo ‘yo’, inspira y vivifica profundamente su acción. De aquí aquel ‘gozarse en el Espíritu Santo’” (nn. 20-21).

4. Este texto de Lucas, junto al de Juan que recoge el discurso de despedida en el Cenáculo (cf. Jn 13,31 Jn 14 Jn 31), es especialmente significativo y elocuente sobre la revelación del Espíritu Santo en la misión mesiánica de Cristo.

En la sinagoga de Nazaret Jesús había aplicado a sí mismo la profecía de Isaías que comienza con las palabras: “El Espíritu del Señor sobre mí” (Lc 4,18). Aquel “estar el Espíritu sobre él” se extendía a todo lo que él “hacía y enseñaba” (Ac 1,1). En efecto, escribe Lucas que “Jesús volvió (del desierto) a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos” (Lc 4,14-15). Aquella enseñanza despertaba interés y asombro: “Todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22). Lo mismo se nos dice de los milagros y del singular poder de atracción de su personalidad: toda la multitud de los que “habían venido (de todas partes) para oírle y ser curados de sus enfermedades, ... procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,17-19). ¿Cómo no reconocer en ello también una manifestación de la fuerza del Espíritu Santo, concedido en plenitud a él como hombre, para animar sus palabras y sus gestos?

49 Y Jesús enseña pedir al Padre en la oración el don del Espíritu, con la confianza de poder obtenerlo: “Si, pues, vosotros..., sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13). Y cuando predice a sus discípulos que les espera la persecución, con cárceles e interrogatorios, añade: “No os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11). “El Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir” (Lc 12,12).

5. Los evangelios sinópticos recogen otra afirmación de Jesús, en sus instrucciones a los discípulos, que no puede dejar de impresionarnos. Se refiere a la “blasfemia contra el Espíritu Santo”. Dice: “A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará” (Lc 12,10 cf. Mt 12,32 Mc 3,29). Estas palabras crean un problema de amplitud teológica y ética mayor de lo que se pueda pensar considerando sólo la superficie del texto. “La ‘blasfemia’ (de la que se trata) no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la cruz... Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta ‘no remisión’ está unida como causa suya la ‘no penitencia’ es decir, al rechazo radical del convertirse... Ahora bien, la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido ‘derecho’ de perseverar en el mal ?en cualquier pecado? y rechaza así la redención... (Ese pecado) no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados” (Dominum et vivificantem DEV 46). Se trata de una actitud exactamente opuesta a la condición de docilidad y de comunión con el Padre en el que vive Jesús, tanto en su oración como en sus obras, y que él enseña y recomienda al hombre como actitud interior y como principio de acción.

6. En el conjunto de la predicación y de la acción de Jesucristo, que brota de su unión con el Espíritu Santo-Amor, se contiene una inmensa riqueza del corazón: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,29), pero está presente, al mismo tiempo, toda la firmeza de la verdad sobre el reino de Dios y, por consiguiente, la insistente invitación divina a abrir el corazón, bajo la acción del Espíritu Santo, para ser admitido en él y no ser excluidos de él.

En todo ello se revela el “poder del Espíritu Santo”; es más, se manifiesta el Espíritu Santo mismo con su presencia y su acción de Paráclito, que conforta y auxilia al hombre, y le confirma en la verdad divina, derrotando al “señor de este mundo”.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de América Latina y de España.

En particular al grupo de sacerdotes franciscanos y a las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón, a quienes aliento a una entrega generosa en el servicio al Evangelio.

Igualmente saludo a los formadores y seminaristas del Seminario Menor “Don Orione”, de Palencia y a los jóvenes de los grupos musicales de la Universidad de La Salle de México y de Tijuana. Finalmente, a las peregrinaciones procedentes de San Juan de Puerto Rico, de Venezuela y de diversas ciudades españolas.

A todos bendigo de corazón.






Audiencias 1990 43