Audiencias 1990 50

Agosto de 1990

50

Miércoles 1 de agosto de 1990

El Espíritu Santo en el sacrificio de Jesucristo

1. En la encíclica Dominum et vivificantem escribí: “El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la cruz. Él solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote ‘se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios’ (He 9,14)” (DEV 40: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 8 de junio de 1986, pág. 10).

El sacrificio de la cruz es el culmen de una vida en la cual hemos leído, siguiendo los textos del Evangelio, la verdad sobre el Espíritu Santo, a partir del momento de la encarnación.

Fue el tema de las catequesis anteriores, concentradas en los momentos de la vida y de la misión de Cristo, en la cual la revelación del Espíritu Santo es particularmente transparente. El tema de la catequesis de hoy es el momento de la Cruz.

2. Fijemos la atención en las últimas palabras que pronunció Jesús en su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46). Aunque estas palabras, excepto la invocación “Padre”, provienen del Salmo 30/31, sin embargo, en el contexto del evangelio adquieren otro significado. El salmista rogaba a Dios que lo salvase de la muerte; Jesús en la cruz, por el contrario, precisamente con las palabras del salmista acepta la muerte, entregando su espíritu al Padre (es decir, “su vida”). El salmista se dirige a Dios como a liberador; Jesús encomienda (es decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la resurrección. Confía al Padre la plenitud de su humanidad, en la cual subsiste el Yo divino del Hijo unido al Padre en el Espíritu Santo. Sin embargo la presencia del Espíritu Santo no se manifiesta de modo explícito en el texto de Lucas, como sucederá en la carta a los Hebreos (He 9,14).

3. Antes de pasar a este otro texto, hay que considerar la formulación un poco diversa de las palabras de Cristo moribundo en el evangelio de Juan. Allí leemos: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19,30). El evangelista no pone de relieve la “entrega” (o “encomienda”) del espíritu al Padre. El amplio contexto del evangelio de Juan, y especialmente las páginas dedicadas a la muerte de Jesús en la cruz, parecen más bien indicar que en la muerte da comienzo el envío del Espíritu Santo, como Don entregado en la marcha de Cristo.

Sin embargo, tampoco aquí se trata de una afirmación explícita. Aunque no podemos ignorar la sorprendente vinculación que parece existir entre el texto de Juan y la interpretación de la muerte de Cristo que se halla en la carta a los Hebreos. El autor de esta última habla de la función ritual de los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, que servían para purificar al pueblo de las culpas legales, y los compara con el sacrificio de la cruz, y luego exclama: “¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (He 9,14).

Como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem, “en su humanidad (Cristo) era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era ‘sin tacha’. Pero lo ofreció ‘por el Espíritu Eterno’: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor” (DEV 40). El misterio de la asociación entre el Mesías y el Espíritu Santo en la obra mesiánica, contenido en la página de Lucas sobre la anunciación de María, se vislumbra ahora en el pasaje de la carta a los Hebreos. Aquí se manifiesta la profundidad de esta obra, que llega a las “conciencias” humanas para purificarlas y renovarlas por medio de la gracia divina, mucho más allá de la superficie de la representación ritual.

4. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del “fuego del cielo” que quemaba las oblaciones que presentaban los hombres (cf. Lv 9,24 1Co 21,26 2Co 7,1). Así en el Levítico: “Arderá el fuego sobre el altar sin apagarse; el sacerdote lo alimentará con leña todas las mañanas, colocará encima el holocausto” (Lv 6,5). Ahora bien, sabemos que el antiguo holocausto era figura del sacrificio de la cruz, el holocausto perfecto. “Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el ‘fuego del cielo’ que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz. Proviniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria” (Dominum et vivificantem DEV 41).

Por esta razón podemos añadir que en el reflejo del misterio trinitario se ve el pleno cumplimiento del anuncio de Juan Bautista en el Jordán: “Él (Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11). Si ya en el Antiguo Testamento, del que se hacía eco el Bautista, el fuego simbolizaba la intervención soberana de Dios que purificaba las conciencias mediante su Espíritu (cf. Is 1,25 Za 13,9 Ml 13,2-3 Si 2,5), ahora la realidad supera las figuras en el sacrificio de la cruz, que es el perfecto “bautismo con el que Cristo mismo debía ser bautizado” (cf. Mc 10,38), y al cual Él en su vida y en su misión terrena, tiende con todas sus fuerzas, como Él mismo dijo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc 12,49-50). El Espíritu Santo es el “fuego” salvífico que da actuación a ese sacrificio.

51 5. En la carta a los Hebreos leemos también que Cristo, “aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia” (5, 8). Al venir al mundo dijo al Padre: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (He 10,9). En el sacrificio de la cruz se realiza plenamente esta obediencia: “Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo... pero, a la vez, desde lo hondo de este sufrimiento... el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar en la vida, que está en Dios mismo” (Dominum et vivificantem DEV 41).

Por eso en las relaciones con Dios la humanidad tiene “un Sumo Sacerdote que (sabe) compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado” (cf. He 4,15): en este nuevo misterio de la mediación sacerdotal de Cristo ante el Padre, está la intervención decisiva del “Espíritu eterno”, que es fuego de amor infinito.

6. “El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él ‘recibe’ el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después ?Él solo con Dios Padre? puede ‘darlo’ a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad” (Dominum et vivificantem DEV 41).

Es, pues, justo ver en el sacrificio de la cruz el momento conclusivo de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo. Es el momento-clave, en el cual halla su centro el acontecimiento de Pentecostés y toda la irradiación que emanará de él al mundo. El mismo “Espíritu eterno” operante en el misterio de la cruz aparecerá entonces en el Cenáculo sobre las cabezas de los apóstoles bajo la forma de “lenguas como de fuego” para significar que penetraría gradualmente en las arterias de la historia humana mediante el servicio apostólico de la Iglesia. Estamos llamados a entrar también nosotros en el radio de acción de esta misteriosa potencia salvífica que parte de la cruz y el Cenáculo, para ser atraídos, en ella y por ella, a la comunión de la Trinidad.

Saludos

Deseo ahora saludar a todas las personas y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular a las religiosas “Siervas del Amor Misericordioso”, a quienes aliento a una renovada entrega a su vocación de amor y servicio. Igualmente saludo a los numerosos peregrinos provenientes de México.

A todos bendigo de corazón.





Miércoles 8 de agosto de 1990

El Espíritu Santo en la resurrección de Cristo

1. El Apóstol Pedro afirma en su primera carta: “Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu” (1P 3,18). También el Apóstol Pablo afirma la misma verdad en la introducción a la carta a los Romanos, donde se presenta como el anunciador del Evangelio de Dios mismo. Y escribe: “El Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro” (Rm 1,3-4). A este respecto escribí en la encíclica Dominum et vivificantem: “Puede decirse, por consiguiente, que la ‘elevación’ mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios ‘lleno de poder’” (DEV 24, cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 8 de junio de 1986, pág. 6).

Los estudiosos opinan que en este pasaje de la carta a los Romanos, así como en el de la carta de Pedro (1P 3,18-4,6), se halla contenida una profesión de fe anterior, recogida por los dos Apóstoles de la fuente viva de la primera comunidad cristiana. En esa profesión de fe se encuentra, entre otras, la afirmación según la cual el Espíritu Santo que actúa en la resurrección es el “Espíritu de santificación”. Por consiguiente, podemos decir que Cristo, que en el momento de su concepción en el seno de María por obra del Espíritu Santo ya era el Hijo de Dios, en la resurrección es “constituido” fuente de vida y de santidad -“lleno de poder de santificación”- por obra del mismo Espíritu Santo.

52 Así se revela en todo su significado el gesto que Jesús realiza la misma tarde del día de la resurrección, “el primer día de la semana”, cuando, al aparecerse a los Apóstoles, les muestra las manos y el costado, sopla sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22).

2. A este respecto merece especial atención la primera carta de Pablo a los Corintios. Ya vimos a su tiempo, en las catequesis cristológicas, que en ella se encuentra la primera anotación histórica acerca de los testimonios sobre la resurrección de Cristo, que para el Apóstol pertenecen y la tradición de la Iglesia: “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (15, 3-5). En este punto el Apóstol enumera diversas cristofanías que tuvieron lugar tras la resurrección, recordando al final la que él mismo había experimentado (cf. 15, 4-11).

Se trata de un texto muy importante que documenta no sólo la persuasión que tenían los primeros cristianos de la resurrección de Cristo, sino también la predicación de los Apóstoles, la tradición en formación, y el mismo contenido pneumatológico y escatológico de aquella fe de la Iglesia primitiva.

En efecto, en su carta, relacionando la resurrección de Cristo con la fe en la universal “resurrección del cuerpo”, el Apóstol establece la relación entre Cristo y Adán en estos términos: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (15, 45). Al afirmar que Adán fue hecho “alma viviente”, Pablo cita el texto del Génesis según el cual Adán fue hecho “alma viviente” gracias al “aliento de vida” que Dios “insufló en sus narices” (Gn 2,7); después, Pablo sostiene que Jesucristo, como hombre resucitado, supera a Adán, pues posee la plenitud del Espíritu Santo, que debe dar vida al hombre de un modo nuevo para así convertirlo en un ser espiritual. El hecho de que el nuevo Adán haya llegado a ser “espíritu que da vida” no significa que se identifique como persona con el Espíritu Santo que ‘da la vida’ (divina), sino que, al poseer como hombre la plenitud de este Espíritu, lo da a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. Es “espíritu que da vida” por medio de su muerte y de su resurrección, es decir, por medio del sacrificio ofrecido en la cruz.

3. El texto del Apóstol forma parte de la instrucción de Pablo sobre el destino del cuerpo humano, del que es principio vital el alma (psyche en griego, refesh en hebreo: cf. Gn 2,7). Es un principio natural; en el momento de la muerte el cuerpo aparece abandonado por él. Ante el hecho de la muerte se plantea, como problema de existencia antes que de reflexión filosófica, el interrogante sobre la inmortalidad.

Según el Apóstol, la resurrección de Cristo responde a este interrogante con una certeza de fe. El cuerpo de Cristo, colmado de Espíritu Santo en la resurrección, es la fuente de la nueva vida de los cuerpos resucitados: “Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15,44). El cuerpo “natural” (es decir, animado por la psyché) está destinado a desaparecer para dejar lugar al cuerpo “espiritual”, animado por el pneuma, el Espíritu, que es principio de vida nueva ya durante la actual vida mortal (cf. Rm 1,9 Rm 5,5), pero alcanzará su plena eficacia después de la muerte. Entonces será autor de la resurrección del “cuerpo natural” en toda la realidad del “cuerpo pneumático” mediante la unión con Cristo resucitado (cf. Rm 1,4 Rm 8,11), hombre celeste y “Espíritu que da vida” (1Co 15,45-49).

La futura resurrección de los cuerpos está, por tanto, vinculada a su espiritualización a semejanza del cuerpo de Cristo, vivificado por el poder del Espíritu Santo. Esta es la respuesta del Apóstol al interrogante que él mismo se plantea: “¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?” (1Co 15,35). “¡Necio! -exclama Pablo-. Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad... Así también en la resurrección de los muertos: ...se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15,36-44).

4. Por tanto, según el Apóstol, la vida en Cristo es al mismo tiempo la vida en el Espíritu Santo: “Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece (a Cristo)” (Rm 8,9). La verdadera libertad se halla en Cristo y en su Espíritu, “porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2). La santificación en Cristo es al mismo tiempo la santificación en el Espíritu Santo (cf., por ejemplo 1Co 1,2 Rm 15,16). Si Cristo “intercede por nosotros” (Rm 8,34), entonces también el Espíritu Santo “intercede por nosotros con gemidos inefables... Intercede a favor de los santos según Dios” (Rm 8,26-27).

Como se puede deducir de estos textos paulinos, el Espíritu Santo, que ha actuado en la resurrección de Cristo, ya infunde en el cristiano la nueva vida, en la perspectiva escatológica de la futura resurrección. Existe una continuidad entre la resurrección de Cristo, la vida nueva del cristiano liberado del pecado y hecho partícipe del misterio pascual, y la futura reconstrucción de la unidad de cuerpo y alma en la resurrección tras la muerte: el autor de todo el desarrollo de la vida nueva en Cristo es el Espíritu Santo.

5. Se puede decir que la misión de Cristo alcanza realmente su culmen en el misterio pascual, donde la estrecha relación entre la cristología y la pneumatología se abre, ante la mirada del creyente y ante la investigación del teólogo, al horizonte escatológico. Pero esta perspectiva incluye también el plano eclesiológico: porque “la Iglesia anuncia... al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, ‘aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia’” (Rm 8,10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu” (Dominum et vivificantem DEV 58).

6. En el centro de este servicio se encuentra la Eucaristía. Este sacramento, en el que continúa y se renueva sin cesar el don redentor de Cristo, contiene al mismo tiempo el poder vivificante del Espíritu Santo. La Eucaristía es, por tanto, el sacramento en el que el Espíritu sigue obrando y “revelándose” como principio vital del hombre en el tiempo y en la eternidad. Es fuente de luz para la inteligencia y de fuerza para la conducta, según la palabra de Jesús en Cafarnaún: “El Espíritu es el que da vida... Las palabras que os he dicho (acerca del ‘pan bajado del cielo’) son espíritu y vida” (Jn 6,63).

Saludos

53 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, a los grupos corales “Orfeón de Sabadell” y “Schola Cantorum Círculo Católico de Obreros de Burgos”. Que vuestro canto sea siempre una alabanza a Dios por la belleza del creado y por su mucho amor para con nosotros. Igualmente, saludo a la peregrinación del Instituto Secular Obreras de la Cruz, de Valencia, y a la peregrinación Franciscana de México.

A todos bendigo de corazón.





Miércoles 22 de agosto de 1990

Pedagogía de la revelación sobre la Persona del Espíritu Santo

1. Hasta ahora hemos dedicado la serie de catequesis a la acción del Espíritu Santo, considerándola en primer lugar a la luz del Antiguo Testamento y luego en los diversos momentos de la vida de Cristo. Ahora pasamos a examinar el misterio de la Persona misma del Espíritu Santo, que vive en comunión con el Padre y con el Hijo en la unidad de la Trinidad divina. Estamos en la fase más alta de la que hemos llamado en numerosas ocasiones la autorrevelación de Dios: es decir, la manifestación de su misma esencia íntima y de su plan, hecha por el Dios que Jesús nos enseñó a reconocer e invocar como Padre. Este Dios infinitamente verdadero y bueno siempre ha usado una suerte de pedagogía transcendente para instruirnos y atraernos hacia él. Eso ha sucedido también en la revelación del Espíritu Santo.

2. Nos lo recuerda San Gregorio Nacianceno en un hermoso texto que explica el hilo conductor de la acción progresiva de Dios en la historia de la salvación, en relación con el misterio de la Trinidad de las divinas Personas en la unidad de la divina sustancia. “En efecto ?dice aquel gran Padre de la Iglesia?, el Antiguo Testamento predicaba manifiestamente al Padre y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento manifestó al Hijo y sugirió la divinidad del Espíritu Santo. En la actualidad, el Espíritu habita en nosotros y se manifiesta más claramente. Pues, cuando la divinidad del Padre no se confesaba claramente, no era prudente predicar de forma abierta al Hijo, y tampoco era prudente, antes de que la divinidad del Hijo fuese reconocida, imponernos además ?y lo digo con demasiada audacia? al Espíritu Santo” (Orat XXXI, Theol. V, 26: PG 36,161). Por ello, según el Nacianceno, al hombre le resultaba difícil aceptar la revelación de Dios como uno en la naturaleza y trino en las personas, porque se trataba de algo demasiado elevado para los conceptos del entendimiento humano, tomados en su significado común; y, en efecto, ha resultado siempre difícil para muchísimos hombres, incluso sinceramente religiosos, como lo atestigua la historia del Judaísmo y del Islam.

3. En las catequesis precedentes hemos mostrado cómo ha tenido lugar este progreso pedagógico en la revelación divina; hemos visto que el Antiguo Testamento en muchos puntos y de muchas maneras habla del Espíritu de Dios, comenzando por el inicio del libro del Génesis (cf. Gn 1,2). Pero siempre hemos hecho notar que se trataba de anuncios y presagios referentes más bien a la acción del Espíritu Santo en el hombre y en la historia, y no tanto a su Persona, al menos de modo explícito y directo. En el vasto espacio del Antiguo Testamento se puede hablar de descubrimiento, de prueba, de progresiva comprensión de la acción del Espíritu Santo, aunque siempre quede en la sombra la distinción de las personas en la unidad de Dios. Los textos, incluso los más antiguos, indican como provenientes del Espíritu de Dios ciertos fenómenos que tienen lugar en el mundo físico y en el psicológico y espiritual; se trata del “aliento de Dios” que anima al universo desde el momento de la creación, o de una fuerza sobrehumana concedida a los personajes llamados a empresas especiales para la guía y la defensa del “pueblo de Dios”, como la fuerza física concedida a Sansón (cf. Jc Jg 14,6), la investidura de Gedeón (cf. Jc Jg 6,34), la victoria en la lucha de Jefté con los amonitas (cf. Jc Jg 11,29). En otros casos hallamos que el Espíritu de Dios no sólo “reviste”, sino también “arrebata” al hombre (Elías: cf. 1R 18,12), obra los transportes y los éxtasis proféticos, y concede la capacidad de interpretar los sueños (José en Egipto: cf. Gn 41,38). En todos estos casos se trata de una acción de carácter inmediato y transitorio ?que podríamos definir carismática? para el bien del pueblo de Dios.

4. Por otra parte, el mismo Antiguo Testamento nos presenta muchos casos de una acción constante llevada a cabo por el Espíritu de Dios que, según el lenguaje bíblico, “se posa sobre el hombre”, como sucede con Moisés, Josué, David, Elías y Eliseo. Sobre todo los profetas son los portadores del Espíritu de Dios. La conexión entre la palabra profética y el Espíritu de Dios ya se encuentra afirmada en la historia de Balaam (NM 24,2-3) y se acentúa en un episodio del primer libro de los Reyes (1R 22,24). Tras el exilio, Ezequiel se muestra plenamente consciente del origen de su inspiración: “El Espíritu de Yahveh irrumpió en mí y me dijo: Di...” (Ez 11,5) y Zacarías recuerda que Dios había hablado a su pueblo “por su Espíritu, por ministerio de los antiguos profetas” (Za 7,12).

También en este período al Espíritu de Dios y a su acción se le atribuyen sobre todo los efectos de naturaleza moral (así, por ejemplo, en los Ps 50 y 142, y en el libro de la Sabiduría). A su tiempo hicimos referencia a esos pasajes y los analizamos.

5. Pero los textos más significativos e importantes son los que los profetas han dedicado al Espíritu del Señor que debía posarse sobre el Mesías, sobre la comunidad mesiánica y sobre sus miembros, y sobre todo los textos de las profecías mesiánicas de Isaías: aquí se revela que el Espíritu del Señor se posará en primer lugar sobre el “retoño de José”, descendiente y sucesor de David (Is 11,1-2); luego, sobre el “Siervo del Señor” (Is 42,1), que será “alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42,6); y finalmente sobre el evangelizador de los pobres (Is 61,1 cf. Lc 4,18).

54 Según las antiguas profecías, el Espíritu del Señor renovará también el rostro espiritual del “resto de Israel”, es decir, de la comunidad mesiánica que permaneció fiel a la vocación divina; así nos lo muestran los pasajes de Isaías (44, 3; 59, 21), Ezequiel (36, 27; 37, 14), Joel (3, 1-2) y Zacarías (12, 10).

6. De ese modo, el Antiguo Testamento, con sus abundantes referencias a la acción del Espíritu Santo de Dios, prepara la comprensión de cuanto dirá la revelación del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo como Persona en su unidad con el Padre y con el Hijo. Todo se desarrolla sobre el hilo de la pedagogía divina que educa los hombres para el conocimiento y el reconocimiento de los más altos misterios: la Trinidad, la encarnación del Verbo y la venida del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento todo se había concentrado en la verdad del monoteísmo, confiada a Israel, que debía defenderla y consolidarla continuamente frente a las tentaciones del politeísmo, procedentes de diversas partes.

7. En la Nueva Alianza llegamos a una nueva etapa: la mayor conciencia del valor de la persona con respecto al hombre creó un contexto en el que también la revelación del Espíritu Santo como Persona encuentra el terreno preparado. El Espíritu Santo es Aquel que habita en el hombre y que, al morar en él, lo santifica sobre todo con el poder del amor que es Él mismo. De este modo la revelación del Espíritu-Persona desvela también la profundidad interior del hombre. Y, por medio de esta exploración más profunda del espíritu humano, nos hacemos más conscientes de que el Espíritu Santo se convierte en fuente de la comunión del hombre con Dios, y también de la “comunión” interpersonal entre los hombres. Esta es la síntesis de la nueva revelación de la Persona del Espíritu Santo, sobre la que reflexionaremos en las próximas catequesis.

Saludos

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las Religiosas Misioneras de Acción Parroquial; igualmente, al grupo juvenil “Pueblo de Dios en Marcha” a quienes aliento vivamente en su empeño por seguir siempre a Cristo, Camino, Verdad y Vida. Es ésta una invitación que hago extensiva a los numerosos jóvenes españoles y latinoamericanos aquí presentes. Mi cordial bienvenida a las peregrinaciones de Albaida, Manises y Parroquia Santa Cecilia de Valencia.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.





Miércoles 29 de agosto de 1990

La revelación del Espíritu Santo como Persona

1. Después de su resurrección, Jesús se apareció a los once Apóstoles y les dijo: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El Apóstol y evangelista Mateo es quien, al final de su evangelio, refiere esta orden con que Jesucristo envía a los Apóstoles por todo el mundo para que sean sus testigos y continúen su obra de salvación. A esas palabras corresponde nuestra antiquísima tradición cristiana, según la cual el bautismo se suele administrar en el nombre de la Santísima Trinidad. Pero en el texto de Mateo se halla contenido también el que podemos considerar como último testimonio de la revelación de la verdad trinitaria, que comprende la manifestación del Espíritu Santo como Persona igual al Padre y al Hijo, consustancial a ellos en la unidad de la divinidad.

Esta revelación pertenece al Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios, en los diversos modos de acción que hemos ilustrado en las catequesis anteriores, era la manifestación del poder, de la sabiduría y de la santidad de Dios. En el Nuevo Testamento se pasa claramente a la revelación del Espíritu Santo como Persona.

2. En efecto, la expresión evangélica de Mateo (28, 19) revela claramente al Espíritu Santo como Persona, porque lo nombra junto a las otras dos Personas de modo idéntico, sin sugerir ninguna diferencia al respecto: “el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Del evangelio de Mateo resulta evidente que el Padre y el Hijo son dos Personas distintas: “el Padre” es aquel a quien Jesús llama “mi Padre celestial” (Mt 15,13 Mt 16,17 Mt 18,35); “el Hijo” es Jesús mismo, designado así por una voz venida del cielo en el momento de su bautismo (Mt 3,17) y de su transfiguración (Mt 17,5), y reconocido por Simón Pedro como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A estas dos Personas divinas es ahora asociado, de modo idéntico, “el Espíritu Santo”. Esta asociación se hace aún más estrecha por el hecho de que la frase habla del nombre de los Tres, ordenando bautizar a todas las gentes “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En la Biblia la expresión “en el nombre de” normalmente sólo se usa para referirse a personas. Además, es notable el hecho de que la frase evangélica use el término “nombre” en singular, a pesar de mencionar a varias personas. De todo ello se deduce, de modo inequívoco, que el Espíritu Santo es una tercera Persona divina, estrechamente asociada al Padre y al Hijo, en la unidad de un solo “nombre” divino.

55 El bautismo cristiano nos coloca en relación personal con las tres Personas divinas, introduciéndonos así en la intimidad de Dios. Y, cada vez que hacemos el signo de la cruz, repetimos la expresión evangélica para renovar nuestra relación con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

Reconocer al Espíritu Santo como Persona es una condición esencial para la vida cristiana de fe y de caridad.

3. La palabra de Cristo resucitado acerca del bautismo (
Mt 28,19) no carece de preparación en el evangelio de Mateo, pues está en relación con el relato del bautismo de Jesús mismo, donde se nos presenta una teofanía trinitaria: Mateo nos refiere que, cuando Jesús salió del agua, “se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,16-17). Los otros dos evangelios sinópticos narran la escena de la misma manera (Mc 1,9-11 Lc 3,21-22). En ella hallamos una revelación de las tres Personas divinas: la persona de Jesús está indicada con la calificación de Hijo; la persona del Padre se manifiesta por medio de la voz que dice: “Este es mi Hijo amado”; y la persona del Espíritu de Dios aparece diferente del Padre y del Hijo, y en relación con el uno y el otro; con el Padre celeste, porque el Espíritu desciende de los cielos; y con el Hijo, porque viene sobre él. Si en una primera lectura esta interpretación no cobra toda la fuerza de la evidencia, la confrontación con la frase final del evangelio (Mt 28,19) garantiza su solidez.

4. La luz que nos proporciona la frase final de Mateo nos permite descubrir también en otros textos al Espíritu Santo como Persona. La revelación del Espíritu Santo en su relación con el Padre y con el Hijo se puede ver también en el relato de la anunciación (Lc 1,26-38).

Según la narración de Lucas, el ángel Gabriel, enviado por Dios a una virgen que llevaba por nombre María, le anunció la voluntad del Padre eterno con las siguientes palabras: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Lc 1,31-32). Y, cuando María preguntó cómo se realizaría eso en su condición virginal, el ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,34-35).

De por sí, este texto no dice que el Espíritu Santo sea una Persona; sólo muestra que es un ser de algún modo distinto del Altísimo, es decir, de Dios Padre, y del Hijo del Altísimo, pero leído, como hacemos espontáneamente, a la luz de la fe “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), nos revela la unión de las tres Personas divinas en la realización del misterio que se llama Encarnación del Verbo. La Persona del Espíritu Santo contribuyó a esta realización según el designio del Padre, plenamente aceptado por el Hijo. Por obra del Espíritu Santo, el Hijo de Dios, consustancial al Padre eterno, fue concebido como hombre y nació de la Virgen María. En las catequesis precedentes ya hemos hablado de este misterio, que es a la vez cristológico y pneumatológico. Baste aquí poner de relieve que en el acontecimiento de la anunciación se manifiesta el misterio trinitario y, en particular, la Persona del Espíritu Santo.

5. En este punto podemos subrayar también un reflejo de este misterio en la antropología cristiana. En efecto, existe un vínculo entre el nacimiento del Hijo eterno de Dios en la naturaleza humana y el “renacer” de los hijos en el género humano por la adopción divina mediante la gracia. Este vínculo pertenece a la economía de la salvación. Con vistas a él, en la economía sacramental, fue instituido el bautismo.

Por consiguiente, la revelación del Espíritu Santo como Persona subsistente en la unidad trinitaria de la divinidad es puesta de relieve de modo especial en el misterio de la Encarnación del Hijo eterno de Dios y en el misterio de la “adopción” divina de los hijos del género humano. Y en este misterio halla su constante cumplimiento el anuncio de Juan con respecto a Cristo, en el Jordán: “Él os bautizará en Espíritu Santo” (Mt 3,11). Esta “adopción” sobrenatural se realiza en el orden sacramental precisamente mediante el bautismo “de agua y de Espíritu” (Jn 3,5).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. Mi más cordial saludo se dirige también a los grupos de México y Venezuela. A todos agradezco vuestra presencia, a la vez que os aliento a dejaros guiar en todos los momentos de la vida por los designios de Dios, quien siempre busca nuestro bien.

56 Os imparto de corazón mi bendición apostólica.






Audiencias 1990 50