Audiencias 1990 62

Miércoles 10 de octubre de 1990

La acción personal del Espíritu Santo según las cartas de San Pablo

63
1. Hemos visto en la catequesis anterior que la revelación del Espíritu Santo como Persona en la unidad trinitaria con el Padre y el Hijo encuentra en los escritos paulinos expresiones muy bellas y sugestivas. En la catequesis de hoy seguiremos sacando de las cartas de san Pablo otras variaciones sobre este único motivo fundamental, que vuelve con frecuencia a los textos del Apóstol, penetrados de una fe viva y vivificante en la acción del Espíritu Santo y en las propiedades de su Persona, que se ponen de manifiesto mediante su acción.

2. Una de las expresiones más elevadas y atrayentes de esta fe, que en la pluma de san Pablo se transforma en comunicación a la Iglesia de una verdad revelada, es la de la “inhabitación” del Espíritu Santo en los creyentes, que son su templo, “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (
1Co 3,16). “Habitar” se aplica normalmente a las personas. Aquí se trata de la “inhabitación” de una persona divina en personas humanas. Es un hecho de naturaleza espiritual, un misterio de gracia y de amor eterno, que precisamente por esto se atribuye al Espíritu Santo. Esa inhabitación interior ejerce influjo sobre todo el hombre, tal como es en concreto y en la totalidad de su ser, que el Apóstol en varias ocasiones denomina “cuerpo”. De hecho, un poco más adelante del pasaje citado, parece apremiar a los destinatarios de su carta con la misma pregunta: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (1Co 6,19). En este texto, la referencia al “cuerpo” manifiesta muy bien el concepto paulino de la acción del Espíritu Santo en todo el hombre.

Así se explica y se entiende mejor aquel texto de la carta a los Romanos sobre la “vida según el Espíritu” que dice: “Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rm 8,9). “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11).

Por consiguiente, la irradiación de la inhabitación divina en el hombre se extiende a todo su ser, a toda su vida, que se coloca en todos sus elementos constitutivos y en todas sus explicaciones operativas bajo la acción del Espíritu Santo: del Espíritu del Padre y del Hijo, y por lo tanto también de Cristo, Verbo encarnado. Este Espíritu, vivo en la Trinidad, está presente en virtud de la redención obrada por Cristo en todo el hombre que se deja “habitar” por Él, en toda la humanidad que lo reconoce y lo acoge.

3. Otra propiedad atribuida por san Pablo a la persona del Espíritu Santo es el “sondear” todo, como escribe a los Corintios: “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1Co 2,10). “En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Co 2,11).

Este “sondear” significa la agudeza y la profundidad del conocimiento que es propio de la Divinidad, en la que el Espíritu Santo vive con el Verbo-Hijo en la unidad de la Trinidad. Por eso, es un Espíritu de luz, que es para el hombre maestro de verdad, como lo prometió Jesucristo (cf. Jn 14,26).

4. Su “enseñanza” tiene como objeto, ante todo, la realidad divina, el misterio de Dios en sí mismo, pero también sus palabras y sus dones al hombre. Como escribe san Pablo: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1Co 2,12). La visión que el Espíritu Santo da al creyente es una visión divina del mundo, de la vida, de la historia; una “inteligencia de fe” que hace elevar la mirada interior muy por encima de la dimensión humana y cósmica de la realidad, para descubrir en todo la realización del plan de la Providencia, el reflejo de la gloria de la Trinidad.

Por esto, la liturgia de la antigua secuencia de la misa para la fiesta de Pentecostés nos invita a invocar: “Veni, Sancte Spiritus, et emitte coelitus lucis tuae radium”: “Ven, Espíritu Santo, y danos un rayo de tu luz celestial. Ven, padre de los pobres, que nos otorgas tus dones. Ven, luz de los corazones... “.

5. Este Espíritu de luz también da a los hombres ?especialmente a los Apóstoles y a la Iglesia? la capacidad de enseñar las cosas de Dios, como en virtud de una expansión de su misma luz. “De las cuales también hablamos ?escribe Pablo? no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales (1Co 2,15). Y así, el Apóstol, la Iglesia primitiva y la Iglesia de todos los tiempos, y los verdaderos teólogos y catequistas, hablan de una sabiduría que no es de este mundo, de “una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra” (1Co 2,6-7).

Esa sabiduría es un don del Espíritu Santo, que es preciso invocar para los maestros y predicadores de todos los tiempos: el don de que habla san Pablo en la misma carta a los Corintios: “A uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu” (1Co 12,8). Ciencia, sabiduría, fuerza de la palabra que penetra en las inteligencias y en las conciencias, luz interior que, mediante el anuncio de la verdad divina, irradia en el hombre dócil y atento la gloria de la Trinidad: todo es don del Espíritu Santo.

64 6. El Espíritu, que “sondea también las profundidades de Dios” y “enseña” la sabiduría divina, es también aquel que “guía”. Leemos en la carta a los Romanos: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8,14). Aquí se trata de la “guía” interior, que va a las raíces mismas de la “nueva creación”: el Espíritu Santo hace que los hombres vivan la vida de los hijos de la adopción divina. Para vivir de esta manera, el espíritu humano necesita tener conciencia de la filiación divina. Y “el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,16). El testimonio personal del Espíritu Santo es indispensable para que el hombre pueda personalizar en su vida el misterio injertado en él por Dios mismo.

7. De este modo, el Espíritu Santo “viene en ayuda” de nuestra flaqueza. Según el Apóstol, eso sucede de manera especial en la oración. En efecto, escribe: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”(Rm 8,26). Para Pablo, por consiguiente, el Espíritu es el artífice interior de la auténtica oración. Él, mediante su divino influjo, penetra desde dentro la oración humana, y la introduce en las profundidades de Dios.

Una última expresión paulina, de alguna manera, comprende y sintetiza todo lo que hemos tomado de él hasta ahora sobre este tema: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). El Espíritu Santo es, pues, Aquel que “derrama” el amor de Dios en los corazones humanos de forma sobreabundante, y hace que podamos tomar parte en este amor.

Por medio de todas estas expresiones, tan frecuentes y coherentes con el lenguaje del Apóstol de los gentiles, podemos conocer mejor la acción del Espíritu Santo y la persona misma de Aquel que obra en el hombre de modo divino.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con afecto a todos los peregrinos y visitantes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, al numeroso grupo de seminaristas Legionarios de Cristo, que inician en Roma sus estudios filosóficos, a quienes deseo que su permanencia en la Ciudad Eterna les consolide aún más en su vocación y en su amor a la Iglesia.

Igualmente, saludo al grupo de antiguos alumnos del Colegio “Nuestra Señora del Pilar”, de Madrid, que celebran con esta peregrinación a Roma el cuarenta y cinco aniversario de la Conclusión de sus estudios en aquel centro.

Por último, mi cordial bienvenida a los miembros de la Asociación Organizadora de los Festejos de San Pedro, en la Parroquia de La Felguera (Asturias).

A todos bendigo de corazón.
* * *


65 Desde Colombia llegan preocupantes noticias de numerosos casos de secuestro de personas. Mientras expreso mi más enérgica reprobación por estos delitos execrables, deseo manifestar mi solidaridad y cercanía hacia estas personas privadas injustamente de su libertad. Al mismo tiempo, dirijo mi llamado a los responsables de tales actos de secuestro y violencia para que liberen a estas personas y puedan así volver a sus seres queridos, tan probados en esta hora de dolor. Elevo mi plegaria al Señor por el sufrido pueblo colombiano, tan cercano a mi corazón de Pastor, y hago fervientes votos para que prevalezca la concordia, la justicia y la convivencia pacífica entre todos los amados hijos de la noble Nación colombiana.



Miércoles 17 de octubre de 1990

La Persona del Espíritu Santo en los símbolos evangélicos de su acción salvífica:

el viento, la paloma y el fuego

1. En el Nuevo Testamento se halla contenida la revelación acerca del Espíritu Santo como Persona, subsistente con el Padre y con el Hijo en la unidad de Trinidad. Pero esta revelación no tiene los rasgos tan marcados y precisos como la que se refiere a las dos primeras Personas. La afirmación de Isaías según la cual nuestro Dios es “un Dios oculto” (Is 45,15), puede referirse en particular precisamente al Espíritu Santo. En efecto, el Hijo, al hacerse hombre, entró en la esfera de la visibilidad, que experimentaron los que pudieron ver con sus propios ojos, y tocar con sus manos acerca de la Palabra de vida, como dice san Juan (cf. 1Jn 1,1); y su testimonio ofrece un punto concreto de referencia también para las generaciones cristianas sucesivas. El Padre, a su vez, aún permaneciendo en su trascendencia invisible e inefable, se manifestó en el Hijo. Decía Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9). Por lo demás, la “paternidad”, incluso a nivel divino, se puede conocer por la analogía con la paternidad humana, que es un reflejo, aunque imperfecto, de la paternidad increada y eterna, como dice san Pablo (Ep 3,15).

2. La Persona del Espíritu Santo, por el contrario, está más radicalmente por encima de todos nuestros medios de conocimiento. Para nosotros, la tercera Persona es un Dios oculto e invisible, también porque tiene analogías más débiles con lo que sucede en el mundo del conocimiento humano. La misma génesis e inspiración del amor, que en el alma humana es un reflejo del Amor increado, no tiene la transparencia del acto cognoscitivo, que en cierto sentido es autoconsciente. De aquí el misterio de amor, a nivel psicológico y teológico, como observa santo Tomás (cf. Summa Theologiae, I 27,4 I 36,1 I 37,1). Así se explica que el Espíritu Santo, como el amor humano, encuentra expresión especialmente en los símbolos. Estos indican su dinamismo operativo, pero también su Persona presente en la acción.

3. Así sucede con el símbolo del viento, que es central en Pentecostés, acontecimiento fundamental en la revelación del Espíritu Santo: “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban (los discípulos con María”) (Ac 2,2).

En los textos bíblicos, y en otros, se suele presentar el viento como una persona que va y viene. Así lo hace Jesús en la conversación con Nicodemo, cuando usa la imagen del Espíritu Santo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,8). La acción del Espíritu Santo, por la que se nace del Espíritu (como sucede en la filiación adoptiva obrada por la gracia divina) es comparada con el viento. Esta analogía empleada por Jesús pone de relieve la total espontaneidad y gratuidad de esta acción, por medio de la cual los hombres se hacen partícipes de la vida de Dios. El símbolo del viento parece expresar de un modo particular aquel dinamismo sobrenatural por medio del cual Dios mismo se acerca a los hombres para transformarlos interiormente, para santificarlos y, en cierto sentido, según el lenguaje de los Padres, para divinizarlos.

4. Es preciso añadir que, desde el punto de vista etimológico y lingüístico, el símbolo del viento es el que más estrecha conexión guarda con el Espíritu. Ya hemos hablado de él en catequesis anteriores. Baste, aquí, recordar sólo el sentido de la palabra “ruah” (que aparece ya en Gn 1,2), es decir, “el soplo”. Sabemos que, cuando Jesús, tras la resurrección, se apareció a los Apóstoles, “sopló” sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22-23).

También es necesario notar que el símbolo del viento, en referencia explícita al Espíritu Santo y a su acción, pertenece al lenguaje y a la doctrina del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento el viento, como “huracán”, propiamente es la expresión de la ira de Dios (cf. Ez 13 Ez 13), mientras que “el susurro de una brisa suave” habla de la intimidad de su conversación con los profetas (cf. 1R 19,12). El mismo término se usa para indicar el aliento vital. que expresa el poder de Dios, y que devuelve la vida a los esqueletos humanos en la profecía de Ezequiel: “Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan” (Ez 37,9). Con el Nuevo Testamento, el viento se convierte claramente en símbolo de la acción y de la presencia del Espíritu Santo.

5. Otro símbolo: la paloma que, según los sinópticos y el evangelio de Juan, se manifiesta con ocasión del bautismo de Jesús en el Jordán. Este símbolo es más apto que el del viento para indicar la Persona del Espíritu Santo, porque la paloma es un ser vivo, mientras que el viento es sólo un fenómeno natural. Los evangelistas hablan de él en términos casi idénticos. Escribe Mateo (3, 16): “Se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él” (es decir, sobre Jesús). Así también Marcos (1, 10), Lucas (3, 21-22), Juan (1, 32). Por la importancia de este momento en la vida de Jesús, que recibe de modo visible “la investidura mesiánica”, el símbolo de la paloma se consolidó en las imágenes artísticas y en la misma representación imaginativa del misterio del Espíritu Santo, de su acción y de su Persona.

66 En el Antiguo Testamento, la paloma había sido mensajera de la reconciliación de Dios con la humanidad en los tiempos de Noé. En efecto, había llevado a aquel patriarca el anuncio del término del diluvio que sufría la tierra (cf. Gn 8,9-11).

En el Nuevo Testamento, esta reconciliación tiene lugar mediante el bautismo, del que habla Pedro en su primera carta, refiriéndose a las “personas... salvadas a través del agua” en el arca de Noé (1P 3,20-21). Por consiguiente, se puede pensar en una anticipación del símbolo pneumatológico, porque el Espíritu Santo, que es Amor, derramando este amor en los corazones de los hombres, como dice san Pablo (cf. Rm 5,5), es también quien da la paz, que es don de Dios.

6. Más aún, la acción y la Persona del Espíritu Santo están indicadas también con los símbolos del fuego. Sabemos que Juan Bautista anunciaba en el Jordán: “Él (o sea, Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11). El fuego es fuente de calor y de luz, pero es también una fuerza que destruye. Por esto, en los evangelios se habla de “arrojar al fuego” al árbol que no da frutos (Mt 3,10 cf. Jn 15,6); se habla también de quemar la paja con fuego que no se apaga (Mt 3,12). El bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios.

Jesús mismo decía: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12,49). En este caso se trata del fuego del amor de Dios, de aquel amor que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5). Las “lenguas como de fuego” que aparecieron el día de Pentecostés sobre la cabeza de los Apóstoles significaban que el Espíritu traía el don de la participación en el amor salvífico de Dios. Un día, santo Tomás dirá que la caridad, el fuego traído por Jesucristo a la tierra, es “una cierta participación del Espíritu Santo” (participatio quaedam Spiritus Sancti:Summa Theologiae, II-II 23,3, ad 3). En este sentido, el fuego es un símbolo del Espíritu Santo, Persona que es Amor en la Trinidad divina.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a este encuentro a todos los peregrinos y visitantes provenientes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, mi saludo se dirige a los alumnos del Colegio Diocesano “Redemptoris Mater” que mañana serán ordenados diáconos, a los cuales aliento a ser siempre testimonios vivos de la fe en Jesucristo y generosos servidores de los hermanos.

A todas las personas, familias y grupos de lengua española imparto con afecto la Bendición Apostólica.



Miércoles 24 de octubre de 1990

La unción y el agua, símbolos evangélicos de la acción del Espíritu Santo

1. En su intervención en la sinagoga de Nazaret, al comienzo de su vida pública, Jesús se aplica a sí mismo un texto de Isaías que dice: “El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh” (Is 61,1 cf. Lc 4,18). Se trata de otro símbolo que pasa del Antiguo al Nuevo Testamento con un significado más preciso y nuevo, como sucedió con los símbolos del viento, de la paloma y del fuego, cuya referencia a la acción y a la Persona del Espíritu Santo hemos visto en las últimas catequesis. También la unción con el aceite pertenece a la tradición del Antiguo Testamento. Recibían la unción ante todo los reyes, pero también los sacerdotes y a veces los profetas. El símbolo de la unción con el aceite debía expresar la fuerza necesaria para el ejercicio de la autoridad El texto citado de Isaías sobre la “consagración con la unción” se refiere a la fuerza de naturaleza espiritual necesaria para cumplir la misión confiada por Dios a una persona a quien eligió y envió. Jesús nos dice que este elegido de Dios es él mismo, el Mesías: y la plenitud de la fuerza conferida a él ?plenitud del Espíritu Santo? es su propiedad de Mesías, es decir, ungido del Señor, Cristo.

67 2. En los Hechos de los apóstoles, Pedro alude también a la unción que recibió Jesús, cuando recuerda “cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo” (Ac 10,38). Así como el aceite penetra la madera o las otras materias, de la misma manera el Espíritu Santo penetra todo el ser del Mesías-Jesús, confiriéndole el poder salvador de curar los cuerpos y las almas. Por medio de esta unción con el Espíritu Santo, el Padre realizó la consagración mesiánica del Hijo.

3. La participación en la unción de la humanidad de Cristo con el Espíritu Santo pasa a todos los que lo acogen en la fe y en el amor. Esa participación tiene lugar a nivel sacramental en las unciones con aceite, cuyo rito forma parte de la liturgia de la Iglesia, especialmente en el bautismo y la confirmación. Como escribe san Juan en su primera carta, “estáis ungidos por el Santo”, y esa unción “permanece” en vosotros (1Jn 2,20 1Jn 2,27). Esta unción constituye la fuente del conocimiento: “En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis” (1Jn 2,20), de forma que “no necesitáis que nadie os enseñe... Su unción os enseña acerca de todas las cosas” (1Jn 2,27).

De esta manera, se cumple la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Ac 1,8).

Así, pues, en el Espíritu está la fuente del conocimiento y de la ciencia, y la fuente de la fuerza necesaria para dar testimonio de la verdad divina. En el Espíritu está también el origen de ese “sentido de la fe” sobrenatural que, según el Concilio Vaticano II (Lumen gentium LG 12), es herencia del pueblo de Dios, como dice san Juan: “todos vosotros lo sabéis” (1Jn 2,20).

4. También el símbolo del agua aparece con frecuencia ya en el Antiguo Testamento. Considerada de modo muy genérico, el agua simboliza la vida concedida por Dios a la naturaleza y a los hombres. Leemos en Isaías: “Abriré sobre los calveros arroyos y en medio de las barrancas manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas” (Is 41,18): es una alusión a la influencia vivificante del agua. El profeta aplica este símbolo al espíritu, uniendo agua y Espíritu de Dios, cuando proclama este oráculo: “Derramaré agua sobre el sediento suelo, raudales sobre la tierra seca. Derramaré mi Espíritu sobre tu linaje... Crecerán como en medio de hierbas, como álamos junto a corrientes de aguas” (Is 44,3-4). Así se señala el poder vivificante del Espíritu, simbolizado por el poder vivificante del agua.

Además, el agua libra la tierra de la aridez”(cf. 1R 18,41-45). El agua sirve también para satisfacer la sed del hombre y de los animales (cf. Is 43,20). La sed de agua se presenta como semejante a la sed de Dios, tal como se lee en el libro de los Salmos: “Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?” (Sal 41/42, 2-3; otro texto también explícito es Sal 62/63, 2).

El agua es, finalmente, el símbolo de la purificación, como se lee en Ezequiel: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré” (Ez 36,25). El mismo profeta anuncia el poder vivificante del agua en una sugestiva visión: “Me llevó a la entrada de la casa, y he aquí que debajo del umbral de la casa salía agua, en dirección a oriente... Me dijo: ‘Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá’” (Ez 47,1 Ez 47,8-9).

5. En el Nuevo Testamento el poder purificador y vivificante del agua sirve para el rito del bautismo ya con Juan, que en el Jordán administraba el bautismo de penitencia (cf. Jn 1,33). Pero será Jesús quien presente el agua como símbolo del Espíritu Santo cuando, un día de fiesta, exclame ante la muchedumbre: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura. De su seno correrán ríos de agua viva”. Y el evangelista comenta: “Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,37-39).

Con estas palabras se explica también todo lo que Jesús dice a la samaritana sobre el agua viva, sobre el agua que da él mismo. Esta agua se convierte en el hombre en “fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,10 Jn 4,14).

6. Se trata en todos los casos de expresiones de la verdad revelada por Jesús sobre el Espíritu Santo, del que “el agua viva” es símbolo, y que en el sacramento del bautismo se traducirá en la realidad del nacimiento por el Espíritu Santo. Aquí confluyen también muchos otros pasajes del Antiguo Testamento, como el del agua que Moisés, por orden de Dios, hizo brotar de la roca (cf. Ex 17,5-7 Sal 77/78, Ps 16), y el de la fuente abierta para la casa de David... para lavar el pecado y la impureza (cf. Za Za 13,1 Za 14,8); mientras la coronación de todos estos textos se encontrará en las palabras del Apocalipsis sobre el río de agua viva, límpida como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a una y otra margen del río, hay árboles de vida... Sus hojas sirven de medicina para los gentiles...(Ap 22,1-2). Según los exegetas, las aguas vivas y vivificantes simbolizan al Espíritu, como el mismo Juan repite varias veces en su evangelio (cf. Jn 4,10-14 Jn 7,37-38). En esta visión del Apocalipsis se entrevé la misma Trinidad. También es significativo el hecho de que llame medicina para los gentiles las hojas del árbol, alimentado por el agua viva y saludable del Espíritu.

Si el pueblo de Dios “bebe esta agua espiritual”, según san Pablo, es como Israel en el desierto, que “bebían de la roca... y la roca era Cristo” (1Co 10,1-4). De su costado atravesado en la cruz “salió sangre y agua” (Jn 19,34), como signo de la finalidad redentora de su muerte, sufrida por la salvación del mundo. Fruto de esta muerte redentora es el don del Espíritu Santo, concedido por él en abundancia a su Iglesia.

68 Verdaderamente “fuentes de agua viva salen del interior” del misterio pascual de Cristo, llegando a ser, en las almas de los hombres, como don del Espíritu Santo “fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14). Este don proviene de un Dador bien perceptible en las palabras de Cristo y de sus Apóstoles: la Tercera Persona de la Trinidad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Tras estas reflexiones, saludo afectuosamente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España, a quienes doy mi más cordial bienvenida a esta Audiencia.

Me es grato saludar, en modo particular, a la peregrinación de la “Asociación Mexicana de Implantes Dentales”, así como a la “Peregrinación Mariana” de Panamá y a los miembros de la “Asociación de Promotores y Constructores de Edificios Urbanos” de Gijón (Asturias).

A todos imparto complacido la bendición apostólica.



Miércoles 31 de octubre de 1990

La fe en el Espíritu Santo como Persona divina

1. “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”. Con estas palabras el símbolo niceno-constantinopolitano determina la fe de la Iglesia en el Espíritu Santo, reconocido como verdadero Dios, con el Padre y el Hijo, en la unidad trinitaria de la divinidad. Se trata de un artículo de fe, formulado por el primer Concilio de Constantinopla (381), tal vez sobre la base de un texto anterior, completando el símbolo de Nicea (325) (cf Denz.-S. , Enchiridion symbolorum DS 150).

Esta fe de la Iglesia se repite de forma continua en la liturgia, que es, a su manera; no sólo una profesión, sino también un testimonio de fe. Así sucede, por ejemplo, en la doxología trinitaria que, por lo general, se usa como conclusión de las oraciones litúrgicas: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Así también en las oraciones de intercesión dirigidas al Padre, “por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos”.

También el himno “Gloria Dios en el cielo” posee una estructura trinitaria: nos hace celebrar la gloria del Padre y del Hijo juntamente con el Espíritu Santo: “...sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre”.

69 2. Esta fe de la Iglesia tiene su origen y se funda en la revelación divina. Dios se reveló definitivamente como Padre de Jesucristo, Hijo consubstancial, que por obra del Espíritu Santo se hizo hombre, naciendo de la Virgen María. Por medio del Hijo se reveló el Espíritu Santo. El Dios único se reveló como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La última palabra del Hijo, enviado al mundo por el Padre, es la recomendación hecha a los Apóstoles: “haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Hemos visto en las catequesis anteriores los momentos de la revelación del Espíritu Santo y de la Trinidad en la enseñanza de Jesucristo.

3. También hemos visto que Jesucristo revelaba al Espíritu Santo mientras realizaba su misión mesiánica, en la que afirmaba que actuaba “con el poder del Espíritu de Dios” (por ejemplo al arrojar los demonios: cf Mt 12,28). Pero parece que esa revelación se concentra y se condensa al fin de su misión, juntamente con el anuncio de su vuelta al Padre. El Espíritu Santo será ?tras su partida? “otro Paráclito”. Será él, “el Espíritu de la verdad”, quien guiará a los Apóstoles y a la Iglesia a través de la historia: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce” (Jn 14,16-17). Él, a quien el Padre enviará en nombre de Cristo, “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). Y también: “Cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16,8). Ésta es la promesa, éste es ?podríamos decir? el testamento que Jesús deja a los suyos en la Última Cena, junto al que se refiere a la caridad y la Eucaristía.

4. Después de la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo, Pentecostés fue el cumplimiento de su anuncio, por lo que se refería a los Apóstoles, y el inicio de su acción a través de las generaciones que se sucederían a lo largo de los siglos, pues el Espíritu Santo debía permanecer con la Iglesia “para siempre” (Jn 14,16). Hemos hablado ampliamente de esto en las catequesis anteriores.

Esa historia fundamental de la Iglesia primitiva que es el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que los Apóstoles quedaron “llenos del Espíritu Santo” y “predicaban la palabra de Dios con valentía” (Ac 2,4 Ac 4,31). También nos dice que, ya en los tiempos apostólicos, “el mundo” oponía resistencia no sólo a la obra de los Apóstoles, sino también a la del Protagonista invisible que actuaba en ellos, como reprochaban a sus perseguidores: “¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo!” (Ac 7,51). Eso mismo sucedería también en las demás épocas de la historia. La resistencia puede llegar incluso a constituir un pecado especial, llamado por Jesús “blasfemia contra el Espíritu Santo”, de la que él mismo añade que es un pecado que no será perdonado (cf Mt 12,31 Lc 12,10).

Como Jesús había predicho y prometido, el Espíritu Santo fue en la Iglesia desde sus orígenes y sigue siendo en la Iglesia de todo tiempo, el Dador de todos los dones divinos (Dator munerum, como lo invoca la Secuencia de Pentecostés): tanto de los bienes destinados directamente a la santificación personal, como de los que se conceden a unos para beneficio de los otros (por ejemplo, ciertos carismas). “Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad” (1Co 12,11). También los “dones jerárquicos”, como podríamos llamarlos con el Concilio Vaticano II (Lumen gentium LG 4), que son indispensables para la guía de la Iglesia, provienen de él (cf. Ac 20,28).

5. Sobre la base de la revelación hecha por Jesús y transmitida por los Apóstoles, el símbolo profesa la fe en el Espíritu Santo, del que dice que es “Señor”, como es Señor el Verbo, que asumió una carne humana: “Tu solus Dominus... cum Sancto Spiritu”. Añade, también, que el Espíritu da la vida. Sólo Dios puede conceder la vida al hombre. El Espíritu Santo es Dios. Y, en cuanto Dios, el Espíritu es el autor de la vida del hombre: de la vida “nueva” y “eterna” traída por Jesús, pero también de la existencia en todas sus formas: del hombre y de todas las cosas (Creator Spiritus).

Esta verdad de fe fue formulada en el símbolo niceno-constantinopolitano porque la consideraban y aceptaban como revelada por Dios mediante Jesucristo y estaban convencidos de que formaba parte del “depósito de la revelación” transmitido por los Apóstoles a las primeras comunidades, de las que pasó a la constante enseñanza de los Padres de la Iglesia. Históricamente, se puede decir que el I Concilio de Constantinopla, que debía hacer frente a algunos que negaban la divinidad del Espíritu Santo, como otros ?y especialmente los arrianos? combatían la divinidad del Hijo-Verbo, Cristo, añadió ese artículo al símbolo de Nicea. En los dos casos de negación de la divinidad, se trataba de mentes casi perdidas en su pretensión racionalista ante el misterio de la Trinidad. A los adversarios de la divinidad del Espíritu Santo solían llamarles “pneumatómacos” (es decir, los que combaten contra el Espíritu) o también “macedonianos” (del nombre de Macedonio, su jefe). A esas opiniones equivocadas se oponían con su autoridad los grandes Padres, entre los que se hallaba san Atanasio († 375) que, especialmente en su Carta a Serapión (1, 28-30) afirmaba la igualdad del Espíritu Santo con las otras dos Personas divinas en la unidad de la Trinidad. Y lo hacía sobre la base de la “antigua tradición, la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor la entregó, los Apóstoles la predicaron y los Padres la han conservado...” (cf. PG 26,594-595).

Esos Padres, que valoraban en toda su extensión y en todo su significado la revelación contenida en la Sagrada Escritura, no sólo defendían la noción genuina y completa de la Trinidad, sino que también hacían notar que negar la divinidad del Espíritu Santo equivalía a anular la elevación del hombre a la participación en la vida de Dios ?es decir, su “divinización” mediante la gracia? que, según el evangelio, es obra del Espíritu Santo. Sólo aquel que es Dios en sí mismo puede obrar la participación en la vida divina. Y es precisamente el Espíritu Santo quien “da la vida”, según las palabras de Jesús mismo (cf. Jn 6,63).

6. Es preciso añadir que la fe en el Espíritu Santo como Persona divina, profesada en el símbolo niceno-constantinopolitano, ha sido muchas veces confirmada por el magisterio solemne de la Iglesia. Lo demuestran, por ejemplo, los cánones del sínodo romano del año 382, publicados por el Papa Dámaso I, en los que leemos que el Espíritu Santo “es de la sustancia divina y es verdaderamente Dios”, y que, “como el Hijo y el Padre, así también el Espíritu Santo lo puede todo, lo conoce todo y está omnipresente” (Denz.-S., DS 168-169).

La fórmula sintética del símbolo de la fe del año 381, que del Espíritu Santo como Dios dice que es “Señor” como el Padre y el Hijo, es lógica al añadir que, “con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Si el Espíritu Santo es quien “da la vida”, o sea, que posee con el Padre y con el Hijo el poder creador, y en particular el poder santificador y vivificador en el orden sobrenatural de la gracia ?poder que se le atribuye a su Persona? es justo que sea adorado y glorificado como las dos primeras Personas de la Trinidad, de las que procede como término de su eterno amor, en perfecta igualdad y unidad de sustancia.

7. Además, el símbolo atribuye, de un modo totalmente particular, a esta tercera Persona de la Trinidad el ser el autor divino de la profecía: El es quien “habló por los profetas”. Así se reconoce el origen de la inspiración de los profetas del Antiguo Testamento, comenzando por Moisés (cf. Dt Dt 34,10) y hasta Malaquías, quienes nos han dejado por escrito las instrucciones divinas. Fueron inspirados por el Espíritu Santo. David, que era también él “profeta” (Ac 2,30), decía eso de sí mismo (2S 22,2); y lo decía Ezequiel (Ez 11,5). En su primer discurso, Pedro manifestó esta fe, afirmando que “el Espíritu Santo había hablado por boca de David” (Ac 1,16) y lo mismo expresó el autor de la carta a los Hebreos (He 3,7 He 10,15). Con gratitud profunda, la Iglesia recibe las Escrituras proféticas como un don precioso del Espíritu Santo, el cual se manifestó así presente y operante desde los comienzos de la historia de la salvación.

Saludos

70 Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas Siervas de María Ministras de los Enfermos, que han concluido en Roma su Capítulo General. Os aliento a continuar en vuestro abnegado servicio a los que sufren, dando así testimonio de amor a Dios y a su Iglesia. Igualmente saludo a la peregrinación de Panamá, y a todas las familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España.

Con afecto imparto la bendición apostólica.


Audiencias 1990 62