Audiencias 1990 70


Noviembre de 1990

Miércoles 7 de noviembre de 1990

El Espíritu que "procede del Padre y del Hijo"

1. Cuando profesamos nuestra fe “en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida” añadimos: “que procede del Padre y del Hijo”. Como es sabido, estas palabras fueron introducidas en el símbolo niceno, que decía solamente: “Creemos en el Espíritu Santo” (cf. Denz-S., DS 125). Ya en el Concilio de Constantinopla (381) fue incluida la explicación: “que procede del Padre” (cf. Denz-S., DS 150), por lo que hablamos de símbolo niceno-constantinopolitano. La fórmula conciliar del año 381, rezaba así: “Creo en el Espíritu Santo, que procede del Padre”. La fórmula más completa: “que procede del Padre y del Hijo” (qui a Patre Filioque procedit), ya presente en antiguos textos y vuelta a presentar por el Sínodo de Aquisgrán el año 809, fue finalmente introducida también en Roma en 1014 con ocasión de la coronación del emperador Enrique II. Se difundió desde entonces en todo el Occidente, y fue admitida por los griegos y los latinos en el II Concilio ecuménico de Lión (1274) y en el de Florencia (1439) (cf. Denz-S., DS 150 Nota introductoria). Era una puntualización, que no cambiaba en nada la sustancia de la fe antigua, pero que los mismos Romanos Pontífices no se decidían a admitir por respeto a la fórmula antigua ya difundida por doquier y usada también en la basílica de San Pedro. La introducción de la añadidura, acogida sin graves dificultades en Occidente, suscitó reservas y polémicas entre nuestros hermanos orientales, que atribuyeron a los occidentales un cambio sustancial en materia de fe. Hoy podemos dar gracias al Señor por el hecho de que también en este punto se va aclarando en Oriente y Occidente el verdadero sentido de la fórmula, y el carácter relativo el de la cuestión misma.

Aquí, sin embargo, debemos ahora ocuparnos del “origen” del Espíritu Santo, teniendo en cuenta la cuestión del “Filioque”.

2. La Sagrada Escritura alude, ante todo, a que el Espíritu Santo procede del Padre. Por ejemplo, en el evangelio según san Mateo, en el momento de enviar a los Doce a su primera misión, Jesús los tranquiliza así: “No os preocupéis de cómo o por qué vais a hablar...; Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,19-20). Luego, en el evangelio según san Juan, Jesús afirma: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26). Según muchos exegetas, estas palabras de Jesús se refieren directamente a la misión temporal del Espíritu de parte del Padre; sin embargo, es legítimo ver reflejada en ellas la procesión eterna y, por tanto, el origen del Espíritu Santo del Padre.

Evidentemente, tratándose de Dios, es preciso liberar la palabra “origen” de toda referencia al orden creado y temporal; es decir, en sentido activo, se ha de excluir la comunicación de la existencia a alguien y, por tanto, la prioridad y la superioridad sobre él; y, en sentido pasivo, el paso del no ser al ser por obra de otro y, por tanto, la posterioridad y la dependencia de él. En Dios todo es eterno, fuera del tiempo; por tanto, el origen del Espíritu Santo, como el del Hijo, en el misterio trinitario, en el que las tres divinas Personas son consustanciales, es eterno. Se trata, efectivamente, de una “procesión” de origen espiritual, como sucede (aunque se trata siempre de una analogía muy imperfecta) en la “producción” del pensamiento y del amor, que permanecen en el alma en unidad con la mente de la que proceden. “Y en este sentido ?escribe santo Tomás? la fe católica admite procesiones en Dios (Summa Theologiae, I 27,1 I 27,3-4).

71 3. En cuanto a la procesión y al origen del Espíritu Santo del Hijo, los textos del Nuevo Testamento, aún sin hablar de ella abiertamente, ponen de relieve relaciones muy estrechas entre el Espíritu y el Hijo. El envío del Espíritu Santo a los creyentes no es obra sólo del Padre, sino también del Hijo. En efecto, en el Cenáculo, tras haber dicho: “El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14,26), Jesús añade: “Si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).

Otros pasajes evangélicos expresan la relación entre el Espíritu y la revelación realizada por el Hijo, como en los que Jesús dice: “Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,14-15).

El evangelio dice claramente que el Hijo ?no sólo el Padre? “envía” al Espíritu Santo; más aún, que el Espíritu “recibe” del Hijo lo que revela, pues todo lo que tiene el Padre es también del Hijo (cf. Jn 16,15).

Tras la resurrección, estos anuncios encontrarán su cumplimiento cuando Jesús, después de haber entrado “estando cerradas las puertas” en el lugar en que los Apóstoles se habían escondido por temor de los judíos, “soplará” sobre ellos y dirá: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22).

4. Junto a estos pasajes evangélicos, que son los más esenciales para nuestro asunto, existen en el Nuevo Testamento otros que demuestran que el Espíritu Santo no es sólo el Espíritu del Padre, sino también el Espíritu del Hijo, el Espíritu de Cristo. Así, en la carta a los Gálatas leemos que “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Ga 4,6). En otros textos, el Apóstol habla del “Espíritu de Jesucristo” (Ph 1,19), del “Espíritu de Cristo” (Rm 8,9) y afirma que lo que Cristo realiza por su medio (del Apóstol) tiene lugar “en virtud del Espíritu de Dios” (Rm 15,19). No faltan otros textos parecidos a estos (cf. Rm 8,2 2Co 3,1 2Co 3,7 s.; 1P 1,11).

5. En verdad, la cuestión del “origen” del Espíritu Santo, en la vida trinitaria del Dios único, ha sido objeto de una larga y múltiple reflexión teológica, basada en la Sagrada Escritura. En Occidente, san Ambrosio en su De Spiritu Sancto y san Agustín en la obra De Trinitate dieron una gran aportación al esclarecimiento de este problema. La tentativa de penetrar más a fondo en el misterio de la vida íntima de Dios-Trinidad, realizado por esos y otros Padres y Doctores latinos y griegos (comenzando por san Hilario, san Basilio, Dionisio, san Juan Damasceno), ciertamente preparó el terreno para la introducción en el símbolo de aquella fórmula sobre el Espíritu Santo que “procede del Padre y del Hijo”. Con todo, los hermanos orientales se atenían a la fórmula pura y simple del Concilio de Constantinopla (381), tanto más que el Concilio de Calcedonia (451) había confirmado su carácter “ecuménico” (aunque de hecho habían tomado parte en él casi sólo obispos de Oriente). Así, el “Filioque” occidental y latino se convirtió, los siglos siguientes, en una ocasión del cisma, ya llevado a cabo por Focio (882), pero consumado y extendido a casi todo el Oriente cristiano el año 1054. Las Iglesias orientales separadas de Roma aún hoy profesan en el símbolo de la fe “en el Espíritu Santo que procede del Padre” sin hacer mención del “Filioque”, mientras en Occidente decimos expresamente que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”.

6. Esta doctrina no carece de precisas referencias en los grandes Padres y Doctores de Oriente (Efrén, Atanasio, Basilio, Epifanio, Cirilo de Alejandría, Máximo, Juan Damasceno) y de Occidente (Tertuliano, Hilario, Ambrosio, Agustín). Santo Tomás, siguiendo a los Padres, dio una aguda explicación de la fórmula, basándose en el principio de la unidad e igualdad de las divinas Personas en las relaciones trinitarias (cf. Summa Theologiae, I 36,2-4).

7. Tras el cisma, varios concilios del segundo milenio intentaron reconstruir la unión entre Roma y Constantinopla. La cuestión de la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo fue objeto de clarificaciones especialmente en los concilios IV de Letrán (1215), II de Lión (1274) y, finalmente, en el Concilio de Florencia (1439). En este último concilio encontramos una puntualización que tiene el valor de una puesta a punto histórica y, al mismo tiempo, de una declaración doctrinal: “Los latinos afirman que diciendo que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo no pretenden excluir que el Padre sea la fuente y el principio de toda la divinidad, es decir, del Hijo y del Espíritu Santo; ni quieren negar que el Hijo tenga del Padre (el hecho) que el Espíritu Santo procede del Hijo; ni consideran que existan dos principios o dos espiraciones, sino que afirman que es único el principio y única la espiración del Espíritu Santo, como hasta ahora han asegurado” (cf. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna, 1973, pág. 526).

Era el eco de la tradición latina, que santo Tomás había determinado teológicamente muy bien (cf. Summa Theologiae, I 36,3) refiriéndose a un texto de san Agustín, según el cual “Pater et Filius sunt unum principium Spiritus Sancti” (De Trinitate, V, 14; PL 42, 921).

8. Así, parecían superadas las dificultades de orden terminológico y aclaradas las intenciones, hasta el punto de que ambas partes ?griegos y latinos? en la sesión sexta (6 de julio de 1439) pudieron firmar la definición común: “En el nombre de la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con la aprobación de este sagrado y universal concilio Florentino, establecemos que esta verdad de fe sea creída y aceptada por todos los cristianos: y, por ello, todos deben profesar que el Espíritu Santo es eternamente del Padre y del Hijo, que tiene su esencia y su ser subsistente juntamente del Padre y del Hijo, y que procede eternamente del uno y del otro como de un único principio y de una única espiración” (Denz-S., DS 1300).

He aquí una ulterior puntualización, a la que ya santo Tomás había dedicado un artículo de la Summa (“Utrum Spiritus Sanctus procedat a Patre per Filium”: I 36,3): “Declaramos ?se lee en el concilio? que lo que afirman los santos Doctores y Padres, ?(o sea) que el Espíritu Santo procede del Padre por medio del Hijo? tiende a hacer comprender y quiere significar que también el Hijo, como el Padre, es causa, según los griegos, principio, según los latinos, de la subsistencia del Espíritu Santo. Y, dado que todas las cosas que son del Padre, el Padre mismo las ha dado al Hijo con la generación, menos el ser Padre: esta misma procesión del Espíritu Santo del Hijo, el Hijo mismo la tiene eternamente del Padre, del que también ha sido engendrado eternamente” (Denz-S., DS 1301).

72 9. También hoy este texto conciliar sigue siendo una base útil para el diálogo y el acuerdo entre los hermanos de Oriente y Occidente, tanto más que la definición firmada por las dos partes terminaba con la siguiente declaración: “Establecemos... que la explicación dada con la expresión “Filioque” ha sido lícita y razonablemente añadida al símbolo, para hacer más clara la verdad y por la necesidad que urgía entonces” (Denz-S., DS 1302).

De hecho, después del Concilio de Florencia, en Occidente se siguió profesando que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”, mientras en Oriente siguieron ateniéndose a la fórmula conciliar original de Constantinopla. Pero desde los tiempos del Concilio Vaticano II se lleva a cabo un provechoso diálogo ecuménico, que parece haber llevado a la conclusión de que la fórmula “Filioque” no constituye un obstáculo esencial para el diálogo mismo y sus desarrollos, que todos deseamos e invocamos del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los sacerdotes y demás almas consagradas, que hacen de sus vidas ofrenda a Dios y servicio a los hermanos. Una cordial bienvenida a esta Audiencia presento a los miembros del Valencia Club de Fútbol, y en sus personas saludo también a los socios y seguidores en la ciudad del Turia. Aliento a todos a hacer de las competencias deportivas ocasión de encuentro y fiesta, donde brillen y se fomenten las virtudes humanas y cristianas, la lealtad, la fraternidad, el respeto a los demás. Finalmente saludo a los grupos y familias de los diversos Países de América Latina y de España.

Con afecto imparto la bendición apostólica.




Miércoles 14 de noviembre de 1990

El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo

1. Hoy queremos comenzar la catequesis repitiendo una afirmación ya hecha antes sobre el tema del único Dios, que la fe cristiana nos enseña a reconocer y a adorar como Trinidad. “El amor recíproco del Padre y del Hijo procede en ellos y de ellos como Persona: el Padre y el Hijo ‘espiran’ al Espíritu de Amor, consustancial a ellos”. La Iglesia, ya desde los comienzos, tenía la convicción de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como Amor.

Las raíces de la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia se hallan en el Nuevo Testamento, y especialmente en las palabras de San Juan en su primera carta: “Dios es Amor” (1Jn 4,8).

2. Estas palabras se refieren a la misma esencia de Dios, en la que las tres Personas son una sola sustancia, y todas son igualmente Amor, es decir, Voluntad del bien, propensión interna hacia el objeto del amor, dentro y fuera de la vida trinitaria.

73 Pero ha llegado el momento de advertir, con Santo Tomás de Aquino, que nuestro lenguaje es pobre en términos que expresen el acto de voluntad que lleva al amante hacia el amado. Ese acto depende de la interioridad del amor que, procediendo de la voluntad ?o del corazón?, no es tan lúcido y consciente como el proceso de la idea de la mente.

De aquí deriva que, mientras en la esfera del entendimiento disponemos de varias palabras para expresar, por una parte, la relación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido (entender, comprender) y, por otra, la emanación de la idea de la mente en el acto del conocimiento (decir la Palabra, o Verbo, proceder como Palabra de la mente), no sucede lo mismo en la esfera de la voluntad y del corazón. Es cierto que, “por el hecho de que uno ama algo, resulta en él, en su afecto, una impresión, por decir así, del objeto amado, en virtud de la cual el amado está en el amante como la cosa conocida está en quien la conoce. Por eso, cuando uno se conoce y ama a sí mismo, está en sí mismo, no sólo porque es idéntico a sí mismo, sino también porque es objeto del propio conocimiento y del propio amor”. Pero, en el lenguaje humano, “no se han acuñado otras palabras para expresar la relación existente entre la afección, o impresión suscitada por el objeto amado, y el principio (interior) del que ella emana, o viceversa. Por tanto, a causa de la pobreza de vocabulario (propter vocabulorum inopiam), también esas relaciones son indicadas con los términos: amor y dilección (dilectio); y es como si uno diera al Verbo los nombres de intelección concebida, o de sabiduría engendrada”.

De aquí la conclusión del Doctor Angélico: “Si en los términos amor y amar (diligere) se quiere indicar sólo la relación entre el amante y la cosa amada, (en la Trinidad) se refieren a la esencia divina, como los demás términos intelección y entender. Si, en cambio, usamos los mismos términos para indicar las relaciones existentes entre lo que deriva o procede como acto y objeto del amor, y el principio correlativo, de modo que Amor sea el equivalente de Amor que procede, y Amar (diligere) el equivalente de espirar el amor procedente, entonces Amor es nombre de persona...”, y es precisamente el nombre del Espíritu Santo (Summa Theologiae,
I 37,1).

3. El análisis de la terminología realizado por Santo Tomás es muy útil para llegar a una noción relativamente clara del Espíritu Santo como Amor-Persona, en el seno de la Trinidad que, en su totalidad, “es Amor”. Pero es preciso decir que la atribución del Amor al Espíritu Santo, como su nombre propio, se encuentra en la enseñanza de los Padres de la Iglesia, de los que el mismo Doctor Angélico se alimenta. A su vez, los Padres son los herederos de la revelación de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, que conocemos también por otros textos del Nuevo Testamento. Así, en la oración sacerdotal, dirigida al Padre en la Última Cena, Jesús dice: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26). Se trata del amor con el que el Padre ha amado al Hijo “antes de la creación del mundo” (Jn 17,24). Según algunos exegetas recientes, las palabras de Jesús indican aquí, al menos indirectamente, el Espíritu Santo, el Amor con el que el Padre ama eternamente al Hijo, eternamente amado por él. Pero ya Santo Tomás había examinado muy bien un texto de san Agustín sobre este amor recíproco del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, VI, 5; XIV, 7; PL 43, 928, 1065), discutido por otros escolásticos a causa del ablativo con que había pasado a la teología medieval: “Utrum Pater et Filius diligant se Spiritu Sancto”, y había concluido su análisis literario y doctrinal con esta hermosa explicación: “De la misma manera que decimos que el árbol florece en las flores, así decimos que el Padre se dice a sí mismo y a la creación en el Verbo, o Hijo, y que el Padre y el Hijo se aman a sí mismos y a nosotros en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor procedente”. (Summa Theologiae I 37,2).

También en aquel discurso de despedida, Jesús anuncia que el Padre enviará a los Apóstoles (y a la Iglesia) el “Paráclito ... el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17), y que también él, el Hijo, lo enviará (cf. Jn 16,7) “para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,16). Los Apóstoles, por tanto, recibirán al Espíritu Santo como Amor que une al Padre y al Hijo. Por obra de este Amor, el Padre y el Hijo harán morada en ellos (cf. Jn 14,23).

4. En esta misma perspectiva se ha de considerar el otro pasaje de la oración sacerdotal, cuando Jesús pide al Padre por la unidad de sus discípulos: “Para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). Si los discípulos deben ser “uno en nosotros” ?es decir, en el Padre y en el Hijo?, esto puede tener lugar sólo por obra del Espíritu Santo, cuya venida y permanencia en los discípulos es anunciada por Cristo al mismo tiempo: él “mora con vosotros y en vosotros está” (Jn 14,17).

5. Este anuncio fue recibido y comprendido en la Iglesia primitiva, como lo demuestran, además del mismo evangelio de san Juan, la alusión de San Pablo sobre el amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5) y las palabras de San Juan en su primera carta: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,12-13).

6. De estas raíces se desarrolló la tradición sobre el Espíritu Santo como Persona-Amor. La economía trinitaria de la santificación salvífica permitió a los Padres y Doctores de la Iglesia “penetrar con la mirada” en el misterio íntimo de Dios-Trinidad.

Así hizo san Agustín, especialmente en la obra De Trinitate, contribuyendo de modo decisivo a la afirmación y difusión de esta doctrina en Occidente. De sus reflexiones brotaba la concepción del Espíritu Santo como Amor recíproco y vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo en la comunión de la Trinidad. Él escribía: “Como llamamos propiamente al Verbo único de Dios con el nombre de Sabiduría, aunque generalmente el Espíritu Santo y el Padre mismo sean Sabiduría, así también el Espíritu recibe como propio el nombre de Caridad, aunque el Padre y el Hijo sean, en sentido general, Caridad” (De Trinitate, XV, 17, 31; CC 50, 505).

“El Espíritu Santo es algo común entre el Padre y el Hijo..., la misma comunión consustancial y co-eterna... Ellos no son más que tres: uno que ama a quien procede de él; uno que ama a aquel de quien recibe el origen; y el amor mismo” (De Trinitate, VI, 5, 7; CC 50, 295. 236).

7. La misma doctrina se encuentra en Oriente, donde los Padres hablan del Espíritu Santo como de aquel que es la unidad del Padre y del Hijo, y el vínculo de la Trinidad. Así, Cirilo de Alejandría († 444) y Epifanio de Salamina († 430) (cf. Ancoratus, 7: PG 43,28 B).

74 En esta línea permanecieron los teólogos orientales de las épocas siguientes. Entre ellos el monje Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica (siglo XIV), que escribe: “El Espíritu del Verbo supremo es como un cierto amor del Padre hacia el Verbo misteriosamente engendrado; y es el mismo amor que el amadísimo Verbo e Hijo del Padre tiene a aquel que lo ha engendrado” (Capita Physica, 36: PG 150,1144 D-1145 A). Entre los autores más recientes se puede citar a Bulgakov: “Si Dios en la Santísima Trinidad es amor, el Espíritu Santo es Amor del amor” (El Paráclito, ed. it. Bologna, 1972, p. 121).

8. Esa es la doctrina de Oriente y de Occidente, que el Papa León XIII tomaba de la tradición y sintetizaba en su encíclica sobre el Espíritu Santo, donde se lee que el Espíritu Santo “es la divina bondad y el recíproco Amor del Padre y del Hijo” (cf. DS
DS 3326). Pero, para concluir, volvamos una vez más a san Agustín: “El Amor es de Dios y es Dios: por tanto, propiamente es el Espíritu Santo, por el que se derrama la caridad de Dios en nuestros corazones, haciendo morar en nosotros a la Trinidad... El Espíritu Santo es llamado con propiedad Don, por causa del Amor” (De Trinitate, XV, 18, 32: PL 42, 1082 - 1083). Por ser Amor, el Espíritu Santo es Don. Será este el tema de la próxima catequesis.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo muy cordialmente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos Países de América Latina y de España. En particular, saludo a las Religiosas del Sagrado Corazón, a quienes aliento a una entrega generosa a Dios y a la Iglesia.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.







Miércoles 21 de noviembre de 1990

El Espíritu Santo como Don

1. Todos conocemos las delicadas y sugestivas palabras dirigidas por Jesús a la samaritana, que había acudido al pozo de Jacob para sacar agua: “Si conocieras el don de Dios” (Jn 4,10). Son palabras que nos introducen en otra dimensión esencial de la verdad revelada acerca del Espíritu Santo. Jesús, en aquel encuentro, habla del don del “agua viva”, afirmando que quien la bebe “no tendrá sed jamás”. En otra ocasión, en Jerusalén, Jesús hablaba de “ríos de agua viva” (Jn 7,38), y el evangelista, que refiere esta palabra, añade que Jesús decía esto “refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,39). A continuación, el evangelista explica que ese Espíritu sería dado sólo cuando Jesús hubiese sido “glorificado” (Jn 7,39).

De la reflexión sobre estos y otros textos análogos ha brotado la convicción de que pertenece a la revelación de Jesús el concepto del Espíritu Santo como Don concedido por el Padre. Por lo demás, según el evangelio de Lucas, en su enseñanza ?casi catequística? sobre la oración, Jesús hace notar a los discípulos que, si los hombres saben dar cosas buenas a sus hijos, “¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13): el Espíritu Santo es la “cosa buena” superior a todas las demás (Mt 7,11), el “don bueno” por excelencia.

2. En el discurso de despedida a los Apóstoles, Jesús les asegura que él mismo pedirá al Padre por sus discípulos sobre todo este don: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,16). Habla así la víspera de su pasión, y tras la resurrección anuncia el próximo cumplimiento de su oración: “Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre... hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49). “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra” (Ac 1,8).

75 Jesús pide al Padre el Espíritu Santo como Don para los Apóstoles y para la Iglesia hasta el fin del mundo. Pero, al mismo tiempo, él es quien lleva en sí este don; más aún, él posee, también en su humanidad, la plenitud del Espíritu Santo, pues “el Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano” (Jn 3,35). Él es “aquel a quien Dios ha enviado”, que “habla las palabras de Dios” y, “porque da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34).

3. También mediante su humanidad, el Hijo de Dios mismo es quien manda el Espíritu: si el Espíritu Santo es plenamente el Don del Padre, Cristo-hombre, al llevar a cabo en su pasión redentora la misión recibida y cumplida para obedecer al Padre, obediencia “hasta la muerte de cruz” (Ph 2,8), revela mediante su sacrificio redentor de Hijo al Espíritu Santo como Don y lo da a sus discípulos. Lo que en el Cenáculo llama su “partida”, en la economía salvífica se transforma en el momento prefijado a que se halla ligada “la venida” del Espíritu Santo (cf. Jn 16,7).

4. Pero, a través de ese momento culminante de auto-revelación del misterio trinitario, nos es posible penetrar aún mejor en la vida íntima de Dios. Nos es dado conocer al Espíritu Santo no sólo como Don concedido a los hombres, sino también como Don subsistente en la misma vida íntima de Dios. “Dios es amor”, nos dice san Juan (1Jn 4,8); amor esencial, como precisan los teólogos, común a las tres divinas Personas. Pero eso no excluye que el Espíritu Santo, como Espíritu del Padre y del Hijo, sea Amor en sentido personal, como hemos explicado en la catequesis anterior. Por esto, él “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1Co 2,10), con el poder de penetración propio del Amor. Por esto mismo él es también el Don increado y eterno, que las divinas Personas se hacen en la vida íntima del Dios uno y trino. Su ser-amor se identifica con su ser-don. Se podría incluso decir que “por el Espíritu Santo Dios ‘existe’ como Don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-Amor. Es Persona-Amor. Es Persona-don” (Dominum et vivificantem DEV 10 cf. “L'Osservatore Romano”, edición en lengua española, 8 de junio de 1986, pág. 4).

5. Escribe san Agustín que, “como el ser nacido significa para el Hijo proceder del Padre, así el ser Don es para el Espíritu Santo proceder del Padre y del Hijo” (De Trinitate, IV, 20: PL 42, 908). Existe en el Espíritu Santo una equivalencia entre el ser-Amor y el ser-Don. Explica muy bien santo Tomás: “El amor es la razón de un don gratuito, que se hace a una persona porque se la quiere bien. El primer don es, pues, el amor (amor habet rationem primi doni)... Por eso, si el Espíritu Santo procede como Amor, procede también como primer Don” (Summa Theologiae, I 38,2). Todos los demás dones son distribuidos entre los miembros del cuerpo de Cristo por el Don que es el Espíritu Santo, concluye el Angélico, con san Agustín (De Trinitate, XV, 19: PL 42, 1084).

6. Al estar en el origen de todos los demás dones concedidos a las creaturas, el Espíritu Santo, Amor-Persona, Don increado, es como una fuente (fons vivus), de la que deriva todo en la creación; es como un fuego de amor (ignis caritas), que lanza destellos de realidad y de bondad a todas las cosas (dona creata). Se trata del don de la existencia concedida, mediante el acto de la creación y de la gracia, a los ángeles y a los hombres en la economía de la salvación. Por esto, el apóstol Pablo escribe: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).

7. También este texto paulino es una síntesis de cuanto enseñan los Apóstoles inmediatamente tras Pentecostés. “Convertíos, ?exhortaba Pedro?, y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Ac 2,38). Poco después, el mismo Apóstol, enviado al centurión Cornelio para bautizarlo, podrá comprender por la experiencia de una revelación divina “que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles”(cf. Ac 10,45). Los Hechos registran también el episodio de Simón el Mago, que quiso “comprar con dinero” el Espíritu Santo. Simón Pedro le reprochará duramente eso, afirmando que el Espíritu Santo es sólo don, y se recibe de forma gratuita, precisamente como don de Dios (cf. Ac 8,19-23).

8. Es lo que repiten los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, leemos en Cirilo de Alejandría: “Nuestro regreso a Dios se hace por Cristo salvador y tiene lugar sólo a través de la participación y la santificación del Espíritu Santo. Aquel que nos lleva y, por decir así, nos une a Dios es el Espíritu, que, cuando lo recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros lo recibimos por medio del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre” (Comentario al evangelio de Jn 9,10, PG 74, 544 D). Es el “regreso a Dios”, que se realiza continuamente en cada uno de los hombres y de las generaciones humanas, en el tiempo que va desde la “partida” redentora de Cristo ?del Hijo del Padre? hasta la siempre nueva “venida” santificadora del Espíritu Santo, que se completará con la venida gloriosa de Cristo al fin de la historia. Todo lo que, en el orden sacramental, en el orden carismático, en el orden eclesiástico-jerárquico, sirve a este “regreso” de la humanidad al Padre en el Hijo, es una múltiple y variada “difusión” del único Don eterno, que es el Espíritu Santo, en su dimensión de don creado, o sea, de participación en los hombres del Amor infinito. Es “el Espíritu Santo que se da a sí mismo”, dice santo Tomás (Summa Theologiae, I 38,1, ad 1). Hay una cierta continuidad entre el Don increado y los dones creados, que hacía escribir a san Agustín: “El Espíritu Santo es eternamente Don, pero temporalmente es algo donado” (De Trinitate, V, 16, 17; CC 50, 224).

9. De esta antigua tradición de Padres y Doctores de la Iglesia, eslabones que nos unen a Jesucristo y los Apóstoles, deriva lo que se lee en la encíclica Dominum et vivificantem: “El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho ‘parte’ del universo, del género humano y de la historia. La ‘manifestación’ de la gracia en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el ‘Dios oculto’, que como amor y don ‘llena la tierra’ ” (DEV 54). En el centro de este orden universal constituido por los dones del Espíritu Santo está el hombre, “creatura racional que, a diferencia de las demás creaturas terrenas, puede llegar a gozar de la Persona divina y hacer uso de sus dones. A esto puede llegar la creatura racional cuando se hace partícipe del Verbo divino y del Amor que procede del Padre y del Hijo, de forma que, por su libre apertura interior, puede conocer de verdad a Dios y amarlo rectamente... Pero esto no se alcanza por virtud propia, sino por don concedido de lo alto... En este sentido, compete al Espíritu Santo ser dado y ser Don” (Summa Theologiae, I 38,1).

Aún tendremos ocasión de mostrar la importancia de esta doctrina para la vida espiritual. Por ahora, sellemos con ese hermoso texto del Doctor Angélico nuestras catequesis sobre la Persona del Espíritu Santo, Amor y Don de caridad infinita.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

76 Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.
En particular, a las Hermanas Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor y a las Religiosas Escolapias, que se encuentran en Roma haciendo un curso de renovación espiritual. A todas aliento a un renovado compromiso de generosa entrega a Dios y a la Iglesia, en fidelidad a su propia vocación de almas consagradas. Igualmente saludo a las demás personas procedentes de España y de los diversos Países de América Latina, entre los que se hallan un grupo de profesionales latinoamericanos que hacen un curso de perfeccionamiento en Turín.

Con afecto imparto a todos la bendición apostólica.






Audiencias 1990 70